Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Vie 18 Oct 2024, 10:19

    ***

    Eso es lo que yo pienso de los monjes. ¿Acaso falsamente? ¿Acaso con arrogancia?
    Fijaos en los legos y en todo ese mundo que se exalta por encima del pueblo de Dios,
    ¿no está ahí desfigurada la imagen de Dios y su verdad? Ellos tienen la ciencia, y en la
    ciencia solo existe lo que está sujeto a los sentidos. Mientras que el mundo espiritual,
    la mitad superior del ser humano, ha sido completamente rechazado, expulsado con
    cierta solemnidad, hasta con odio. El mundo ha proclamado la libertad, especialmente
    en los últimos tiempos, y ¿qué vemos en esta libertad suya? ¡Únicamente esclavitud y
    suicidio! Pues el mundo dice: «Tienes necesidades, debes satisfacerlas, ya que tienes
    los mismos derechos que los más nobles y ricos. No tengas miedo de satisfacerlas, al
    contrario, multiplícalas», he aquí la doctrina vigente en el mundo. Ahí es donde ven la
    libertad. Y ¿cuál es el resultado de este derecho al incremento de las necesidades?
    Entre los ricos, aislamiento y suicidio espiritual, y entre los pobres, envidia y asesinato,
    pues les han dado unos derechos, pero no les han indicado los medios para satisfacer
    sus necesidades. Aseguran que el mundo está cada vez más unido, que se está
    creando una relación fraternal al acortarse las distancias, al transmitirse los
    pensamientos por el aire. ¡Ay, no deis crédito a semejante unión entre las gentes! Al
    entender la libertad como un aumento y un rápido alivio de las necesidades, alteran su
    propia naturaleza, pues alimentan muchos deseos y costumbres estúpidos y carentes
    de sentido, muchas fantasías disparatadas. Viven solo para envidiarse mutuamente,
    para el deleite y la arrogancia. Celebrar banquetes, viajar, tener carruajes, dignidades y
    esclavos a su servicio se considera ya una necesidad por la que, con tal de saciarla, hay
    que sacrificar la vida, el honor y el amor al prójimo, y la gente llega a matarse si no
    puede saciarla. Observamos lo mismo entre quienes son menos ricos, y entre los
    pobres las necesidades sin saciar y la envidia por el momento se ahogan en alcohol.
    Pero pronto no se embriagarán con vino, sino con sangre: a eso los están empujando.
    Y yo os pregunto: ¿es libre ese hombre? Conocí a un «luchador por las ideas», me
    contó que, cuando lo privaron de tabaco en la cárcel, lo martirizó tanto esa privación
    que, a cambio de tabaco, estuvo cerca de traicionar sus «ideas». Y alguien así dice:
    «Voy a luchar por la humanidad». Pero ¿adónde irá ese hombre y de qué será capaz?
    Tal vez de una acción rápida, pero no resistirá mucho tiempo. Y no es de extrañar que,
    en vez de alcanzar la libertad, haya caído en la esclavitud; en vez de servir a la
    fraternidad y a la unión de la humanidad, haya caído, por el contrario, en la desunión y
    en el aislamiento, como me decía en mi juventud mi enigmático huésped y maestro. Y
    por eso en el mundo se va extinguiendo la idea de servicio a la humanidad, de la
    fraternidad y de la integridad de las personas y, aunque ciertamente se encuentra esta
    idea, es acogida ya con sorna, pues ¿cómo desprenderse de las costumbres? ¿Adónde
    irá ese cautivo tan acostumbrado a saciar sus infinitas necesidades, que él mismo ha
    inventado? Está aislado, y le es indiferente lo universal. Ha logrado acumular más
    bienes, pero su alegría es menor



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    Mensaje por Maria Lua Dom 20 Oct 2024, 09:06

    ***

    Muy distinta es la vía monacal. La gente se burla de la obediencia, el ayuno y el
    rezo, pero solo en ellos se encuentra el camino a la libertad auténtica, verdadera:
    cerceno en mí las necesidades superfluas e innecesarias, someto y fustigo con la
    obediencia mi voluntad orgullosa y llena de amor propio, y así, con la ayuda de Dios,
    alcanzo la libertad de espíritu y, con ella, el regocijo espiritual. ¿Quién es más apto
    para ensalzar una gran idea y ponerse a su servicio, el rico aislado o el que se ha
    liberado de la tiranía de objetos y costumbres? Reprochan al monje su aislamiento: «Te
    aíslas entre los muros del monasterio para salvarte a ti mismo, pero te has olvidado del
    servicio fraternal a la humanidad». Pero, veamos, ¿quién contribuye con más celo a la
    fraternidad? Pues no somos nosotros quienes vivimos aislados, sino ellos, aunque no lo
    vean. Desde tiempos inmemoriales han salido de nosotros destacadas figuras del
    pueblo, ¿por qué no pueden salir también ahora? Estos humildes y mansos ayunadores
    y observantes del voto de silencio se alzarán e irán a realizar su gran tarea. Del pueblo
    vendrá la salvación de la Rus. Siempre el monasterio ruso ha estado con el pueblo. Si
    el pueblo está aislado, también nosotros estaremos aislados. El pueblo cree como
    nosotros, y el hombre público que no sea creyente no hará nunca nada en Rusia, por
    mucho que sea de corazón sincero y de inteligencia genial. Recordad esto. El pueblo
    se enfrentará al ateo y lo derrotará y surgirá la Rus unida en la ortodoxia. Velad por el
    329
    pueblo y proteged su corazón. Ésta es la misión del monje, pues este pueblo es
    portador de Dios.
    f) Sobre señores y siervos y sobre si es posible que señores y siervos sean, el uno
    para el otro, hermanos de espíritu.
    Dios mío, quién puede negar que también entre el pueblo hay pecado. Y la llama
    de la depravación crece a ojos vistas, con cada hora que pasa, extendiéndose de arriba
    abajo. El aislamiento avanza en el pueblo: cunden los acaparadores y los explotadores;
    el mercader aspira cada vez a mayores honores y, aunque carece de formación, intenta
    dárselas de instruido y con ese fin trata con ruin desdén los usos antiguos y hasta se
    avergüenza de la fe de sus padres. Frecuenta a los príncipes, pero no es más que un
    campesino echado a perder. El pueblo está podrido por culpa del alcohol y es incapaz
    de librarse de él. Y cuánta crueldad con la familia, con la esposa, incluso con los hijos;
    todo por culpa del alcohol. Hasta a niños de diez años he visto en las fábricas:
    enclenques, marchitos, encorvados y ya descarriados. Una sala sofocante, una máquina
    repiqueteando, todo el santo día de trabajo, palabras obscenas y alcohol, ¡alcohol! ¿Es
    esto lo que necesita el alma de una criatura tan pequeña? Lo que necesita es sol,
    juegos y buenos ejemplos por doquier y, como mínimo, una pizca de amor. Esto tiene
    que acabarse, monjes, que no se torture a los niños, levantaos y predicad, rápido,
    rápido. Pero Dios salvará a Rusia, porque, aunque el hombre del pueblo se haya
    descarriado y ya no pueda renunciar al pecado hediondo, sabe que ese pecado
    hediondo está maldito por Dios y que hace mal cuando peca. Así pues, nuestro pueblo
    aún cree incansablemente en la verdad, acepta a Dios y llora conmovido. No ocurre lo
    mismo con los que están arriba. Éstos, siguiendo la ciencia, quieren instaurar la justicia
    recurriendo solo a su intelecto, pero ahora ya sin Cristo, no como antes, y han
    proclamado que no existe el crimen, que no existe el pecado. En esto, desde su punto
    de vista, están en lo cierto, pues, sin Dios, ¿cómo va a haber crimen?




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    Mensaje por Maria Lua Dom 20 Oct 2024, 09:08

    ***

    En Europa el
    pueblo se alza contra los ricos recurriendo a la fuerza y, por todas partes, los cabecillas
    populares lo conducen al derramamiento de sangre y le enseñan que su ira es justa.
    Pero «maldita su ira, por ser tan impetuosa». El Señor salvará a Rusia, igual que la ha
    salvado muchas veces. La salvación vendrá del pueblo, de su fe y de su humildad.
    Padres y maestros, cuidad la fe del pueblo, y esto no será un sueño: siempre me ha
    sorprendido la dignidad hermosa y verdadera de nuestro gran pueblo, yo la he visto
    personalmente, puedo dar testimonio, la he visto y me he sorprendido, la he visto
    incluso a pesar del hedor de los pecados y del aspecto miserable de nuestro pueblo.
    Después de dos siglos de esclavitud, nuestro pueblo no se muestra servil. Es libre por
    su aspecto y por su trato, pero sin ofender. Y no es vengativo ni envidioso. «Eres
    noble, eres rico, eres inteligente y talentoso, que el Señor te bendiga. Te honro pero
    sé que yo también soy un hombre. Honrándote sin envidias, así precisamente muestro
    ante ti mi dignidad humana.» En verdad, si no lo dicen así (porque todavía no saben
    decirlo), sí que actúan así; yo mismo lo he visto, yo mismo lo he experimentado y,
    creedme, cuanto más pobre y más bajo es nuestro hombre ruso, más se percibe en él
    la hermosa verdad, pues los más ricos entre ellos —los acaparadores y los
    explotadores— están enormemente corruptos, y ¡mucho, mucho de esto se debe a
    nuestra negligencia y nuestro descuido! Pero Dios salvará a su gente, ya que Rusia es
    grande en su humildad. Sueño con ver, y es como si ya lo estuviera viendo con
    claridad, nuestro porvenir: será tal que hasta nuestro ricachón más depravado acabará
    avergonzándose de su riqueza ante los pobres, y el pobre, al ver esta humildad, la
    comprenderá y se entregará con alegría, y responderá con dulzura a ese hermoso acto
    de humildad. Creedme, acabará así, hacia eso nos dirigimos. Solo en la dignidad
    espiritual del hombre se halla la igualdad, y esto solo entre nosotros se llegará a
    comprender. Si hubiera hermanos, habría fraternidad, pero hasta que no haya
    fraternidad no habrá reparto. Conservemos la imagen de Cristo que, como una piedra
    preciosa, irradiará su luz a todo el mundo… ¡Así sea, así sea!

    Padres y maestros, una vez me sucedió algo conmovedor. En mi peregrinar, en la
    capital de la provincia de K. me encontré a mi antiguo ordenanza Afanasi; habían
    pasado ocho años desde que me había separado de él. Me vio por casualidad en el
    mercado, me reconoció, se acercó corriendo y, Dios mío, se alegró tanto que se lanzó
    sobre mí: «Bátiushka, señor, ¿es usted? ¿De veras le estoy viendo?». Me llevó a su
    casa. Ya se había licenciado, estaba casado, había traído al mundo a dos niños. Vivía
    con su mujer del menudeo en un tenderete del mercado. La habitación era pobre,
    pero limpia, alegre. Me ofreció asiento, preparó el samovar, envió a buscar a su mujer.
    Era como si mi presencia fuera una fiesta. Me trajo a sus hijos: «Bendígalos, bátiushka».
    «Soy yo quien debe recibir su bendicion —le respondo—, soy un monje ordinario y
    humilde, rogaré a Dios por ellos, pues lo que es por ti, Afanasi Pávlovich, ya ruego
    siempre a Dios desde aquel día, ya que contigo empezó todo.» Y se lo expliqué como
    pude. Y así es la gente: me miraba y era incapaz de comprender que yo, su antiguo
    señor, un oficial, estuviera allí con aquel aspecto y aquel hábito, incluso se echó a
    llorar. «¿Por qué lloras? —le digo—. Deja mejor, inolvidable amigo, que tu alma se
    regocije por mí, querido mío, pues mi camino es alegre y luminoso.» No habló mucho,
    solo suspiraba y movía la cabeza con ternura. «¿Qué ha sido de su riqueza», me
    pregunta. Le respondo: «La entregué al monasterio, donde vivimos en comunidad».
    Después del té, ya me disponía a despedirme y, de pronto, me saca una poltina como
    donativo para el monasterio, y veo que me pone en la mano otra poltina y se apresura
    a decirme: «Ésta es para usted, peregrino y viajero, quizá le venga bien, bátiushka»



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    Mensaje por Maria Lua Dom 20 Oct 2024, 09:09

