Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:12

    ***
    Hace poco, por cierto, me contaba un búlgaro en Moscú —prosiguió Iván
    Fiódorovich, como si no hubiera oído a su hermano— que los turcos y los circasianos
    que hay allá, en Bulgaria, temerosos de un levantamiento en masa de los eslavos,
    cometen toda clase de tropelías; es decir, incendian, degüellan, violan a mujeres y
    niñas, a los detenidos los clavan en las vallas por las orejas y así los dejan hasta la
    253
    mañana siguiente, para después colgarlos… Es algo inconcebible. Se habla a veces, de
    hecho, de la crueldad «bestial» del hombre, pero esto es terriblemente injusto y
    ofensivo para las bestias: una bestia nunca puede ser tan cruel como el hombre, tan
    artística, tan plásticamente cruel. El tigre muerde, despedaza, no sabe hacer otra cosa.
    Jamás se le pasaría por la cabeza dejar a nadie clavado por las orejas toda una noche,
    ni aun en el supuesto de que fuera capaz. Esos turcos, entre otras cosas, han llegado a
    torturar con auténtica voluptuosidad a los niños, empezando por arrancarlos del seno
    materno con un puñal y acabando por arrojar al aire a las criaturas para ensartarlas en
    las bayonetas, y todo ello en presencia de sus madres. Ése era su mayor placer:
    hacerlo en presencia de las madres. Pero, fíjate, hay una escena que me ha
    impresionado más que ninguna. Imagínate: un niño de pecho en brazos de su madre
    temblorosa; alrededor, unos turcos que acaban de entrar en la casa. Se les ha ocurrido
    una bromita muy graciosa: acarician al crío, se ríen para contagiarle la risa, lo
    consiguen, y el crío empieza a reírse. En ese momento un turco le apunta con su
    pistola, a cuatro vershkí de la cara. El niño, contento, ríe a carcajadas y alarga las
    manitas para coger la pistola, cuando, de pronto, el artista aprieta el gatillo, dispara a
    bocajarro y le destroza la cabecita. Artístico, ¿verdad? Por cierto, según dicen, a los
    turcos les encantan los dulces.
    —Hermano, ¿a qué viene todo esto? —preguntó Aliosha.
    —Creo que, si el diablo no existe y, en consecuencia, ha sido el hombre quien lo ha
    creado, entonces lo ha creado a su imagen y semmejanza.
    —En ese caso, lo mismo ha hecho con Dios




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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:13

    ***


    —Es asombroso cómo sabes darle la vuelta a las palabritas, como dice Polonio en
    Hamlet —dijo Iván, echándose a reír—. Me has pillado en un renuncio; estupendo, me
    alegro. Bueno será tu Dios, si el hombre lo ha creado a su imagen y semejanza. Me
    preguntabas a qué viene todo esto: verás, yo soy un aficionado y un coleccionista de
    determinados sucesos, y el caso es que anoto y recojo en periódicos y relatos, donde
    sea, cierta clase de episodios; tengo ya una buena colección. Los turcos, naturalmente,
    forman parte de ella, pero, en definitiva, son extranjeros. También he recogido cositas
    del país, y hasta son mejores que las turcas. ¿Sabes?, aquí lo normal son los golpes,
    abundan la vara, el látigo, eso es lo nacional; aquí clavar orejas sería inconcebible, al
    fin y al cabo somos europeos, pero la vara, el látigo son algo muy nuestro y nadie nos
    lo puede quitar. Parece que ahora en el extranjero ya no pegan, será que las
    costumbres se han refinado, o que han dictado leyes en virtud de las cuales un hombre
    ya no osa azotar a otro; con todo, para compensar, se han buscado otra fórmula,
    también puramente nacional, como pasa entre nosotros; tan nacional es que aquí eso
    mismo sería inconcebible, aunque lo cierto es que también en nuestro país, al parecer,
    va abriéndose paso, sobre todo desde que se ha desarrollado un movimiento religioso
    entre las capas más altas de la sociedad. Tengo un folleto maravilloso, traducido del
    254
    francés, donde se cuenta cómo en Ginebra, no hace mucho tiempo, apenas cinco
    años, ejecutaron a un malhechor, un asesino, llamado Richard; era, si no me equivoco,
    un joven de veintitrés años, que se había arrepentido de sus crímenes y se había
    convertido al cristianismo antes de subir al cadalso. El tal Richard era un hijo ilegítimo
    que, siendo aún un crío de seis años, fue regalado por sus padres a unos pastores
    suizos, unos montañeses, y éstos lo criaron con la intención de ponerlo a trabajar.
    Creció a su lado como una fierecilla salvaje, los pastores no solo no le enseñaron nada
    sino que con siete años lo mandaban ya a cuidar del ganado, con lluvia o con frío,
    prácticamente sin vestido ni alimento. Y, por supuesto, al obrar así ninguno de ellos se
    paraba a pensar ni tenía remordimientos; al contrario, se creían con todo el derecho
    del mundo a hacerlo, ya que les habían regalado a Richard como si fuera un objeto, y
    ni siquiera consideraban imprescindible darle de comer. El propio Richard recuerda
    cómo experimentaba en aquellos años, como el hijo pródigo del Evangelio, unos
    deseos horrorosos de comer al menos del salvado con que cebaban a los cerdos
    destinados a la venta, pero ni eso le daban y le pegaban cada vez que él se lo robaba
    a los animales; y así pasó toda su infancia y toda su juventud, hasta que creció y,
    sintiéndose con fuerzas, se dedicó a robar. Aquel salvaje empezó a ganar dinero
    trabajando a destajo en Ginebra; todo lo que ganaba se lo bebía, vivía como un
    monstruo y acabó asesinando y robando a un viejo. Lo prendieron, lo juzgaron y lo
    condenaron a muerte. Allí no se andan con sentimentalismos. Y resulta que en la cárcel
    enseguida se vio rodeado por pastores y miembros de las diferentes cofradías
    cristianas, damas de la beneficencia y demás.

