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“El lobo feroz”, por John Carlin (La Vanguardia, 26-07-2020)
Llega al pueblo una manada de lobos. Hay víctimas. Demasiado tarde para algunos, nos escondemos en el sótano. A ver si se van. Pasan un par de semanas y ahí siguen. Tenemos un problema: se aproxima la época de la cosecha. Corremos el riesgo de que el cultivo se eche a perder. La gente reza y los lobos se van. Salimos del sótano y vamos a trabajar a los campos. Pero apenas hemos empezado a recoger las verduras cuando reaparece un lobo. Y otro, y otro más. Matan a un par de personas y todos volvemos corriendo al sótano.
Terrible dilema. O nos comen los lobos o nos morimos de hambre. ¿Qué hacer? Se abre un debate. Nos la tenemos que jugar, no podemos dejar que nuestra comida se pudra, dicen unos. No, no, dicen otros, tenemos mucho miedo. Y, además, ¿para qué? Si nos desconfinamos, moriremos seguro. Mejor aguantar.
El encargado del cementerio alza la voz. ¡Hay una solución! Escuchen, dice, me he fijado en una cosa muy extraña. Los lobos solo se comen a los ancianos. Los jóvenes pueden trabajar en la cosecha sin miedo. Sí, dice el policía. De acuerdo. He visto que a los lobos no les interesa la carne joven, La verdad es que casi todos los muertos han tenido más de 80 años. Me ven a mí, que tengo 45, dice el policía, gruñen y se van. Una vez uno me dio un pequeño mordisco en la pierna, pero nada más. Hay que tener muchísima mala suerte para que tengas mi edad y se te lancen al pescuezo. Sí, dice el periodista del pueblo. Máxima seguridad para los mayores, pero los demás, con precaución, a vivir sus vidas.
El alcalde y sus concejales se reúnen, evalúan los argumentos y toman su decisión: el principio de la igualdad, más sagrado que el comer, exige que todos sigan confinados en el sótano hasta que los lobos desaparezcan.
Final de la historia: es el pueblo el que desaparece.
El lobo no es el coronavirus. El virus es bastante más pequeño y mucho más complejo. Tan complejo que los científicos más reputados del mundo no se ponen de acuerdo sobre cuestiones tan básicas como el índice de mortalidad de los infectados; o sobre el grado de protección que ofrecen los anticuerpos de los que se han contagiado; o por qué algunos mueren del virus y otros son asintomáticos; o si el virus prefiere el frío o el calor; o si el virus está perdiendo fuerza; o, incluso, si el virus sobrevive en las superficies y, si sobrevive, por cuánto tiempo.
Parce que el mundo científico solo está de acuerdo en dos grandes cosas. Que aislar a los contagiados es una buena idea. Y, lo más llamativo de todo lo que hemos aprendido hasta la fecha, que el virus discrimina según la edad. Los datos demuestran de manera irrefutable (tan irrefutable que casi no tiene sentido repetirlo) que el coronavirus representa un grave riesgo para los ancianos, especialmente para los de más de 80 años, y para individuos que padecen ciertas enfermedades crónicas; y un riesgo leve para gente joven y saludable, es decir, para la mayoría de la población mundial.
Cito, no por primera vez, a un profesor de estadística de la Universidad de Cambridge, David Spiegelhalter. Según sus cálculos, 1) más del 80 por ciento de las víctimas de menos de 50 años en el Reino Unido tenían enfermedades previas; 2) las personas de menos de 40 años tienen más posibilidades de morir en un accidente de coche que del virus; 3) las de menos de 25 tienen más riesgo de morir de una neumonía o de una gripe normal. Ya que el Reino Unido ha sufrido más de 45.000 muertes desde el comienzo de la pandemia no es arriesgado afirmar que las conclusiones del profesor de Cambridge son extrapolables al resto de la humanidad.
Lo que nadie me ha podido explicar es por qué las medidas que proponen los gobiernos para combatir el virus no toman en cuenta lo que Spiegelhalter llama “el extraordinario impacto del factor edad sobre el riesgo de morir de la Covid-19”.
Medio mundo está rezando para que se invente la vacuna. Hay división de opiniones sobre cuándo llegará, que si a finales de año, que si a principios del 2021, o en el 2022. Lo que está claro, y los rebrotes que estamos viviendo en Europa hoy lo confirman, es que tendremos que convivir con el bicho un buen tiempo más. Con lo cual hay que dar con una estrategia que minimice a la vez los riesgos para la salud y para la economía. Por un lado, más de 600.000 personas han perdido la vida debido al coronavirus; por otro, cientos de millones (solo en Estados Unidos, 40 millones) han perdido su trabajo y quién sabe cuántos más han sufrido o sufrirán trastornos mentales, violencia doméstica, otras enfermedades graves que han pasado a segundo plano y, por supuesto, hambre.
