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Una sola cosa me maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida: es la inteligencia que hay en esa estupidez.
La monotonía de las vidas vulgares es, aparentemente, pavorosa. Estoy almorzando en este restaurante vulgar, y miro, más allá del mostrador, la figura del cocinero; y aquí, a mi lado, está de pie el camarero viejo que me sirve, como hace treinta años, creo, sirve en esta casa. ¿Qué vidas son las de estos hombres? Hace cuarenta años que aquella figura de hombre vive casi todo el día en una cocina; tiene unas breves vacaciones; duerme relativamente pocas horas; va de vez en cuando al pueblo, del que vuelve sin duda y sin pena; almacena lentamente dinero lento, que no se propone gastar; se pondría enfermo si tuviera que retirarse de su cocina (definitivamente) para irse a los campos que ha comprado en Galicia; está en Lisboa hace cuarenta años y nunca ha ido, ni siquiera, a la Rotonda ni a un teatro, y tiene un solo día de Coliseo: payasos en los vestigios interiores de su vida. Se casó no sé cómo ni por qué, tiene cuatro hijos y una hija, y su sonrisa, al inclinarse, desde el lado de allá del mostrador hacia donde estoy, expresa una gran,una solemne, una contenta felicidad. Y no simula, ni qué razón tiene para simular. Si la siente es porque verdaderamente la tiene.
¿Y el camarero viejo que me sirve, y que acaba de poner ante mí el que debe ser el millonésimo café de su puesta de café en las mesas? Tiene la misma vida que el cocinero, apenas con la diferencia de cuatro o cinco metros: los que hay de la localización del uno en la cocina a la localización del otro en la parte de fuera de la casa de comidas. Por lo demás, sólo tiene dos hijos, va más veces a Galicia, ha visto Lisboa más que el otro, y conoce Oporto, donde estuvo hace cuatro años, y es igual de feliz.
Examino, con un asombro asustado, el panorama de estas vidas, y descubro, cuando voy a sentir horror, pena, indignación ante ellas, que quien no siente horror, ni pena, ni indignación, son los mismos que tendrían derecho a sentirlos, son los mismos que viven esas vidas. Es el error central de la imaginación literaria: suponer que los otros son nosotros y que deben sentir como nosotros. /Pero, afortunadamente para la humanidad, cada hombre es solamente quien es, siéndole dado al genio, únicamente, el ser algunos otros más./
Todo, a fin de cuentas, se da en relación a aquello en que se da. Un pequeño incidente callejero, que llama a la puerta al cocinero de esta casa, le entretiene más que me entretiene a mí la contemplación de la idea más original, la lectura del mejor libro, el más grato de los sueños inútiles. Y si la vida es esencialmente monotonía, el hecho es que él se ha librado de la monotonía con más facilidad que yo. Y se escapa de la monotonía más fácilmente que yo. La verdad no está con él ni conmigo, porque no está con nadie; pero la felicidad está verdaderamente con él.
Sabio es quien monotoniza la existencia, puesto que entonces cada pequeño incidente tiene un privilegio de maravilla. El cazador de leones no tiene aventuras más allá del tercer león. Para mi cocinero monótono, una escena de bofetadas en la calle tiene siempre algo de apocalipsis modesto. Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Bemfica y, si un día va a Cintra, siente que ha ido a Marte. El viajero que ha recorrido toda la tierra, de cinco mil millas en adelante no encuentra novedades, porque sólo encuentra cosas nuevas; otra vez la novedad, la vejez de lo eterno nuevo, pero el concepto abstracto de novedad se quedó en el mar con la segunda de ellas.
Un hombre puede, si posee verdadera sabiduría, disfrutar del espectáculo completo del mundo en una silla, sin saber leer, sin hablar con nadie, sólo mediante el uso de los sentidos y el alma no saber estar triste.
Monotonizar la existencia, para que no sea monótona. Tornar anodino lo cotidiano, para que la más pequeña cosa sea una distracción. En medio de mi trabajo de todos los días, oscuro, igual e inútil, me surgen visiones de fuga, huellas soñadas de islas lejanas, fiestas en avenidas de parques de otras eras, otros paisajes, otros sentimientos, otro yo. Pero reconozco, entre dos asientos, que si tuviese todo eso, nada de eso sería mío. Más vale, en realidad, el patrón Vasques que los Reyes del Ensueño, más vale, en realidad, la Calle de los Doradores que las grandes avenidas de los parques imposibles. Teniendo al patrón Vasques, puedo disfrutar del sueño de los Reyes del Ensueño; teniendo la oficina de la Calle de los Doradores, puedo disfrutar de la visión interior de los paisajes que no existen. Pero si tuviese a los Reyes del Ensueño, ¿qué me quedaría por soñar? Si tuviese los paisajes imposibles, ¿qué me quedaría de imposible?
La monotonía, la igualdad sin brillo de los días iguales, la ninguna diferencia entre hoy y ayer —que esto me quede siempre, con el alma despierta para disfrutar de la mosca que me distrae, cuando pasa por casualidad ante mis ojos, de la carcajada que se levanta voluble desde la calle indeterminada, la vasta liberación de ser hora de cerrar la oficina, el descanso infinito de un día de fiesta.
Puedo imaginarlo todo, porque no soy nada. Si fuese algo, no podría imaginar. El ayudante de contabilidad puede soñarse emperador romano; el Rey de Inglaterra está privado de ser, en sueños, otro rey distinto del rey que es. Su realidad no le deja sentir.
(Continuará)
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