Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:14

    ***

    —Me matará como a una mosca, señor, y antes que a nadie, señor. Y aún hay otra
    cosa que me asusta más: que me tomen por cómplice suyo cuando haga alguna
    estupidez contra su padre.
    —¿Por qué iban a tomarte por cómplice suyo?
    —Me tomarán por cómplice suyo, porque, con gran secreto, le he explicado lo de
    las señales.
    —¿Qué señales? ¿A quién le has explicado eso? ¡Por todos los demonios, habla
    más claro!
    —Tengo que confesar, con toda franqueza —dijo Smerdiakov, con pedantesca
    calma, arrastrando las palabras— que hay un secreto entre Fiódor Pávlovich y yo.
    Como usted sabrá (si es que lo sabe), desde hace ya unos días, en cuanto se hace de
    noche, o incluso por la tarde, su padre se encierra en casa, a cal y canto. Últimamente
    se ha retirado usted muy temprano todos los días, a su cuarto de arriba, y ayer no salió
    a ninguna parte, señor, así que es posible que no sepa con qué cuidado le ha dado
    ahora por encerrarse de noche. Aunque llegue el mismísimo Grigori Vasílievich, como
    no esté totalmente convencido, por la voz, de que es él, no le abre, señor. Pero Grigori
    Vasílievich no se deja ver por allí, señor, porque ahora el único que atiende a Fiódor
    Pávlovich en sus aposentos soy yo: él mismo lo decidió desde el momento en que
    empezó todo ese jaleo con Agrafiona Aleksándrovna; además, también por orden
    suya, yo ahora paso la noche en el pabellón, y para colmo no se me permite dormir
    antes de la medianoche, sino que me toca montar guardia: tengo que levantarme y
    rondar por el patio, esperando a que venga Agrafiona Aleksándrovna, señor, porque
    su padre lleva ya algunos días esperándola, y está como loco. Razona del siguiente
    modo, señor: según él, ella le tiene miedo a Dmitri Fiódorovich (a Mitka, como lo llama
    él), y por eso su padre viene a verme de noche, ya tarde, por la parte de atrás de la
    casa: «Tú —me dice— quédate vigilando por lo menos hasta la medianoche. Y, si ves
    que ella viene, corre a mi puerta y dame unos golpes, en la puerta misma o, si no, en
    la ventana que da al huerto; los dos primeros más flojos, así: uno-dos; y justo después
    otros tres más rápidos: tuc-tuc-tuc. Así —dice— sabré enseguida que ha venido, y te
    abriré la puerta sin hacer ruido». También me ha indicado otra señal por si hay una
    emergencia: primero dos golpes rápidos, tuc-tuc, y luego, después de esperar un
    poco, otro golpe, mucho más fuerte. De ese modo sabrá que ha ocurrido algún
    imprevisto y tengo que verlo a toda costa; así me abrirá y podré entrar a decirle lo que
    hay. Todo esto por si Agrafiona Aleksándrovna no pudiera venir en persona, y mandara
    a alguien con un recado; además de eso, también puede venir Dmitri Fiódorovich, y
    tengo que comunicar que anda por aquí cerca.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:15

    ***

    También me ha indicado otra señal por si hay una
    emergencia: primero dos golpes rápidos, tuc-tuc, y luego, después de esperar un
    poco, otro golpe, mucho más fuerte. De ese modo sabrá que ha ocurrido algún
    imprevisto y tengo que verlo a toda costa; así me abrirá y podré entrar a decirle lo que
    hay. Todo esto por si Agrafiona Aleksándrovna no pudiera venir en persona, y mandara
    a alguien con un recado; además de eso, también puede venir Dmitri Fiódorovich, y
    tengo que comunicar que anda por aquí cerca. Le tiene mucho miedo a Dmitri
    Fiódorovich, de modo que, aun en el caso de que Agrafiona Aleksándrovna ya hubiera
    venido y se hubieran encerrado juntos, si entretanto Dmitri Fiódorovich aparece por
    aquí, yo estoy obligado a avisar de inmediato, dando tres golpes; o sea, que la primera
    285
    señal, de cinco golpes, significa: «Ha venido Agrafiona Aleksándrovna», mientras que
    la segunda, de tres, quiere decir: «Es muy urgente»; él mismo me lo ha repetido varias
    veces para que yo me lo aprenda, y me lo ha explicado bien. Y, dado que nadie en el
    mundo conoce estas señales, señor, aparte de su padre y yo, sin ninguna vacilación y
    sin necesidad de llamar a nadie (le da mucho miedo hablar en voz alta), abrirá. Pero
    ahora resulta que Dmitri Fiódorovich también conoce esas señales.
    —¿Por qué las conoce? ¿Le has dicho cómo eran? ¿Cómo te has atrevido?
    —Precisamente, por miedo, señor. ¿Cómo iba a atreverme a callar ante él, señor?
    Ni un día dejaba de apretarme Dmitri Fiódorovich: «¡Tú a mí me engañas! ¿No me
    estarás ocultando algo? ¡Te voy a partir las dos piernas!». Entonces le expliqué lo de
    las señales secretas, para que por lo menos viera que yo solo hago lo que me mandan
    y se convenciera de que no lo engaño y de que iba a tenerlo informado.
    —Si piensas que va a valerse de esas señales para entrar, no se lo permitas.
    —Y, si me da un ataque, señor, ¿cómo voy a impedirle que entre? ¡Suponiendo que
    me atreviera, señor, sabiendo cómo se pone!
    —¡Ah, qué diablos! Pero ¿por qué estás tan seguro de que te va a dar un ataque?
    ¡Maldita sea! ¿Te estás riendo de mí o qué?
    —¿Cómo iba a atreverme a reírme de usted? ¡Estoy yo para risas, con tanto miedo!
    Presiento que me va a dar un ataque; tengo ese presentimiento: y me va a dar por
    culpa del miedo, señor.
    —¡Ah, diablo! Si a ti te da el ataque, ya vigilará Grigori. Avisa antes a Grigori: ya
    verás cómo no le deja pasar.
    —De las señales, sin una orden del señor, no me atrevo a decirle ni una palabra a
    Grigori Vasílievich. Y, en cuanto a lo de que Grigori Vasílievich pueda oírlo y vaya a
    impedirle el paso, resulta que está enfermo desde ayer, y Marfa Ignátievna tiene
    intención de hacerle mañana la cura. En eso han quedado hace un rato. Es una cura
    muy pintoresca, señor: Marfa Ignátievna sabe preparar una tintura y siempre la tiene a
    mano; es muy fuerte, a base de no sé qué hierbas: ella conoce el secreto, señor. Y con
    ese remedio secreto trata a Grigori Vasílievich unas tres veces al año, señor, siempre
    que se le queda como muerta la cintura, con una especie de parálisis; unas tres veces
    al año, señor. Entonces Marfa Ignátievna coge una toalla, la empapa en esa tintura y le
    frota toda la espalda una media hora, señor, hasta que se seca la toalla; la piel se le
    pone toda roja y se le hincha; después, al tiempo que reza una oración, ella le da a
    beber lo que queda en el frasco, señor, aunque no todo, porque en ciertos casos se
    guarda una pequeña parte y también se la bebe. Y le diré que los dos, como no suelen
    beber, no tardan en caer redondos y duermen como troncos mucho tiempo, señor; y,
    por lo general, Grigori Vasílievich suele despertarse curado, mientras que a Marfa
    Ignátievna siempre le duele la cabeza al despertarse, señor. Así que, si mañana Marfa
    286
    Ignátievna hace lo que tiene pensado, difícilmente va a poder Grigori Vasílievich oír a
    Dmitri Fiódorovich e impedirle el paso. Estarán durmiendo, señor







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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:17

    ***


    —¡Qué disparate! Y todo esto coincide así, de repente, como hecho aposta: ¡tú con
    el mal caduco, y esos dos, inconscientes! —exclamó Iván Fiódorovich—. ¿No será que
    tú quieres presentar las cosas de modo que coincidan? —se le escapó de pronto, y
    frunció el ceño con aire amenazante.
    —¿Cómo iba yo a presentarlas así, señor?… Y ¿para qué iba a hacerlo, si todo
    depende, en exclusiva, de Dmitri Fiódorovich y de lo que él piense, señor?… Si quiere
    hacer algo, lo hará; si no, tampoco voy a ir yo a buscarlo para empujarlo contra su
    padre.
    —Pero ¿para qué iba a venir a ver a nuestro padre, y menos aún a hurtadillas, si,
    como tú mismo dices, Agrafiona Aleksándrovna no va a aparecer por aquí? —prosiguió
    Iván Fiódorovich, palideciendo de rabia—; tú ya lo has dicho, y yo, en todo este
    tiempo que llevo aquí viviendo, me he convencido de que el viejo no hace más que
    fantasear y que esa tarasca no va a venir a verlo. Entonces, ¿para qué va Dmitri a
    colarse en esta casa si ella no viene? ¡Dime! Quiero saber lo que piensas.
    —Usted ya sabe a qué puede venir aquí, qué más dará lo que yo piense. Vendrá
    aunque solo sea por rabia o por pura suspicacia, en el caso de que yo, por ejemplo,
    caiga enfermo; empezará a sospechar y vendrá todo impaciente a buscar por los
    cuartos, como pasó ayer, por si se las hubiera arreglado ella para entrar discretamente,
    sin ser vista. Además, él sabe perfectamente que Fiódor Pávlovich tiene preparado un
    gran sobre con tres mil rublos, sellado con tres sellos y atado con una cinta, con una
    inscripción de su puño y letra: «A mi ángel Grúshenka, por si tiene a bien venir». Tres
    días más tarde añadió: «Y a mi pichoncito». Eso es lo sospechoso, señor.
    —¡Bobadas! —exclamó Iván Fiódorovich, cada vez más alterado—. Dmitri no va a
    robar ese dinero, ni mucho menos va a matar a su padre por ese motivo. Ayer pudo
    haberlo matado por Grúshenka, porque estaba fuera de sí, loco de rabia; pero ¡no va a
    robar!
    —Ahora le hace falta el dinero, muchísima falta, Iván Fiódorovich. Ni se imagina
    usted cuánta —le explicó Smerdiakov con una calma extraordinaria y una notable
    precisión—. Además, esos tres mil rublos los considera suyos, señor; él ya me lo ha
    dejado claro: «Mi padre me debe aún tres mil rublos justos», me ha dicho. Por otra
    parte, dese usted cuenta de una cosa, Iván Fiódorovich, que es la pura verdad: casi
    puede darse por seguro que, si Agrafiona Aleksándrovna se empeña, lo obligará a
    casarse con ella; al señor, me refiero, al propio Fiódor Pávlovich; eso si ella quiere… y,
    bueno, puede que quiera, señor. Porque, aunque yo haya dicho que ella no va a venir,
    también es posible que quiera eso y algo más, o sea, convertirse en señora. Sé que su
    mercader, Samsónov, le dijo con toda franqueza que eso no sería ninguna tontería, y
    se reía. Y esa mujer no es nada estúpida, señor. Con un pelagatos como Dmitri
    Fiódorovich no se va a casar. En vista de lo cual, juzgue usted mismo, Iván Fiódorovich,
    y verá que ni a Dmitri Fiódorovich, ni siquiera a usted y a su hermanito Alekséi
    Fiódorovich les va a quedar nada, pero nada de nada, cuando se muera su padre; ni un
    solo rublo, señor, porque Agrafiona Aleksándrovna, si se casa con su padre, será para
    poner todo a su nombre y hacerse con todo el capital. En cambio, si ahora muriese su
    padre, a ustedes les corresponderían, por lo pronto, cuarenta mil rublos a cada uno,
    incluido Dmitri Fiódorovich, a quien tanto odia su padre, dado que no ha hecho
    testamento, señor… Todo esto lo sabe de sobra Dmitri Fiódorovich…







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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:18

