Hermann Hesse: dualidad y conciliación
Jun 24, 2019 | 1 Comentario
Juan Antonio Rosado Z.
Una de las primeras imágenes que a todo lector asiduo le viene a la cabeza al escuchar el nombre de Hermann Hesse (1877-1962) es la imagen de la crisis vinculada a la polisémica y conflictiva imagen de la identidad: crisis de identidad. Tal vez por ello la obra de este escritor germano-suizo se ha vuelto entrañable para innumerables generaciones de jóvenes, de las que se convirtió en una especie de guía espiritual, sobre todo tras las dos grandes guerras que pusieron en jaque al mundo. ¿A dónde nos llevó la racionalidad compulsiva y la moral convencional? ¿A dónde el ensalzado «progreso»? Cierto: nos ha dado beneficios, pero también nos condujo a la guerra y a la destrucción.
Decir crisis equivale a decir muerte, pero no tomemos este vocablo en sentido literal. El humano muere constantemente y resucita muchas veces como otro. La crisis, cuando no se lleva al extremo irracional del suicidio, puede ser una muerte simbólica, un cambio de estado, una lucha tensa y despiadada entre dos o más fuerzas antagónicas en el interior del individuo. A menudo esas fuerzas se hallan tan arraigadas en el inconsciente que es posible referirnos a una dualidad o multiplicidad interna sin necesariamente hablar de esquizofrenia o desdoblamiento de la personalidad, sino sólo de encarnizada y enfermiza lucha que puede desembocar, de modo pesimista, en la muerte real o en la aceptación de uno de los estados, pero también (y es el caso de El Lobo estepario) en la curación.
En los personajes de Hesse, esta lucha suele presentarse como la oposición entre lo horrible del mundo exterior (con su enajenación, rapacidad y corrupción) y la nobleza y espiritualidad de la vida interior, pero también al revés: la belleza del paisaje, de la naturaleza, contrapuesta a lo horripilante y pesadillesco de ciertas situaciones interiores. Una dualidad más profunda es la de Eros y Tánatos: el instinto de vida y supervivencia contra el instinto de muerte y destrucción. En la obra de Hesse se manifiesta una y otra vez, casi siempre traducida en la oposición entre intelecto y voluntad (racionales) y los instintos e impulsos destructivos (irracionales). Pero este escritor nunca creyó en la preponderancia de la razón sobre los sentimientos y emociones; por ello, en muchos sentidos, se trata de un neorromántico que se ha apropiado de las teorías sicoanalíticas y junguianas, a fin de comprender más el mundo que le rodea y el suyo propio en crisis. Aquí vale la pena citar in extenso una de las reflexiones del personaje Harry Haller en El Lobo estepario: «No está bien que la humanidad esfuerce demasiado la inteligencia y trate de utilizar la razón para poner orden en las cosas que no son susceptibles de tratamiento racional. De ahí que surjan esos ideales como el del americano o el del bolchevique: ambos extraordinariamente razonables y, sin embargo, conducen a una terrible opresión y empobrecimiento de la vida, porque la simplifican de una forma tan burda. La imagen del hombre, en otro tiempo alto ideal, está a punto de convertirse en un artículo industrializado. Acaso nos corresponda a los locos ennoblecerla otra vez».
Hermann Hesse nació en Calw (Alemania), procedente de una familia de misioneros. De niño se trasladó con sus padres a Basilea, donde vivió sus primeras experiencias trascendentes, ya que muchas de ellas se representarán en sus obras. Una fue cuando en marzo de 1892 se escapó del Seminario de Maulbronn al sentir la imperante necesidad de liberarse de los yugos académicos y familiares. Hubo continuos conflictos con sus padres, quienes lo cambiaron de escuelas. Pero el joven quería ser poeta o nada. Ante la incomprensión familiar, entró en depresión e intentó suicidarse. Por tal motivo, ingresó en el manicomio de Stetten im Remstal y luego en un instituto infantil en Basilea y en el Gymnasium de Bad Cannstatt, cerca de Stuttgart. En 1893 abandonó definitivamente la escuela.
