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(LLUVIA)
Y por fin, por cima de la oscuridad de los tejados lustrosos, la luz fría de la mañana tibia raya como un suplicio del Apocalipsis. Es otra vez la noche inmensa de la claridad que aumenta. Es otra vez el horror de siempre: el día, la vida, la utilidad ficticia, la actividad sin remedio. Es otra vez mi personalidad física, visible, social, transmisible mediante palabras que no dicen nada, usable por los gestos de los demás y por la conciencia ajena. Soy yo otra vez, tal cual no soy. Con el principio de la luz de tinieblas que llena de dudas cenicientas las rendijas —¡bien lejos de herméticas, Dios mío!—, voy sintiendo que no podré guardar más mi refugio de estar echado, de no estar durmiendo pero poder estarlo, de ir soñando, sin saber que hay verdad ni realidad, entre un calor fresco de ropas limpias y un desconocimiento, salvo de consuelo, de la existencia de mi cuerpo. Voy sintiendo huirme la inconsciencia feliz con que estoy gozando de mi conciencia, el amodorramiento de animal con que acecho, por entre unos párpados de gato al sol, los movimientos de la lógica de mi imaginación desprendida. Voy sintiendo sumírseme los privilegios de la penumbra, y los ríos lentos bajo los árboles de las pestañas entrevistas, y el susurro de las cascadas perdidas entre el ruido de la sangre lenta en los oídos y el vago perdurar de la lluvia. Me voy perdiendo hasta vivo.
No sé si duermo, o si sólo siento que duermo. No sueño el intervalo verdadero, pero noto, como si empezase a despertar de un sueño no dormido, los primeros ruidos de la vida de la ciudad, que suben, como una inundación, del pozo vago, allá abajo, donde quedan las calles que Dios hizo. Son ruidos alegres, filtrados por la tristeza de la lluvia que cae o, quizás, que ha caído —pues no la oigo ahora... —sólo el ceniciento excesivo de la luz agrietada hasta más lejos, que me da, en las sombras de una claridad floja, insuficiente para esta hora de la madrugada, que no sé cuál es—. Son ruidos alegres y dispersos y me duelen en la conciencia como si viniesen, con ellos, a llamarme para un examen o una ejecución. Cada día, si lo oigo rayar desde la cama donde ignoro, me parece el día un gran acontecimiento mío que no tendré el valor de afrontar. Cada día, si lo siento alzarse del lecho de las sombras, con un caer de ropas de la cama por las calles y los callejones, viene a citarme ante un tribunal. Voy a ser juzgado en cada hoy. Y el condenado perenne que hay en mí se agarra a la cama como a la madre que ha perdido, y acaricia la almohada como si el ama le defendiese de la gente.
La siesta feliz del bicho grande a la sombra de los árboles, el cansancio fresco del desarrapado entre la hierba alta, el torpor del negro en la tarde tibia y lejana [,] la delicia del bostezo que pesa en los ojos flojos [,] todo lo que acaricia el olvido cuando se tiene sueño, el sosiego del reposo en la cabeza, apoyado, un pie ante el otro, en las contraventanas, el halago anónimo de dormir.
Dormir, ser lejano sin saberlo, estar echado, olvidar con el propio cuerpo; tener la libertad de ser inconsciente, un refugio del lago olvidado, estancado entre frondas verdes, en los vastos alejamientos de las florestas.
Una nada con respiración por fuera, una muerte leve, de la que se despierta con añoranza y frescor, un ceder de los tejidos del alma al ropaje del olvido.
Ah, y de nuevo, como la protesta reanudada de quien no se ha convencido, oigo el alarido brusco de la lluvia chapotear en el universo aclarado. Siento un frío hasta en los huesos supuestos, como si tuviese miedo. Y agachado, nulo, humano a solas conmigo en la poca tiniebla que todavía me queda, lloro, sí, lloro de soledad y de vida, y mi pena fútil como un carro sin ruedas yace al borde de la realidad entre los estiércoles del abandono. Lloro por todo, entre la pérdida del regazo, la muerte de la mano que me daban, los brazos que no supe cómo me ciñesen, el hombro que nunca podría tener... Y el día que raya definitivamente, la pena que raya en mí como la verdad cruda del día, lo que he soñado, lo que he pensado, lo que se ha olvidado en mí —todo esto, en una amalgama de sombras, de ficciones y de remordimientos, se mezcla en el rastro por el que van los mundos y cae entre las cosas de la vida como el esqueleto de un racimo de uvas, comido en la esquina por los chicos que lo han robado.
El ruido del día aumenta de repente, como el sonido de una campanilla que llama. Estalla dentro de la casa el cerrojo suave de la primera puerta que se abre hacia el universo. Oigo unas zapatillas en un pasillo absurdo que va a dar a mi corazón. Y con un gesto brusco, como de quien por fin se matase, arrojo de sobre el cuerpo duro las ropas profundas de la cama que me cobija. Me he despertado. El ruido de la lluvia se esfuma hacia más arriba en el exterior indefinido. Me siento más feliz. Ha cumplido algo que ignoro. Me levanto, me acerco a la ventana, abro los batientes con una decisión de mucho valor. Luce un día de lluvia clara que me ahoga los ojos en luz empañada. Abro hasta las contraventanas de cristal. Y el aire fresco me humedece la piel caliente. Llueve, sí, pero, aunque sea lo mismo, ¡es al final tan menos! Quiero refrescarme, e inclino el cuello ante la vida, como ante un yugo inmenso.
(Posterior a 1923.)
(Continuará)
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