PUBLIO VIRGILIO MARON
LAS GEÓRGICAS
LIBRO IV. CONT.
Dice, y difunde un líquido olor de ambrosía, en que baña todo el cuerpo de su hijo, el cual exhala, con esto, de la bien peinada cabellera suaves aromas, y siente circular por todos sus miembros desusado vigor. Hay en la vertiente de un socavado monte una espaciosa caverna, donde, impelidas del viento, penetran de golpe abundantes olas y se dividen formando estrechos remansos; puerto segurísimo a veces para los marineros acosados de la tempestad y en el que suele encerrarse Proteo, resguardado detrás de un gran peñasco; allí la Ninfa colocó al mancebo en el sitio mas oscuro de la cueva, de modo que no le diera la luz; retirándose lejos ella rodeada de densas nieblas. Ya ardía el férvido sirio tostando a los sedientos indios, y el ígneo sol había devorado la mitad del espacio celeste. Yacían las plantas marchitas; secos los cauces de los ríos, los rayos del sol hacían hervir el barro de su hueco fondo requemado cuando Proteo se encaminaba desde las olas al acostumbrado retiro de su cueva; retozando en torno suyo los húmedos habitantes del vasto mar, esparcen a lo lejos un amargo rocío. Multitud de focas se tienden a dormir en la playa. Él, como suele el pastor en las montañas, a la hora en que el véspero llama a los ganados a recogerse de las dehesas a los rediles, y en que los balidos de los corderos aguzan el hambre de los lobos que los oyen, sentose en una peña en medio de su rebaño y empezó a contarle. Entonces Aristeo, aprovechando la ocasión, sin dar tiempo al viejo para entregar al sueño sus cansados miembros, arrójase sobre él con gran clamor, y ya tendido en el suelo, le sujeta las manos con esposas. No olvidado Proteo en tal trance de sus antiguas artes, se transforma en todo linaje de prodigios: ya en fuego, ya en espantosa alimaña, ya en corriente río; mas viendo que con ninguno de sus engaños halla la fuga, toma, vencido su primitiva forma, y habla finalmente así en figura de hombre: "¿Quién te ha mandado, temerario mancebo, venir a mi morada? ¿Que buscas aquí?" "Tú lo sabes, Proteo—respondió el mancebo—; bien lo sabes tú, pues que a ninguno es dado engañarte. Renuncia, pues, a resistirte; siguiendo los preceptos de los dioses, he venido a pedirte oráculos con que reparar mi perdida hacienda." No dijo más. Entonces, por fin, el vate, revolviendo con furia sus ardientes ojos, inflamados de verdinegro resplandor, lanzó un fiero bramido, y con estas palabras descubrió el secreto de los hados: "Un poderoso numen ejerce contra ti sus iras; expiando estás un gran delito; el desventurado Orfeo te suscita, con anuencia de los hados, estos trabajos, aun no tan graves como mereces, y venga cruelmente en ti el rapto de su esposa. Cuando la desdichada virgen condenada a morir huía de ti precipitadamente por las márgenes de los ríos, no vio entre la alta hierba, a sus pies, la hidra horrible que guardaba aquellas riberas. Los coros fraternales de las Dríadas llenaron con sus clamores las cumbres de los montes, lloraron las sierras Rodopeas, el alto Pangeo, la marcial tierra de Reso, los Getas, el Hebro y la ateniense Oritia. Él, consolando con la cítara su amorosa pena, a ti, solo a ti, dulce esposa, cantaba en la solitaria playa al rayar el día, al caer la noche; así llegó hasta las gargantas del Ténaro y las profundas bocas de Dite, y penetró hasta los negros y pavorosos bosques donde están los manes y el tremendo rey, y aquellos corazones que no saben ablandarse con humanos ruegos. Atraídas por sus cantos, iban saliendo de los abismos del Erebo las tenues sombras y los fantasmas de los muertos, tan numerosas como las aves que a bandadas se acogen entre las hojas de los árboles cuando la estrella de