En esta actitud coincidió con su colega y amigo Thomas Mann, quien también aborreció la escuela y jamás se sometió a sus exigencias. Hesse fue aprendiz de librero por tres días y mecánico en una fábrica de relojes por catorce meses, hasta que en 1895 se incorporó como librero en Tubinga. Clasificaba y archivaba libros, con los que tuvo profundas relaciones. Leyó a Goethe, Shakespeare, Lessing, Schiller, Brentano, Novalis y a los griegos, además de textos teológicos. Ascendió a asistente de librero en 1898, y con ese puesto logró su independencia económica. Publicó su primer libro: Canciones románticas, y consiguió trabajó en una librería de Basilea. En 1900 dio a la luz su obra Escritos póstumos y poesías de Hermann Lauscher. Halló empleo en otra librería y también realizó su anhelado viaje a Italia en 1901. Su primera obra importante fue la novela Peter Camezind, de 1904, año en que contrajo matrimonio con Maria Bernoulli. En 1906, publicó Bajo la rueda, con gran cantidad de elementos autobiográficos.
Hesse se había rebelado contra la rigidez de la moral puritana y contra un sistema educativo que, lejos de ayudar al crecimiento espiritual, ahogaba o sometía al individuo con humillación. A espíritus sensibles podía conducirlos a la destrucción o al abandono en la inercia. Es curioso que Hesse y el austriaco Robert Musil hayan desarrollado este tema de modos diferentes en dos novelas del mismo año (1906): Las tribulaciones del estudiante Törless, de Musil, y Bajo la rueda. Me referiré a esta última porque Hesse desarrolla el proceso de «crecimiento» —en este caso degradante— del protagonista, lo que será útil para contrastarla con El Lobo estepario (1927).
Bajo la rueda indaga en las contradicciones de la adolescencia y en la lucha entre espíritu y materia, tema que se repetirá en Demian (1919) y en El Lobo estepario. Sin embargo, en la primera se narra el paulatino «descenso a los infiernos» de Hans Giebenrath, joven sensible, cultivado y ambicioso. ¿Quién tuvo la culpa de ese vertiginoso descenso? ¿Su timidez? ¿Las deficiencias de un rígido sistema educativo? ¿Los malos influjos de su compañero Hermann Heilner? ¿Las expectativas y presiones de sus profesores? ¿El ascendente que la muerte tuvo en él desde el nacimiento? ¿El destino? Hans estuvo marcado por la muerte desde su nacimiento: primero su madre; luego su amigo Rechtenheil; después el cerrajero Bendle; a continuación, ya en el monasterio, el niño apodado «hindú». Dicha recurrencia de la muerte interviene en su estado melancólico, pero nunca fue decisiva para que Hans saliera de la ruta que él se había trazado. Como en toda novela de aprendizaje, el personaje central experimenta diversas metamorfosis. La primera importante, y que el lector no entenderá como «negativa» hasta después, fue la que causó en Hans su amigo antisocial, aunque sensible e inteligente, Hermann Heilner. Si Rechtenheil había contagiado al protagonista con la pasión de la pesca, Heilner, en cambio, lo contagiará con una pasión de signo negativo: lo hará oponerse a lo que deseó; le abrirá la conciencia, es cierto: lo hará más crítico, pero, a diferencia, por ejemplo, del personaje de Camino de perfección, de Pío Baroja, Hans no sabrá encaminar bien esta nueva condición. Tal vez no estuvo preparado para la «iniciación» que lo conduciría por un laberinto, donde hallará más dolores de cabeza, el deterioro de su débil sistema nervioso y la muerte.