    ***


    Acepté su moneda, me incliné ante él y su mujer y me marché contento, por el camino
    iba pensando: «Ahora los dos, él en su casa y yo caminando, probablemente
    suspiremos, y también sonreiremos alegres, con regocijo en nuestro corazón,
    sacudiendo la cabeza y recordando cómo Dios nos ha conducido a este encuentro».
    No he vuelto a verlo desde entonces. Fui su señor y él mi criado, pero en ese
    momento nos besamos con afecto y conmovidos espiritualmente, una gran comunión
    humana surgió entre nosotros. He pensado mucho en ello y ahora pienso lo siguiente:
    ¿acaso es tan inconcebible que esa unión tan grande y tan sencilla pueda darse, a su
    debido tiempo, en todas partes entre las gentes de Rusia? Creo que sucederá y que la
    hora está cerca.
    Y en cuanto a los servidores, añadiré lo siguiente: antes, de joven, me enfadaba
    mucho con ellos: «La cocinera ha servido la comida muy caliente, el ordenanza no me
    ha cepillado el traje». Pero de pronto me iluminó un razonamiento de mi querido
    hermano que yo le había oído en mi infancia: «¿Acaso merezco que otro me sirva?
    ¿Cómo es posible que yo lo muela a palos por su pobreza y su ignorancia?». Y también
    entonces me asombró que hasta los pensamientos más sencillos, los más evidentes,
    aparezcan tan tarde en nuestra cabeza. No es posible un mundo sin servidores, pero
    compórtate con ellos de tal forma que sean más libres de espíritu que si no fueran
    servidores. ¿Y por qué no puedo yo servir a mi servidor de manera tal que él lo vea,
    pero sin orgullo por mi parte ni recelo por la suya? ¿Por qué no puede ser mi servidor
    como un pariente, de modo que al final lo admita en mi familia y me alegre de ello?
    Incluso hoy en día eso sería factible, pero servirá de base para la gran unión futura de
    la gente, cuando los hombres no busquen servidores y no deseen convertir en
    servidores a sus semejantes, como sucede ahora; al contrario, desearán con todas sus
    fuerzas convertirse en servidores de todos, siguiendo el Evangelio. ¿Será solo un sueño
    que al final el hombre encuentre su felicidad únicamente en los logros de la instrucción
    y de la caridad, y no en placeres crueles, como ahora, en la gula, la lujuria, la
    arrogancia, la jactancia y el afán envidioso de superar a los demás? Creo firmemente
    que no es así y que el día está próximo. La gente se ríe y pregunta cuándo llegará ese
    día y si de verdad parece que va a llegar. Y yo creo que esa gran tarea la llevaremos a
    cabo con Cristo. ¿Cuántas ideas ha habido en la tierra, en la historia de la humanidad,
    que eran inconcebibles apenas diez años antes y que han surgido un buen día, cuando
    les ha llegado su hora misteriosa, y se han extendido por toda la tierra?





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    Mensaje por Maria Lua Dom 20 Oct 2024, 09:10

    ***
    Así sucederá
    con nosotros y nuestro pueblo irradiará su luz al mundo y la gente dirá: «La piedra que
    los constructores desecharon en piedra angular se ha convertido». Y a quienes se
    mofan se les podría preguntar: si lo nuestro es solo un sueño, vosotros ¿cuándo
    levantaréis vuestro edificio e instauraréis la justicia contando solo con vuestro intelecto,
    sin Cristo? Aunque aseguren que son ellos, por el contrario, quienes caminan hacia la
    unión de los hombres, eso solo se lo creen los más simples entre ellos, y hasta cabe
    sorprenderse de su simpleza. Lo cierto es que hay más fantasía soñadora en ellos que
    en nosotros. Piensan en instaurar la justicia, pero, habiendo rechazado a Cristo,
    acabarán inundando el mundo de sangre, pues la sangre llama a la sangre y el que
    desenvaina la espada a espada perecerá. Y, si no fuera por la promesa de Cristo, se
    exterminarían los unos a los otros hasta que solo quedaran los dos últimos hombres
    sobre la tierra. Y ni siquiera estos dos últimos sabrían aplacar su orgullo uno frente a
    otro, de modo que el último acabaría con el penúltimo y después consigo mismo. Es lo
    que ocurriría, de no ser por la promesa de Cristo de acortar esos días en atención a los
    mansos y a los humildes. En otros tiempos, todavía con mi uniforme de oficial, después
    del duelo, me dio por hablar en público de los siervos, y recuerdo que todos se
    quedaban pasmados: «¿Es que debemos sentar al criado en el sofá —decían— y
    servirle el té?». Y mi respuesta entonces era: «¿Por qué no, aunque solo sea de vez en
    cuando?». Y todos se echaban a reír. Su pregunta era frívola, y mi respuesta confusa,
    pero pienso que algo de verdad había en ella.

    g) Sobre la oración, el amor y el contacto con otros mundos

    Joven, no te olvides de rezar. En cada oración tuya, si es sincera, refulgirá un
    sentimiento nuevo y, con él, una idea nueva que antes desconocías y que te
    confortará. Y comprenderás que la plegaria es educación. Recuerda: cada día, y
    siempre que puedas, repite para ti: «Señor, ten piedad de todos los que hoy
    comparezcan ante ti». Pues a cada hora y a cada instante miles de personas
    abandonan la vida en esta tierra y sus almas se presentan ante Dios, y muchas se
    despiden de la tierra en soledad, ignoradas, tristes y melancólicas, sin que nadie se
    compadezca de ellas o sepa siquiera si están vivas o no. Ahora bien, es posible que
    desde el otro extremo de la tierra tu oración por el descanso eterno de una de esas
    personas se eleve hasta el Señor, aunque tú no la conozcas en absoluto, ni ella a ti. Su
    alma, que se presenta llena de miedo ante el Señor, se conmueve al sentir que en ese
    instante alguien reza también por ella, que hay todavía en la tierra un ser humano que
    la quiere. Y Dios os mirará con más benevolencia a los dos, pues si tú te has apiadado
    de otra persona, tanto más se apiadará Él, infinitivamente más misericordioso y lleno
    de amor que tú. Y la perdonará en consideración a ti.







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    Mensaje por Maria Lua Dom 20 Oct 2024, 09:10

    ***

    Hermanos, no temáis al pecado de la gente, amad a las personas también con sus
    pecados, pues ese amor es semejante al amor divino y es la cumbre del amor en la
    tierra. Amad la obra completa de Dios, cada grano de arena, cada hoja, cada rayo
    divino habéis de amar. Amad a los animales, amad a las plantas, amad todas y cada
    una de las cosas. Si amas todas y cada una de las cosas, en ellas percibirás el misterio
    divino. Cuando lo hayas percibido una vez, empezarás a conocerlo sin descanso, cada
    vez más, todos los días. Y finalmente amarás a todo el mundo sin excepción, con un
    amor universal. Amad a los animales: Dios les ha dado un rudimento de inteligencia y
    una sosegada alegría. No se la turbéis, no los torturéis, no les quitéis su alegría, no os
    opongáis a la idea de Dios. Hombre, no te exaltes por encima de los animales: éstos
    no conocen el pecado, mientras que tú, con toda tu grandeza, corrompes la tierra con
    tu presencia y vas dejando un rastro de podredumbre… ¡ay, casi todos nosotros! Amad
    sobre todo a los niños, pues también ellos son puros como los ángeles y viven para
    enternecernos, para purificar nuestro corazón y para darnos ejemplo. ¡Ay de quien
    ofenda a un niño! Fue el padre Anfim quien me enseñó a querer a los niños: en
    nuestros viajes, este hombre entrañable y callado, con los kopeks que nos daban de
    limosna, les compraba a veces y les repartía dulces y caramelos; no podía pasar al lado
    de un niño sin que su alma se estremeciera, así es él.
    A veces uno se siente perplejo ante ciertas ideas, sobre todo al ver el pecado en las
    personas, y se pregunta: «¿Debo recurrir a la fuerza o al amor humilde?». La decisión
    siempre será: «Recurriré al amor humilde». Si tomas esa decisión de una vez por todas,
    estarás en condiciones de conquistar el mundo. La humildad afectuosa es la fuerza más
    terrible de todas, no hay nada igual. Cada día y cada hora, a cada momento cuídate y
    vigila que tu aspecto sea hermoso. Resulta que has pasado al lado de un niño
    pequeño, has pasado enfurecido, con alguna palabra indebida, enojado; puede que tú
    no hayas reparado en el niño, pero él sí te ha visto y es posible que tu aspecto
    lastimoso e impío se haya grabado en su corazón indefenso. No lo sabes, pero tal vez
    hayas sembrado en él una mala semilla que acabe creciendo, y todo por no haber
    tenido cuidado delante del niño, por no haberte inculcado un amor prudente y activo.
    Hermanos, el amor es nuestro maestro, pero hay que saber adquirirlo, porque es difícil
    de conseguir, se paga caro, con mucho trabajo y después de mucho tiempo, pues no
    basta con amar un instante, por pura casualidad, sino que hay que amar
    constantemente. Cualquiera puede amar por casualidad, también un hombre malvado.
    Mi joven hermano pedía perdón a los pajarillos: parecía una cosa sin sentido, pero él
    tenía razón, ya que, como en el océano, todo fluye y está conectado: si tocas algo en
    alguna parte, eso repercute en la otra punta del mundo. Admitamos que sea una
    locura pedir perdón a los pájaros, pero los pájaros, los niños, cualquier animal que esté
    cerca de ti estará más a gusto si tú te muestras más grato de lo que eres ahora, por
    poco que sea. Todo es como el océano, os digo. Y entonces, atormentado por un
    amor universal, como en una especie de éxtasis, empezarás a rezar a los pájaros y a
    rogarles que te absuelvan de tus pecados. Ten en mucha estima ese entusiasmo,
    aunque a la gente le parezca algo absurdo




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    Mensaje por Maria Lua Dom 20 Oct 2024, 09:11

    ***

    Amigos míos, pedidle a Dios alegría. Sed alegres como los niños, como los pájaros
    del cielo. Y que en vuestro hacer no os turbe el pecado del hombre, no tengáis miedo
    de que borre vuestra obra y le impida realizarse, no digáis: «Fuerte es el pecado,
    fuerte es la impiedad, fuerte es el mal ambiente y nosotros estamos solos y sin fuerzas,
    el mal ambiente nos anula y no permite que la buena obra dé fruto». ¡Huid del
    abatimiento! Solo hay una forma de salvarse: cargar con la responsabilidad de todos
    los pecados de los hombres. Amigo, en verdad esto es así, pues, en cuanto te hagas
    sinceramente responsable de todo y de todos, inmediatamente verás que eso ocurre
    en realidad y que tú eres culpable por todos y por todo. Si te hundes en la pereza y en
    la impotencia ante la gente, acabarás participando del orgullo satánico y murmurando
    de Dios. Sobre el orgullo satánico pienso esto: nos es difícil en la tierra llegar a
    comprenderlo y por eso es tan fácil caer en el error e iniciarse en él, creyendo además
    que hacemos algo grande y bello. Además, buena parte de los sentimientos y
    movimientos más fuertes de nuestra naturaleza no podemos comprenderlos mientras
    estamos en la tierra; no te dejes tentar, pensando que cualquier cosa te puede servir
    de justificación, pues el juez eterno te pedirá cuentas de lo que sí has podido
    comprender y no de lo que no has podido; cuando te convenzas de eso, verás todo
    con claridad y dejarás de discutir. Es cierto que parece que vagamos por la tierra y, de
    no ser por la preciosa imagen de Cristo que tenemos ante nosotros, estaríamos
    completamente extraviados, igual que el género humano antes del diluvio universal.
    Muchas cosas de la tierra nos han sido ocultadas, pero a cambio se nos ha otorgado el
    don secreto y misterioso de percibir nuestro vivo nexo con otro mundo, con el mundo
    celestial y superior; además, la raíz de nuestros pensamientos y sentimientos no está
    aquí, sino en otros mundos. Por eso dicen los filósofos que no es posible comprender
    en la tierra la esencia de las cosas. Dios tomó semillas de otros mundos y las sembró
    en esta tierra y cultivó su propio jardín; y todo aquello que podía germinar germinó,
    pero lo cultivado vive y se mantiene vivo gracias a la sensación de contacto con otros
    mundos misteriosos; si se debilita o se destruye en ti esa sensación, también muere lo
    que hay cultivado en ti. Y te volverás indiferente a la vida y acabarás odiándola. Así lo
    veo yo.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 20 Oct 2024, 09:12

    ***

    h) ¿Se puede ser juez de nuestros semejantes? Sobre la fe hasta el último momento
    Sobre todo recuerda que no puedes ser juez de nadie. Pues no puede haber sobre
    la tierra un juez para los criminales antes de que este mismo juez se reconozca tan
    criminal como el que tiene delante de él y admita que, antes que nadie, es culpable
    por el crimen del que tiene delante. Cuando comprenda esto, entonces será capaz de
    convertirse en juez. Por muy disparatada que parezca, ésta es la verdad. Pues si yo
    hubiera sido justo, tal vez no tendría delante de mí a un criminal. Si eres capaz de
    asumir el crimen del criminal que tienes delante y al que juzgas en tu corazón,
    entonces asúmelo inmediatamente y sufre por él, pero a él déjalo marchar sin hacerle
    ningún reproche. Y, si la propia ley te coloca de juez, procede también con este
    espíritu cuanto te sea posible: él se irá libre y se condenará a sí mismo con más
    severidad de lo que harías tú. Si se aleja insensible ante tu bendición, riéndose de ti,
    no caigas en la tentación: significa que aún no le ha llegado la hora, pero le llegará a
    su debido tiempo. Y, si no le llega, da lo mismo: si no es él, será otro quien lo
    comprenda por él, y sufrirá y se condenará y se culpará y la verdad quedará afirmada.
    Créelo, créelo sin dudar, pues aquí es donde yace toda la esperanza y toda la fe de los
    santos.
    Trabaja infatigablemente. Si de noche, al entregarte al sueño, recuerdas: «No he
    cumplido con lo que debía», levántate de inmediato y cúmplelo. Si a tu alrededor hay
    gente malvada e insensible que no quiere escucharte, póstrate ante ellos y pídeles
    perdón, pues en verdad tú eres el culpable de que no quieran escucharte. Y, si ya no
    puedes hablar con los que están enfurecidos, sé su servidor en silencio, humillándote
    sin perder nunca la esperanza. Si aun así todos te abandonan y te expulsan por la
    fuerza, cuando te quedes solo cae sobre la tierra y bésala, humedécela con tus
    lágrimas y la tierra te ofrecerá el fruto de tus lágrimas, aunque nadie te vea ni te oiga
    en tu soledad. Ten fe hasta el final, aunque todos en la tierra se hayan descarriado y
    solo tú sigas siendo fiel: haz una ofrenda y alaba a Dios, tú, el único que has quedado.
    Y, si os encontráis dos iguales, entonces seréis todo un mundo, un mundo de amor
    activo: abrazaos enternecidos y alabad al Señor, pues, aunque seáis dos, su verdad se
    ha cumplido.
    Si tú pecas y te vas a sentir mortalmente afligido por tus pecados o por un pecado
    repentino, regocíjate por otro, regocíjate por el justo, regocíjate porque, si tú has
    pecado, él sigue siendo justo y no ha pecado.