    ***

    A Iván Fiódorovich parecía contraérsele y temblarle el rostro. De repente, se puso
    colorado.
    —En tal caso —cortó de pronto a Smerdiakov—, ¿por qué me aconsejas que vaya a
    Chermashniá? ¿Qué has querido decirme con eso? Me voy, y resulta que aquí pasa
    algo. —A Iván Fiódorovich le costaba respirar.
    —Tiene toda la razón, señor —dijo Smerdiakov con calma, en tono reflexivo,
    aunque seguía muy pendiente de Iván Fiódorovich.
    —¿Cómo que tengo toda la razón? —preguntó éste, esforzándose por contenerse;
    había un brillo amenazante en sus ojos.
    —Se lo digo, porque le tengo lástima. Yo, en su lugar, me olvidaría de todo…
    mejor que estar pendiente de estas cosas, señor… —respondió Smerdiakov, mirando
    con descaro a los resplandecientes ojos de Iván Fiódorovich. Los dos se quedaron
    callados.
    —Me parece que no eres más que un perfecto idiota y, por descontado… ¡un
    canalla redomado!
    De pronto, Iván Fiódorovich se levantó del banco. Acto seguido, hizo ademán de
    encaminarse hacia la cancela, pero repentinamente se detuvo y se volvió hacia
    Smerdiakov. Sucedió algo extraño: Iván Fiódorovich, inesperadamente, como si
    sufriera un espasmo, se mordió los labios, apretó los puños y… un momento más y se
    habría lanzado, sin duda, sobre Smerdiakov. Al menos, así lo sintió éste, que en ese
    mismo instante se estremeció y echó todo el cuerpo hacia atrás. Pero pasó el
    momento, felizmente para Smerdiakov, e Iván Fiódorovich, en silencio, aunque con
    cierta perplejidad, se dio la vuelta y avanzó hacia la cancela.
    —Mañana me marcho a Moscú, por si quieres saberlo, mañana temprano, ¡eso es
    lo que hay! —dijo de pronto con rabia, gritando y marcando las palabras; él mismo se
    sorprendería más tarde de que hubiera juzgado necesario decirle tal cosa a
    Smerdiakov.
    —Eso es lo mejor, señor —respondió éste, como si se lo hubiera esperado—; lo
    único es que en Moscú siempre pueden importunarle, señor, avisándole por telégrafo
    para que vuelva aquí si ocurriera algo.
    288
    Iván Fiódorovich volvió a detenerse y se giró rápidamente hacia Smerdiakov. Pero
    también a éste le había pasado algo. Toda su familiaridad y su desdén se esfumaron
    en un instante; en su rostro expectante, aunque ya apocado y servil, se reflejó una
    insólita concentración: «¿No vas a decir nada más? ¿No piensas añadir nada?», se leía
    en su atenta mirada, fija en Iván Fiódorovich.
    —¿Es que estando en Chermashniá no me iban a llamar también… si pasa alguna
    cosa? —chilló de pronto Iván Fiódorovich, que había elevado terriblemente el tono de
    voz sin saber por qué.
    —También en Chermashniá, señor… le habrían importunado, señor… —farfulló
    Smerdiakov, casi en un susurro, como si estuviera desconcertado, aunque sin dejar de
    mirar fijamente, muy fijamente, a Iván Fiódorovich, directamente a los ojos.
    —Solo que Moscú está más lejos, mientras que Chermashniá queda cerca. A lo
    mejor te da pena que me gaste el dinero en el viaje, y por eso insistes en que vaya a
    Chermashniá… ¿O es que sientes que tenga que dar un rodeo tan grande?
    —Tiene toda la razón, señor… —farfulló, ya con voz temblorosa, Smerdiakov, con
    una sonrisa ruin y disponiéndose otra vez, convulsivamente, a dar un salto atrás.
    Pero de pronto Iván Fiódorovich, para sorpresa de Smerdiakov, soltó una risotada y
    se dirigió a toda prisa hacia la cancela, sin dejar de reírse. Si alguien le hubiera visto la
    cara, seguramente habría llegado a la conclusión de que no se reía de alegría. Ni él
    mismo habría sido capaz de explicar, en ningún caso, lo que le pasaba en esos
    momentos. Se movía como si sufriera convulsiones.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:20

    ***
    VII. Da gusto hablar con una persona inteligente
    También hablaba de ese modo. Nada más entrar en la sala, se encontró con Fiódor
    Pávlovich y le gritó, gesticulando: «Subo a mi cuarto; no vengo a verle a usted; adiós».
    Y pasó de largo, procurando incluso no mirar a su padre. Es muy posible que el viejo le
    resultara especialmente odioso en esos momentos, pero una manifestación tan
    desconsiderada de hostilidad sorprendió al propio Fiódor Pávlovich. Éste, por lo visto,
    quería comunicarle algo urgente, y por eso había salido expresamente a recibirlo en la
    sala; pero, al oír tales cumplidos, se quedó parado, sin decir nada, y, con aire socarrón,
    siguió con la mirada a su hijo mientras éste subía por la escalera de la buhardilla, hasta
    perderlo de vista.
    —¿A éste qué le pasa? —le preguntó rápidamente a Smerdiakov, que acababa de
    entrar siguiendo a Iván Fiódorovich.
    —Está enfadado por algo, señor; cualquiera lo entiende —balbuceó Smerdiakov,
    con evasivas.
    —¡Al diablo! ¡Que se enfade! Prepara el samovar y retírate enseguida, venga. ¿No
    hay novedades?
    Empezaron entonces las preguntas; era el tipo de preguntas, precisamente, del que
    se había estado quejando Smerdiakov hacía un momento a Iván Fiódorovich, es decir,
    preguntas relativas a la esperada visitante, y no vamos a recogerlas aquí. Al cabo de
    media hora la casa estaba cerrada, y el vejestorio tronado daba vueltas por las
    habitaciones, esperando con ansiedad que se oyeran en cualquier momento los cinco
    golpes convenidos; de vez en cuando miraba por las oscuras ventanas, sin ver nada
    más que la noche.
    Era ya muy tarde, pero Iván Fiódorovich no dormía; estaba entregado a sus
    reflexiones. Aquella noche no se acostó hasta cerca de las dos. No vamos a registrar
    todo el flujo de sus pensamientos, pues no es éste el momento de penetrar en su
    alma: ya le llegará su turno. Incluso, aunque intentásemos transmitir algo, resultaría
    muy complicado, ya que no se trataba de pensamientos, sino de algo demasiado
    indefinido y, sobre todo, en exceso emotivo. Él mismo tenía la sensación de estar
    perdido. Además, toda clase de deseos extraños y casi totalmente inesperados lo
    atormentaban; pasada la medianoche, por ejemplo, le entraron unas ganas
    apremiantes e irresistibles de bajar, abrir la puerta, entrar en el pabellón y darle una
    paliza a Smerdiakov; ahora bien, si alguien le hubiera pedido explicaciones, habría sido
    totalmente incapaz de exponer ni una sola causa con precisión, salvo, quizá, la de que
    aquel lacayo se le había hecho odioso, como si fuera el más molesto de los ofensores
    290
    que pueda uno encontrar en la tierra. Por otra parte, sintió el alma invadida aquella
    noche, en más de una ocasión, por una timidez inexplicable y humillante, a causa de la
    cual —él mismo lo notaba— era como si perdiera de pronto hasta la fuerza física





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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:21

    ***

    . La
    cabeza le dolía y le daba vueltas. Una sensación de odio le oprimía el alma, como si
    estuviese dispuesto a vengarse de alguien. Llegó a odiar al propio Aliosha, recordando
    su reciente conversación con él; a ratos, también se odió intensamente a sí mismo.
    Casi se olvidó de Katerina Ivánovna, algo que más tarde le causaría asombro, sobre
    todo porque recordaba perfectamente cómo la mañana anterior, al jactarse con tanta
    elocuencia ante ella de su decisión de marcharse a Moscú al día siguiente, se había
    dicho, para sus adentros: «Qué disparate; tú no te vas de aquí, ni te va a ser tan fácil la
    ruptura como dices; estás fanfarroneando». Al cabo del tiempo, al rememorar aquella
    noche, Iván Fiódorovich recordaría con especial disgusto cómo en ocasiones se
    levantaba repentinamente del diván y, sin hacer ruido, como si tuviera un miedo atroz
    a que lo estuvieran observando, abría la puerta, se asomaba a la escalera y se
    dedicaba a espiar las idas y venidas de Fiódor Pávlovich en la planta inferior; se
    quedaba escuchando un buen rato, unos cinco minutos, con una especie de extraña
    curiosidad, conteniendo el aliento y con el corazón desbocado; pero, desde luego, no
    sabía por qué hacía todo aquello, por qué le había dado por espiar. Más tarde, a lo
    largo de toda su vida, calificó siempre de «abyecto» tal «proceder», y en lo más
    recóndito de su ser, en los recovecos de su alma, lo consideró el acto más ruin que
    había cometido jamás. En cambio, en relación con el propio Fiódor Pávlovich, en
    aquellos momentos no sentía ningún odio; sentía únicamente, por alguna razón, una
    exacerbada curiosidad: lo oía pasear por el piso de abajo; se figuraba lo que estaría
    haciendo en ese preciso instante en sus aposentos; intuía y se lo imaginaba mirando
    por las oscuras ventanas o quedándose parado de pronto en medio del cuarto,
    pendiente, muy pendiente de si alguien llamaba. Dos veces se asomó Iván Fiódorovich
    a la escalera con esa intención. Cuando por fin reinó el silencio en la casa, una vez que
    el propio Fiódor Pávlovich ya se había acostado, a eso de las dos, Iván Fiódorovich
    hizo otro tanto; tenía el firme propósito de dormirse cuanto antes, pues se sentía
    terriblemente cansado. Y así fue: enseguida cayó dormido, y durmió profundamente,
    sin sueños, si bien se despertó temprano, alrededor de las siete, cuando ya amanecía.
    Al abrir los ojos, para su sorpresa, sintió de pronto cómo afluía a él una energía
    insólita; saltó rápidamente de la cama y se vistió a toda prisa; a continuación sacó su
    maleta y, sin perder un minuto, empezó a hacer el equipaje apresuradamente. La
    misma víspera, por la mañana, había recibido toda la ropa blanca de la lavandera. Iván
    Fiódorovich sonrió pensando que todo estaba saliendo bien, que ningún obstáculo se
    oponía a su marcha precipitada. Porque partía, en efecto, de manera repentina. A
    pesar de que la misma víspera había anunciado —a Katerina Ivánovna, a Aliosha y, más
    tarde, a Smerdiakov— que se marchaba al día siguiente, al acostarse no había pensado
    291
    en su partida: recordaba perfectamente que en ese momento no había pensado en
    absoluto que por la mañana, al despertarse, lo primero que haría sería ponerse a hacer
    el equipaje. Por fin tuvo preparadas la maleta y una bolsa de viaje; eran ya cerca de las
    nueve cuando Marfa Ignátievna se presentó con la pregunta habitual de todos los días:
    «¿Dónde desea tomar el té? ¿Aquí o abajo?». Iván Fiódorovich bajó; tenía un aspecto
    casi alegre, aunque había en él, en sus palabras y en sus gestos, una especie de
    desorden, de precipitación.











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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:22

    ***

    Después de saludar afablemente a su padre y de
    interesarse especialmente por su salud, sin esperar siquiera a que Fiódor Pávlovich
    concluyera su respuesta, anunció de buenas a primeras que una hora más tarde partía
    para Moscú, definitivamente, y pidió que le prepararan los caballos. El viejo recibió la
    noticia sin dar ninguna muestra de sorpresa y, demostrando muy poco tacto, se olvidó
    de lamentar la marcha de su hijo; en cambio, de pronto se mostró muy preocupado
    por un asunto propio de vital importancia del que justamente acababa de acordarse.
    —¡Hay que ver! ¡Cómo eres! Mira que no habérmelo dicho ayer… Bueno, qué se le
    va a hacer, podemos solucionarlo ahora. Tienes que hacerme un favor enorme, por el
    amor de Dios; acércate a Chermashniá. Todo lo que tienes que hacer es desviarte a la
    izquierda en la estación de Volovia, son solo como doce verstas de nada, y ya estás en
    Chermashniá.
    —Perdone, pero no puedo: hay ochenta verstas hasta la estación de ferrocarril, y el
    tren de Moscú sale a las siete de la tarde; tengo el tiempo justo.
    —Puedes tomarlo mañana, y si no pasado mañana, pero hoy tienes que acercarte a
    Chermashniá. ¡Qué te cuesta tranquilizar a tu padre! Si no tuviera cosas que hacer aquí,
    ya habría ido yo hace tiempo, porque se trata de un asunto urgente, de suma
    importancia, pero en estos momentos me es imposible… Verás, tengo allí dos parcelas
    de bosque, en Beguichevo y en Diáchkino, en unos eriales. El viejo Máslov y su hijo,
    unos comerciantes, solo me ofrecen ocho mil rublos por la tala, cuando el año pasado
    ya apareció un comprador que daba doce mil; pero no era de aquí, ahí está la
    diferencia. Y es que ahora, a la gente de aquí, no hay quien le venda nada: todo lo
    acaparan los Máslov, padre e hijo, que tienen una fortuna; te ofrezcan lo que te
    ofrezcan, tienes que conformarte, porque aquí no hay nadie que se atreva a competir
    con ellos. Pero resulta que Ilinski, el pope, me escribió de pronto el jueves pasado,
    diciendo que se había presentado otro comerciante, Gorstkin; lo conozco, y lo bueno
    es que no es de aquí, sino de Pogrebovo, lo cual quiere decir que no les tiene miedo a
    los Máslov; como no es de aquí… Total, que por lo visto está dispuesto a dar once mil
    por la tala del bosque, ¿lo oyes? Y no va a quedarse por aquí, según dice el pope, más
    de una semana. Por eso, tendrías que acercarte para llegar a un acuerdo con él…
    —Pues escríbale al pope, y que se encargue él.
    —Él no sabe, ése es el problema. Ese pope no tiene vista para estas cosas. Es una
    joya de hombre, ahora mismo pondría en sus manos veinte mil rublos, sin un recibo,
    292
    para que me los guardara, pero no tiene vista para los negocios; si no parece un
    hombre, hasta el más pardillo lo engaña. Y eso que es un hombre muy instruido,
    imagínate. Ese Gorstkin tiene pinta de aldeano, con su poddiovka azul, pero por su
    carácter es un perfecto canalla, para nuestra desgracia: es un embustero, ésa es su
    manera de ser. A veces suelta unas mentiras que te quedas con los ojos a cuadros,
    preguntándote cómo puede ser tan mentiroso.