El arresto domiciliario para todos por igual no es una solución sostenible. Desde el comienzo del confinamiento aquí en España me pregunto por qué nadie parece hacer caso a lo que propuso en The New York Times un médico especialista en prevención de enfermedades llamado David Katz. Katz, de la Universidad de Yale, publicó un artículo el 20 de marzo en el que dijo que se debía poner el enfoque y centrar los recursos del Estado en la gente más vulnerable. En darles prioridad a la hora de hacer los tests, en maximizar la protección en las residencias de ancianos, en darles la mejor atención humanamente posible en los hospitales, en pedirles que se confinen. (Igual que, cuando llegue el feliz día, serán los primeros en ser vacunados.) “Centrar la atención en este mucho más pequeño sector de la población permitirá que la mayoría de la gente pueda volver a sus vidas de antes, evitando quizá que enormes sectores de la economía colapsen”, escribió Katz. “Niños saludables podrán volver al colegio, y adultos saludables a sus trabajos… Se restauraría una sensación de calma”.
Eso sí, agregó, hasta que llegue la vacuna o se consiga la famosa inmunidad de rebaño, la deconfinada mayoría deberá tener la sensatez de llevar mascarillas en espacios cerrados y evitar participar en grandes fiestas o actos masivos. Lo esencial sería hacer lo posible para evitar el contacto con los que tendrían que confinarse. Agregaría yo que aquellos que pertenecen al sector vulnerable y se rebelan contra el confinamiento, aquellos dispuestos a asumir el riesgo de ver a sus hijos y nietos, que se la jueguen si así lo desean. Con tal, claro, de que actúen de manera responsable con los que priorizan su vida o su salud.
Para mí ha sido un misterio a lo largo de estos meses que esto que propone Katz, y otros, apenas haya sido tema de debate. Al menos aquí en España. Es verdad que bajo esta estrategia la gente mayor tendría que asumir un mayor sacrificio. Pero también es verdad que la estrategia impuesta hasta ahora ha sacrificado a los jóvenes. No se puede seguir así indefinidamente. No se puede seguir así hoy. El lobo es feroz, pero no para todos. Y la cosecha espera.
John Carlin (La Vanguardia, 26-07-2020)
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“El lobo feroz”, por John Carlin (La Vanguardia, 26-07-2020)
Llega al pueblo una manada de lobos. Hay víctimas. Demasiado tarde para algunos, nos escondemos en el sótano. A ver si se van. Pasan un par de semanas y ahí siguen. Tenemos un problema: se aproxima la época de la cosecha. Corremos el riesgo de que el cultivo se eche a perder. La gente reza y los lobos se van. Salimos del sótano y vamos a trabajar a los campos. Pero apenas hemos empezado a recoger las verduras cuando reaparece un lobo. Y otro, y otro más. Matan a un par de personas y todos volvemos corriendo al sótano.
Terrible dilema. O nos comen los lobos o nos morimos de hambre. ¿Qué hacer? Se abre un debate. Nos la tenemos que jugar, no podemos dejar que nuestra comida se pudra, dicen unos. No, no, dicen otros, tenemos mucho miedo. Y, además, ¿para qué? Si nos desconfinamos, moriremos seguro. Mejor aguantar.
El encargado del cementerio alza la voz. ¡Hay una solución! Escuchen, dice, me he fijado en una cosa muy extraña. Los lobos solo se comen a los ancianos. Los jóvenes pueden trabajar en la cosecha sin miedo. Sí, dice el policía. De acuerdo. He visto que a los lobos no les interesa la carne joven, La verdad es que casi todos los muertos han tenido más de 80 años. Me ven a mí, que tengo 45, dice el policía, gruñen y se van. Una vez uno me dio un pequeño mordisco en la pierna, pero nada más. Hay que tener muchísima mala suerte para que tengas mi edad y se te lancen al pescuezo. Sí, dice el periodista del pueblo. Máxima seguridad para los mayores, pero los demás, con precaución, a vivir sus vidas.
El alcalde y sus concejales se reúnen, evalúan los argumentos y toman su decisión: el principio de la igualdad, más sagrado que el comer, exige que todos sigan confinados en el sótano hasta que los lobos desaparezcan.
Final de la historia: es el pueblo el que desaparece.
El lobo no es el coronavirus. El virus es bastante más pequeño y mucho más complejo. Tan complejo que los científicos más reputados del mundo no se ponen de acuerdo sobre cuestiones tan básicas como el índice de mortalidad de los infectados; o sobre el grado de protección que ofrecen los anticuerpos de los que se han contagiado; o por qué algunos mueren del virus y otros son asintomáticos; o si el virus prefiere el frío o el calor; o si el virus está perdiendo fuerza; o, incluso, si el virus sobrevive en las superficies y, si sobrevive, por cuánto tiempo.