    Pero, si la maldad de los hombres te subleva con indignación e insuperable pesar,
    hasta el punto de desear vengarte de los malvados, teme ese sentimiento más que
    ninguna otra cosa; búscate de inmediato un tormento, como si fueras tú el culpable de
    esa maldad de los hombres. Carga sobre ti ese tormento y sopórtalo; así se apaciguará
    tu corazón y comprenderás que eres tú el culpable pues, siendo el único sin pecado,
    podrías haber iluminado a los malvados, pero no lo hiciste. Si los hubieras iluminado,
    tu luz habría alumbrado el camino a los otros, y el que cometió una maldad quizá no la
    habría cometido bajo tu luz. Y, aun en el caso de que los ilumines pero veas que la
    gente no se salva ni siquiera bajo tu luz, tú mantente firme y no dudes de la fuerza del
    reino de los cielos. Ten fe en que, si ahora no se han salvado, se salvarán después. Y, si
    no se salvan después, se salvarán sus hijos, pues tu luz no morirá aunque tú ya hayas
    muerto. El hombre justo parte, pero su luz permanece. Los hombres siempre se salvan
    después de la muerte de su salvador. El género humano no acepta a sus profetas y los
    maltrata, pero la gente quiere a sus mártires y honra a quienes han sido martirizados.
    Trabajas para lo universal, construyes el porvenir. Nunca busques recompensa, pues ya
    sin ella es grande tu recompensa en esta tierra: la felicidad espiritual que solo el justo
    halla. No temas ni a los nobles ni a los fuertes, pero sé siempre sabio y hermoso. Has
    de conocer los límites, has de conocer los plazos, apréndelo. Cuando te quedes solo,
    ora. Ama el acto de hincarte de rodillas en la tierra y cubrirla de besos. Besa la tierra
    incansablemente, ámala insaciablemente, ama a todos, a todo, busca el éxtasis y la
    exaltación. Humedece la tierra con las lágrimas de tu alegría y ama esas lágrimas. No
    te avergüences de tu exaltación, apréciala, pues es un gran don de Dios, y no se les
    entrega a todos, únicamente a los elegidos.









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    Mensaje por Maria Lua Dom 20 Oct 2024, 09:13

    ***

    i) Sobre el infierno y el fuego del infierno: un razonamiento místico


    Padres y maestros, yo me pregunto: «¿Qué es el infierno?». Y razono así: «El
    sufrimiento por no poder volver a amar». Una sola vez, en una existencia infinita e
    inconmensurable tanto en el tiempo como en el espacio, al aparecer en la tierra le fue
    dada a una criatura espiritual la capacidad de decirse a sí mismo: «Yo soy, yo amo».
    Una vez, solo una vez, le fue dado un instante de amor activo, vivo, y para eso le fue
    dada la vida terrenal y, con ella, los tiempos y los plazos, y ocurrió que esta feliz
    criatura rechazó este valioso don, no lo apreció, no lo amó, lo miró con desdén y se
    volvió insensible. Y esta criatura, al abandonar este mundo, puede ver el seno de
    Abraham y hablar con Abraham, tal como se nos muestra en la parábola del rico y el
    pobre Lázaro, y contempla el paraíso y puede ascender hacia el Señor, y su tormento
    consiste, precisamente, en acercarse al Señor sin haber amado, junto con aquellos que
    lo amaron y cuyo amor él despreció. Pues ve con claridad y él mismo se dice: «Ahora
    ya tengo conocimiento y, aunque haya deseado amar, ya no habrá sacrificio en mi
    amor, no habrá tampoco ofrenda, pues ha terminado mi vida terrenal y no vendrá
    Abraham con una sola gota de agua viva (es decir, con el don renovado de una vida
    terrenal como la anterior, activa) para refrescar la llama de la sed de amor espiritual en
    que ahora ardo, habiéndola rechazado en la tierra. ¡Ya no hay vida y no habrá más
    tiempo! Aunque daría alegre mi vida por otros, ya no es posible, pues esa vida (la que
    podía entregarse como ofrenda de amor) ha pasado y ahora hay un abismo entre esa
    vida y esta existencia». Hablan de las llamas materiales del infierno: no quiero entrar en
    ese misterio y me asusta, pero creo que, si hubiera llamas materiales, realmente me
    alegraría, pues imagino que en el tormento material podría uno olvidarse por un
    instante del sufrimiento espiritual, mucho más terrible. Y no es posible apartarse de
    este sufrimiento espiritual, pues no es un tormento externo, sino interno. Y, aunque
    fuera posible apartarse, creo que entonces su infelicidad sería aún más amarga.
    Aunque los justos del paraíso lo perdonaran, al contemplar su tormento, y en su amor
    infinito lo llamaran a su lado, eso no haría más que aumentar su tormento, puesto que
    se avivaría con más fuerza la llama de la sed de amor recíproco, activo y agradecido,
    que ya no es posible. No obstante, en la inseguridad de mi corazón, pienso que la
    conciencia de esta imposibilidad le serviría al fin de alivio, pues al aceptar el amor de
    los justos sin posibilidad de retribuírselo, en esta sumisión y en este acto de humildad
    encontrará al fin cierta imagen de ese amor activo que despreció en la tierra, y una
    acción hasta cierto punto semejante… Hermanos y amigos, siento no saber expresarlo
    con claridad. Pero ¡ay de quien se destruya a sí mismo en la tierra!, ¡ay de los suicidas!
    Creo que no puede haber nadie más infeliz que ellos. Es un pecado, nos dicen, rogar a
    Dios por ellos, y aparentemente la Iglesia reniega de ellos, pero en lo profundo de mi
    alma creo que se puede rezar por ellos también. Cristo no va a enojarse por un acto de
    amor. Os confieso, padres y maestros, que toda la vida he rezado interiormente por
    ellos, y aún lo sigo haciendo




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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:20

    ***

    Oh, los hay que llegan al infierno orgullosos e iracundos, a pesar de poseer ya un
    conocimiento indudable y de su contemplación de la verdad irrefutable; hay gente
    terrible que está en completa comunión con Satanás y con su espíritu arrogante. Para
    éstos el infierno es algo voluntario y que nunca los sacia, éstos sufren de buena gana.
    Pues ellos solos se maldijeron al maldecir a Dios y la vida. Se alimentan de su orgullo
    rabioso, como si un hambriento en el desierto se pusiera a chupar la sangre de su
    propio cuerpo. Pero son insaciables por los siglos de los siglos y rechazan el perdón,
    maldicen a Dios, que los llama. No pueden contemplar al Dios vivo sin odio y exigen
    que no haya un Dios de la vida, que Dios se destruya a sí mismo y toda su creación. Y
    eternamente arderán en el fuego de su ira, ansiarán la muerte y la nada. Pero no
    encontrarán la muerte.
    Aquí termina el manuscrito de Alekséi Fiódorovich Karamázov. Repito: es
    incompleto y fragmentario. Los datos biográficos, por ejemplo, abarcan únicamente la
    primera juventud del stárets. Sus enseñanzas y opiniones han sido reunidas como si
    formaran un todo, aunque es evidente que se expusieron en diferentes épocas y con
    distintos motivos. Lo que expresó personalmente el stárets en sus últimas horas de
    vida no se ha precisado con toda claridad, y solo se da una idea del ánimo y del
    carácter de esa conversación, poniéndolo en relación con lo que Alekséi Fiódorovich
    recoge en su manuscrito de enseñanzas anteriores. La muerte del stárets se produjo de
    hecho de forma totalmente inesperada. Pues, aunque todos los congregados esa
    última tarde habían comprendido sin duda que su muerte estaba cercana, no podían
    imaginarse que llegaría tan de repente. Al contrario, sus amigos, como ya he señalado
    antes, viéndolo tan animado y locuaz aquella noche, llegaron a creer que su salud
    había mejorado considerablemente, aunque solo fuera por un tiempo breve. Incluso
    cinco minutos antes de su muerte, como contaron después sorprendidos, no se podía
    prever nada. De repente el stárets sintió un dolor fortísimo en el pecho, se puso pálido
    y apretó con fuerza la mano contra su corazón. Todos se levantaron y se acercaron
    rápidamente, pero él, aunque estaba sufriendo, mirándolos con una sonrisa, se dejó
    caer al suelo y se puso de rodillas, después agachó la cabeza, extendió los brazos y, en
    un éxtasis feliz, besando la tierra y orando (tal como enseñaba), serena y alegremente
    entregó su alma a Dios. La noticia de su muerte se extendió rápidamente por el
    asceterio y llegó al monasterio. Los allegados del recién fallecido y aquellos a los que
    correspondía por su rango empezaron a preparar el cuerpo siguiendo un antiguo rito,
    mientras todos los monjes se reunían en la iglesia mayor. Y antes del amanecer, según
    los rumores que circularon después, la nueva del fallecimiento llegó a la ciudad. Por la
    mañana prácticamente toda la ciudad hablaba del suceso y muchos ciudadanos
    corrieron al monasterio. Pero de esto hablaremos en el siguiente libro: por ahora solo
    adelantaremos que no había transcurrido ni un día cuando sucedió algo inesperado y,
    según las impresiones suscitadas en el monasterio y en la ciudad, hasta tal punto
    extraño, inquietante y confuso que todavía hoy, después de tantos años, nuestra
    ciudad guarda un vivo recuerdo de aquel día que tan inquietante fue para muchos




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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:21

    ***

    TERCERA PARTE


    LIBRO SÉPTIMO


    ALIOSHA



    I. Un tufo pestilente



    El cuerpo del padre Zosima, hieromonje y asceta, fue preparado para la inhumación de
    acuerdo con su rango. Como es sabido, los restos mortales de monjes y ascetas no se
    lavan. «Cuando alguno de los monjes es llamado por el Señor —se dice en el Gran
    Breviario—, el hermano encargado (es decir, aquel que ha sido designado a tal efecto)
    le frota el cuerpo con agua tibia, trazando previamente el signo de la cruz con una
    esponja (una esponja griega) sobre la frente del difunto, en el pecho, en las manos, en
    los pies y en las rodillas, y nada más.» Fue el padre Paísi quien hizo todo esto con el
    difunto. Después del frotado, lo vistió con el hábito monástico y lo envolvió con el
    manto; para ello, según lo prescrito, le hizo algunos cortes, envolviéndolo en forma de
    cruz. Le puso en la cabeza una capucha con una cruz de ocho puntas. Dejaron la
    capucha abierta, pero cubrieron la faz del difunto con un aer negro. En las manos le
    colocaron un icono del Salvador. Así dispuesto, lo depositaron al amanecer en el ataúd
    (preparado desde hacía mucho tiempo). Tenían intención de dejar el ataúd todo el día
    en la celda, en el cuarto grande de la entrada, donde el stárets solía recibir a los
    hermanos y a los seglares. Como el difunto era un hieromonje de la máxima dignidad,
    los hieromonjes y los hierodiáconos no debían leer ante él el Salterio, sino el
    Evangelio. Empezó la lectura, justo después del oficio de difuntos, el padre Iósif; en
    cuanto al padre Paísi, que deseaba leer luego todo el día y toda la noche, estaba por
    el momento muy ocupado e inquieto, al igual que el superior del asceterio, ya que de
    pronto —lo mismo entre los miembros de la comunidad que entre la multitud de
    visitantes seglares, llegados de la hospedería del propio monasterio y de la ciudad—
    había empezado a cundir, aumentando a medida que pasaban las horas, una agitación
    insólita y hasta «indecorosa» y una expectativa ansiosa. Tanto el superior del asceterio
    como el padre Paísi se esforzaban por tranquilizar, en la medida de lo posible, a
    quienes daban muestras de tan extrema excitación. Cuando ya había amanecido,
    empezaron a llegar de la ciudad algunas personas que traían consigo a sus enfermos,
    sobre todo niños: se diría que habían estado esperando expresamente ese momento,
    contando, al parecer, con la inmediata fuerza curativa que, de acuerdo con su fe, no
    podía tardar en manifestarse. Solo entonces nos dimos cuenta todos de hasta qué
    punto nos habíamos acostumbrado a considerar al difunto stárets, aún en vida, un
    santo grandioso e incuestionable. Entre quienes iban llegando no había solo gente del
    pueblo llano, ni mucho menos. Aquella enorme expectación de los fieles, que se
    manifestaba con tanta premura y de forma tan evidente, acompañada incluso de
    impaciencia y poco menos que de intransigencia, le parecía al padre Paísi un
    escándalo indudable; aunque lo presentía desde hacía mucho, la realidad había
    desbordado sus previsiones. Al encontrarse con algunos de los monjes emocionados,
    empezó a reprenderles: «Semejante expectativa de que algo grandioso haya de ocurrir
    de inmediato —les dijo— es una frivolidad, propia únicamente de seglares, pero
    inadecuada entre nosotros»