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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:23

    ***

    . Hace tres años contó que se le había
    muerto la mujer y que ya se había vuelto a casar, y nada de eso era verdad, date
    cuenta: la mujer no solo no se le había muerto, sino que vive todavía y cada tres días le
    da una buena tunda. Total, que ahora se trata de averiguar si miente o si habla en serio
    cuando dice que quiere comprar y que ofrece once mil.
    —Pues yo ahí no voy a hacer nada, yo tampoco tengo buen ojo para los negocios.
    —Espera, espera; tú puedes hacerlo muy bien, ya te explico yo qué detalles hay
    que tener en cuenta con ese Gorstkin, hace tiempo que tengo tratos con él. Mira:
    tienes que fijarte en su barba; lleva una barbita pelirroja, poco poblada, da cosa verla.
    Si la barbita le tiembla, pero él habla y se enfada, eso es buena señal: está diciendo la
    verdad y pretende cerrar el trato; pero, si se acaricia la barba con la mano izquierda y
    se ríe, bueno, eso quiere decir que intenta pegártela, algo está tramando. Nunca lo
    mires a los ojos, por los ojos no vas a sacar nada, son un misterio; es un pillo; tú fíjate
    en la barba. Te voy a dar una nota para él, y tú se la enseñas. Lo que pasa con Gorstkin
    es que en realidad no es Gorstkin, sino Liagavy; pero tú no lo llames Liagavy, no se
    vaya a ofender. Si llegas a un acuerdo con él y ves que la cosa va bien, escríbeme
    enseguida. Basta con que pongas: «No miente, al parecer». Mantente firme en los
    once mil; puedes rebajar mil, no más. Date cuenta: de ocho a once, tres mil de
    diferencia. Esos tres mil es como si me los hubiera encontrado por ahí tirados, ahora
    no es nada fácil encontrar a un comprador, y necesito desesperadamente ese dinero.
    En cuanto me hagas saber que la cosa va en serio, yo mismo iré volando hasta allí y
    cerraré el trato, ya sacaré tiempo de donde sea. Pero ahora ¿para qué salir corriendo,
    si a lo mejor no son más que fantasías del pope? Bueno, ¿vas a ir o no?
    —Bah, no tengo tiempo, no insista.
    —¡Anda, hazle ese favor a tu padre! ¡Lo tendré en cuenta! No tenéis corazón,
    ninguno, ¡eso es lo que pasa! ¿Qué supone para ti un día o dos? ¿Adónde vas ahora?
    ¿A Venecia? No va a hundirse tu Venecia en un par de días. Mandaría a Alioshka, pero
    ¿qué pinta Alioshka en todo esto? Te lo pido a ti, únicamente, porque tú eres una
    persona inteligente; como si no lo supiera. Ya sé que no negocias con madera, pero
    tienes ojo. Solo se trata de ver si ese hombre está hablando en serio. Ya te lo he dicho,
    tú fíjate en la barba: si le tiembla la barbita, eso es que la cosa va en serio.
    —No hace usted más que empujarme a esa maldita Chermashniá, ¿eh? —exclamó
    Iván Fiódorovich, sonriendo maliciosamente.
    293
    Fiódor Pávlovich no apreció, o no quiso apreciar, esa malicia, pero sí captó la
    sonrisa:
    —Entonces, ¿vas a ir? ¿Vas a ir? En un momento te escribo esa nota.
    —No sé si iré, no lo sé; lo decidiré por el camino.
    —¿Cómo que por el camino? Decídete ahora mismo. ¡Decídete, hijo mío! Una vez
    que lleguéis a un acuerdo, me escribes un par de líneas, se las das al pope y él, en un
    santiamén, me manda tu nota. Y, a partir de ahí, ya no te retengo más, puedes irte a
    Venecia. El pope te llevará de vuelta a la estación de Volovia…








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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:24

    ***

    El viejo estaba realmente entusiasmado; garabateó la nota, mandó enganchar los
    caballos, hizo que sirvieran algo de comer, coñac. Cuando estaba contento, siempre se
    mostraba expansivo, pero en esta ocasión parecía moderarse. De Dmitri Fiódorovich,
    por ejemplo, no dijo ni una sola palabra. En cuanto a la marcha de Iván, no le afectaba
    en absoluto. Parecía como si no encontrara un tema de que hablar; el propio Iván
    Fiódorovich se dio perfecta cuenta. «¡Hay que ver! Estará harto de mí», se dijo. Solo al
    despedirse de su hijo, ya en el porche, el viejo pareció algo más conmovido, e hizo
    ademán de besarlo. Pero Iván Fiódorovich se apresuró a ofrecerle su mano, con la
    intención evidente de evitar los besos. El viejo lo captó rápidamente y se reprimió al
    instante.
    —Bueno, ¡ve con Dios, ve con Dios! —repitió desde el porche—. Espero que
    regreses estando aún yo con vida, ¿eh? No dejes de venir, siempre me alegrará verte.
    Hala, ¡que Cristo te acompañe!
    Iván Fiódorovich subió a la calesa.
    —¡Adiós, Iván! ¡No te lo tomes a mal! —gritó el padre por última vez.
    Salieron a despedirlo todos los criados: Smerdiakov, Marfa y Grigori. Iván
    Fiódorovich le dio diez rublos a cada uno. Cuando ya se había acomodado en la
    calesa, Smerdiakov le colocó solícito la manta.
    —Ya ves… voy a Chermashniá… —se le escapó de pronto a Iván Fiódorovich, igual
    que la víspera, como si las palabras le salieran solas, acompañadas, además, de una
    especie de risita nerviosa. Más tarde, lo recordaría durante mucho tiempo.
    —Con razón dicen que da gusto hablar con una persona inteligente —contestó con
    rotundidad Smerdiakov, dirigiendo una mirada penetrante a Iván Fiódorovich.
    La calesa partió a toda velocidad. El viajero, con el alma confusa, miraba con avidez
    los campos, las colinas, los árboles, una bandada de gansos que volaba muy alto, por
    encima de él, en el cielo radiante. De pronto se sintió muy a gusto. Probó a entablar
    conversación con el cochero, y encontró enormemente interesante una de las
    observaciones del aldeano; no obstante, al cabo de un minuto cayó en la cuenta de
    que no había prestado mayor atención a sus palabras y de que, en realidad, no había
    comprendido su respuesta. Se calló; también así se estaba bien: el aire era limpio,
    puro, fresco; el cielo, claro. Le vinieron a la cabeza, por un momento, las imágenes de
    294
    Aliosha y de Katerina Ivánovna; pero sonrió en silencio y sopló suavemente sobre esos
    queridos fantasmas, y éstos desaparecieron: «Ya habrá tiempo para ellos», pensó.
    Pronto llegaron a la estación de postas, cambiaron de caballos y salieron a toda prisa
    hacia Volovia. «Pero ¿por qué da gusto hablar con una persona inteligente? ¿Qué
    habrá querido decir con eso? —De pronto se le cortó el aliento—. Y ¿por qué le habré
    dicho que voy a Chermashniá?» Llegaron a la posta de Volovia. Iván Fiódorovich se
    apeó de la calesa, y se vio rodeado de cocheros. Ajustaron el precio del viaje a
    Chermashniá, doce verstas de camino vecinal, en un coche alquilado. Mandó
    enganchar los caballos. Entró en la casa de postas, echó un vistazo, miró a la mujer del
    maestro de postas y, de repente, se volvió para el porche.





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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:25

    ***

    —Nada de Chermashniá, hermanos. ¿Podré llegar al ferrocarril antes de las siete?
    —Seguro que sí. Entonces, ¿enganchamos?
    —Cuanto antes. ¿Alguno de vosotros va a la ciudad mañana?
    —Cómo no; mire, Mitri va a ir.
    —¿Podrías hacerme un favor, Mitri? Pásate por casa de mi padre, Fiódor Pávlovich
    Karamázov, y dile que no he ido a Chermashniá. ¿Podrás?
    —¿Por qué no? Me pasaré por allí; a Fiódor Pávlovich lo conozco hace mucho.
    —Toma una propina, porque él no creo que te dé nada… —Iván Fiódorovich se rió
    alegremente.
    —Seguro que no. —Mitri también se rió—. Gracias, señor, haré sin falta lo que me
    ha dicho…
    A las siete de la tarde Iván Fiódorovich montó en el vagón y voló hacia Moscú.
    «Adiós para siempre a todo el pasado, he terminado, sin duda, con ese mundo
    antiguo; que no me llegue de él ni un recuerdo, ni un eco; al mundo nuevo, a los
    lugares nuevos, y ¡nada de volver la vista atrás!» Pero, en vez del entusiasmo, se había
    apoderado de su alma la oscuridad, y había en su corazón tanto pesar como nunca
    había sentido en toda su vida. Estuvo meditando toda la noche; el vagón volaba, y
    solo al amanecer, llegando ya a Moscú, cayó de repente en la cuenta de su situación.
    —¡Soy un miserable! —se dijo en un susurro.
    En cuanto a Fiódor Pávlovich, después de despedirse de su hijo se quedó muy
    satisfecho. Durante dos largas horas se sintió casi feliz y bebió un poco de coñac; pero,
    de buenas a primeras, se produjo un incidente de lo más lamentable y desagradable
    para todos que dejó desconcertado a Fiódor Pávlovich: Smerdiakov fue a buscar algo
    al sótano y cayó desde lo alto de las escaleras. Y menos mal que Marfa Ignátievna
    estaba en el patio y pudo oírlo a tiempo. No vio la caída, pero sí oyó el grito, un grito
    peculiar, extraño, pero que conocía desde hacía tiempo: el grito del epiléptico que
    sufre un ataque. No hubo manera de saber si el ataque le había sobrevenido en el
    momento en que se disponía a bajar la escalera —y en tal caso, como es natural, tuvo
    que rodar por las escaleras ya sin sentido—, o si, por el contrario, la crisis de
    295
    Smerdiakov, conocido epiléptico, había sido consecuencia de la caída y la conmoción;
    el caso es que lo encontraron en el fondo del sótano, entre espasmos y convulsiones,
    agitándose y con espuma en la boca. Al principio creyeron que se había roto algo, un
    brazo o una pierna, que se había lastimado; sin embargo, «el Señor le había dado su
    protección», según dijo Marfa Ignátievna: no le había pasado nada de eso, aunque
    costó mucho cargar con él y sacarlo del sótano. Hasta tuvieron que pedir ayuda a los
    vecinos. En toda esta operación estuvo presente el propio Fiódor Pávlovich, que
    también echó una mano; estaba visiblemente asustado y no sabía muy bien qué hacer.
    El enfermo, a pesar de todo, no volvía en sí: aunque los ataques cesaban por un
    tiempo, se reproducían al cabo de un rato, y todo el mundo llegó a la conclusión de
    que era un caso idéntico al del año anterior, cuando Smerdiakov había tenido el
    infortunio de caer del desván. Se acordaron de que en aquella ocasión le habían
    aplicado hielo en las sienes. Aún quedaba algo de hielo en el sótano, y Marfa
    Ignátievna se ocupó de eso; por la tarde, Fiódor Pávlovich mandó llamar al doctor
    Herzenstube, que se presentó sin demora.







