LA ENEIDA
LIBRO X. CONT.
Tengo una noble casa, allí hay talentos enterrados
de plata labrada; tengo gran cantidad de oro trabajado
y sin trabajar. No depende de mí la victoria
de los teucros ni determinará resultado tan grande una sola vida.»
Dijo, y Eneas le devolvió estas palabras:
«Guarda para tus hijos todos esos talentos de oro
y de plata que dices. Turno ha acabado ya con esos
negocios de guerra al dar muerte a Palante.
Así lo sienten los Manes de mi padre Anquises y así Julo.»
Dicho esto agarra el yelmo con la izquierda y le clava
la espada hasta la empuñadura alzando la cabeza del suplicante.
Y no lejos Hemónides, sacerdote de Febo y de Trivia
a quien ceñía las sienes la ínfula con la banda sagrada,
todo brillante con la ropa y las insignias blancas.
Le sale al encuentro en el campo, y, según cae, se le pone
encima y lo mata, y lo cubre con una gran sombra; se carga
Seresto al hombro las armas mejores, trofeo para ti, rey Gradivo.
Abren un nuevo frente el nacido de la estirpe de Vulcano,
Céculo, y Umbrón llegado de los montes de los marsos.
Se enfurece con ellos el Dardánida: izquierda de Ánxur
y toda la orla del escudo le había cercenado con la espada
(había dicho aquél algo grande y había puesto su fuerza
en su palabra y quizá lanzaba su ánimo al cielo
y se había prometido las canas y unos largos años);
Tárquito, exultante en su contra con armas relucientes,
a quien la ninfa Dríope había parido para el silvícola Fauno,
salió al encuentro del enfurecido; éste, blandiendo su lanza,
atraviesa a la vez la loriga y la enorme mole del escudo,
y lanza por tierra la cabeza que en vano suplicaba
y mucho se aprestaba a decir, y el tibio tronco
haciendo rodar así dice con pecho enemigo:
«Ahí, temeroso, quédate ahora. No te pondrá en el suelo
tu madre piadosa ni tapará tus miembros con un sepulcro en la patria:
serás abandonado a las aladas fieras, o habrán de tragarte las aguas
con su remolino y peces hambrientos lamerán tus heridas.»
Persigue después a Anteo y a Luca, línea primera de Turno,
y al valeroso Numa y al rubio Camerte,
el hijo del magnánimo Volcente, el más rico en tierras
de los Ausónidas que reinó en la Amiclas silenciosa.
Cual Egeón, de quien dicen que cien brazos tenía
con sus cien manos y que echaba fuego por sus cincuenta
bocas y pechos, cuando contra los rayos de Jove
se agitaba con tantos escudos iguales, tantas espadas blandía;
así lanzó su furia Eneas victorioso por toda la llanura
luego que calentó su filo. Y mira cómo va contra los caballos
de la cuadriga de Nifeo y el pecho que se le enfrenta.
Y ellos, cuando le vieron acercarse gritando
horriblemente, se volvieron de miedo y, retrocediendo,
derriban al auriga y hacen volar su carro hacia la costa.
De pronto se interponen Lúcago y Líger, su hermano,
sobre una blanca biga; el hermano gobierna los caballos
con las riendas, Lúcago voltea fiero la espada desnuda.
No aguantó Eneas a quienes con hervor tan grande se enfurecían;
llegó corriendo y enorme se mostró con la lanza dispuesta.
A él Líger:
«No son los que ves caballos de Diomedes ni el carro de Aquiles
o los llanos de Frigia: ahora el fin de la guerra y de tus años
se cumplirá en estas tierras.» Vuelan a lo ancho tales
palabras del vesánico Líger. Mas no prepara el héroe troyano
palabras en su contra, que una lanza blande contra sus enemigos.
Cuando Lúcago echado sobre las riendas con su espada
azuzó a los caballos y se apresta al combate
con el pie izquierdo adelantado, llega la lanza por debajo del borde
del refulgente escudo y le perfora la ingle izquierda;
rueda, cayendo del carro, moribundo por el suelo.
Y el piadoso Eneas le habla con palabras amargas:
«Lúcago, no traicionó a tu carro la vergonzosa huida
de tus caballos, ni vanas sombras lo alejaron del enemigo.
Tú mismo has dejado tu yugo saltando de sus ruedas.» Así dijo
y sujetó a los animales; en el suelo las palmas inertes
tendía su hermano infeliz, derribado del carro:
«Por ti, por los padres que tal te engendraron,
héroe de Troya, perdona esta vida y compadécete del suplicante.»
Aún implorando Eneas: «No decías cosas como éstas
hace poco. Muere y que no deje el hermano al hermano.»
Entonces abre con su filo el pecho, los escondites del alma.
Así llenaba de muerte los campos el caudillo
dardanio, loco a la manera de un torrente de agua
o de negro turbión. Rompen la línea por fin y salen del campo
el niño Ascanio y la juventud en vano asediada.
A Juno entre tanto increpa Júpiter de pronto:
«¡Oh, hermana y a la vez gratísima esposa mía!
Como pensabas, Venus (y no te engañó tu idea)
sustenta a las fuerzas troyanas, ni vigorosa en la guerra
está la diestra de los hombres ni su ánimo fiero y dispuesto al peligro.»
Y Juno, sumisa: «¿Por qué, mi bellísimo esposo,
atormentas a la que afligida teme tristes palabras de tu parte?
Si la fuerza de tu amor estuviera conmigo como lo estuvo un día
y así conviene, no me dirías en esto que no,
tú que todo lo puedes, y podría sacar a Turno de la lucha
y rescatarlo incólume para Dauno, su padre.
Ahora, que muera y sufra castigo de los teucros con sangre piadosa.
CONT.
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