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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:22

    ***

    Sin embargo, apenas le hacían caso, algo que observaba
    con inquietud el padre Paísi, a pesar de que él mismo (si queremos recordarlo todo de
    manera fidedigna), aunque le irritasen aquellas muestras de impaciencia excesiva y las
    considerase frívolas y vanas, en secreto, para sus adentros, en lo más hondo de su
    alma, esperaba casi lo mismo que quienes estaban tan alterados, algo que no podía
    dejar de reconocer. De todos modos, le desagradaban especialmente ciertos
    encuentros que despertaban en él, debido a una suerte de presentimiento, grandes
    dudas. Entre la multitud que abarrotaba la celda del difunto, observó con repugnancia
    espiritual (algo que se reprochó al instante) la presencia, por ejemplo, de Rakitin, o de
    aquel huésped venido de lejos, el monje de Obdorsk, que aún estaba en el
    monasterio, y a ambos el padre Paísi los consideró de inmediato sospechosos, aunque
    no eran los únicos que despertaban en él esa clase de recelo. El monje de Obdorsk era
    el que parecía más inquieto de toda aquella gente agitada; podía uno verlo por todas
    partes: no había sitio donde no preguntara, donde no escuchara con atención, donde
    no hiciera comentarios en voz baja, con un aire particularmente misterioso. La
    expresión de su rostro era de una impaciencia extraordinaria, y parecía casi irritado al
    ver que no ocurría lo que se esperaba desde hacía tanto tiempo. Por lo que respecta a
    Rakitin, según se sabría más tarde, se había presentado tan temprano en el asceterio
    por encargo expreso de la señora Jojlakova. Esta mujer, tan bondadosa como falta de
    carácter, que no podía ser admitida personalmente en el asceterio, en cuanto se
    despertó y se enteró de lo ocurrido, sintió de pronto una curiosidad tan viva que envió
    de inmediato de su parte a Rakitin, con el cometido de observarlo todo y darle noticia
    puntual por escrito, aproximadamente cada media hora, de todo lo que ocurriera. A
    Rakitin lo tenía por un joven extremadamente devoto y piadoso: hasta tal punto
    llegaba la habilidad del joven para complacer a todo el mundo y presentarse en
    consonancia con los deseos de cada cual, siempre y cuando viera en ello algún
    beneficio, por pequeño que fuera, para sí mismo. El día era claro y luminoso, y entre
    los peregrinos llegados al monasterio muchos se apiñaban junto a las tumbas del
    asceterio, en gran parte situadas alrededor del templo, aunque también había otras
    diseminadas por todo el eremitorio. Mientras recorría el recinto, el padre Paísi se
    acordó de pronto de Aliosha, y cayó en la cuenta de que llevaba tiempo sin saber de
    él, casi desde la noche. Nada más acordarse de él, lo vio: se encontraba en el rincón
    más alejado del asceterio, junto a la valla, sentado sobre la lápida de un monje muerto
    hacía mucho y que se había hecho famoso por sus proezas. Estaba sentado de
    espaldas al asceterio, vuelto hacia la valla, como escondido detrás del sepulcro. Al
    acercarse, el padre Paísi vio que se había cubierto el rostro con las manos y lloraba
    amargamente, aunque en silencio, temblando con cada sollozo. El padre Paísi
    permaneció un momento a su lado.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:23

    ***

    —Basta, hijo querido; basta, amigo —dijo al fin, con emoción—. ¿Qué te ocurre?
    Alégrate, y no llores. ¿O acaso no sabes que éste es el más grandioso de sus días? ¡No
    tienes más que recordar dónde está ahora, en este preciso momento! —Aliosha
    levantó la vista, mostrando su rostro hinchado por el llanto, como el de un niño
    pequeño, pero acto seguido, sin decir una palabra, se volvió y de nuevo se lo cubrió
    con ambas manos—. Aunque es muy posible que así tenga que ser —dijo el padre
    Paísi, pensativo—; llora, pues; Cristo te ha enviado esas lágrimas… Tus tiernas lágrimas
    no son sino un descanso para el espíritu —añadió para sí mientras se alejaba de
    Aliosha, pensando en él con cariño. Se retiró, además, lo antes posible, porque
    presentía que también él, si seguía mirándolo, iba a romper a llorar.
    El tiempo, entretanto, iba pasando, los oficios y las exequias se sucedían en el
    monasterio en el debido orden. Una vez más, el padre Paísi sustituyó al padre Iósif
    junto al féretro y lo sucedió en la lectura del Evangelio. Pero no habían dado aún las
    tres de la tarde cuando se produjo algo a lo que ya he aludido al final del libro
    anterior, algo que nadie se podía esperar y que contradecía de tal modo las
    esperanzas de todos que, repito, el relato prolijo y minucioso de aquel suceso aún se
    recuerda hoy en día con extraordinaria viveza en nuestra ciudad y en sus alrededores.
    Añadiré aquí algo más, a título personal: a mí casi me repugna evocar aquel suceso tan
    frívolo como llamativo, en esencia baladí y natural, y lo habría omitido en mi relato sin
    ningún género de dudas de no haber ejercido una influencia poderosísima y
    determinante en el alma y en el corazón del héroe principal, aunque futuro, de mi
    historia, en Aliosha, originando en él una suerte de ruptura y de cataclismo que
    sacudió su entendimiento, si bien también lo reafirmó definitivamente, para toda la
    vida, orientándolo hacia un fin muy preciso.
    Así pues, contaré lo ocurrido. Cuando, antes de que amaneciera, colocaron el
    cuerpo del stárets en el ataúd, preparado para la inhumación, y lo trasladaron al cuarto
    delantero, donde solía recibir a los visitantes, entre quienes se encontraban junto al
    féretro se oyó una pregunta: «¿No convendría abrir las ventanas de la estancia?». Pero
    esta pregunta, que alguien había formulado incidentalmente, sin darle mayor
    importancia, quedó sin respuesta y pasó casi inadvertida; a lo sumo repararon en ella,
    y solo en su fuero interno, algunos de los presentes, y lo único que pensaron fue que
    esperar la descomposición y la emanación de efluvios pestilentes del cuerpo de
    semejante difunto era un puro disparate, digno de lástima (cuando no de mofa),
    debido a la poca fe y a la ligereza de quien hubiera formulado dicha pregunta. Y es
    que lo que se esperaba era, justamente, todo lo contrario. Pero he aquí que muy poco
    después del mediodía empezó a ocurrir algo que al principio fue notado en silencio
    por quienes entraban y salían, pues resultaba evidente que no se atrevían a comunicar
    a nadie lo que estaban barruntando; con todo, a las tres de la tarde era ya tan
    manifiesto e incuestionable que la noticia recorrió en un abrir y cerrar de ojos todo el
    asceterio, difundiéndose entre los peregrinos que allí se habían congregado, para
    extenderse de inmediato al monasterio, dejando perplejos a todos los miembros de la
    comunidad; por fin, en muy breve plazo, llegó también a la ciudad, donde conmovió a
    todo el mundo, lo mismo a creyentes que a incrédulos. Los incrédulos se alegraron; en
    cuanto a los creyentes, hubo quienes se alegraron incluso más que aquéllos, pues «el
    hombre se deleita con la caída del justo y con su oprobio», como había dicho el
    difunto stárets en uno de sus sermones.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:24

    ***

    s. El caso es que, poco a poco, había empezado
    a surgir del ataúd un tufo pestilente que cada vez era más evidente, y hacia las tres de
    la tarde resultaba ya muy intenso y no hacía más que agudizarse. Hacía mucho tiempo,
    tanto que no era posible recordar nada semejante en toda su historia anterior, que no
    se producía en nuestro monasterio tamaño escándalo, tan burdamente
    desencadenado, imposible en cualquier otra circunstancia, como el que estalló entre
    los propios monjes a raíz de este suceso. Más tarde, y durante muchos años, algunos
    de los hermanos más sensatos, al rememorar aquel día con todo detalle, se
    sorprendían y se espantaban de que el escándalo hubiera podido cobrar tal magnitud.
    Pues ya anteriormente habían fallecido monjes de vida ejemplar, cuyas virtudes habían
    sido evidentes para todos, startsy temerosos de Dios, y de sus humildes ataúdes
    también se había desprendido un olor a putrefacción, como sucede, de forma natural,
    con todos los fallecidos, pero eso no había sido motivo de escándalo ni había
    despertado siquiera la menor inquietud. Por supuesto, también había habido en otros
    tiempos entre nosotros, y su memoria aún se conservaba viva en el monasterio, monjes
    cuyos restos, según la tradición, no habían dado muestras de corrupción, algo que
    influía en la comunidad de un modo conmovedor y misterioso, y que se recordaba
    como un hecho milagroso, digno de admiración, y como una promesa de mayor gloria
    futura, asociada a las sepulturas, si es que ese tiempo, por voluntad divina, llegaba
    alguna vez. Se guardaba un recuerdo especial del stárets Iov, que había vivido hasta
    los ciento cinco años; fue un célebre asceta, un gran ayunador y observador del voto
    de silencio, fallecido hacía ya mucho, en la segunda década del presente siglo, y su
    tumba se enseñaba con extraordinaria veneración a cuantos peregrinos visitaban el
    monasterio por primera vez, aludiendo misteriosamente, en tales ocasiones, a ciertas
    grandes esperanzas. (Se trataba, precisamente, de la tumba junto a la que el padre
    Paísi había encontrado aquella mañana a Aliosha.) Además de este stárets fallecido
    hacía tiempo, también se preservaba vivo el recuerdo del stárets Varsonofi, otro
    venerable hieromonje y asceta que había muerto en fecha relativamente reciente:
    había sido él quien había precedido al padre Zosima en el stárchestvo y, mientras
    había vivido, todos los peregrinos llegados al monasterio lo tenían abiertamente por
    un yuródivy. Aseguraba la tradición que ambos habían yacido en su féretro como si
    aún estuvieran vivos, y habían sido enterrados perfectamente incorruptos, y que
    incluso sus rostros resplandecían en el ataúd. Hasta había quienes recordaban
    insistentemente que una fragancia inconfundible se desprendía de sus cuerpos. Pero, a
    pesar de tan poderosos recuerdos, resultaba difícil encontrar la causa inmediata de
    que, junto al ataúd del stárets Zosima, se hubiera podido producir un fenómeno tan
    frívolo, absurdo y pernicioso. Por mi parte, supongo que muy diversas causas vinieron
    a sumarse, influyendo en el mismo sentido. Entre otras, por ejemplo, se contaba la
    inveterada hostilidad al stárchestvo, visto como una novedad perniciosa, que había
    echado hondas raíces en la mentalidad de numerosos monjes del monasterio. Pero,
    por encima de todo, estaba la envidia a la santidad del difunto, una envidia que había
    sido tan profunda cuando éste aún vivía que casi estaba prohibido cuestionarla.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:25