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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:25

    ***

    Tras examinar atentamente al enfermo
    (aquel venerable anciano era el doctor más concienzudo y meticuloso de toda la
    provincia), dictaminó que se trataba de un ataque fuera de lo común y que podía
    «entrañar un riesgo»; dijo también Herzenstube que aunque, de momento, no acababa
    de entenderlo del todo, si a la mañana siguiente se comprobaba que los remedios
    adoptados no habían surtido efecto, no dudaría en proponer otros. Instalaron al
    enfermo en el pabellón, en un cuarto contiguo a los aposentos de Grigori y Marfa
    Ignátievna. A partir de aquel incidente, Fiódor Pávlovich se pasó todo el día sufriendo
    una desgracia tras otra: Marfa Ignátievna le preparó la comida, y la sopa, en
    comparación con la de Smerdiakov, era «un puro aguachirle», y la gallina le quedó tan
    reseca que no había forma de hincarle el diente. A los reproches amargos, aunque
    justificados, del señor, Marfa Ignátievna repuso que la gallina, de todos modos, era ya
    muy vieja, y que ella no había estudiado para cocinera. Al anochecer surgió un nuevo
    contratiempo: informaron a Fiódor Pávlovich de que Grigori, que llevaba ya tres días
    enfermo, no había tenido más remedio que acostarse, por culpa de la parálisis en la
    cintura. Fiódor Pávlovich se acabó su té lo antes posible y se encerró solo en casa.
    Vivía una terrible y angustiosa espera. El caso es que, justo aquella noche, daba
    prácticamente por cierta la aparición de Grúshenka; al menos, esa misma mañana, a
    primera hora, Smerdiakov le había asegurado, o poco menos, que ella había
    prometido venir, «sin ningún género de dudas». Al infatigable anciano el corazón le
    latía ansiosamente, mientras él daba vueltas y más vueltas por sus desiertos aposentos,
    aguzando el oído. Tenía que estar muy alerta: Dmitri Fiódorovich podía andar por ahí
    cerca, al acecho, y, si Grúshenka llamaba a la ventana (tres días antes, Smerdiakov le
    había confirmado que le había explicado a esa mujer dónde y cómo tenía que llamar),
    habría que abrir la puerta lo más rápido posible, para que Grúshenka no tuviera que
    296
    esperar en el zaguán ni un segundo más de lo necesario; de otro modo —¡Dios no lo
    quisiera!—, podía asustarse y salir corriendo. Fiódor Pávlovich estaba muy inquieto,
    pero nunca había sentido su corazón bañado en una esperanza más dulce: ¡podía
    afirmarse, casi con toda certeza, que en esta ocasión ella no le iba a fallar!




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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:27

    ***
    LIBRO SEXTO



    EL MONJE RUSO



    I. El stárets Zosima y sus huéspedes



    Cuando Aliosha, con inquietud y pesar en el corazón, entró en la celda del stárets, se
    detuvo casi maravillado: en lugar de encontrarse al enfermo moribundo y acaso
    inconsciente, como había temido, lo vio en el sillón con rostro animado y alegre,
    aunque consumido por la debilidad, rodeado de sus huéspedes y conversando con
    ellos tranquila y animadamente. Por lo demás, cuando llegó Aliosha no llevaba
    levantado más de quince minutos; los huéspedes se habían reunido antes en la celda,
    donde habían aguardado a que se despertara, fiados en la firme creencia del padre
    Paísi de que «sin ninguna duda, el maestro se levantará para hablar otra vez con los
    que le son queridos, tal como anunció, tal como prometió esta misma mañana». El
    padre Paísi creía firmemente en esta promesa, como en cualquier palabra del stárets
    moribundo, hasta el punto de que, si lo hubiera visto ya sin conocimiento e incluso sin
    respirar, pero hubiera contado con su promesa de que iba a volver a levantarse para
    despedirse de él, es posible que no hubiera creído ni a la mismísima muerte y que
    hubiera seguido esperando que el agonizante volviera en sí y cumpliera lo prometido.
    Muy de mañana, al retirarse a dormir, el stárets Zosima le había dicho claramente: «No
    moriré sin deleitarme una vez más conversando con vosotros, los elegidos por mi
    corazón, sin contemplar vuestros amados rostros y sin abriros mi alma una vez más».
    Los congregados para la que probablemente sería la última conversación con el stárets
    eran sus amigos más leales y antiguos. Eran cuatro: los hieromonjes padre Iósif y padre
    Paísi, el hieromonje padre Mijaíl, el superior del asceterio, un hombre todavía no muy
    mayor, no especialmente sabio, de origen humilde, pero firme de espíritu, un creyente
    inquebrantable y simple, de apariencia severa, aunque dotado de un corazón
    profundamente tierno, si bien, por lo visto, ocultaba su ternura y hasta sentía cierta
    vergüenza de ella. El cuarto huésped era un monje viejecito, sencillo, de origen
    campesino y muy pobre, el hermano Anfim, poco menos que analfabeto, callado y
    tranquilo, que apenas hablaba con nadie, humilde entre los humildes, con aspecto de
    ser una persona siempre asustada por algo grande y terrible que no estaba al alcance
    299
    de su inteligencia. A este hombre que parecía como tembloroso el stárets Zosima lo
    quería mucho y siempre lo trató con especial respeto: puede que en toda su vida no
    intercambiara con nadie menos palabras que con él, a pesar de que una vez los dos
    pasaron juntos muchos años deambulando por toda la santa Rus. Hacía de ello mucho
    tiempo, unos cuarenta años ya; fue cuando el stárets Zosima comenzó su hazaña
    monacal en un pobre y oscuro monasterio de Kostromá y cuando, poco después,
    acompañó al padre Anfim en sus viajes, recaudando donativos para su pobre
    monasterio. Todos, anfitrión y huéspedes, se habían instalado en la segunda estancia
    del stárets, donde estaba su cama; era una habitación muy estrecha, como ya se ha
    dicho, así que los cuatro (aparte del novicio Porfiri, que estaba de pie) se habían
    distribuido a duras penas alrededor del sillón, sentados en sillas traídas de la primera
    estancia. Ya había empezado a anochecer, la habitación estaba iluminada por las
    lamparillas y los cirios de los iconos. Al ver a Aliosha, turbado y parado en la puerta, el
    stárets le sonrió con alegría y le alargó la mano.





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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:28

    ***
    —Salud, joven callado, salud, querido, aquí estás. Sabía que vendrías.
    Aliosha se le acercó, hizo una reverencia hasta el suelo y se echó a llorar. Algo le
    desgarraba el corazón, el alma le temblaba, tenía ganas de gemir.
    —¿Qué te ocurre? Espera para lamentarte —sonrió el stárets poniéndole la mano
    derecha en la cabeza—, ¿lo ves?, aquí estoy hablando, puede que viva veinte años
    más, como me deseó ayer esa mujer buena y amable de Vyshegorie, la de la niña
    Lizaveta. ¡Acuérdate de ellas, Señor, de la madre y de la niña Lizaveta! —Se santiguó—
    . Porfiri, ¿has llevado su donación a donde dije?
    Se estaba acordando de las seis grivny donadas por la alegre devota para que se
    las entregara «a alguna que sea más pobre que yo». Estas ofrendas se realizan como
    penitencias que se impone uno voluntariamente por alguna razón, y han de ser de
    dinero ganado con el trabajo propio. Ya el día anterior el stárets había enviado a Porfiri
    a casa de una de nuestras menestralas, una viuda con hijos, cuya casa había ardido
    recientemente y que tras el incendio se había puesto a mendigar. Porfiri se apresuró a
    comunicar que el encargo ya estaba hecho y que había entregado el dinero «de parte
    de una benefactora desconocida», como se le había ordenado.
    —Levántate, querido —siguió diciéndole el stárets a Aliosha—, déjame que te vea.
    ¿Has estado con los tuyos y has visto a tu hermano?
    A Aliosha le pareció extraño que le preguntara con firmeza y precisión por uno solo
    de sus hermanos; pero ¿por cuál? Así pues, si lo había tenido apartado de su lado
    tanto el día anterior como el presente, quizá había sido precisamente por ese
    hermano.
    —He visto a uno de mis hermanos —respondió Aliosha.
    —Hablo del de ayer, del mayor, ante el que hice una reverencia hasta el suelo.
    —A ése lo vi ayer, pero hoy no ha habido manera de encontrarlo —dijo Aliosha.
    300
    —Date prisa en encontrarlo, mañana ve otra vez, deja todo y date prisa. Quizá aún
    llegues a tiempo de prevenir algo horrible. Ayer yo me incliné ante un gran sufrimiento
    en su futuro.
    De pronto se quedó callado y como inmerso en sus reflexiones. Las palabras habían
    sido extrañas. El padre Iósif, testigo de la reverencia hasta el suelo del día anterior,
    intercambió una mirada con el padre Paísi. Aliosha no se pudo contener.
    —Padre y maestro —dijo increíblemente agitado—, sus palabras son demasiado
    confusas… ¿Cuál es ese sufrimiento que le espera?









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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:29

    ***

    —No seas curioso. Tuve ayer un presentimiento terrible… como si ayer su mirada
    expresara todo su destino. Tenía tal mirada… que mi corazón al instante se espantó
    ante lo que ese hombre está preparando para sí mismo. En toda mi vida solo he visto
    una o dos veces esa misma expresión en la cara de alguien… como un reflejo de todo
    su destino y, desgraciadamente, el destino se cumplió. Te envié a él, Alekséi, porque
    creí que tu rostro fraternal lo ayudaría. Pero todo depende de Dios, también nuestros
    destinos. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere,
    da mucho fruto.» Recuerda esto. Y a ti, Alekséi, muchas veces en mi vida te he
    bendecido en mis pensamientos por ese rostro tuyo, debes saberlo —dijo el stárets
    con una sonrisa serena—. Pienso en ti de esta manera: saldrás fuera de estos muros,
    pero en el mundo vivirás como un monje. Vas a tener muchos adversarios, aunque
    hasta tus enemigos te amarán. La vida te traerá muchas desgracias, pero gracias a ellas
    serás feliz y bendecirás la vida y harás que otros la bendigan; esto es lo más
    importante. Bueno, así eres tú. Padres y maestros míos —se dirigió a sus huéspedes
    con una tierna sonrisa—, nunca hasta hoy había dicho, ni siquiera a él, por qué mi alma
    se siente tan cercana al rostro de este joven. Solo ahora lo diré: para mí, su rostro ha
    sido como un recordatorio y una profecía. En el amanecer de mis días, siendo aún un
    niño pequeño, tuve un hermano mayor que murió joven, en mi presencia, con solo
    diecisiete años. Y después, según iba discurriendo mi vida, poco a poco me convencí
    de que este hermano mío estuvo en mi destino como una especie de indicación y
    predestinación del cielo, pues de no haber estado él en mi vida, de no haber existido
    en absoluto, puede que nunca, así lo creo yo, hubiera aceptado la dignidad monacal y
    no hubiera tomado este precioso camino. Esta primera aparición se produjo siendo yo
    un niño y ahora, en el ocaso de mi camino, se manifiesta de nuevo ante mí. Lo
    prodigioso, padres y maestros, es que, pareciéndose solo ligeramente de cara, he
    sentido a Alekséi tan semejante a él en el plano espiritual que muchas veces lo he
    tomado por aquel joven hermano mío, llegado en secreto hasta mí en el final de mi
    camino a modo de recuerdo y de inspiración, y hasta yo me he visto sorprendido ante
    este extraño sueño. Escúchame, Porfiri —se dirigió al novicio que lo asistía—. He visto
    muchas veces en tu cara cierto pesar porque quiero más a Alekséi que a ti. Ahora
    sabes por qué, pero has de saber que a ti también te quiero, y he sufrido mucho por tu
    pesar. Y a vosotros, mis queridos huéspedes, quiero hablaros de ese joven, de mi
    hermano, pues no ha habido en mi vida presencia más valiosa que la suya, más
    profética y conmovedora. Mi corazón se ha llenado de ternura, y en este momento
    contemplo toda mi vida si la estuviera viviendo de nuevo…








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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:30

    ***

    Debo señalar aquí que esta última conversación del stárets con quienes lo visitaron
    en su último día de vida en parte se ha conservado escrita. La registró Alekséi
    Fiódorovich Karamázov poco tiempo después de la muerte del stárets para poder
    recordarla. Si reproduce por entero la conversación de aquel día o si añadió cosas
    tomadas de conversaciones anteriores con su maestro, eso es algo que no he podido
    resolver. Además, en ese escrito todas las palabras del stárets se recogen sin
    interrupciones, como si hubiera expuesto su vida en forma de relato al dirigirse a sus
    amigos, cuando, sin duda, por lo que luego se contó, en realidad todo fue un poco
    distinto, pues aquella tarde todos intervinieron en la conversación y, aunque los
    huéspedes interrumpieron poco a su anfitrión, aun así hablaron de sí mismos y puede
    que hasta contaran y relataran algo de sus propias vidas; además, tuvieron que
    producirse necesariamente interrupciones en la narración, puesto que el stárets se
    ahogaba a veces, perdía la voz e incluso se tendió en la cama a descansar, aunque sin
    llegar a dormirse, y los huéspedes no abandonaron su sitio. Una o dos veces se hizo un
    alto en la conversación para leer el Evangelio: lo leía el padre Paísi. También es
    llamativo que, pese a todo, ninguno de los presentes creía que el stárets fuese a morir
    esa misma noche, especialmente porque, en la que sería la última tarde de su vida,
    después de haber dormido profundamente durante el día, parecía haber cobrado de
    pronto nuevas fuerzas que lo ayudaron a mantener esa larga charla con sus amigos.
    Fue como si una última manifestación de ternura hubiera sustentado aquella increíble
    animación, pero solo por un breve plazo, pues su vida cesó de repente… Pero esto
    vendrá después. Ahora quiero señalar que he preferido no exponer todos los detalles
    de la conversación y limitarme únicamente al relato del stárets según el manuscrito de
    Alekséi Fiódorovich Karamázov. Será más corto y no tan tedioso, aunqque, repito,
    Aliosha tomó muchas cosas de conversaciones anteriores y las reunió.