Parce que el mundo científico solo está de acuerdo en dos grandes cosas. Que aislar a los contagiados es una buena idea. Y, lo más llamativo de todo lo que hemos aprendido hasta la fecha, que el virus discrimina según la edad. Los datos demuestran de manera irrefutable (tan irrefutable que casi no tiene sentido repetirlo) que el coronavirus representa un grave riesgo para los ancianos, especialmente para los de más de 80 años, y para individuos que padecen ciertas enfermedades crónicas; y un riesgo leve para gente joven y saludable, es decir, para la mayoría de la población mundial.
Cito, no por primera vez, a un profesor de estadística de la Universidad de Cambridge, David Spiegelhalter. Según sus cálculos, 1) más del 80 por ciento de las víctimas de menos de 50 años en el Reino Unido tenían enfermedades previas; 2) las personas de menos de 40 años tienen más posibilidades de morir en un accidente de coche que del virus; 3) las de menos de 25 tienen más riesgo de morir de una neumonía o de una gripe normal. Ya que el Reino Unido ha sufrido más de 45.000 muertes desde el comienzo de la pandemia no es arriesgado afirmar que las conclusiones del profesor de Cambridge son extrapolables al resto de la humanidad.
Lo que nadie me ha podido explicar es por qué las medidas que proponen los gobiernos para combatir el virus no toman en cuenta lo que Spiegelhalter llama “el extraordinario impacto del factor edad sobre el riesgo de morir de la Covid-19”.
Medio mundo está rezando para que se invente la vacuna. Hay división de opiniones sobre cuándo llegará, que si a finales de año, que si a principios del 2021, o en el 2022. Lo que está claro, y los rebrotes que estamos viviendo en Europa hoy lo confirman, es que tendremos que convivir con el bicho un buen tiempo más. Con lo cual hay que dar con una estrategia que minimice a la vez los riesgos para la salud y para la economía. Por un lado, más de 600.000 personas han perdido la vida debido al coronavirus; por otro, cientos de millones (solo en Estados Unidos, 40 millones) han perdido su trabajo y quién sabe cuántos más han sufrido o sufrirán trastornos mentales, violencia doméstica, otras enfermedades graves que han pasado a segundo plano y, por supuesto, hambre.
El arresto domiciliario para todos por igual no es una solución sostenible. Desde el comienzo del confinamiento aquí en España me pregunto por qué nadie parece hacer caso a lo que propuso en The New York Times un médico especialista en prevención de enfermedades llamado David Katz. Katz, de la Universidad de Yale, publicó un artículo el 20 de marzo en el que dijo que se debía poner el enfoque y centrar los recursos del Estado en la gente más vulnerable. En darles prioridad a la hora de hacer los tests, en maximizar la protección en las residencias de ancianos, en darles la mejor atención humanamente posible en los hospitales, en pedirles que se confinen. (Igual que, cuando llegue el feliz día, serán los primeros en ser vacunados.) “Centrar la atención en este mucho más pequeño sector de la población permitirá que la mayoría de la gente pueda volver a sus vidas de antes, evitando quizá que enormes sectores de la economía colapsen”, escribió Katz. “Niños saludables podrán volver al colegio, y adultos saludables a sus trabajos… Se restauraría una sensación de calma”.
Eso sí, agregó, hasta que llegue la vacuna o se consiga la famosa inmunidad de rebaño, la deconfinada mayoría deberá tener la sensatez de llevar mascarillas en espacios cerrados y evitar participar en grandes fiestas o actos masivos. Lo esencial sería hacer lo posible para evitar el contacto con los que tendrían que confinarse. Agregaría yo que aquellos que pertenecen al sector vulnerable y se rebelan contra el confinamiento, aquellos dispuestos a asumir el riesgo de ver a sus hijos y nietos, que se la jueguen si así lo desean. Con tal, claro, de que actúen de manera responsable con los que priorizan su vida o su salud.
Para mí ha sido un misterio a lo largo de estos meses que esto que propone Katz, y otros, apenas haya sido tema de debate. Al menos aquí en España. Es verdad que bajo esta estrategia la gente mayor tendría que asumir un mayor sacrificio. Pero también es verdad que la estrategia impuesta hasta ahora ha sacrificado a los jóvenes. No se puede seguir así indefinidamente. No se puede seguir así hoy. El lobo es feroz, pero no para todos. Y la cosecha espera.
John Carlin (La Vanguardia, 26-07-2020)
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