    ***

    Pues,
    si bien el stárets se había ganado el afecto de mucha gente, no tanto con milagros
    cuanto con amor, y se había formado a su alrededor como un mundo completo de
    personas que lo amaban, lo cierto es que, por eso mismo, le habían salido envidiosos
    y, a continuación, encarnizados enemigos, unos declarados y otros secretos, no solo
    entre los hermanos del monasterio, sino también entre los laicos. No había hecho mal
    a nadie, pero se oían cosas como ésta: «¿Por qué lo consideran tan santo?». Y esta sola
    pregunta, repetida una y otra vez, acabó originando un verdadero abismo del más
    insaciable rencor. Por eso pienso yo que fueron muchos los que, al tener noticia de los
    pestilentes efluvios de su cuerpo, y para colmo tan prematuros —pues no había
    transcurrido ni un día desde su muerte—, se regocijaron sin mesura; asimismo, entre
    quienes habían sido devotos seguidores del stárets hasta aquel momento enseguida
    hubo algunos que se sintieron poco menos que ofendidos y heridos personalmente
    por este suceso. Ésta fue la secuencia de los acontecimientos.
    En cuanto empezó a manifestarse la descomposición, solo por el aspecto de los
    monjes que entraban en la celda del difunto ya podía adivinarse a qué acudían.
    Entraba uno, se quedaba allí brevemente y salía para confirmar cuanto antes la noticia
    al grupo que estaba esperando. Algunos de los que aguardaban movían tristemente la
    cabeza, pero otros ni siquiera intentaban disimular su alegría, que resplandecía bien a
    las claras en sus maliciosas miradas. Y nadie se lo reprochaba, nadie alzaba su voz en
    defensa del difunto, lo cual resultaba asombroso, pues, a pesar de todo, los devotos
    del stárets eran mayoría en el monasterio; pero, al parecer, el propio Señor permitía
    que, en esta ocasión, la minoría se impusiera temporalmente. No tardaron en
    presentarse en la celda también fisgones laicos, sobre todo personas de cierta cultura.
    En cambio, apenas entraba gente humilde, a pesar de que formaba una gran multitud
    junto al portón del asceterio. No hay duda de que fue precisamente a partir de las tres
    de la tarde cuando la afluencia de visitantes laicos se incrementó de forma
    considerable, a raíz, justamente, de la escandalosa noticia. Individuos a los que
    seguramente ni se les habría pasado por la cabeza la idea de ir al monasterio un día
    como aquél ahora habían decidido acudir a propósito; entre éstos había algunas
    personalidades de alto rango. De todos modos, aún no se había atentado
    abiertamente contra el decoro, y el padre Paísi seguía leyendo el Evangelio firme y
    claramente, con rostro severo, en voz alta, como si no reparara en lo que estaba
    sucediendo, aunque ya hacía rato que había observado algo insólito. He aquí, no
    obstante, que algunas voces empezaron a llegar a sus oídos, muy débiles al principio,
    pero cada vez más rotundas y decididas. «¡Sin duda, no es igual el juicio de Dios que
    el juicio de los hombres!», oyó decir de pronto el padre Paísi.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:26

    ***

    El primero que
    pronunció estas palabras fue un seglar, un funcionario de la ciudad, hombre ya entrado
    en años y, por lo que de él se sabía, muy piadoso; no obstante, al expresarse así en
    voz alta se limitó a repetir algo que ya llevaban un buen rato diciéndose al oído los
    monjes. Éstos habían formulado hacía ya tiempo esa idea desesperanzada, y lo peor
    de todo era que con cada minuto que pasaba la frase se decía en un tono más
    solemne. Muy pronto, sin embargo, la gente empezó a faltar al decoro, e incluso
    parecía que todo el mundo se sintiera con cierto derecho a actuar así. «Y ¿cómo ha
    podido ocurrir esto? —decían algunos monjes, al principio como lamentándose—. Su
    cuerpo era menudo, seco, estaba en los huesos: ¿de dónde puede provenir este
    hedor?» «Eso es que Dios ha querido, deliberadamente, darnos esta señal», se
    apresuraban a asegurar otros, y sus opiniones se aceptaban sin discusión, de manera
    inmediata, y a lo dicho se añadía que, de haberse tratado de efluvios naturales, como
    ocurre con el cuerpo de cualquier pecador, el proceso habría comenzado más tarde,
    sin una celeridad tan palmaria, no antes de que hubiera transcurrido un día completo;
    éste, por el contrario, «se había adelantado a la naturaleza»; por tanto, todo era cosa
    de Dios y de su voluntad. Era una señal. Este juicio tan contundente resultaba
    irrefutable. El manso padre hieromonje Iósif, el bibliotecario, predilecto del difunto,
    empezó a objetar a algunos de los murmuradores, diciendo que «no en todas partes
    es así» y que no es ningún dogma de la ortodoxia que los cuerpos de los justos no
    deban corromperse, sino una mera opinión, y que incluso en los países más ortodoxos,
    en el monte Athos, por ejemplo, no les causa tanto desasosiego el hedor de la
    descomposición, ni consideran que sea la incorruptibilidad corporal el principal signo
    para la glorificación de los elegidos, sino el color de sus huesos: cuando los cuerpos
    347
    llevan ya muchos años yaciendo en la tierra y prácticamente se han reducido a polvo,
    «si los huesos se han vuelto amarillos como la cera, eso es la señal esencial de que el
    Señor ha glorificado al virtuoso difunto; pero, si no se han vuelto amarillos, sino
    negros, eso quiere decir que no ha hecho el Señor digno de gloria al finado; así ocurre
    en el monte Athos, lugar eminente, donde desde los tiempos más antiguos se
    preserva la ortodoxia de forma incólume y en su más acendrada pureza», concluyó el
    padre Iósif. Pero las palabras del humilde padre no hicieron efecto, e incluso recibieron
    una respuesta irónica: «Se trata tan solo de novedades propias de eruditos; no vale la
    pena escucharlo», concluían algunos monjes.


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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:26

    ***
    . «Aquí seguimos la tradición; ni que
    fueran pocas las novedades que ahora se estilan: ¿o es que vamos a tener que
    imitarlas todas?», añadían otros. «Nosotros no tenemos menos santos padres que
    ellos. Allí padecen el dominio turco y lo han olvidado todo. Entre ellos, la ortodoxia se
    ha emborronado hace ya tiempo, y ni siquiera tienen campanas», apuntaban los más
    burlones. El padre Iósif se retiró con amargura, sobre todo porque él mismo había
    expresado su opinión con escasa firmeza, como si no acabara de creérsela. Intuía, lleno
    de perplejidad, que estaba gestándose algo digno de censura y que hasta el propio
    desacato levantaba la cabeza. Poco a poco, siguiendo el ejemplo del padre Iósif, todas
    las voces sensatas fueron enmudeciendo. Y ocurrió, en cierto modo, que cuantos
    habían amado al difunto stárets y habían aceptado la institución del stárchestvo con
    enternecedora obediencia de pronto se llenaron de temor y cuando se encontraban se
    limitaban a dirigirse una tímida mirada a la cara. Por el contrario, los detractores del
    stárchestvo, por considerarlo una novedad, levantaban con orgullo la cabeza. «Del
    difunto stárets Varsonofi no solo no se desprendió ningún hedor, sino que emanaba un
    dulce perfume —recordaron maliciosamente—; pero no se había hecho acreedor a esa
    gracia a través del stárchestvo, sino por haber sido un hombre justo.» Después de lo
    cual, al stárets recién fallecido empezaron a lloverle no solo las críticas, sino incluso las
    condenas: «Sus enseñanzas eran perniciosas; enseñaba que la vida es profundo gozo, y
    no humildad compungida», decían algunos de los más obtusos. «Su fe respondía a la
    moda actual: no aceptaba la existencia del fuego material en el infierno», apuntaban
    otros, de forma aún más cerril. «No era riguroso con el ayuno, se permitía los dulces,
    tomaba confitura de cerezas con el té, le encantaba, las damas se la enviaban. ¿Debe
    un asceta venerable tomar té?», se oía decir a algunos envidiosos. «Vivía instalado en
    el orgullo —recordaban con crueldad los más rencorosos—, se consideraba un santo,
    la gente caía de hinojos ante él, y él se lo tomaba como un deber.» «Abusaba del
    sacramento de la confesión», añadían, en un susurro malévolo, los más encarnizados
    enemigos del stárchestvo, algunos de los cuales se contaban incluso entre los más
    ancianos y más estrictamente piadosos de los monjes, genuinos adeptos de las
    prácticas del ayuno y del silencio, que no habían dicho nada en vida del difunto, pero
    que ahora, súbitamente, habían abierto la boca; y eso era algo terrible en sí mismo,
    pues sus palabras influían poderosamente en los monjes más jóvenes, aún indecisos.
    También escuchaba todo esto con gran atención el huésped de Obdorsk, el pequeño
    monje de San Silvestre, que suspiraba profundamente y movía la cabeza: «Sí, se ve que
    el padre Ferapont estaba ayer en lo cierto cuando lo criticaba», pensaba; justo en ese
    momento apareció el padre Ferapont, casi expresamente para agravar la conmoción

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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:27

    ***
    Ya he mencionado anteriormente que este anciano abandonaba en contadas
    ocasiones su celda de madera, en el colmenar; incluso estaba largas temporadas sin
    pisar la iglesia, algo que se le consentía porque pasaba por ser un yuródivy y, en
    consecuencia, no se sentía atado por la regla común. Pero, para decir toda la verdad,
    si se le consentían esas cosas era porque, en cierto modo, no quedaba más remedio.
    Porque habría sido una vergüenza empeñarse en someter a la regla común a un asceta
    como aquél, que se entregaba de ese modo al ayuno y al silencio, y que se pasaba los
    días y las noches orando (a veces llegaba a dormir de rodillas), si él mismo no quería
    someterse. «Es más santo que cualquiera de nosotros y hace cosas mucho más severas
    que las que impone la regla —habrían dicho los monjes, en tal caso—; si no frecuenta
    la iglesia, allá él; ya sabe cuándo tiene que ir, él sigue su propia regla.» Así pues, para
    evitar las previsibles quejas y escándalos, dejaban en paz al padre Ferapont. Todo el
    mundo sabía que el padre Ferapont no sentía el menor aprecio por el stárets Zosima; y
    he aquí que de pronto llegó a su celda la noticia de que no era igual «el juicio de Dios
    que el juicio de los hombres», y de que, incluso, «se había adelantado a la naturaleza».
    Es de suponer que uno de los primeros que corrió a darle la noticia fue el huésped de
    Obdorsk, que el día anterior lo había visitado y había salido horrorizado del encuentro.
    También he dicho que el padre Paísi, aunque no podía ver ni escuchar lo que ocurría
    fuera de la celda mientras leía con voz firme e inquebrantable junto al ataúd, en el
    fondo de su corazón adivinaba lo fundamental sin equivocarse, ya que conocía a fondo
    el ambiente del monasterio. Sin perder la entereza, esperaba sin temor cualquier cosa
    que aún pudiera suceder, anticipándose con su mirada penetrante al desenlace, que
    ya se dibujaba nítidamente en su cabeza, de toda aquella agitación. De pronto, un
    ruido inaudito en el vestíbulo, abiertamente contrario a todo decoro, le hirió el oído.
    La puerta se abrió de par en par, y el padre Ferapont apareció en el umbral. A su
    espalda, como podía advertirse y hasta verse con claridad desde la celda, se
    agolpaban cerca del porche una gran cantidad de monjes que habían llegado con él,
    así como algunos laicos. No obstante, los acompañantes no entraron, ni siquiera
    subieron al porche, sino que se quedaron esperando lo que pudiera hacer y decir a
    continuación, pues presentían —no sin cierto temor, a pesar de su mucha audacia—
    que no había venido en vano


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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:28

    ***
    Parado en el umbral, levantó los brazos, y por debajo de
    su mano diestra asomaron los ojillos vivos y curiosos del huésped de Obdorsk, el único
    integrante del grupo que no había podido contenerse y había subido corriendo la
    pequeña escalera detrás del padre Ferapont, espoleado por su infinita curiosidad. Los
    demás, en cambio, en cuanto la puerta se abrió con estrépito de par en par,
    retrocedieron aún más, súbitamente intimidados. Con los brazos en alto, el padre
    Ferapont exclamó de pronto:
    —¡Yo te conjuro! —Y, volviéndose sucesivamente hacia los cuatro costados,
    empezó a persignar las paredes y los cuatro rincones de la celda. Quienes lo
    acompañaban comprendieron enseguida el sentido de este acto del padre Ferapont,
    pues sabían que siempre hacía lo mismo, allá adonde fuera, y que jamás se sentaba ni
    decía una palabra sin haber exorcizado antes al maligno—. ¡Satanás, fuera de aquí!
    ¡Satanás, fuera de aquí! —repetía cada vez que hacía la señal de la cruz—. ¡Yo te
    conjuro! —volvió a exclamar.
    Vestía su tosco hábito, ceñido con una cuerda. Por debajo de la camisa de cáñamo
    se le veía el pecho desnudo, todo cubierto de vello gris. Iba completamente descalzo.
    En cuanto empezó a hacer aspavientos, vibraron y tintinearon las recias cadenas de
    asceta que llevaba bajo el hábito. El padre Paísi interrumpió la lectura, dio unos pasos
    al frente y se detuvo ante él, expectante.
    —¿A qué has venido, venerable padre? ¿Por qué alteras así el orden? ¿Por qué
    inquietas al manso rebaño? —dijo al fin, mirándolo con severidad.
    —¿A qué he venido? ¿Eso me preguntas? ¿Qué crees tú? —dijo el padre Ferapont,
    clamando como un yuródivy—. Heme aquí, resuelto a expulsar a vuestros huéspedes,
    malditos diablos. Deseo comprobar si habéis acogido a muchos en mi ausencia.
    Quiero barrerlos con una escoba de abedul.
    —Expulsas al impuro, pero es posible que tú mismo estés a su servicio —prosiguió
    impávido el padre Paísi—. ¿Quién puede decir de sí mismo: «Soy un santo»? ¿Puedes
    tú, padre?
    —Soy impuro, y no santo. ¡No me sentaré en un trono ni me exaltaré para ser
    adorado como un ídolo! —bramó el padre Ferapont—. Hoy los hombres echan a
    perder la santa fe. El difunto, ese santo vuestro —se volvió hacia la muchedumbre,
    señalando el ataúd con el dedo—, negaba a los diablos. Daba purgantes contra ellos.
    Por eso han proliferado tanto entre vosotros, como las arañas en los rincones. Pero hoy
    es él quien apesta. En ello tenemos que ver una señal grandiosa del Señor