El lector, a través del narrador omnisciente, advierte a un ser influenciable desde que los profesores de su pueblo lo convencen para «arruinar» las vacaciones con el estudio. Si bien apuntaban hacia una superación espiritual, los acontecimientos se van desarrollando conforme a un claro proceso de degradación que va de la dedicación al estudio en el seno de un sistema rígido —maquinaria, rueda que industrialmente produce buenos, pero mediocres latinistas, helenistas o teólogos, sin capacidad crítica o de enjuiciamiento—, hasta la desesperación, que hace que Hans busque primero un refugio en el pasado, luego las ideas suicidas y al fin, tras el fracaso amoroso, la frivolidad de una borrachera que producirá el descenso a los infiernos, del que Hans no escapará. Se trata de un héroe trágico, impulsado por el mismo engranaje hacia donde uno de sus profesores lo había amenazado: «no aflojes tus esfuerzos, de lo contrario caerás bajo la rueda». Es héroe porque se enfrenta a una serie de pruebas, desde el abandono del lugar de origen hasta el retorno; pero son pruebas que lo trascienden. No da en el blanco. Héroe moderno, limitado por su debilidad de carácter, Hans no pasa las pruebas y llega a la decadencia: vaga sin rumbo y sin sentir placer con lo que hace. La efímera relación con Emma establece en su interior una dicotomía, insalvable, entre el placer de su naciente sensualidad y el dolor por la pérdida de la niñez. Poco a poco se percatará de los anhelos insatisfechos y frustraciones. Dice el refrán: «lo que no me mata me hace más fuerte». Esto ocurre con otros protagonistas, como Andrea, en la novela Nada, de Carmen Laforet, pero no con Hans, quien es prototipo de héroe trágico moderno. ¿Cuántos no hay que, por esa misma o semejante frustración, se convierten en victimarios? Hans prefirió la inercia que lo llevó a la autodestrucción.
Este personaje contrasta con Harry Haller, el Lobo estepario, no sólo por la edad, sino también porque Harry pasa las pruebas que la vida le impone. En ambas obras, aunque separadas por 21 años, tal como ocurre en muchas obras de Hesse, hay una demoledora crítica contra la sociedad burguesa, esa clase satisfecha consigo misma, inerte, convencional, incapaz de enjuiciarse, y a la que sólo le interesa la superación económica y quedar bien con la iglesia. No es casual que en Bajo la rueda el narrador enfatice la necesidad del Estado por mantener al monasterio, así como el carácter convencional del padre de Hans Giebenrath. Los efectos de esa sociedad mediocre y utilitaria —ya lo advertía de otra manera José Enrique Rodó en 1900— suelen conducir a la destrucción (o a su intento) de los seres más sensibles. La vida del burgués se fundamenta en apariencias y sólo busca la fácil comodidad; nada se cuestiona y vive acumulando bienes, en competencia consigo misma.
En 1914, ocho años después de la publicación de Bajo la rueda, estalla la Primera Guerra Mundial. Hesse publica Rosshalde, sobre su crisis matrimonial. Como observador político, mantuvo una posición antibelicista e instigó a los intelectuales alemanes a no caer en disputas nacionalistas. La prensa lo llegó a considerar traidor, mientras que otros, como el escritor francés Romain Rolland, lo apoyaron. Es la época en que muere su padre, su hijo padece una grave enfermedad y su esposa sufre de esquizofrenia. Todo esto lo llevó a una crisis nerviosa y sicológica que se trató, entre 1916 y 1917, con el Dr. Joseph Lang, discípulo de Carl Gustav Jung.
