LA ENEIDA
LIBRO IV. CONT.
De esta manera suplicaba y tales llantos la desgraciada
hermana lleva yvuelve a llevar. Mas a él no hay lágrima
que lo conmueva ni quiere escuchar palabra alguna:
los hados se lo impiden y un dios le tapa los oídos imperturbables.
Y como cuando de un lado y de otro los Bóreas alpinos
se pelean por arrancar la robusta encina de añoso tronco
con sus soplidos; braman, y las altas ramas
caen a tierra desde la copa golpeada;
ella, sin embargo, a las rocas se clava y tanto su punta eleva
a las auras etéreas como llega hasta el Tártaro con la raíz:
no de otro modo se ve batido el héroe de una y otra parte
con insistencia, y en lo hondo de su noble pecho siente las cuitas;
firme sigue su propósito, las lágrimas ruedan inanes.
Entonces, aterrorizada por su sino, la infeliz Dido
busca la muerte; odia contemplar ya la bóveda del cielo.
Y para más animarse a sacar adelante su plan y abandonar la luz,
vio (horrible presagio), al dejar sus ofrendas sobre las aras
donde arde el incienso, que negros se ponían los líquidos sagrados
y sangre impura volverse los vinos libados;
y a nadie contó lo que había visto, ni a su hermana siquiera.
Además, había en su casa de mármol un templo
del antiguo esposo, que honraba con honor admirable,
adornado de níveos vellones y fronda festiva;
de aquí le pareció oír sus voces y palabras,
que la llamaba, cuando la oscura noche se apoderaba de la tierra,
y que por los tejados un búho solitario con fúnebre canto
se lamentaba a menudo hasta convertir su larga voz en llanto.
Y muchas predicciones además de antiguos vates
la aterrorizan con terrible advertencia. La persigue fiero Eneas
en persona en sus sueños de loca y siempre se ve a sí misma
sola, abandonada, siempre sin compañía marchando
por un largo camino y en una tierra desierta buscar a los tirios,
como Penteo ve en su locura de las Euménides la tropa
y aparecer dos soles gemelos y una doble Tebas,
como aparece Orestes en la escena, hijo de Agamenón,
cuando huye de su madre armada de antorchas y negras
serpientes y en el umbral están sentadas las Furias vengadoras.
Así que cuando, vencida por la pena, la invadió la locura
y decretó su propia muerte, el momento y la forma planea
en su interior, y dirigiéndose a su afligida hermana
oculta en su rostro la decisión y serena la esperanza en su frente:
«He encontrado, hermana, el camino (felicítame)
que me lo ha de devolver o me librará de este amor.
Junto a los confines del Océano y al sol que muere
está la región postrera de los etíopes, donde el gran Atlante
hace girar sobre su hombro el eje tachonado de estrellas:
de aquí me han hablado de una sacerdotisa del pueblo masilo,
guardiana del templo de las Hespérides, la que daba al dragón
su comida y cuidaba en el árbol las ramas sagradas,
rociando húmedas mieles y soporífera adormidera.
Ella asegura liberar con sus encantamientos cuantos corazones
desea, infundir por el contrario a otros graves cuitas,
detener el agua de los ríos y hacer retroceder a los astros,
y conjura a los Manes de la noche. Mugir verás
la tierra bajo sus pies y bajar los olmos de los montes.
A ti, querida hermana, y a los dioses pongo por testigos
y a tu dulce cabeza, de que a disgusto me someto a la magia.
Tú levanta en secreto una pira dentro del palacio,
al aire, y sus armas, las que dejó el impío colgadas
en el tálamo y todas sus prendas y el lecho conyugal
en el que perecí, ponlos encima: todos los recuerdos
de un hombre nefando quiero destruir, y lo indica la sacerdotisa.»
Dice estoy se calla, e inunda la palidez su rostro.
Ana no advierte, sin embargo, que su hermana bajo ritos extraños
oculta su propio funeral, ni imagina en su mente locura
tan grande o teme desgracia mayor que la muerte de Siqueo.
CONT.
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