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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:29

    ***

    Eso era lo que había ocurrido una vez, de hecho, en vida del padre Zosima. Uno de
    los monjes había empezado a soñar con el maligno, y éste acabó apareciéndosele
    también durante la vigilia. Cuando, muerto de miedo, se lo confesó al stárets, éste le
    aconsejó que rezara incesantemente y que intensificara el ayuno. Pero, cuando
    también eso dejó de surtir efecto, le recomendó que, sin abandonar el ayuno y la
    oración, tomara alguna medicina. Muchos entonces se escandalizaron y empezaron a
    murmurar, moviendo la cabeza; el primero de todos, el padre Ferapont, a quien
    algunos detractores del stárets no tardaron a comunicarle la noticia de aquella
    «insólita» decisión del stárets en aquel caso particular.
    —¡Aléjate, padre! —dijo en tono imperioso el padre Paísi—. No son los hombres
    quienes juzgan, sino Dios. Es posible que estemos ante una «admonición», que ni tú ni
    yo ni nadie estamos en condiciones de comprender. ¡Aléjate, padre, y no soliviantes el
    rebaño! —repitió con firmeza.
    —No observaba los ayunos propios de su rango, ésa es la causa de esta
    admonición. ¡Está muy claro, y es pecado ocultarlo! —El fanático no se avenía a
    razones, excediéndose en su celo de un modo irracional—. Le encantaban los
    caramelos que le traían las señoras, escondidos en los bolsillos; se deleitaba con el té;
    ofrecía sacrificios al vientre, llenándolo de golosinas, mientras se llenaba la cabeza de
    pensamientos altivos… Por eso ha sufrido esta afrenta…
    —¡Qué vanas son tus palabras, padre! —También el padre Paísi levantó la voz—.
    Admiro tu ayuno y tu ascetismo, pero tus palabras son vanas, más propias de un joven
    mundano, tardo y veleidoso. Aléjate, padre, te lo ordeno —tronó el padre Paísi, para
    concluir.
    —¡Ya me voy! —contestó el padre Ferapont, que parecía algo turbado, aunque no
    abandonaba su ira—. ¡Vosotros sí que sois sabios! Con vuestra gran sabiduría os habéis
    elevado sobre mi insignificancia. Llegué a este lugar con escasa instrucción, y aquí lo
    poco que sabía lo olvidé: el Señor me ha preservado a mí, a este minúsculo ser, de
    vuestra sapiencia…
    El padre Paísi estaba parado ante él, esperando con resolución. El padre Ferapont
    calló un momento y de pronto, con semblante triste, se llevó la mano derecha a la
    mejilla y, mirando el féretro del difunto stárets, dijo en tono cantarín:
    —Mañana por la mañana entonarán Mi ayuda y mi amparo, un canon glorioso; en
    cambio, cuando yo estire la pata, solo me cantarán Qué terrenal dulzura, unos versitos
    de nada —dijo compungido y lacrimoso—. ¡Os habéis vuelto orgullosos y altivos! ¡Es
    éste un lugar desierto! —gritó de pronto, como enajenado y, con un aspaviento,
    rápidamente se dio la vuelta y bajó a toda prisa los peldaños del porche.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 21 Oct 2024, 09:30

    ***
    La multitud que aguardaba al pie del porche vaciló; algunos lo siguieron sin
    tardanza, pero otros se demoraron, porque la celda aún seguía abierta y el padre Paísi,
    que había salido al porche nada más marcharse el padre Ferapont, estaba allí
    observando. Pero el viejo furibundo aún no había dicho su última palabra: tras recorrer
    unos veinte pasos, se volvió de pronto hacia el sol poniente, levantó ambos brazos por
    encima de la cabeza y, como si alguien le hubiera segado las piernas, se desplomó con
    un grito ensordecedor:
    —¡Mi Señor ha triunfado! ¡Cristo ha triunfado sobre el sol poniente! —clamó con
    furia, alzando los brazos hacia el sol y, después de caer de bruces, empezó a sollozar
    como un crío, sacudido por el llanto y con los brazos extendidos sobre la tierra. En ese
    momento, todos se abalanzaron hacia él, se oyeron exclamaciones, más sollozos… Una
    especie de frenesí se había apoderado de todos.

    —¡He aquí al santo! ¡He aquí al justo! —se alzaron algunas voces, ya sin ningún
    reparo.
    —¡Éste merecería ser el stárets! —añadían otros, con rencor.
    —No querrá ser stárets… Seguro que lo rechaza… No va a ponerse al servicio de
    esa maldita innovación… No va a imitar sus tonterías —se sumaron de inmediato otras
    voces, y es difícil imaginar hasta dónde habría llegado aquello de no haber repicado
    en ese preciso momento la campana, llamando a los oficios.
    Todos empezaron a santiguarse. El padre Ferapont se puso de pie y,
    protegiéndose con la señal de la cruz, se dirigió a su celda sin volver la cabeza, sin
    dejar de proferir exclamaciones, perfectamente incoherentes ya. Algunos, no
    demasiados, siguieron sus pasos, pero la mayoría se fue dispersando, para llegar a
    tiempo a los oficios. El padre Paísi le encomendó al padre Iósif que siguiera con la
    lectura y bajó. Los gritos exaltados de los fanáticos no habían conseguido que vacilara,
    pero, de pronto, el corazón se le había entristecido, presa de una angustia por algo
    muy especial, y él se daba cuenta. Se detuvo y se preguntó: «¿A qué obedece esta
    tristeza que me lleva incluso al desaliento?»; y comprendió enseguida, con sorpresa,
    que esa tristeza repentina provenía, al parecer, de una causa muy concreta y muy
    particular: resulta que, en medio de la multitud que hacía un momento se había
    agolpado ante la puerta de la celda, había descubierto, entre otros individuos
    desasosegados, a Aliosha, y recordó que, al verlo, había sentido de inmediato como
    una punzada en el corazón. «¿Será posible que este joven signifique ahora tanto para
    mí?», se preguntó, súbitamente asombrado. Justo en ese momento, Aliosha pasó por
    su lado, como con prisa por ir a alguna parte, aunque no al templo. Sus miradas se
    cruzaron. Aliosha apartó rápidamente los ojos y miró al suelo; solo por el aspecto del
    joven el padre Paísi comprendió que en ese preciso instante estaba experimentando
    un cambio colosal

    —¿Tú también te has dejado tentar? —exclamó de pronto el padre Paísi—. ¡No me
    digas que tú también estás con los incrédulos! —añadió con amargura.
    Aliosha se detuvo y dirigió una vaga mirada al padre Paísi, pero enseguida volvió a
    apartar los ojos y a bajarlos al suelo. Estaba de lado, sin dar la cara a su interlocutor. El
    padre Paísi lo observaba con atención.
    —¿Adónde vas con tanta prisa? La campana llama a los oficios —preguntó de
    nuevo, pero Aliosha seguía sin dar una respuesta—. ¿No será que te vas del asceterio?
    ¿Sin pedir permiso, sin una bendición?
    De pronto Aliosha forzó una sonrisa y dirigió una mirada extraña, muy extraña, al
    padre que lo estaba interrogando, aquel a quien había sido confiado en el momento
    de su muerte por su antiguo guía, por el antiguo amo de su corazón y de su
    pensamiento, por su bienamado stárets; entonces, súbitamente, sin una respuesta,
    352
    hizo un gesto desdeñoso, como si no le importara en absoluto el respeto, se dirigió a
    buen paso al portón del asceterio y salió.
    —¡Ya volverás! —susurró el padre Paísi, siguiéndolo con la mirada, amargamente
    sorprendido.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 22 Oct 2024, 12:46

    ***
    II. La ocasión
    No se equivocaba el padre Paísi, ni mucho menos, pensando que su «querido
    muchacho» iba a volver, y es muy posible que penetrara (si no hasta el fondo, sí con
    notable perspicacia) en el auténtico sentido del estado anímico de Aliosha. De todos
    modos, reconozco sinceramente que ahora me costaría mucho transmitir con claridad
    el sentido preciso de aquel extraño y confuso momento de la vida del protagonista de
    mi relato, tan joven aún y a quien tengo tanto cariño. Al amargo reproche del padre
    Paísi, dirigido a Aliosha —«¡No me digas que tú también estás con los incrédulos!»—,
    podría contestar rotundamente en nombre de éste: «No, él no estaba con los
    incrédulos». Es más, ocurría todo lo contrario: su confusión obedecía, justamente, a su
    inmensa fe. Pero, de todos modos, esa confusión existió y fue tan dolorosa que incluso
    mucho más tarde, después de mucho tiempo, Aliosha seguiría considerando aquel
    triste día uno de los más aciagos y penosos de toda su vida. Si alguien me pregunta
    abiertamente: «¿Es posible que toda esa angustia y esa desazón surgieran solo porque
    el cuerpo de su stárets, en vez de producir curaciones de forma inmediata, sufrió, por
    el contrario, una descomposición prematura?», le responderé sin vacilar: «En efecto,
    así fue». Le pediría únicamente al lector que no se apresure a burlarse del puro
    corazón de mi joven. Por mi parte, no solo no tengo intención de pedir perdón por él
    ni de disculpar o justificar la ingenuidad de su fe en razón de su juventud, por ejemplo,
    o de sus escasos éxitos en los estudios que había cursado hasta entonces y etcétera,
    etcétera, sino que pienso hacer más bien lo contrario, y declaro firmemente que siento
    un sincero respeto por la naturaleza de su corazón. Sin duda alguna, otro joven, más
    cauteloso con sus impresiones íntimas, capaz ya de amar con calor, pero sin arrebatos,
    alguien cuyos pensamientos, aun siendo atinados, resultaran excesivamente racionales
    (y, por lo mismo, de escaso valor) para su edad; un joven así, digo, habría podido
    evitar lo que le ocurrió a mi joven; pero lo cierto es que en algunos casos es más
    honroso dejarse llevar por la pasión, aunque sea insensata, siempre que haya nacido
    de un gran amor, que resistirse a ella. Y más todavía en la juventud, pues un mozo
    demasiado razonable a todas horas no es muy de fiar, y es poco lo que vale: ¡así es
    como lo veo yo! «Pero —replicarán seguramente las personas sensatas— es imposible
    que todos los jóvenes compartan tales prejuicios, y su joven no es un ejemplo para
    nadie.» A lo cual, por mi parte, respondo: sí, mi joven creía, creía con una fe sagrada e
    inquebrantable, pero, con todo, no voy a pedir perdón por él.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 22 Oct 2024, 12:47

    ***

    quebrantable, pero, con todo, no voy a pedir perdón por él.
    Verán: aunque haya declarado más arriba (acaso con excesiva precipitación) que no
    pienso dar explicaciones ni pedir disculpas ni justificar a mi héroe, me doy cuenta de
    que, de todos modos, es necesario aclarar algunas cosas para la ulterior comprensión
    de la historia. Quiero decir lo siguiente: no era cuestión de milagros. Su impaciencia no
    obedecía a una frívola espera de milagros. Aliosha no los necesitaba entonces, de
    ninguna manera, para el triunfo de determinadas convicciones, ni para que cierta idea
    previa, preconcebida, se impusiese rápidamente sobre otra; oh, no, nada de eso, en
    aquel asunto, por encima de todo, en primer lugar, solo tenía presente a una persona
    y nada más que a una persona: su amado stárets, el justo a quien había respetado
    hasta la veneración. Lo que ocurría era que, tanto en aquellos momentos como a lo
    largo del año precedente, aquel amor «a todo y a todos» que yacía oculto en el joven
    y puro corazón de Aliosha se concentraba en ocasiones —quizá de una manera
    inadecuada—, al menos por lo que respecta a los más intensos arrebatos de su
    corazón, con preferencia en un único ser: en su amado stárets, ahora fallecido.
    Ciertamente, aquel ser había representado para él durante tanto tiempo el ideal
    indiscutible que todas sus fuerzas juveniles y todas sus aspiraciones no podían dejar de
    orientarse a aquel ideal, llegando a olvidarse por momentos «de todo y de todos».
    (Más tarde, él mismo recordaría cómo durante aquel penoso día se olvidó por
    completo de su hermano Dmitri, que tantos quebraderos de cabeza y disgustos le
    había dado la víspera; también se olvidó de llevarle al padre de Iliúshechka los
    doscientos rublos, algo que, con tanto entusiasmo, se había propuesto hacer el día
    anterior.) Pero, insisto, no eran milagros lo que necesitaba, sino tan solo la «justicia
    suprema», que, a su entender, había sido quebrantada, motivo por el cual su corazón
    había resultado herido de forma tan cruel e inesperada. ¿Qué más da que dicha
    «justicia», por el curso mismo de los acontecimientos, hubiese adquirido en las
    esperanzas de Aliosha la forma de milagros, unos milagros que brotarían sin tardanza
    de los restos de quien había sido su adorado guía? En el monasterio todos pensaban y
    esperaban lo mismo, incluso aquellos ante cuya inteligencia se inclinaba Aliosha,
    como, por ejemplo, el propio padre Paísi; de ahí que Aliosha, sin inquietarse con
    dudas de ninguna clase, revistiera sus sueños con los mismos ropajes que los demás.
    Además, tales sueños se habían ido asentando en su interior desde hacía mucho, y a lo
    largo de aquel año de estancia en el monasterio su corazón se había habituado a
    esperarlos.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 22 Oct 2024, 12:48