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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:31

    ***
    II. De la vida en Dios del reverendo hieromonje stárets Zosima, que partió a reunirse
    con su hacedor, compuesta a partir de sus propias palabras por Alekséi Fiódorovich
    Karamázov



    Información biográfica:



    a) Sobre la juventud del hermano del stárets Zosima



    Queridos padres y maestros, nací en una provincia lejana en el norte, en la ciudad
    de V., de padre noble, pero no ilustre, y de rango no muy elevado. Falleció cuando yo
    tenía solo dos años de edad y no lo recuerdo en absoluto. Le dejó a mi madre una
    casa de madera no muy grande y algo de capital, no mucho pero suficiente para vivir
    con sus hijos sin pasar necesidad. Mi madre tenía dos hijos: mi hermano mayor,
    Markel, y yo, Zinovi. Markel tenía unos ocho años más que yo, y era de carácter
    irascible e irritable, pero bondadoso; no era dado a las burlas y sí extrañamente
    callado, sobre todo en casa conmigo, con nuestra madre y con los criados. En el
    gimnasio se aplicaba, pero no tenía amistades entre sus compañeros, aunque tampoco
    reñía con ellos; así, al menos, lo recordaba mi madre. Medio año antes de su muerte,
    cuando ya había cumplido los diecisiete, cogió la costumbre de visitar a un hombre
    solitario de nuestra ciudad, un exiliado político, deportado de Moscú, por
    librepensador. Era este exiliado un científico importante y un filósofo notable de la
    universidad. Por alguna razón se encariñó con Markel y empezó a recibirlo. El joven
    pasaba tardes enteras con él, y así ocurrió todo el invierno, hasta que el exiliado, a
    petición propia, pues no le faltaban protectores, fue reclamado de nuevo para servir al
    Estado en San Petersburgo. Empezó la Cuaresma, pero Markel no quería observar el
    ayuno, no hacía más que renegar y burlarse: «No son más que sandeces —decía—, no
    existe ningún Dios», con lo que horrorizaba a mi madre y a los criados, y hasta a mí
    que era pequeño, porque, aunque apenas tenía nueve años, me asustaba mucho al oír
    esas palabras. Todos nuestros criados, cuatro en total, eran siervos, comprados a
    nombre de un terrateniente conocido. Todavía recuerdo que mi madre vendió a uno
    de los cuatro, la cocinera Afimia, coja y ya mayor, por sesenta rublos en papel moneda,
    y en su lugar contrató a otra, una mujer libre. Resulta que en la sexta semana de
    Cuaresma mi hermano empezó a sentirse peor: siempre había sido enfermizo, padecía
    del pecho, era de constitución débil y propenso a la tisis. Era bastante alto, pero flaco
    y endeble, y de cara muy agradable. No sé si se resfrió o qué, pero el caso es que vino
    el médico y enseguida le susurró a mi madre que aquello era una tisis galopante y que
    no sobreviviría al invierno. Mi madre se echó a llorar, empezó a pedirle a mi hermano,
    303
    con mucho tacto (sobre todo para no asustarlo), que ayunara y recibiera el santísimo
    sacramento, pues entonces aún no guardaba cama.






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    302


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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:03

    ***


    . Al oírlo, éste se enfadó y la tomó
    con el templo de Dios, pero se quedó pensativo: enseguida adivinó que estaba
    gravemente enfermo y que por esa razón le pedía nuestra madre, mientras tuviera
    fuerzas, que ayunara y fuera a comulgar. Por lo demás, él bien sabía que llevaba
    enfermo mucho tiempo y ya un año antes de esto nos había dicho a nuestra madre y a
    mí con sangre fría: «No viviré mucho tiempo en este mundo, puede que no llegue a un
    año», como si lo estuviera prediciendo. Pasaron unos tres días y llegó la Semana Santa.
    Y el martes por la mañana mi hermano empezó a ayunar. «En realidad, lo hago por
    usted, madre, para que esté contenta y tranquila», le dijo. Mi madre lloraba de alegría,
    pero también de pena: «Sabe que su final está cerca, de ahí este cambio repentino».
    Apenas fue a la iglesia, tuvo que guardar cama, así que se confesaba y recibía la
    comunión en casa. Llegaron días claros, serenos, fragantes, aquel año la Pascua era
    tardía. Recuerdo que se pasaba la noche tosiendo, dormía mal, pero por las mañanas
    siempre se vestía e intentaba sentarse en un sillón. Así se quedó en mi memoria:
    tranquilo en su sillón, resignado, con una sonrisa; enfermo, pero con la faz alegre y
    contenta. Espiritualmente, estaba transformado, ¡tan admirable era el cambio que se
    había iniciado en él! Entraba en su habitación la vieja niñera: «Deja que te encienda
    una lamparilla ante el icono, hijito». Antes nunca lo permitía, incluso las apagaba.
    «Enciéndela, querida, enciéndela; he sido un monstruo, no he hecho más que causaros
    disgustos. Prendiendo la lamparilla, rezas a Dios, y yo rezo alegrándome al verte. Así
    que rezamos al mismo Dios.» Estas palabras nos parecían extrañas, y mi madre se
    retiraba a su habitación y no hacía más que llorar; solo cuando entraba a verlo se
    enjugaba las lágrimas y ponía cara alegre. «Mamá, no llores, cielo —solía decirle—,
    aún me queda mucho por vivir, mucho que disfrutar con vosotros, eso es la vida, ¡la
    vida es alegría, gozo!» «Ay, querido mío, pero de qué alegría hablas si por la noche
    ardes de fiebre y toses tanto que el pecho parece que te va a estallar.» «Mamá —le
    responde—, no llores, la vida es el paraíso y todos estamos en el paraíso, pero no
    queremos darnos cuenta. Si quisiésemos darnos cuenta, mañana mismo todo el
    mundo sería un paraíso.» Y a todos nos sorprendieron sus palabras, puesto que
    hablaba de forma rara y con mucha convicción; nos emocionábamos y llorábamos.
    Venían a vernos nuestros conocidos: «Amigos —decía—, queridos míos, ¿qué he
    hecho yo para que me queráis, por qué me queréis tanto? ¿Cómo es que antes no lo
    sabía, no lo valoraba?». Cada vez que entraban, les decía a los criados: «Amigos,
    queridos míos, ¿por qué me servís? ¿Acaso merezco ser servido?



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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:03

    ***

    ? Si Dios me perdonara
    y me dejara seguir entre los vivos, yo mismo me pondría a serviros a vosotros, pues
    debemos servirnos los unos a los otros». Al oírle, mi madre negaba con la cabeza:
    «Hablas así por la enfermedad, querido». «Mamá, mi alegría, es imposible que no haya
    señores y siervos, pero deja que sea el siervo de mis siervos, como ellos lo son para
    304
    mí. Y también te digo, madre, que cada uno de nosotros es culpable de todo ante
    todos, y yo más que ninguno.» Mi madre incluso esbozó una sonrisa, lloraba y se
    sonreía: «¿Cómo vas a ser más culpable que nadie? Hay por ahí asesinos, bandidos, no
    has tenido tiempo de cometer tantos pecados para culparte más que los demás».
    «Madrecita, autora de mis días —por entonces empezó a emplear esa clase de
    palabras cariñosas, inesperadas—, queridísima autora de mis días, mi alegría, has de
    saber que en verdad todos somos culpables por todos y por todo ante todo el mundo.
    No sé cómo explicártelo, pero este sentimiento me tortura. ¿Y cómo hemos podido
    vivir y nos hemos enfadado sin saberlo?» Así se despertaba cada día, más y más
    enternecido y alegrándose y temblando entero de amor. A veces venía el médico, el
    viejo alemán Eisenschmidt. «Bueno, doctor, ¿aún seguiré otro día en este mundo?»,
    solía bromear con él. «Y no solo un día, sino muchos —respondía el médico—, y hasta
    meses y años.» «¡Qué dice de meses y años! —exclamaba él—. No hay que contar los
    días, al hombre le basta un solo día para conocer toda la felicidad. Queridos míos,
    ¿para qué discutimos, para qué nos jactamos ante nadie, para qué recordamos las
    ofensas? Salgamos al jardín, vayamos a pasear y a jugar, a amarnos y alabarnos los
    unos a los otros, a besarnos y a bendecir la vida.» «A su hijo ya no le queda mucho por
    vivir —informó el médico a nuestra madre cuando ésta salió a despedirlo al porche—,
    la enfermedad lo está llevando a la locura.» Las ventanas de su habitación daban al
    jardín, y nuestro jardín era umbrío, con árboles viejos donde empezaban a apuntar las
    yemas primaverales, llegaban las primeras aves, que graznaban y cantaban en sus
    ventanas. Y de repente, mirándolos embelesado, empezó a pedirles perdón también a
    ellos: «Pajaritos divinos, pajaritos alegres, perdonadme vosotros también, porque he
    pecado ante vosotros».


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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:04

    ***
    Esto ya sí que nadie fue capaz de comprenderlo, pero él
    lloraba de alegría: «Sí —decía—, hay tanta gracia de Dios a mi alrededor: pajaritos,
    árboles, prados, cielos… Solo yo vivía en la vergüenza, solo yo lo he deshonrado todo,
    y no he reparado en la belleza y en la gracia». «Muchos pecados estás cargando sobre
    ti», le decía llorando mi madre. «Madre, vida mía, no lloro de pena, sino de alegría;
    quiero ser culpable ante ellos, es solo que no puedo explicártelo, pues no sé cómo
    quererlos. Que sea yo pecador ante todos, pero que todos me perdonen: eso es el
    paraíso. ¿Acaso no estoy ahora en el paraíso?» Y hubo mucho más, cosas que no se
    pueden recordar o anotar. Recuerdo que una vez entré a verlo solo, no había nadie
    más. Era una tarde clara, el sol se estaba poniendo y un rayo oblicuo iluminaba toda la
    habitación. Me llamó con un gesto, yo me acerqué al verlo, me cogió por los hombros
    con las manos y me miró a la cara conmovido, con afecto; no dijo nada, simplemente
    me miró así como un minuto. «Anda —dijo—, vete, juega, ¡vive por mí!» Salí y me fui a
    jugar. Muchas veces en mi vida he recordado con lágrimas cómo me ordenó que
    viviera por él. Dijo muchas otras palabras, bonitas y asombrosas, pero incomprensibles
    entonces para nosotros. Murió la tercera semana después de Pascua, consciente, y,
    aunque ya había dejado de hablar, no cambió en nada hasta su última hora: miraba
    contento, en sus ojos había alegría, nos buscaba con la mirada, nos sonreía, nos
    llamaba. Incluso en la ciudad se habló mucho de su muerte. Entonces me emocioné,
    pero no demasiado, aunque sí lloré mucho cuando lo enterraron. Yo era muy joven, un
    crío, pero aquello nunca se borró de mi corazón, el sentimiento quedó allí escondido.
    A su debido tiempo, éste se levantaría y respondería a la llamada. Y así sucedió.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:05