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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:14

    ***
    Le enseñaron en la cárcel a leer y
    escribir, empezaron a explicarle el Evangelio, apelaron a su conciencia, lo exhortaron,
    lo presionaron, lo abrumaron, lo aplastaron, hasta que, por fin, confesó solemnemente
    su crimen. Se convirtió, escribió al tribunal reconociendo que era un monstruo y que,
    finalmente, había conseguido que el Señor lo iluminara y le enviara su gracia. Toda
    Ginebra se conmovió, toda la virtuosa y devota Ginebra. Toda la gente fina y educada
    acudió corriendo a verlo a la cárcel; todo el mundo besaba y abrazaba a Richard:
    «¡Eres nuestro hermano! ¡La gracia ha descendido sobre ti!». Y Richard no hace más
    que llorar enternecido: «¡Sí, la gracia ha descendido sobre mí! Antes, durante toda mi
    infancia y juventud, mi única alegría era el pienso de los cerdos, pero ahora la gracia
    ha descendido sobre mí, ¡voy a morir en el Señor!». «Sí, sí, Richard; muere en el Señor,
    has derramado sangre y debes morir en el Señor. Aunque no seas culpable, pues no
    tenías conocimiento de Dios cuando envidiabas el alimento de los cerdos y te
    pegaban por robárselo (y hacías muy mal, porque no es lícito robar), de todos modos
    has derramado sangre y debes morir.» Y llega el último día. Richard, casi sin fuerzas,
    llora y no hace más que repetir a cada instante: «Éste es el mejor día de mi vida, ¡voy a
    reunirme con el Señor!». «Sí —gritan pastores, jueces y damas de la beneficencia—,
    ¡éste es tu día más dichoso, pues vas a reunirte con el Señor!» Todos, unos en coche,
    255
    otros a pie, se dirigen al cadalso, acompañando el oprobioso carro en el que
    conducen a Richard. Llegan por fin al patíbulo: «¡Muere, hermano nuestro —le gritan a
    Richard—, muere en el Señor! ¡Sobre ti ha descendido la gracia!». Y así, cubierto por
    los besos de sus hermanos, arrastran al hermano Richard al cadalso, lo colocan en la
    guillotina y le cortan, como buenos hermanos, la cabeza, por haber descendido sobre
    él la gracia del Señor. Sí, es algo muy característico. El folleto ha sido traducido al ruso
    por unos luteranos rusos, unos filántropos de la alta sociedad, que lo han distribuido
    gratuitamente, en forma de suplemento de periódicos y otras publicaciones, para
    ilustrar al pueblo ruso. Lo mejor del caso de Richard es lo que tiene de nacional. En
    nuestro país, por muy absurdo que nos parezca cortarle la cabeza a un hermano solo
    por haberse convertido en nuestro hermano y por haber recibido la gracia del Señor,
    también tenemos lo nuestro, como ya he dicho, y casi es peor. Aquí el placer
    tradicional, el más inmediato, el más socorrido, ha consistido en moler a palos.
    Nekrásov tiene unos versos donde se refiere a un campesino que azota a su caballo,
    dándole con el látigo en los ojos, en los «sumisos ojos». ¿Quién no ha presenciado
    algo así? Es puramente ruso. Describe cómo un pobre jamelgo, que tira de un carro
    sobrecargado, se queda atascado y no puede seguir. El campesino le pega; le pega
    con furia; le pega, al final, sin saber ya ni lo que hace; ciego de ira, lo castiga con saña,
    sin medida: «¡Aunque estés sin fuerzas, tú sigue tirando


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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:14