la tarde o la lluvia invernal las ahuyenta de los montes; madres, esposos, cuerpos exánimes de magnánimos héroes; niños, doncellas, mancebos arrojados en la hoguera funeral a la vista de sus padres, acudían así por entre el negro cieno y los disformes cañaverales del Cocito, retenidos y cercados por los nueve ramales en que se estancan las densas aguas de la odiosa laguna Estigia. Pasmáronse hasta el mismo averno y los hondos abismos del Leteo y las Euménides, crinadas de cerúleas serpientes; cesó en sus ladridos el trifauce Cerbero y se paró en el aire la rueda de Ixión. Ya se volvía Orfeo, esquivados estos peligros, y ya su recobrada Eurídice se encaminaba con él a las terrenas auras, siguiendo sus pisadas (pues con esta condición se la había devuelto Proserpina), cuando se apoderó del incauto amante un súbito frenesí, muy perdonable en verdad si supieran perdonar los espíritus infernales. Parose ya casi en los mismos límites de la tierra, y olvidado, ¡ay!, del pacto y vencido del amor, miró a su Eurídice; con esto fueron perdidos todos sus afanes y quedaron rotos los tratos del cruel tirano. Tres veces retumbaron con fragor los lagos del averno. Y ella: "¿Qué delirio, Orfeo mío—exclamó—; qué delirio me ha perdido, infeliz, y te ha perdido a ti? Ya por segunda vez me arrastran al abismo los crueles hados; ya el sueño de la muerte cubre mis llorosos ojos. ¡Adiós, adiós!, las profundas tinieblas que me rodean me arrastran consigo, mientras que, ya no tuya, ¡ay!, tiendo en vano hacia ti las débiles palmas." Dijo, y de pronto, cual leve humo impulsado por las auras, se desvaneció ante los ojos de su amante, que en vano pugnaba por asir la sombra fugitiva y decirle mil y mil cosas; no la volvió más a ver, ni el barquero del Orco consintió que otra vez pasase el mancebo la opuesta laguna. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir habiéndole sido por dos veces arrebatada su consorte? ¿Con qué llanto podría conmover a los dioses infernales, con qué palabras a los númenes celestes? En tanto Eurídice, yerta ya, iba bogando en la barca infernal por la laguna Estigia. Es fama que siete meses enteros pasó él llorando bajo una altísima peña a la margen del solitario Estrimón, y repitiendo sus desventuras en aquellas heladas cavernas, amansando a los tigres y arrastrando tras sí las selvas con sus cantos. No de otra suerte, la doliente Filomela lamenta entre las ramas de un álamo sus perdidos hijuelos, que, puesto en acecho, le robó del nido, implumes todavía, el despiadado labrador; llora ella toda la noche, y desde la rama en que se posa, repite sus lastimeros trinos, llenando los vecinos bosques con sus desoladas quejas. Así el mísero Orfeo: no hay ya amor, no hay ya himeneo que cautive su corazón; solo con su dolor recorría las heladas regiones hiperbóreas, el nevado Tanais y los campos del Rifeo, siempre cubiertos de escarchas, lamentando su arrebatada Eurídice y los vanos dones de Dite. Menospreciadas de él, por efecto de aquel tan grande amor, las mujeres de los Cicones despedazaron al mancebo en medio de los sacrificios de los dioses y de las nocturnas orgías de Baco y esparcieron sus miembros por los campos, y aun cuando ya el Hebro eagrio arrastraba entre sus ondas su cabeza, arrancada del alabastrino cuello, todavía su voz, todavía su helada lengua iba clamando con desfallecido aliento: ¡Oh Eurídice, oh mísera Eurídice!, y ¡Eurídice, Eurídice! repetían en toda su extensión las márgenes del río." Esto dijo Proteo, y de un salto se precipitó en el profundo mar, arremolinando con la cabeza, en su caída, las espumantes olas. Acudió entonces Cirene, y dirigiéndose a su atemorizado hijo:
CONT.
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