    ***
    Pero era de justicia de lo que tenía sed, ¡de justicia, no solo de milagros! ¡Y
    he aquí que aquel que debería, de acuerdo con sus esperanzas, haber sido exaltado
    por encima de todos los hombres de la tierra, en lugar de alcanzar la gloria que le
    correspondía, había sido derribado y deshonrado! ¿Por qué? ¿Quién lo había
    condenado? ¿Quién había podido juzgarlo? Esas preguntas atormentaron desde el
    primer momento su corazón, virginal e inexperto. No podía soportar, sin sentirse
    ofendido, sin experimentar una profunda rabia, que el más justo entre los justos
    hubiera sido sometido a la mofa insolente y rencorosa de una muchedumbre tan frívola
    y tan inferior a él. Podía no haber habido ningún milagro, podía no haberse producido
    ningún hecho milagroso, podía no haber ocurrido lo que se esperaba como algo
    inminente; pero ¿cómo explicarse aquella ignominia? ¿Por qué se había permitido
    aquella afrenta? ¿A qué se había debido aquella descomposición prematura, que «se
    había adelantado a la naturaleza», como decían los monjes airados? ¿Qué sentido
    tenía aquella «admonición», que éstos, junto con el padre Ferapont, sacaban ahora a
    relucir con tal solemnidad? Y ¿por qué se creían con derecho a actuar así? ¿Dónde
    estaban, pues, la providencia y el dedo de Dios? ¿Por qué que no lo había mostrado
    —a juicio de Aliosha— «en una ocasión como aquélla», como si Él mismo hubiera
    deseado someterse a las leyes de la naturaleza, ciegas, mudas e implacables?
    Por esa razón brotaba sangre del corazón de Aliosha y, naturalmente, como ya he
    dicho, lo primero para él era aquella persona a la que amaba más que nada en el
    mundo, ¡y esa persona había sido «cubierta de ignominia», había sido «difamada»!
    Admitamos que la queja de mi joven fuera ligera e insensata; en cualquier caso, y lo
    repito por tercera vez (y concedo de antemano que también es posible que proceda,
    al hacerlo, con cierta ligereza), me alegro de que mi joven no fuera demasiado
    razonable en un momento como ése: ya tendrá tiempo, si no es un necio, de mostrarse
    razonable; en cambio, si en un momento tan excepcional resulta que no hay amor en
    el corazón de un joven, ¿cuándo va a haberlo? De todos modos, no quiero omitir a
    este respecto un extraño fenómeno, aunque muy pasajero, que se produjo en la mente
    de Aliosha en aquel momento tan fatídico y desconcertante para él.
    Este nuevo algo
    que afloró para desaparecer al instante consistía en una huella angustiosa de la
    conversación que había tenido la víspera con su hermano Iván, conversación que en
    aquellos momentos Aliosha recordaba una y otra vez. Precisamente en aquellos
    momentos. Oh, no es que ninguna de sus creencias básicas, elementales, por así decir,
    se hubiera tambaleado en su alma. Amaba a su Dios y tenía en Él una fe
    inquebrantable, aunque, de pronto, hubiera murmurado contra Él. Pero, con todo,
    cierta impresión borrosa, aunque atormentada y maligna, de los recuerdos de la
    conversación del día anterior con su hermano Iván de pronto había vuelto a removerse
    en su alma e insistía, cada vez con más ahínco, en salir a la superficie.
    Caía la tarde cuando Rakitin, yendo del asceterio al monasterio a través del pinar,
    vio de pronto a Aliosha tendido al pie de un árbol, boca abajo e inmóvil, como si
    estuviera durmiendo. Se acercó y lo llamó



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    Mensaje por Maria Lua Mar 22 Oct 2024, 12:50

    ***


    —¿Qué haces tú aquí, Alekséi? ¿Es posible que…? —empezó a preguntar,
    sorprendido, pero dejó la frase a medias. Lo que había querido decir era: «¿Es posible
    que hayas llegado a esos extremos?». Aliosha no se dignó mirarlo, pero, por el
    movimiento que hizo, Rakitin comprendió que le oía y comprendía—. ¿Qué te pasa? —
    siguió diciendo, aún sorprendido, aunque en su rostro, cada vez más burlón, el
    asombro empezaba ya a ceder el paso a la sonrisa—. Escucha, llevo más de dos horas
    buscándote. De repente, se te había tragado la tierra. Pero ¿qué haces aquí? ¿Qué
    locura es ésta? Mírame, por lo menos…
    Aliosha levantó la cabeza, se sentó y apoyó la espalda en el árbol. No lloraba, pero
    su rostro reflejaba dolor y se apreciaba irritación en su mirada. De todos modos, no
    miraba a Rakitin, sino un punto impreciso, hacia un lado.
    —¿Sabes? —insistió Rakitin—. Te ha cambiado por completo la cara. No queda
    nada de tu famosa mansedumbre de antes. ¿No te habrás enfadado con alguien? ¿Te
    han ofendido?
    —¡Déjame en paz! —exclamó bruscamente Aliosha, que seguía sin mirar a Rakitin,
    haciendo a la vez un gesto de cansancio.
    —¡Vaya! ¡Conque ésas tenemos! Te has puesto a gritar, como el más común de los
    mortales. ¡El que pasaba por un ángel! Bueno, Aliosha, me has dejado de piedra,
    ¿sabes? Te lo digo con toda sinceridad. Hacía ya tiempo que aquí nada me sorprendía
    tanto. Y yo que te tenía por una persona educada… —Aliosha, finalmente, le dirigió la
    mirada, pero era una mirada un tanto distraída, como si no acabara de entender lo que
    le estaba diciendo—. Y ¿todo esto porque tu viejo apesta? ¿No creerías en serio que
    iba a ponerse a hacer milagros sin ton ni son? —exclamó Rakitin, presa otra vez del
    más sincero desconcierto.
    —He creído, creo, y quiero creer, y voy a creer, ¿qué más necesitas? —gritó Aliosha
    con irritación.
    —Nada de nada, querido. ¡Uf, qué diablos! Estas cosas no se las cree ahora ni un
    colegial de trece años. Aunque, por mí… Total, que te has enfadado con tu Dios, te
    has sublevado: es como si no hubieran respetado el escalafón y no te hubieran
    concedido una medalla con ocasión de una fiesta. ¡Ay, cómo sois!
    Aliosha miró largamente a Rakitin, entrecerrando los ojos, y algo brilló de pronto en
    su mirada… Pero no estaba irritado con Rakitin.
    —Yo no me sublevo contra mi Dios, lo que pasa es que «no acepto su mundo» —
    dijo, forzando una sonrisa.
    —¿Qué es eso de que no aceptas el mundo? —Rakitin dedicó unos segundos a
    meditar la respuesta de Aliosha—. ¿Qué galimatías es ése? —Aliosha no respondió—.
    Bueno, basta ya de simplezas; al grano: ¿has comido hoy?
    —No me acuerdo… Creo que sí.
    —A juzgar por tu cara, necesitas reponer fuerzas. Da pena verte. Por lo que he
    oído, no has dormido en toda la noche, tuvisteis una reunión. Y después, con todo
    este trajín… Seguro que no has tomado más que un trocito de antídoron. Llevo un
    poco de salchichón en el bolsillo, lo cogí hace un rato al salir de la ciudad, por si acaso,
    aunque no creo que quieras…
    —Venga ese salchichón.










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    Mensaje por Maria Lua Mar 22 Oct 2024, 12:51

    ***

    —¡Caray! ¡Lo que hay que ver! ¡Toda una rebelión, con barricadas! Bueno,
    hermano, no es nada despreciable. Ven conmigo… Yo ahora me tomaría una copita de
    vodka, estoy muerto de cansancio. Me imagino que con el vodka no te atreverás… ¿O
    vas a beber?
    —Venga un poco de vodka.
    —¡Casi nada! ¡Es asombroso, hermano! —Rakitin lo miraba perplejo—. Bueno, en
    cualquier caso, lo mismo el vodka que el salchichón son cosa fina, algo estupendo que
    no hay que dejar escapar. ¡Venga! —Aliosha se levantó sin decir nada y siguió a
    Rakitin—. ¡Anda, que como viera esto tu hermano Vánechka, se quedaba de piedra!
    Por cierto, tu querido Iván Fiódorovich se ha largado esta mañana a Moscú, ¿lo sabías?
    —Sí, ya lo sabía —respondió Aliosha en tono indiferente, y de pronto le vino
    fugazmente a la cabeza la imagen de su hermano Dmitri, aunque fue solo un
    momento; y, a pesar de que aquella imagen le recordó algo, algún asunto urgente que
    no podía aplazarse ni un minuto más, algún deber, alguna obligación terrible, tampoco
    ese recuerdo produjo en él mayor impresión, no le llegó al corazón; en un instante,
    voló de su memoria y quedó olvidado. Pero mucho más tarde Aliosha aún lo
    recordaría.
    —Tu hermanito Vánechka dijo una vez que yo soy un «zopenco liberal, sin el menor
    talento». Y tú mismo una vez no te pudiste contener y me diste a entender que «no soy
    honrado»… ¡Muy bien! Vamos a ver ahora qué hay de vuestro talento y de vuestra
    honradez. —Rakitin acabó esta frase en un susurro, solo ya para sí—. ¡Uf, escucha! —
    prosiguió, de nuevo en voz alta—. Vamos a alejarnos del monasterio, podemos ir por
    este sendero derechos a la ciudad… Hum. De paso, necesito acercarme un momento a
    casa de la Jojlakova. Figúrate: le he escrito contándole todo lo ocurrido y, date cuenta,
    me contesta enseguida, en una notita escrita a lápiz (a esta señora le encanta escribir
    notitas), que nunca se habría esperado «de un stárets tan venerable como el padre
    Zosima, semejante conducta». Eso decía, ni más ni menos: ¡«conducta»! Así que ella
    también se ha enfadado; ¡ay, cómo sois! ¡Alto! —volvió a gritar, inesperadamente; de
    pronto, se detuvo y también detuvo a Aliosha, sujetándolo de un hombro—. ¿Sabes,
    Alioshka? —Le dirigió a los ojos una mirada inquisitiva, bajo la impresión de una nueva
    idea que se le había ocurrido de repente, y, aunque por fuera se estaba riendo, no se
    atrevía, por lo visto, a expresar en voz alta esa nueva ocurrencia: hasta tal punto no
    acababa de fiarse de aquel estado de ánimo de Aliosha, asombroso y totalmente
    inesperado—. Alioshka, ¿sabes adónde podemos ir ahora, mejor que a ningún otro
    sitio? —dijo al fin tímidamente, en tono adulador.
    —Me da igual… A donde quieras.
    —¿Y si vamos a casa de Grúshenka, eh? ¿Vendrías? —soltó finalmente Rakitin,
    temblando por su tímida ansiedad.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 22 Oct 2024, 12:53

    ***

    —Vamos a casa de Grúshenka —contestó impasible Aliosha, sin pensárselo dos
    veces, y esa conformidad tan inmediata y serena dejó tan sorprendido a Rakitin que a
    punto estuvo de retroceder de un salto.
    —¡Sí, sí!… ¡Claro! —gritó desconcertado, pero de pronto, agarrando con fuerza a
    Aliosha del brazo, lo condujo por el sendero, con un miedo atroz a que aún fuera a
    echarse atrás. Marchaban en silencio; Rakitin no se atrevía a decir nada—. Qué
    contenta se va a poner, qué contenta —balbuceó, pero volvió a callarse. Además, no
    era en absoluto para alegrar a Grúshenka por lo que llevaba a Aliosha a verla; él era un
    hombre serio y no hacía nada si no era con el propósito de sacar algún provecho. En
    esta ocasión, tenía un doble objetivo: en primer lugar, la venganza, o sea, asistir al
    «oprobio del justo» y a la previsible «caída» de Aliosha, pasando «de santo a pecador»,
    algo con lo que ya se estaba deleitando de antemano; en segundo lugar, perseguía un
    importante beneficio material, algo de lo que ya se hablará más adelante.
    «Parece que se ha presentado la ocasión —pensaba con maliciosa alegría—; hay
    que agarrarla como sea del pescuezo, la ocasión, me refiero, porque es de lo más
    propicia.»




