***
En aquella ocasión había estado yo contemplando lleno de
expectación temerosa a la hermosa muchacha que venía
subiendo la montaña, sola y ensoñadora, y aún no me había
visto; había mirado su cabello recogido en grandes trenzas y
que, sin embargo, tenía a ambos lados de la cara bucles sueltos
que jugueteaban y ondeaban al viento. Había visto, por vez
primera en mi vida, qué hermosa era esta muchacha, qué
hermoso y fantástico este jugueteo del viento en su cabello
delicado, qué hermosa e incitante la caída de su fino vestido
azul sobre los miembros juveniles, y lo mismo que me había
saturado el dulce y tímido placer y la angustia de la primavera
con el sabor a especies amargas del capullo masticado, así
también a la vista de la muchacha se apoderó de mí toda la
concepción mortal del amor, la intuición de lo femenino, el
presentimiento arrollador y emotivo de posibilidades y
promesas enormes, de indecibles delicias, de turbaciones,
temores y sufrimientos imaginables, de la más íntima redención
y del más hondo sentido de la culpa. ¡Oh, cómo me quemaba la
lengua el acre sabor de la primavera! ¡Oh, cómo soplaba el
viento juguetón por entre el cabello suelto junto a sus mejillas
encarnadas! Luego llegó muy cerca de mí, levantó los ojos y me
reconoció, enrojeció suavemente un instante y volvió la vista;
después la saludé yo con mi primer sombrero de hombre, y
Rosa, repuesta en seguida, saludó un poco señoril y
circunspecta, con la cara levantada, y pasó lentamente, serena y
con aire de superioridad, envuelta en los miles deseos
amorosos, anhelos y homenajes que yo le enviaba. Así había
sido en otro tiempo, un domingo, hace treinta y cinco años, y
todo lo de entonces había vuelto en este instante: la colina y la
ciudad, el viento primaveral y el aroma de capullo, Rosa y su
cabello castaño, anhelos inflamados y dulces angustias de
muerte. Todo era como antaño, y me parecía que jamás había
vuelto a querer en mi vida como entonces quise a Rosa. Pero
esta vez me había sido dado recibirla de otro modo que en
aquella ocasión. Vi cómo se ponía encarnada al reconocerme, vi
su esfuerzo para ocultar su turbación y comprendí al punto que
le gustaba, que para ella este encuentro significaba lo mismo
que para mí. Y en lugar de quitarme otra vez el sombrero y
quedarme descubierto e inmóvil hasta que hubiera pasado,
ahora, a pesar del temor y del azoramiento, hice lo que la
sangre me mandaba hacer, y exclamé: “¡Rosa! Gracias a Dios
que has llegado, hermosa, hermosísima muchacha. ¡Te quiero
tanto!” Esto no era acaso lo más espiritual que en aquel
momento pudiera decirse, pero aquí no hacía falta ninguna el
espíritu, bastaba aquello perfectamente. Rosa se detuvo, me
miró y se puso aún más encarnada que antes, y dijo: “Dios te
guarde, Harry. ¿De veras me quieres?” Y al decir esto, brillaban
de su cara vigorosa los ojos oscuros, y yo me di cuenta: toda mi
vida y mis amores pasados habían sido falsos y difusos y llenos
de necia desventura desde el momento en que aquel domingo
había dejado marchar a Rosa. Pero ahora se corregía el error, y
todo se hacía de otra manera, se haría todo bien.
cont
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