    ***

    b) Las Sagradas Escrituras en la vida del padre Zosima
    Nos quedamos solos mi madre y yo. Cuentan que unos buenos amigos le
    aconsejaron entonces: solo le queda un hijo, usted no es pobre, tiene dinero, ¿por qué
    no envía a su hijo a San Petersburgo, como hacen otros? Dejándolo aquí, puede que lo
    prive de un brillante porvenir. Y le propusieron a mi madre que me mandara a San
    Petersburgo, al cuerpo de cadetes, para ingresar después en la Guardia Imperial. Mi
    madre vaciló mucho tiempo —cómo iba a separarse de su único hijo—, pero se
    decidió, aunque no sin lágrimas y creyendo que contribuía a mi felicidad. Me llevó a
    San Pertersburgo y me dejó allí instalado, y desde ese momento no la volví a ver.
    Murió tres años después, tres años que estuvo penando y temblando por nosotros
    dos. De la casa familiar me llevé solo recuerdos preciosos, pues no hay recuerdos más
    preciosos que los de los primeros años en la casa familiar, y esto casi siempre es así, a
    poco que haya algo de amor y unión en las familias. Hasta de la peor familia puede
    uno conservar recuerdos preciosos, basta que el alma sepa buscar lo precioso. A los
    recuerdos familiares uno los recuerdos de Historia Sagrada, por la que ya sentía interés
    cuando vivía en la casa familiar, siendo aún un niño. Tenía entonces un libro, una
    historia sagrada, con bellas ilustraciones, titulado Ciento cuatro historias sagradas del
    Viejo y el Nuevo Testamento; aprendí a leer con él. Todavía hoy lo conservo en mi
    anaquel, lo guardo como un precioso recuerdo. Pero, antes incluso de aprender a leer,
    me acuerdo de la primera vez que experimenté cierto fervor espiritual, a los ocho años
    de edad. Mi madre me llevaba (no recuerdo dónde estaba mi hermano) a la casa de
    Dios, a misa, un Lunes Santo. Era un día claro y yo, al recordarlo ahora, vuelvo a ver
    claramente el incienso saliendo del incensario y ascendiendo, y arriba en la cúpula, en
    una ventanita estrecha, los rayos de Dios derramándose sobre nosotros en la iglesia,
    mientras el incienso, que se elevaba formando ondas, parecía disiparse en ellos. Yo
    miraba conmovido y, por primera vez en mi vida, mi alma acogió conscientemente la
    primera simiente de la palabra de Dios. Salió al centro del templo un adolescente con
    un libro grande, tan grande que entonces me pareció que le costaba llevarlo. Lo
    depositó en el facistol, lo abrió y empezó a leer y, entonces, de repente, por primera
    vez comprendí algo, por primera vez en mi vida comprendí lo que leían en el templo
    de Dios. Había un varón en la tierra de Uz, sincero y piadoso, y tenía tantas riquezas,
    tantos camellos, tantas ovejas y asnos, y sus hijos se divertían y él los quería mucho y
    rogaba a Dios por ellos; quizá hubieran pecado, divirtiéndose tanto. Y he aquí que el
    diablo se presenta ante Dios, con los hijos de Dios, y le dice al Señor que ha recorrido
    toda la tierra, de una punta a otra, y ha estado debajo de la tierra. «¿Has visto a mi
    siervo Job?», le pregunta Dios. Y se jactó Dios ante el diablo, señalándole a su siervo,
    un hombre muy santo. El diablo se sonrió con malicia al oír las palabras de Dios:
    «Entrégamelo y verás cómo tu siervo empieza a lamentarse y a maldecir tu nombre». Y
    Dios entregó a este hombre justo, tan querido por él, al diablo, y el diablo aniquiló a
    sus hijos y su ganado, y dispersó su riqueza repentinamente, como si fuera el trueno
    de Dios. Y Job se rasgó las vestiduras, cayó al suelo y dijo: «Desnudo salí del vientre
    de mi madre, desnudo volveré a la tierra. Dios dio, Dios quitó. Sea el nombre de Dios
    bendito desde hoy hasta el fin de los días». Padres y maestros, apiadaos de mis
    lágrimas presentes, pues mi niñez se alza de nuevo frente a mí y respiro ahora como
    respiraba entonces con mi pecho de ocho años y, como entonces, siento asombro,
    confusión y alegría




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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:06

    ***

    También entonces los camellos se apoderaron de mi imaginación,
    y Satanás hablando con Dios, y Dios enviando a su siervo a la destrucción, y su siervo
    exclamando: «Sea tu nombre bendito, a pesar de tu castigo». Y después el canto
    sereno y dulce en el templo: «Suba mi oración», y de nuevo el incienso del incensario
    del sacerdote y la oración de rodillas. Desde entonces —ayer mismo lo tuve en mis
    manos— no puedo leer ese relato sagrado sin lágrimas en los ojos. ¡Cuánto tiene de
    grandioso, misterioso, inconcebible! Oí después las palabras llenas de orgullo de
    burlones y blasfemos: cómo pudo el Señor entregar al predilecto de sus santos para
    que el diablo se divirtiera, quitarle sus hijos, castigarlo con enfermedades y llagas hasta
    el punto de tener que limpiarse el pus de sus llagas con un pedazo de teja; y ¿para
    qué? Solo para jactarse delante de Satanás: «¡Mira lo que puede llegar a soportar mi
    santo por mí!». Pero ahí está lo grandioso, ése es el misterio: la pasajera imagen
    terrenal y la verdad eterna se tocan. Ante la verdad terrenal se cumple la acción de la
    verdad eterna. Ahí el Creador, como en los primeros días de la creación, cuando
    culminaba cada día con una alabanza: «Es bueno lo que he creado», mira a Job y
    vuelve a alabarse por su creación. Y Job, al glorificar al Señor, no solo lo sirve a Él, sino
    que servirá a toda su creación generación tras generación, por los siglos de los siglos,
    pues a tal tarea estaba destinado. ¡Díos mío, qué libro y qué lecciones! ¡Qué libro las
    Sagradas Escrituras! ¡Qué milagro y qué fuerza se dan con él al hombre! Es como la
    imagen esculpida del mundo, del hombre y de los caracteres humanos, todo está
    nombrado y mostrado por los siglos de los siglos. Y cuántos misterios resueltos y
    revelados: Dios restablece a Job, le vuelve a dar riquezas, pasan muchos años y ya
    tiene otros hijos, y los quiere, ¡Dios mío! «Pero ¿cómo podía amar a esos nuevos hijos
    —podría uno pensar— habiendo perdido a los anteriores? Recordando a aquéllos,
    ¿cómo puede ser plenamente feliz, igual que lo era antes, con esos nuevos hijos, por
    307
    mucho que los quiera?» Se puede, se puede: el gran misterio de la vida humana
    paulatinamente convierte la pena antigua en tranquila y tierna alegría. En lugar de la
    bullente sangre juvenil, llega la vejez tranquila y dulce: diariamente bendigo la salida
    del sol, y mi corazón le canta igual que antes, pero ya me gusta más su ocaso, sus
    rayos largos y oblicuos y los recuerdos serenos, dulces, tiernos, imágenes queridas de
    toda una vida larga y bienaventurada y, por encima de todo, la verdad de Dios que
    conmueve, reconcilia y todo lo perdona. Mi vida se extingue, lo sé y lo percibo, mas
    cada día que me queda siento que mi vida en la tierra entra ya en contacto con una
    vida nueva, infinita, desconocida, aunque ya muy próxima, y al presentirla tiembla
    entusiasmada mi alma, resplandece mi espíritu y llora alegre mi corazón… Amigos y
    maestros, más de una vez he oído, y últimamente con mayor frecuencia, que en
    nuestro país los sacerdotes de Dios, sobre todo los de las aldeas, se lamentan
    lloriqueando por todas partes de su bajo salario y de su humillación y declaran
    abiertamente, incluso en la prensa —yo mismo lo he leído—, que ya no son capaces
    de explicarle al pueblo las Escrituras, pues su salario es escaso, y, que si vienen los
    luteranos y los herejes y empiezan a arrebatarles el rebaño, que se lo arrebaten, «ya
    que es tan escaso nuestro salario». ¡Ay, Señor!, pienso yo, quiera Dios darles algo más
    valioso que ese salario tan precioso para ellos (pues también su queja está justificada),
    pero en verdad os digo: si alguien es culpable, ¡la mitad de la culpa es nuestra!





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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:07

    ***

    Pues,
    aunque el sacerdote no tenga tiempo, aunque no le falte razón cuando asegura que
    está abrumado por el trabajo y las ceremonias, siempre le quedará algo de tiempo…
    ¿No va a tener siquiera una hora semanal para acordarse de Dios? Y tampoco se
    trabaja todo el año. Que reúna en su casa una vez a la semana, por la tarde, primero
    solo a los niños: los padres oirán hablar de ello y también empezarán a acudir. Para
    esta tarea tampoco te hace falta construir una mansión, puedes recibirlos simplemente
    en tu isba. No temas, no van a ponerte perdida la isba, es solo una hora. Abre el libro y
    empieza a leerles sin palabras rebuscadas y sin arrogancia, sin ponerte por encima de
    ellos, con veneración y modestia, gozando tú también de estar leyéndoles y de que
    ellos te escuchen y te entiendan, amando tú mismo esas palabras. Detente solo de vez
    en cuando para aclarar alguna palabra que la gente sencilla no alcance a comprender;
    pero no te preocupes, lo entenderán todo, ¡el corazón ortodoxo entiende todo! Léeles
    de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, de cómo Jacob fue a casa de Labán y luchó en
    sueños contra el Señor y dijo: «¡Cuán terrible es este lugar!», y cautivarás el espíritu
    piadoso de la gente sencilla. Léeles, sobre todo a los niños, cómo unos hermanos
    vendieron como esclavo a su hermano carnal, a José, el amado muchacho, el gran
    profeta que interpretaba los sueños, y le dijeron al padre que una fiera había
    despedazado a su hijo, y le mostraron la ropa ensangrentada. Léeles cómo llegaron
    después los hermanos a Egipto en busca de pan, y José, convertido en un alto
    dignatario, sin que ellos lo reconocieran, los atormentó, los condenó, prendió al
    308
    hermano Benjamín, y todo ello sin dejar de quererlos: «Os quiero y, queriéndoos, os
    hago sufrir tormento». Pues toda su vida había seguido recordando cómo lo habían
    vendido a unos mercaderes en algún lugar en la estepa abrasadora, junto a un pozo, y
    cómo él, retorciéndose las manos, lloraba y suplicaba a sus hermanos que no lo
    vendieran como esclavo en una tierra extraña. Y he aquí que, al verlos después de
    tantos años, volvió a sentir por ellos un amor inmenso, pero les hizo padecer y sufrir
    tormento, a pesar de ese amor. Por fin, cuando ya no soporta el sufrimiento de su
    corazón, se aleja de ellos, se desploma sobre el lecho y llora. Después se seca la cara y
    vuelve a su lado, radiante y luminoso, y les anuncia: «¡Hermanos, soy José, vuestro
    hermano!». Y que a continuación les lea cómo se alegró el anciano Jacob al saber que
    su niño querido aún estaba vivo y cómo partió a Egipto, dejando atrás su país natal, y
    murió en tierra extraña, legando en testamento, por los siglos de los siglos, la
    grandiosa palabra que toda su vida se había alojado, de manera misteriosa, en su dócil
    y medroso corazón: que de su estirpe, de Judá, saldría la gran esperanza del mundo,
    ¡su reconciliador y su salvador! Padres y maestros, perdonadme y no os enfadéis si,
    como un niño pequeño, os explico aquello que sabéis desde hace mucho y que
    podrías enseñarme a mí, con palabras cien veces más atinadas y hermosas. Hablo así
    movido solo por mi entusiasmo, y perdonad mis lágrimas, pues ¡amo este libro! Dejad
    que él, el sacerdote de Dios, también llore, y así verá cómo, en respuesta, los
    corazones de sus oyentes también se conmueven. Solo se necesita una semilla
    pequeña, diminuta: que la arroje al alma de la gente sencilla y la simiente no morirá,
    vivirá en el alma de esa gente toda la vida, escondida entre las tinieblas, entre el hedor
    de sus pecados, como un punto luminoso, como un magnífico recordatorio. Y no es
    necesario, no lo es, explicar o instruir en exceso, esa gente lo entenderá con sencillez.
    ¿Creéis acaso que las personas sencillas no lo van a entender?