El escritor se interesa cada vez más por las obras de Freud y Jung, que marcarán su narrativa. Renuncia a su nacionalidad alemana y se establece de forma definitiva en Suiza. Esta actitud denota su aversión por el militarismo, por la guerra y la destrucción. En 1921 conoce a Jung, con quien mantuvo una correspondencia fructífera, aunque Hesse llegó a la conclusión de que los sicólogos y sicoanalistas carecen de un «órgano» para relacionarse de modo genuino con el arte. En una carta, afirma que los libros de Jung le dejaron impresiones menos fuertes que los de Freud. En resumen, para el futuro autor de El Lobo estepario, como para gran cantidad de artistas, los sicólogos y el sicoanálisis representan una de las puertas para abrir el inconsciente y la fantasía como medios de revelar aspectos esenciales de la personalidad. Ambos pensadores (Freud y Jung), si bien distanciados, consideran que el sueño es la vía para acceder al inconsciente, y que allí se configuran los símbolos que revelan verdades de nuestra vida: impulsos, carencias, deseos.
Tras fracasar en su matrimonio y en plena crisis, Hesse abandona Berna y se traslada, sin familia, a Montagnola. En esta villa siguió escribiendo y comenzó a pintar acuarelas. Fue un prolífico acuarelista, y en sus pinturas plasmó el paisaje con contornos muy subjetivos. Resuelve poco a poco su crisis, no en la realidad contingente, sino en lo más perenne que ha logrado el ser humano: en la representación artística, y fue tanta la necesidad por plasmar sus inquietudes, que prácticamente recorren su obra literaria. En Montagnola escribe, entre otras novelas, Siddharta (1922), El Lobo estepario (1927) y Narciso y Goldmundo (1930), donde se concilian dos figuras antagónicas. En 1924 se casó con Ruth Wenger y obtuvo la nacionalidad suiza, pero este matrimonio también fracasó. En 1931 se casaría por tercera vez, ahora con Ninon Dolbin.
Entre las fuentes librescas más destacadas de Hesse, se encuentran textos de Oriente y Occidente: desde el Bhagavad-Gita, los Upanishads y el budismo hasta la épica medieval y el romanticismo alemán, pasando por el pensamiento de Lao-Tsé, autor a quien apreciaba por sus reflexiones en torno a la dualidad yin-yang y al Tao como totalidad o conciliación de contrarios. Como muchos autores del siglo XX —desde Strindberg hasta Juan García Ponce y Salvador Elizondo, pasando por Georges Bataille, Albert Camus, Maurice Blanchot, Thomas Mann, Pío Baroja, Pierre Klossowsky y otros innumerables—, la obra de Hesse es, en buena medida, heredera de las ideas de Nietzsche y de las posturas antipositivistas y cercanas a un espiritualismo o «irracionalismo» ajeno a posturas religiosas definidas, y heredero en parte del romanticismo. En Hesse, el romanticismo alemán fue el que más honda huella dejó: Goethe, Novalis, Schiller, Hölderlin, Hoffmann… Allí se hablaba del Weltschmertz o «dolor del mundo», algo equivalente al spleen francés o a la melancolía como enfermedad. La belleza se opone a ese estado patético en que el ser humano puede estar en dilemas irresolubles. En el romanticismo se empezó a hurgar en el orientalismo, en las filosofías y sabidurías del extremo Oriente como medios de encontrar lo que a la enferma civilización occidental le faltaba o había perdido por su compulsión racionalista e intolerancia sistemática.
Pese a sus diversas fuentes vitales y librescas (sobre todo las orientales), y a la originalidad con que las trata y representa para el público occidental, Hesse no fue un innovador del estilo, como lo fueron Marcel Proust, James Joyce o Virginia Woolf. Su narrativa es sencilla, fluida, sin pretensiones vanguardistas ni juegos formales. Tal vez lo que más toma del romanticismo es la subjetivación del entorno. Las realidades representadas no son independientes de la subjetividad, como lo pretendería el realismo, aunque también es verdad que resulta imposible divorciar del todo la subjetividad de lo que la rodea. Por ello quizá Hesse parte del individuo, del ser concreto. Su técnica solía consistir en representarse mentalmente a un personaje y crear un retrato de él o de ella: Peter, Hans, Demian, Sinclair, Harry, Narciso, Gertrude, Hermine… son hombres o mujeres que de repente aparecieron en la mente de Hesse. A partir de dicho retrato, el escritor generaba la trama y ponía a esos personajes en relación con otros. Incluso partía de la autorrepresentación. En otras palabras, la personalidad se simboliza en el personaje. En 1928 afirmó que para él una novela empieza cuando visibiliza a una figura susceptible de convertirse en símbolo de su experiencia, ideas o conflictos: cuando genera un personaje mítico.