    III. La cebolla



    Grúshenka vivía en el barrio más populoso de la ciudad, cerca de la plaza de la
    Catedral, en casa de la viuda del comerciante Morózov, donde tenía alquilado un
    pequeño pabellón de madera en el patio. La casa de la Morózova era grande, de
    piedra, de dos plantas, vieja y muy poco atractiva; en ella vivía retirada la propietaria,
    una mujer muy mayor, con dos sobrinas, dos solteronas también entradas en años. No
    tenía ninguna necesidad de alquilar el pabellón del patio, y todo el mundo sabía que si
    había admitido a Grúshenka (hacía ya unos cuatro años) había sido únicamente para
    dar satisfacción a un pariente suyo, el mercader Samsónov, protector declarado de
    Grúshenka. Se decía que aquel celoso anciano, al instalar a su «favorita» en casa de
    Morózova, contaba en un principio con la penetrante mirada de la vieja para que
    vigilase la conducta de la nueva inquilina. Pero muy pronto su penetrante mirada
    resultó innecesaria, Morózova acabó viendo muy de tarde en tarde a Grúshenka y al
    final dejó de importunarla con su vigilancia. El caso es que ya habían transcurrido
    cuatro años desde que el viejo había llevado a esa casa a la joven de dieciocho años,
    tímida, retraída, finita, delgada y triste, procedente de la capital de la provincia, y
    había llovido mucho desde entonces. De todos modos, lo poco que se sabía en
    nuestra ciudad de la biografía de aquella muchacha era bastante confuso: tampoco se
    había averiguado mucho más en los últimos tiempos, cuando eran ya muchos los que
    empezaban a interesarse por aquella «beldad» en que se había convertido en esos
    cuatro años Agrafiona Aleksándrovna. Únicamente se rumoreaba que, con solo
    diecisiete años, la muchacha había sido engañada por un oficial, al parecer, el cual no
    había tardado en abandonarla. Dicho oficial se había trasladado a otra ciudad y
    después se había casado, y Grúshenka se había quedado deshonrada y en la miseria.
    Contaban, por otra parte, que, si bien es cierto que Grúshenka estaba en la miseria
    cuando se hizo cargo de ella el viejo, la joven procedía de una familia honorable y
    pertenecía, en cierto sentido, al estamento clerical, pues era hija de un diácono
    supernumerario o algo por el estilo. El caso es que en cuatro años la huerfanita
    sensible, humillada y digna de lástima se había convertido en una belleza rusa, metida
    en carnes, así como en una mujer lanzada y decidida, orgullosa y descarada, ducha en
    cuestiones de dinero, acaparadora, avariciosa y precavida, que había sabido, por las
    buenas o por las malas, como decían de ella, amasar un pequeño capital. Todos
    estaban convencidos de una cosa: que era difícil acceder a Grúshenka y que, aparte
    del viejo, su protector, no había habido un solo hombre en esos cuatro años que
    pudiera jactarse de haber gozado de sus favores. Ése era un hecho incontrovertible,
    360
    pues no eran pocos, sobre todo en los últimos dos años, los pretendientes que habían
    aparecido con la intención de obtener esos favores.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 23 Oct 2024, 08:06

    ***

    Ése era un hecho incontrovertible,
    360
    pues no eran pocos, sobre todo en los últimos dos años, los pretendientes que habían
    aparecido con la intención de obtener esos favores. Pero todos los intentos habían
    resultado baldíos, y algunos de esos aspirantes se habían visto obligados a retirarse
    después de un desenlace chusco y humillante, por culpa de la resistencia tenaz e
    irónica de aquella joven tan temperamental. Se sabía, además, que la muchacha,
    especialmente en el último año, se dedicaba a «trapichear», y había demostrado un
    talento excepcional en ese terreno, de modo que al final muchos la tenían por una
    verdadera judía. No es que fuera propiamente una usurera, pero sí se sabía, por
    ejemplo, que se había dedicado por un tiempo, en compañía de Fiódor Pávlovich, a la
    compra de letras de cambio a muy bajo precio, a razón de un grívennik por rublo, y
    que después sacaba por algunas de esas letras un rublo por grívennik. Samsónov, un
    enfermo que desde hacía un año no podía ni moverse de lo mucho que se le habían
    hinchado las piernas, un viudo que tiranizaba a sus hijos ya mayores, un individuo cuya
    fortuna se contaba por centenares de miles de rublos, un hombre tacaño e implacable,
    había caído, a pesar de todo, bajo el poderoso influjo de su protégée, a la que
    incialmente había tratado de mala manera, atándola corto, teniéndola «a pan y agua»,
    como decían entonces algunos bromistas. Pero Grúshenka, a pesar de los pesares,
    había acertado a emanciparse, inspirándole una confianza ilimitada en lo tocante a la
    fidelidad que le guardaba. Aquel anciano, gran negociante (hace ya tiempo que ha
    muerto), tenía también un carácter muy notable; en particular, era avaro y duro como
    el pedernal y, aunque Grúshenka le hubiera causado una impresión tal que él ya no era
    capaz de vivir sin ella (así ocurrió, digamos, en los dos últimos años), lo cierto es que
    no le dejó ninguna suma importante, significativa, y nunca habría cedido en ese
    terreno por mucho que ella amenazara con abandonarlo. A cambio, le hizo una
    pequeña donación, y, cuando se supo, todo el mundo se quedó sorprendido. «Tú eres
    una mujer con mucha vista —le dijo, al donarle unos ocho mil rublos—; maneja este
    dinero como mejor te parezca, pero quiero que sepas que, aparte de la cantidad anual
    que ya te venía dando, no vas a recibir nada más de mí hasta el día de mi muerte, y
    tampoco voy a dejarte nada en mi testamento.» Y cumplió su palabra: a su muerte
    legó todo a sus hijos, a los que siempre había tenido a su lado, con sus respectivas
    familias, como si formaran parte de la servidumbre; a Grúshenka el testamento ni la
    mencionaba. Todo eso se supo después.




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    Mensaje por Maria Lua Miér 23 Oct 2024, 08:07

    ***
    También ayudó a Grúshenka con sus
    consejos, diciéndole cómo podía sacar partido a «su propio capital», y le sugirió
    algunos «negocios». Cuando Fiódor Pávlovich Karamázov, que en un principio había
    trabado relación con Grúshenka con motivo de uno de tantos «trapicheos», acabó,
    para su enorme sorpresa, enamorándose de ella hasta perder el seso, el viejo
    Samsónov, que ya tenía un pie en la tumba, se rió de muy buena gana. Resulta
    admirable que Grúshenka, en todo el tiempo que duraron sus relaciones, fuera
    completa y hasta cordialmente sincera con su viejo, y aparentemente con nadie más en
    el mundo. Más recientemente, cuando también apareció de pronto Dmitri Fiódorovich
    con su amor, el viejo dejó de reírse. Al contrario, un día recomendó a Grúshenka,
    hablando en tono muy serio y severo: «Si se trata de elegir a uno de los dos, al padre o
    al hijo, elige al viejo, pero con la condición de que ese canalla se case contigo a toda
    costa, y de que previamente ponga a tu nombre algún capital, como mínimo. Pero no
    tengas líos con el capitán, no te conviene». Eso fue lo que le dijo a Grúshenka el viejo
    lascivo, que entonces ya presentía su próxima muerte y que, de hecho, murió cinco
    meses después de darle estos consejos. Señalaré, de paso, que, aunque en nuestra
    ciudad eran muchos los que sabían de la insensata y monstruosa rivalidad de los
    Karamázov, padre e hijo, en torno a Grúshenka, casi nadie entendía el verdadero
    sentido de la relación de la muchacha con ambos, con el padre y con el hijo. Incluso
    las dos criadas de Grúshenka (después de que se produjera la catástrofe de la que se
    hablará más adelante) declararon en su momento ante el tribunal que a Dmitri
    Fiódorovich lo recibía Agrafiona Aleksándrovna únicamente por miedo, dado que, al
    parecer, «la había amenazado de muerte». De esas dos criadas, una, la cocinera, que
    ya había estado al servicio de la familia de Grúshenka, era una anciana enferma y casi
    sorda; la otra, su nieta, era una jovencita muy despierta, de unos veinte años, y le
    servía de doncella. Grúshenka vivía muy modestamente, sin ningún lujo. El pabellón
    constaba únicamente de tres habitaciones, amuebladas por la dueña de la casa con
    muebles viejos, de los que se estilaban allá por los años veinte. Cuando llegaron
    Rakitin y Aliosha, ya había caído la noche, pero las luces de los cuartos no estaban aún
    encendidas. Grúshenka estaba en la salita, echada en su diván, grande y feo, con
    respaldo de imitación de caoba, duro y tapizado de cuero, gastado y hasta agujereado
    hacía tiempo. Su cabeza reposaba en dos almohadas blancas de plumón, traídas de su
    cama. Estaba tumbada boca arriba, estirada e inmóvil, con las dos manos debajo de la
    cabeza. Vestía como si estuviera esperando una visita, con un vestido negro de seda y
    una cofia ligera de encaje que le sentaba muy bien; llevaba echado sobre los hombros
    un chal, también de encaje, sujeto con un macizo broche dorado. Precisamente, estaba
    esperando a alguien, angustiada e impaciente, algo pálida, con labios y ojos febriles;
    estaba dando unas pataditas nerviosas con la punta del pie derecho en el brazo del
    diván. En cuanto aparecieron Rakitin y Aliosha, se produjo una pequeña conmoción:
    desde el vestíbulo pudo oírse cómo Grúshenka se levantaba de un salto del diván y
    preguntaba asustada: «¿Quién anda ahí?». Pero la muchacha ya había recibido a los
    recién llegados, y fue ella quien respondió a la señora:
    —No es él, son otros; no pasa nada.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 23 Oct 2024, 08:08

    ***

    —¿Qué le pasará? —musitó Rakitin, llevando del brazo a Aliosha hasta la salita.
    Grúshenka estaba de pie al lado del diván; todavía parecía asustada. Un grueso
    mechón de su trenza castaña se le escapó de pronto por debajo de la cofia y le cayó
    362
    sobre el hombro derecho, pero ella no se dio cuenta y solo se lo recogió una vez que
    ya había examinado a los visitantes y los había reconocido.
    —Ah, ¿eres tú, Rakitka? Menudo susto me has dado. ¿Con quién vienes? ¿Quién es
    este que te acompaña? ¡Dios mío, a quién me traes! —exclamó, viendo que se trataba
    de Aliosha.
    —Pero ¡haz que traigan velas! —dijo Rakitin con aire desenvuelto, como de persona
    habitual en la casa, con derecho incluso a dar órdenes.
    —Velas… sí, claro, velas… Fenia, búscale una vela… ¡Caramba, en buen momento
    me lo traes! —exclamó otra vez, señalando con la cabeza a Aliosha, y, volviéndose
    hacia el espejo, se puso rápidamente a arreglarse la trenza con las dos manos. No
    parecía muy contenta.
    —¿Qué pasa? ¿No he atinado? —preguntó Rakitin, sintiéndose al instante poco
    menos que ofendido.
    —Me has asustado, Rakitka, eso es lo que pasa. —Grúshenka se volvió hacia
    Aliosha con una sonrisa—. No me tengas miedo, Aliosha, querido, no sabes lo que me
    alegra verte, mi inesperado huésped. Pero tú, Rakitka, me has asustado: creía que era
    Mitia, que se había propuesto entrar por las bravas. Verás, es que hace un rato le he
    mentido; le he pedido que me diera su palabra de honor de que me creía, pero le he
    mentido. Le he dicho que me iba a pasar la tarde a casa de mi viejo, de Kuzmá
    Kuzmich, y que estaría con él, contando dinero, hasta la noche. Todas las semanas
    dedico una tarde entera a repasar con él las cuentas. Echamos el cerrojo y, mientras él
    maneja el ábaco, yo voy anotando en los libros; no se fía de nadie más que de mí.
    Total, que Mitia se ha creído que yo estaba allí, pero yo estaba aquí encerrada; estoy
    esperando una noticia. ¡No me explico cómo os ha dejado pasar Fenia! ¡Fenia, Fenia!
    Acércate corriendo al portalón, abre y echa un vistazo, no vaya a andar por ahí el
    capitán. Igual está escondido, vigilando. ¡Estoy muerta de miedo!
    —No hay nadie, Agrafiona Aleksándrovna, acabo de mirar por todas partes; cada
    dos por tres me acerco a mirar por la rendija, yo también estoy temblando.
    —¿Has cerrado los postigos, Fenia? También convendría correr las cortinas… ¡ya
    está! —La propia Grúshenka corrió las gruesas cortinas—. No sea que vea la luz. Hoy,
    Aliosha, tu hermano Mitia me da miedo. —Grúshenka hablaba muy alto y, a pesar de
    su estado de alarma, parecía casi entusiasmada.
    —¿Por qué hoy Mítenka te da miedo? —preguntó Rakitin—. Normalmente no se lo
    tienes, él siempre baila al son que tú le tocas.





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