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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:08

    ***

    Probad a leerles
    después el relato tierno y conmovedor de la bella Esther y la arrogante Vasti, o la
    maravillosa historia del profeta Jonás en el vientre de la ballena. No olvidéis tampoco
    las parábolas del Señor, preferiblemente las del Evangelio de Lucas (así lo hice yo),
    después la conversión de Saulo en los Hechos de los Apóstoles (¡indispensable,
    indispensable!) y, por fin, de las Cheti-Minéi al menos la vida de san Alejo y de la
    alegre mártir, grande entre las grandes, María Egipcíaca, teovidente y portadora de
    Cristo. Con estas historias sencillas llegaréis a su corazón, y solo se necesita una hora a
    la semana, por mucho que el salario sea escaso, una hora de nada. Y verá el sacerdote
    cómo nuestro pueblo es misericordioso y agradecido, y cómo le devuelve cien veces lo
    recibido: recordando el celo del sacerdote y sus tiernas palabras, la gente lo ayudará
    de buena gana en el campo, y también en su casa, y le mostrará mayor respeto que
    antes, y ya con eso habrá aumentado su salario. La cosa es tan simple que a veces
    callamos por miedo a que se rían de nosotros, pero ¡es tan evidente! Aquel que no
    cree en Dios tampoco cree en el pueblo de Dios. Pero quien tenga fe en el pueblo de
    Dios verá también la santidad que hay en él, por más que hasta entonces no hubiera
    creído en ella. Solo el pueblo y su fuerza espiritual venidera podrán convertir a
    nuestros ateos, que se han desligado de su propia tierra. ¿Y qué es la palabra de Cristo
    sin el ejemplo? Sin la palabra de Dios, la destrucción caerá sobre nuestro pueblo, pues
    su alma está sedienta de su palabra y de cualquier imagen hermosa. En mi juventud,
    hace mucho tiempo, casi cuarenta años, el padre Anfim y yo recorrimos toda la Rus
    recolectando limosna para el monasterio, y una noche la pasamos a orillas de un gran
    río navegable en compañía de unos pescadores; con ellos estaba un joven agradable,
    un campesino que aparentaba unos dieciocho años; tenía prisa por llegar, a la mañana
    siguiente, a su trabajo: remolcar, tirando de la sirga, la barcaza de unos mercaderes.
    Veo que mira al frente con emoción y serenidad. Era una noche de julio clara, tranquila
    y cálida, el río era ancho, una refrescante bruma ascendía de él, algún pececillo
    chapoteaba de vez en cuando, los pájaros se habían callado, reinaba la calma, todo
    era esplendoroso y elevaba una plegaria a Dios. Solo nosotros dos, aquel joven y yo,
    estábamos despiertos, y nos pusimos a hablar de la belleza de este mundo de Dios y
    de su grandioso misterio. Cada brizna de hierba, cada pequeño insecto —una
    hormiga, una abeja dorada—, todos conocen su camino de una manera asombrosa, sin
    tener inteligencia, todos ponen de manifiesto el misterio divino, lo encarnan sin cesar.
    Me di cuenta de que el corazón de aquel simpático joven se enardecía. Me contó que
    le gustaba el bosque, los pájaros silvestres; era pajarero, reconocía cada uno de sus
    silbidos, sabía cómo capturar cada ave: «No conozco nada mejor que el bosque —me
    decía—, aunque todas las cosas son buenas». «Es verdad —le respondo—, todo es
    bueno y grandioso porque todo es verdad. Fíjate en el caballo —le digo—, ese gran
    animal, tan cercano al hombre, o en el buey, que lo alimenta y trabaja para él, abatido
    y meditabundo, fíjate en su semblante: qué docilidad, qué apego a un hombre que
    suele golpearle sin piedad, qué candidez, qué confianza y belleza en su semblante. Y
    hasta es conmovedor saber que no hay pecado en él, pues todo es perfecto, todo,
    excepto el hombre, está libre de pecado, y Cristo está con ellos antes que con
    nosotros.»








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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:09

    ***

    «¿Cómo es eso? —pregunta el joven—. ¿Cristo está con ellos?» «No puede
    ser de otra manera —le digo—, pues el Verbo es para todos, para toda creación y para
    toda criatura, cada hojita tiende hacia el Verbo, canta la gloria de Dios, llora a Cristo,
    sin conciencia de ello, a través del misterio de su existencia sin pecado. Ahí —le
    digo—, en el bosque, yerra el oso terrible, amenazador y fiero, pero no es culpable de
    nada.» Y le conté que, en cierta ocasión, un oso se había acercado a un gran santo que
    buscaba la salvación en el bosque, en una pequeña celda, y que el gran santo sintió
    compasión y salió sin temor y le dio un trozo de pan: «Anda, ve —le dijo—, Cristo está
    contigo», y el fiero animal se alejó, obediente y sumiso, sin causar daños. Y se
    conmovió el joven al saber que la fiera se había alejado sin causar ningún daño, y que
    Cristo también estaba con el animal. «¡Ay —dice—, qué maravilla! ¡Qué admirable y
    qué maravillosa es toda la obra de Dios!» Estaba allí sentado, meditando tranquila y
    dulcemente. Vi que me había comprendido. Y se quedó dormido a mi lado, con un
    sueño ligero y puro. ¡Bendice, señor, la juventud! Y recé por él, mientras me entregaba
    al sueño yo también. ¡Señor, envía la paz y la luz a tu gente!

    c) Recuerdos de mocedad y juventud del stárets Zosima, aún en el siglo. El duelo
    Estuve muchos años, casi ocho, en San Petersburgo, en el cuerpo de cadetes, y con
    la nueva educación muchas de las impresiones de mi infancia se vieron amortiguadas,
    aunque no olvidé ninguna. A cambio, adopté tantas costumbres nuevas, e incluso
    opiniones, que me transformé en un ser casi salvaje, cruel y ridículo. Junto con el
    francés, adquirí el lustre de la urbanidad y de los modales mundanos, pero todos
    nosotros, yo también, considerábamos auténticas bestias a los soldados que nos
    servían en el cuerpo. Puede que yo más que nadie, pues era el más susceptible de
    todos mis camaradas. Cuando llegamos a oficiales, estábamos dispuestos a derramar
    nuestra sangre por los insultos al honor del regimiento, aunque casi ninguno de
    nosotros sabía lo que era el auténtico honor y, si alguno lo hubiese descubierto, él
    habría sido el primero en ridiculizarlo. Poco menos que nos enorgullecíamos de
    nuestras borracheras, trifulcas y bravatas. No diré que fuéramos ruines; todos esos
    jóvenes eran buenos, pero se comportaban con ruindad, yo más que ninguno. Lo más
    importante es que yo ya disponía de mi capital, y por eso me lancé a vivir a mis
    anchas, con todo el ímpetu de la juventud, sin moderación, a toda vela. Pero había una
    cosa sorprendente: también leía por entonces, y hasta con gran placer. En esa época
    casi nunca abría la Biblia, aunque nunca me separé de ella, la llevaba conmigo a todas
    partes: en verdad, guardaba aquel libro, sin saberlo yo mismo, «para la hora, día, mes
    y año». Tras servir así unos cuatro años, finalmente recalé en la ciudad de K., donde
    estaba entonces estacionado nuestro regimiento. La sociedad de esta ciudad era
    variada, numerosa y alegre, hospitalaria y rica, en todas partes era bien recibido, pues
    siempre he sido de carácter alegre y, por añadidura, no me tenían por pobre, lo cual,
    en ese ambiente, cuenta bastante. Y se produjo un hecho que fue el inicio de todo. Le
    tomé afecto a una muchacha joven y bonita, inteligente y digna, de carácter alegre y
    noble, hija de padres honorables



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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:10

    ***
    Eran gente importante, tenían dinero, influencia y
    poder, me acogieron con cariño y cordialidad. Me pareció que la muchacha me miraba
    con buenos ojos: mi corazón se enardecía ante tal sueño. Más tarde, comprendí y
    acabé de caer en la cuenta de que tal vez no la hubiese amado con tanta pasión, sino
    que simplemente respetaba su inteligencia y su carácter elevado, como no podía ser
    de otro modo. Sin embargo, el egoísmo me impidió entonces pedir su mano: me
    parecía muy duro y terrible despedirme de las tentaciones de la vida depravada y libre
    de soltero a tan temprana edad, sobre todo disponiendo de dinero. No obstante, sí
    hice algunas insinuaciones. En cualquier caso, aplacé por una breve temporada
    cualquier paso decisivo. Y he aquí que, de pronto, me envían dos meses en comisión
    de servicio a otro distrito. Regreso a los dos meses y entonces me entero de que la
    joven se ha casado con un rico terrateniente de los alrededores, un hombre mayor que
    yo pero joven aún y con buenas relaciones en la capital y entre la alta sociedad, algo
    de lo que yo carecía; por añadidura, era un hombre muy amable y, además, instruido,
    mientras que yo no tenía ninguna clase de instrucción. Me afectó tanto aquel
    acontecimiento inesperado que hasta se me nubló el entendimiento. Pero lo más
    importante del caso era que, según supe muy pronto, el joven terrateniente venía
    siendo su prometido desde hacía mucho, y que yo mismo me lo había encontrado en
    numerosas ocasiones en casa de ella, pero, ofuscado por mis propios méritos, no había
    notado nada. Eso fue, con diferencia, lo que más me dolió: ¿cómo era posible que casi
    todo el mundo lo supiera y yo fuera el único que no sabía nada? De pronto sentí una
    rabia insoportable. Ruborizado, empecé a recordar cuántas veces había estado a punto
    de declararle mi amor, y, dado que ella no me había detenido ni advertido, quería
    decirse que se había estado burlando de mí, deduje yo. Más tarde, claro está, lo
    reconsideré y recordé que ella no se había reído lo más mínimo; al contrario,
    interrumpía bromeando tales conversaciones y cambiaba de tema, pero en aquellos
    momentos no fui capaz de darme cuenta y ardía en deseos de venganza. Recuerdo
    con sorpresa que mi sed de venganza y mi ira hasta a mí me resultaban excesivamente
    gravosas y desagradables, porque, siendo de carácter apacible, no podía estar
    enfadado con nadie mucho tiempo, y por eso tenía que incitarme a mí mismo de una
    manera artificial, y al fin me convertí en un sujeto ruin e insensato. Aguardé mi ocasión,
    y una vez, en presencia de mucha gente, logré agraviar a mi «rival» por una razón que,
    aparentemente, nada tenía que ver conmigo: me burlé de una opinión suya sobre un
    importante suceso de aquellos dias —estábamos en 1826—, y conseguí burlarme, eso
    decía la gente, con ingenio y destreza. Después le exigí una explicación y, cuando me
    la dio, lo traté con tanta grosería que acabó aceptando mi desafío, sin reparar en la
    enorme diferencia que había entre nosotros, pues yo era más joven, insignificante y de
    rango muy inferior








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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:27

    ***
    Después supe a ciencia cierta que había aceptado mi desafío
    también por celos: en su día se había sentido algo celoso de mí por la que luego sería
    su mujer y todavía era su novia; en aquel momento pensaría que, si ella llegaba a
    enterarse de que yo lo había ofendido y él no se había decidido a desafiarme,
    entonces ella, sin darse ni cuenta, empezaría a despreciarlo y su amor se tambalearía.
    Enseguida encontré un padrino, un camarada, teniente de nuestro regimiento. En
    aquel tiempo, aunque los duelos se perseguían implacablemente, eran casi una moda
    entre los militares: hasta tal punto crecen a veces y se hacen fuertes los prejuicios más
    absurdos. Junio llegaba a su fin y nuestro encuentro tendría lugar al día siguiente, a las
    siete de la mañana, en el campo; entonces me sucedió algo en verdad fatídico. Al
    312
    volver a casa, furioso e intratable, me irrité con Afanasi, mi ordenanza, y le golpeé dos
    veces con todas mis fuerzas, tanto que la cara se le cubrió de sangre. No hacía mucho
    que estaba a mi servicio y, aunque ya otras veces le había pegado, nunca lo había
    hecho con aquella saña brutal. Creedme, queridos, han pasado cuarenta años y aún lo
    recuerdo con vergüenza y dolor. Me acosté, dormí unas tres horas, me desperté, ya
    despuntaba el día. De repente me levanté, ya no tenía ganas de dormir, me acerqué a
    la ventana, la abrí —daba al jardín—, vi que estaba saliendo el sol, el aire era tibio,
    hacía un día espléndido, empezaban a cantar los pájaros. «¿Por qué habrá en mi alma
    —pensaba yo— esta sensación de ignominia y bajeza? ¿Será porque voy a derramar
    sangre? No —me dije—, no parece que sea por eso. ¿Será porque temo la muerte,
    porque tengo miedo de que me maten? No, no, en absoluto, no tiene nada que
    ver…» Y de repente caí en la cuenta de lo que me pasaba: ¡había pegado a Afanasi la
    noche anterior! Todo se me representó de nuevo, como si se estuviera repitiendo: lo
    tengo delante, le golpeo con fuerza la cara, pero él tiene los brazos pegados al
    cuerpo, la cabeza erguida, los ojos bien abiertos, en posición de firmes, se estremece
    con cada golpe pero ni siquiera se atreve a levantar los brazos para protegerse… ¡A lo
    que puede llegar un hombre! ¡Un hombre golpeando a otro hombre! ¡Qué crimen! Fue
    como si una aguja punzante atravesara mi alma de parte a parte. Me quedo allí como
    atontado, mientras el sol brilla, las hojitas se regocijan, resplandecen, y las aves… las
    aves alaban a Dios…


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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:28