Pero más allá del personaje, para que haya narración es esencial el desarrollo de la acción de los personajes. En su ensayo «Un poco de teología», Hesse analiza el camino del desarrollo humano. Tal proceso se inicia, según él, con la inocencia como primer estado: el mundo infantil es paradisiaco (aquí coincide con la concepción freudiana); luego surge una situación de culpa a causa del conocimiento del bien y del mal que nos otorgan la cultura, la religión o moral imperante; ese estado lanza al individuo a la desesperación cuando se convence de que la virtud es imposible, dada la rigidez de la moral o religión; por último, puede presentarse la redención del ser o, al contrario, su destrucción.
El proceso expuesto por Hesse se relaciona con el proceso de individuación junguiano (principium individuationis), y aparece con claridad en Demian, se cumple cabalmente en Siddharta, y en cierto sentido se aprecia en El Lobo estepario, aunque el protagonista sea un hombre maduro. En sus Escritos sobre literatura, Hesse revela que El Lobo estepario retrata y relata una enfermedad, una situación crítica, pero se trata de una enfermedad que, en contraste con la mayoría de las enfermedades, no conduce a la muerte o a la aniquilación de la personalidad, sino a una curación. Harry Haller, quien posee las mismas iniciales de Hermann Hesse, es un solitario o, para decirlo en términos dostoievskianos, un «hombre del subsuelo». Cumplirá 50 años y se halla en crisis: siente desprecio hacia sí y hacia los demás. Según las teorías freudianas, la represión —como mecanismo de defensa de experiencias graves o penosas alojadas en el inconsciente y que permanecen latentes— da como resultado un estado de neurosis. Un individuo urbano como Haller es sin duda un neurótico.
Tomo la expresión «hombre del subsuelo» de la célebre novela de Fiódor Dostoievsky, Memorias del subsuelo (1864). En La decadencia de Occidente (1918, 1923), Oswald Spengler se refirió al hombre solitario de las grandes ciudades en estos términos: «En lugar de un pueblo lleno de formas, creciendo con la tierra misma, tenemos a un nuevo nómada, un parásito, el habitante de la gran urbe, hombre puramente atenido a los hechos, hombre sin tradición […], sin religión, inteligente, improductivo». Este «nómada» vive su presente con mentalidad crítica, aferrado a su lógica. Puede estar en busca de acción, como en Memorias del subsuelo, o en el intento de huir del suicidio, como Harry Haller, quien se distingue por su capacidad de sufrimiento y autodesprecio. Lo cierto es que en la ciudad como producto de la industrialización y la racionalidad compulsiva, el «hombre del subsuelo» es el representante más lúcido y antiburgués del hombre moderno. Es dinámico porque emerge de la soledad y se lanza a la acción. El impulso suicida de Harry lo hace eludir la soledad y descubrir a Hermine, con quien alivia por instantes su condición. Soledad e independencia no eran afán de Harry, sino su destino y condena. La base de su pesimismo no es sólo el desprecio del mundo, sino el autodesprecio, aunque Hermine le diga que el tiempo, el mundo, el dinero y el poder son de los mediocres y superficiales: a los verdaderos hombres nada les pertenece más que la muerte.
