Tras examinar atentamente al enfermo
(aquel venerable anciano era el doctor más concienzudo y meticuloso de toda la
provincia), dictaminó que se trataba de un ataque fuera de lo común y que podía
«entrañar un riesgo»; dijo también Herzenstube que aunque, de momento, no acababa
de entenderlo del todo, si a la mañana siguiente se comprobaba que los remedios
adoptados no habían surtido efecto, no dudaría en proponer otros. Instalaron al
enfermo en el pabellón, en un cuarto contiguo a los aposentos de Grigori y Marfa
Ignátievna. A partir de aquel incidente, Fiódor Pávlovich se pasó todo el día sufriendo
una desgracia tras otra: Marfa Ignátievna le preparó la comida, y la sopa, en
comparación con la de Smerdiakov, era «un puro aguachirle», y la gallina le quedó tan
reseca que no había forma de hincarle el diente. A los reproches amargos, aunque
justificados, del señor, Marfa Ignátievna repuso que la gallina, de todos modos, era ya
muy vieja, y que ella no había estudiado para cocinera. Al anochecer surgió un nuevo
contratiempo: informaron a Fiódor Pávlovich de que Grigori, que llevaba ya tres días
enfermo, no había tenido más remedio que acostarse, por culpa de la parálisis en la
cintura. Fiódor Pávlovich se acabó su té lo antes posible y se encerró solo en casa.
Vivía una terrible y angustiosa espera. El caso es que, justo aquella noche, daba
prácticamente por cierta la aparición de Grúshenka; al menos, esa misma mañana, a
primera hora, Smerdiakov le había asegurado, o poco menos, que ella había
prometido venir, «sin ningún género de dudas». Al infatigable anciano el corazón le
latía ansiosamente, mientras él daba vueltas y más vueltas por sus desiertos aposentos,
aguzando el oído. Tenía que estar muy alerta: Dmitri Fiódorovich podía andar por ahí
cerca, al acecho, y, si Grúshenka llamaba a la ventana (tres días antes, Smerdiakov le
había confirmado que le había explicado a esa mujer dónde y cómo tenía que llamar),
habría que abrir la puerta lo más rápido posible, para que Grúshenka no tuviera que
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esperar en el zaguán ni un segundo más de lo necesario; de otro modo —¡Dios no lo
quisiera!—, podía asustarse y salir corriendo. Fiódor Pávlovich estaba muy inquieto,
pero nunca había sentido su corazón bañado en una esperanza más dulce: ¡podía
afirmarse, casi con toda certeza, que en esta ocasión ella no le iba a fallar!
cont
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