    ***

    Me cubrí el rostro con ambas manos, me derrumbé sobre la cama
    y me deshice en lágrimas. Recordé entonces a mi hermano Markel y sus palabras a los
    criados antes de morir: «Amigos, queridos míos, ¿por qué me servís? ¿Por qué me
    queréis? ¿Acaso merezco ser servido?». «Eso es, ¿acaso lo merezco?», me vino de
    repente a la cabeza. Efectivamente, ¿por qué merezco que otro hombre, al igual que
    yo imagen y semejanza de Dios, me sirva? Y así, por primera vez en mi vida, esta
    pregunta se quedó grabada en mi cabeza. «Madrecita, hacedora de mis días, en
    verdad todos somos culpables por todos ante todo el mundo, solo que la gente no lo
    sabe, si lo supieran, ¡esto sería el paraíso… Señor, ¿es posible que no sea verdad? —
    lloraba y pensaba—, en verdad, es posible que sea yo el más culpable de todos, ¡y el
    peor entre todas las personas del mundo!» Y de pronto toda la verdad se presentó
    ante mí, con todo su resplandor: ¿qué iba a hacer? Iba a matar a un hombre bueno,
    inteligente y noble, que no me había hecho nada, e iba a privar para siempre a su
    esposa de la felicidad, iba a hacerla sufrir y la iba a matar. Seguía tumbado boca abajo
    en la cama sin darme cuenta de que el tiempo pasaba. De pronto entró mi camarada,
    el teniente; venía a buscarme con las pistolas: «Ah —dijo—, muy bien, ya estás
    despierto, es la hora, vamos». Me quedé aturdido, sin saber qué hacer; salimos y nos
    montamos en el coche: «Espera aquí un momento —le dije—, ahora vuelvo, se me ha
    olvidado el monedero». Y volví corriendo a casa, derecho al cuartucho de Afanasi:
    «Afanasi —dije—, ayer te pegué dos veces en la cara, perdóname». Él se sobresaltó,
    313
    como asustado, me miró y yo me di cuenta de que aquello era poco, muy poco, y de
    pronto, tal como iba, con charreteras y todo, caigo a sus pies, e inclino la frente hasta
    el suelo: «¡Perdóname!». Se quedó atónito: «Mi señor, bátiushka, señor, pero cómo…
    yo no soy digno…», y se echó a llorar, como antes yo, se cubrió el rostro con ambas
    manos, se volvió hacia la ventana, estremecido por el llanto, mientras yo corría a
    reunirme con mi compañero y subía precipitadamente al coche: «En marcha —
    ordené—. ¿Has visto alguna vez —le digo gritando— a un vencedor? ¡Aquí tienes uno,
    delante de ti!» Estaba extasiado, me río, hago todo el camino hablando y hablando sin
    parar, ya no recuerdo de qué hablé. Él me mira: «Bravo, hermano; veo que vas a dejar
    en buen lugar nuestro uniforme»


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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:29

    ***


    . Y llegamos al lugar convenido, ellos ya estaban
    esperándonos. Nos colocaron a doce pasos el uno del otro, a él le tocaba disparar
    primero. Yo estaba frente a él, alegre, cara a cara, sin pestañear, lo miraba
    afectuosamente, sabía lo que iba a hacer. Él disparó, solo me hizo un pequeño
    rasguño en la mejilla y me rozó la oreja. «¡Gracias a Dios —grité—, no ha matado a un
    hombre!», y cogí mi pistola, me di la vuelta y la lancé bruscamente al aire, al bosque.
    «¡Ése es tu sitio!» Me volví hacia mi adversario: «Muy señor mío —le digo—, perdone a
    este estúpido joven, culpable de haberle ofendido, que le ha forzado a disparar contra
    él. Soy diez veces peor que usted, puede que más. Dígaselo a la persona que más
    venera en este mundo». Según acababa de hablar, los tres empezaron a gritar: «¡Será
    posible! —decía mi adversario enfadado—. Si no quería batirse, ¿por qué tuvo que
    molestarme?». «Ayer —le dije—, aún era un estúpido, pero hoy soy más juicioso», le
    respondí alegremente. «Me creo lo de ayer, pero, por lo que respecta a lo de hoy, es
    difícil llegar a la misma conclusión que usted.» «¡Bravo! —le grito, dando palmas—,
    estoy de acuerdo con usted, ¡me lo he merecido!» «Muy señor mío, ¿va a disparar o
    no?» «No —le digo—, si quiere, dispare usted otra vez, solo que sería mejor no
    hacerlo.» Los padrinos gritaban, sobre todo el mío: «¡Qué afrenta para el regimiento!
    ¡Pedir perdón en la marca! ¡Si llego a saberlo!». Yo seguía allí delante de todos ellos
    pero ya no me reía: «Señores, ¿acaso en nuestro tiempo es tan sorprendente encontrar
    a un hombre que reconozca su estupidez y que públicamente se declare culpable de lo
    que es culpable?». «¡Pero no en la marca!», gritó mi padrino de nuevo. «¡Precisamente!
    —les respondí—. Eso es lo sorprendente, porque debería haberme declarado culpable
    nada más llegar aquí, antes de su disparo, sin haberlo empujado a cometer un
    gravísimo pecado mortal. Pero hemos organizado el mundo de una manera tan
    monstruosa que actuar así era casi imposible, pues solo después de haber resistido su
    disparo a una distancia de doce pasos mis palabras pueden tener algún significado
    para él; en cambio, si las hubiera pronunciado antes del disparo, nada más llegar,
    sencillamente habrían dicho ustedes: es un cobarde, se ha asustado al ver la pistola y
    no hay nada más que hablar. Señores —exclamé de repente, de todo corazón—,
    contemplen a su alrededor los dones de Dios: el cielo claro, el aire limpio, la hierba
    suave, los pájaros, la naturaleza bella y pura; solo nosotros, impíos y necios, no
    comprendemos que la vida es el paraíso, y bastaría con que quisiésemos
    comprenderlo para que surgiera en ese mismo instante en todo su esplendor, y nos
    abrazaríamos llorando…»




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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:30

    ***

    Aún quería seguir, pero no pude; me faltaba el aliento con
    tanta dulzura, con tanta juventud; era feliz como nunca lo había sido en mi vida. «Todo
    eso que dice es sensato y piadoso —me dijo mi adversario—, en cualquier caso, es
    usted un hombre original.» «Ríase —también yo me reí—, pero después debería
    elogiarme.» «Ya estoy dispuesto a elogiarle —dice—, permítame, le ofrezco mi mano,
    porque creo que es usted realmente sincero.» «No —le digo—, ahora no, más tarde,
    cuando sea mejor y me haya merecido su respeto; entonces hará bien ofreciéndome
    su mano.» Volvimos a casa, mi padrino fue todo el camino blasfemando, pero yo no
    hacía más que darle besos. Enseguida llegó la noticia a oídos de mis camaradas, se
    prepararon para juzgarme ese mismo día: «Ha ensuciado nuestro uniforme, que
    presente su renuncia». También hubo quien me defendió: «Aun así, dicen que ha
    resistido el disparo». «Sí, pero ha tenido miedo de los otros disparos y ha pedido
    perdón en la marca.» «Si hubiera tenido miedo de los disparos —objetaban mis
    defensores—, habría disparado su pistola antes de pedir perdón, y él la ha arrojado
    cargada al bosque; no, aquí ha pasado algo distinto, original.» Yo estaba escuchando,
    me divertía mirarlos. «Queridísimos míos —dije—, amigos y compañeros, no os
    preocupéis por mi renuncia, porque ya la he presentado, esta misma mañana, en la
    oficina del regimiento; en el momento en que me la concedan ingresaré en un
    monasterio; por eso he presentado mi renuncia.» Fue decir eso, y todos al unísono
    rompieron a reír a carcajadas: «Haberlo dicho antes, ahora todo está claro, no se
    puede juzgar a un monje», no paraban de reírse, pero no se reían en son de burla, sino
    con ternura, divertidos; de repente, todos me habían cogido cariño, incluso quienes
    me habían acusado con más fervor; después, en el mes que pasó hasta que me
    concedieron la renuncia, me llevaron en palmitas: «Ay, nuestro monje», decían. Y cada
    uno tenía una palabra afectuosa para mí, empezaron a intentar disuadirme, incluso a
    lamentarse: «¿Qué va a ser de ti?». «Es un valiente —decían—, resistió un disparo y
    podría haber disparado, pero la víspera había soñado que iba a meterse a monje. He
    ahí el porqué.» Lo mismo sucedía en la ciudad. Antes nadie había reparado
    especialmente en mí, aunque me recibían cordialmente, pero ahora todos querían
    saber de mí, y se peleaban por invitarme: se reían de mí, pero también me querían.
    Debo señalar que, aunque entonces todo el mundo hablaba sin tapujos de nuestro
    duelo, los superiores habían dado por cerrado el caso, pues mi adversario era pariente
    próximo de nuestro general y, dado que el asunto se había resuelto sin sangre, como
    una especie de broma, y yo, al fin y al cabo, había presentado mi renuncia, lo
    consideraron, efectivamente, una broma. Entonces empecé a hablar sin disimulo y sin
    temor a pesar de sus risas, porque, en definitiva, no se trataba de risas malignas, sino
    bienintencionadas



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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:32

    ***


    Aquellas conversaciones solían tener lugar en las veladas, en
    compañía de damas: por entonces a las mujeres les gustaba más escucharme y
    obligaban a los hombres a hacerlo. «Pero ¿cómo es posible que yo sea culpable por
    todos? —decía uno cualquiera, riéndoseme a la cara—. ¿Acaso yo puedo ser culpable
    por usted, por ejemplo?» «Y ¿cómo va usted a reconocerlo —le respondí—, si hace
    mucho que el mundo entero tiró por otro camino y tomamos por verdad la pura
    mentira y exigimos de los demás la misma mentira? Ya lo ve, por primera vez en la vida
    voy y actúo con sinceridad, y ahora resulta que soy como un yuródivy para todos
    ustedes: me han cogido cariño, pero no pueden dejar de reírse de mí», les dije. «Pero
    ¿cómo no vamos a cogerle cariño?», me dice la anfitriona, riéndose ruidosamente; y
    había mucha gente en su casa. De repente veo que en medio de las damas se pone en
    pie la misma joven por la que yo había provocado el duelo y en la que poco antes
    había pensado como futura novia, y ahora ni siquiera me había dado cuenta de que
    había acudido a la velada. Se puso en pie, se acercó y me tendió la mano: «Permítame
    decirle que yo soy la primera que no se ríe de usted: al contrario —me dice—, con
    lágrimas en los ojos le expreso mi gratitud y le declaro mi respeto por su
    comportamiento de entonces». Se acercó también su marido, y a continuación todos a
    la vez, poco les faltó para besarme. Me sentí muy alegre, pero, entre toda aquella
    gente, reparé de pronto en un hombre ya mayor que también se me había acercado y
    a quien ya conocía de nombre, a pesar de que nadie me lo había presentado y hasta
    esa tarde ni siquiera había cambiado una palabra con él.
    d) El visitante enigmático
    Hacía tiempo que trabajaba en nuestra ciudad, donde ocupaba un puesto
    destacado, era un hombre respetado por todos, rico, famoso por su filantropía,
    donaba un capital considerable al asilo y al orfanato y, además, hacía muchas buenas
    obras en secreto, sin divulgarlo, algo que solo se descubrió después de su muerte.
    Tenía cerca de cincuenta años y un aspecto casi severo, era hombre de pocas
    palabras; llevaba casado no más de diez años con una mujer aún joven, con la que
    tenía tres hijos de corta edad. Y he aquí que a la tarde siguiente estaba yo en casa
    cuando de repente se abrió la puerta y entró precisamente este señor.
    Hay que señalar que yo ya no vivía donde antes, pues en cuanto presenté mi
    renuncia me mudé a casa de una mujer mayor, viuda de un funcionario, que puso
    también sus criados a mi disposición; mi traslado a esta nueva vivienda se había
    debido únicamente a que, nada más regresar del duelo, ese mismo día, mandé a
    Afanasi de vuelta a su compañía: me daba vergüenza mirarlo a los ojos después de mi
    reciente comportamiento con él; hasta tal punto es propenso a avergonzarse, aunque
    sea de la causa más justa, el hombre de mundo poco preparado.
    «Hace varios días —me dijo aquel señor nada más entrar— que le vengo
    escuchando con gran curiosidad en distintas casas y deseaba conocerle personalmente
    para hablar con usted con más detenimiento. ¿Puede concederme, mi buen señor, ese
    gran favor?» «Con sumo placer; lo consideraré un honor muy especial», le digo,
    aunque casi estaba asustado; tal era la impresión que me había producido la aparición
    de aquel hombre. Porque, aunque la gente me escuchaba y sentía curiosidad por mí,
    todavía no se me había acercado nadie con ese aspecto de ser tan serio y severo por
    dentro


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