Este lobo-hombre, con toda su dualidad, no se conforma con el simple suicidio y tendrá que pasar una serie de pruebas que lo transformarán en otro. Tal vez uno de los episodios más célebres de la novela sea el del Teatro Mágico, «sólo para locos», aunque no debe tomarse aquí la palabra «locura» como desorden grave que anula la capacidad racional, sino como desorden o crisis que permite un acomodamiento para que la persona siga con éxito su proceso de individuación. Este tipo de «locura» conduce a la salvación. Y si a medida que la obra avanza, la distinción entre realidad y sueño va desapareciendo, este fenómeno se percibe con claridad en el Teatro Mágico.
El Lobo estepario se compone de los manuscritos de Harry Haller, presentados al lector por uno de sus conocidos. En total, son cuatro secciones. En la tercera, «Tratado del Lobo estepario» (no para cualquiera), se analiza la sicología del protagonista. Es una especie de ensayo que da cuenta, grosso modo, de las inquietudes de Hesse. Gracias a este tratado que le vende a Harry el hombre que anuncia el Teatro Mágico, sabemos que el individuo es una multiplicidad de energías distintas e incluso discordantes. Dos de ellas luchan en Harry: por un lado, el hombre burgués que busca el orden, lo higiénico y el individualismo; por otra, el instinto, los impulsos, el odio al ser humano, es decir, la naturaleza del lobo. Para Hesse, hay muchas personas como Harry y todas tienen dos almas: una «divina» y la otra «satánica». El lado satánico es adversario del lado divino o luminoso. Ambos luchan en el interior del ser humano.
Al igual que Hans en Bajo la rueda, Harry llega a la desesperación y aparece la idea del suicidio, pero en Harry (hombre maduro) se resuelve por la vía del humor, y aquí encuentro el influjo del Zaratustra nietzschiano. Pero hay una diferencia con Nietzsche: Harry debe hallar su parte femenina (o anima, según Jung), que intenta unir o reconciliar. Tras una cena con un profesor, la cual concluye de modo conflictivo, Harry va al bar Águila Negra, donde descubre a Hermine, que en alemán es femenino de Hermann. En un sueño, Harry ve al poeta Johan W. Goethe, con quien sostiene una discusión en torno al espíritu de la época. Tal vez lo más significativo en esta parte sea la risa de Goethe. Luego Hermine conduce a Harry por el lado ligero del ser.
En ese bar también conoce al lúdico y antisolemne saxofonista Pablo, amante de Hermine. Tras enamorarse de ella, quien aparece disfrazada de hombre, Haller experimenta terribles celos, pero se olvida poco a poco de las ideas suicidas y entra en el Teatro Mágico. Allí ve muchas puertas. Abre y entra en varias, pero hay una significativa, donde encuentra a Mozart, quien le dice que más que a morir, tendrá que aprender a vivir y reír: «Tendrá que aprender del humor patibulario de la vida». La risa que enseña Mozart es conciliadora y reconciliadora; es la risa de los inmortales.
Acaso el vitalismo del Zaratustra de Nietzsche influyó en Hesse para incorporar el humor en El Lobo estepario. Por ello al protagonista se le revela la risa, la ligereza de la que habla Zaratustra, en contraste con la pesadez. Harry comprendió al homo ludens, al hombre que juega, y a la cultura como juego, tema que desarrollará Huizinga en 1938, pero que en Hesse dará pie a la edificación de su novela más ambiciosa, considerada aún como su obra maestra: El juego de los abalorios (1943).
En 1946, se le concedió a Hesse el Premio Nobel de Literatura. Después de su muerte, en 1962, el mexicano Juan García Ponce escribió sobre la capacidad de aquel autor «para exaltar a los jóvenes» y la explicaba por la «excepcional pureza de su obra», por su «desprendimiento y sinceridad, cualidades juveniles que sólo los grandes autores conservan hasta el final». Hesse es uno de esos artistas cuya obra, a menudo pesimista y crítica de la sociedad moderna, es clásica por la profundidad en su sencillez y amenidad.
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