    ***


    ! ¡Como si te mueres, tú sigue
    tirando!». El penco está a punto de reventar, y el campesino no para de azotar al
    indefenso animal en los ojos llorosos, en los «sumisos ojos». Fuera de sí, el caballo da
    un tirón, arranca y echa andar, todo tembloroso, sin respirar, dando tumbos, a saltitos,
    de una manera poco natural y humillante; en Nekrásov resulta aterrador. Pero no es
    más que un caballo, y los caballos nos los ha dado Dios para azotarlos. Así nos lo
    explicaron los tártaros, que nos legaron asimismo el knut como recuerdo. Pero también
    es posible azotar a la gente. Y así vemos cómo un caballero inteligente y educado y su
    señora azotan a su propia hija, una cría de siete años; he escrito acerca de esto
    detenidamente. El papá está encantado de que la fusta tenga nudos. «Más le dolerá»,
    dice, y empieza a «sacudir» a su hija. Sé positivamente que hay personas que se van
    calentando a medida que descargan los golpes, hasta alcanzar el éxtasis, literalmente,
    y su placer aumenta con cada zurriagazo, de forma progresiva. Azotan un minuto,
    azotan, finalmente, cinco minutos, diez minutos, y siguen azotando más y más, con un
    ritmo cada vez más vivo, con saña creciente. La niña grita, la niña al final no puede
    gritar, jadea. «¡Papá, papá! ¡Papaíto, papaíto!» El asunto, por un endiablado e
    inoportuno azar, acaba en los tribunales. Contratan a un abogado. Hace ya tiempo que
    el pueblo ruso llama a los leguleyos «conciencias a sueldo». El abogado brama en
    defensa de su cliente. «El caso —dice— es bien sencillo; se trata de un vulgar asunto
    familiar, como hay tantos: un padre que pega a su hijita, y, para vergüenza de nuestros
    días, ¡lo llevan a juicio!» Los miembros del jurado, ya convencidos, se retiran a
    256
    deliberar y pronuncian una sentencia absolutoria. El público ruge de felicidad al saber
    que el verdugo ha sido absuelto. Lástima que yo no estuviera allí; si no, me habría
    desgañitado proponiendo la institución de una beca que honrara el nombre del
    torturador. Estas estampas son una preciosidad. Pero tengo otras aún mejores de
    niños pequeños; he recopilado muchas, muchas cosas sobre los niños rusos, Aliosha.
    Resulta que a una niña pequeña, de cinco años, el padre y la madre, «gente de lo más
    respetable, con una buena posición, cultos y educados», la odiaban. ¿Lo ves? Afirmo
    una vez más, con toda convicción, que abundan las personas con un rasgo peculiar: su
    afición a hacer sufrir a los niños, y solo a los niños. A los demás miembros del género
    humano esos verdugos los tratan con deferencia y humildad, como europeos
    instruidos y humanos que son, pero les encanta torturar a los niños, y por lo mismo
    sienten una especial inclinación por ellos. Es precisamente el desamparo de estas
    criaturas, la candidez angelical de los pequeños, que no tienen dónde ocultarse ni a
    quién acudir, lo que encandila a sus verdugos; eso es lo que enardece la sangre
    rastrera del maltratador. En todo hombre, sin duda, se oculta una fiera: una fiera
    iracunda, una fiera que se excita voluptuosamente con los gritos de la víctima
    martirizada, una fiera desbocada que ha roto sus cadenas, una fiera que ha contraído
    dolencias en el vicio, como la podagra, las enfermedades del hígado y demás.

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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:16

    ***

    . A esta
    pobre niña de cinco años sus cultos padres la sometían a tormentos inconcebibles.
    Golpes, azotes, patadas; sin saber ellos mismos por qué, le cubrieron el cuerpo de
    cardenales; y así, hasta llegar al colmo del refinamiento: en las noches más frías, en
    plena helada, la dejaban encerrada en el escusado, y todo porque de noche no pedía
    que la pusieran a hacer sus necesidades (como si una criatura de cinco años, que
    duerme profundamente, como un ángel, tuviera que saber, a esa edad, pedir esas
    cosas); además, le embadurnaban la cara con excrementos y la obligaban a
    comérselos, ¡y era su madre, su propia madre quien la obligaba a hacerlo! ¡Y esa
    madre podía dormir, oyendo los lamentos de la pobre cría, encerrada de noche en un
    lugar tan denigrante! ¿Te imaginas a aquella pobre criatura, incapaz de entender lo
    que le estaba pasando, en aquel sitio miserable, oscuro y frío, dándose golpes con sus
    diminutos puñitos en el pecho maltratado y llorando con lágrimas de sangre, inocentes
    y dóciles, pidiendo al «niño Dios» que la defendiera? ¿Alcanzas a entender tanto
    absurdo, amigo mío y hermano mío, humilde novicio de Dios, puedes comprender
    para qué ha sido creado, quién necesitaba todo ese absurdo? Dicen que sin él no
    podría existir el hombre en la tierra, pues no conocería el bien y el mal. ¿Qué falta
    hacía conocer este diabólico bien y este mal, cuando cuestan tan caros? Pues todo el
    mundo del conocimiento no vale lo que esas lágrimas infantiles dirigidas al «niño
    Dios». No voy a hablar de los padecimientos de los enfermos, éstos han comido de la
    manzana y al diablo con ellos… Que el diablo se los lleve a todos, pero ¡éstos, éstos!…
    Te estoy atormentando, Aliosha, pareces un tanto alterado. Lo dejo, si quieres.
    257
    —No te preocupes, yo también quiero atormentarme —balbuceó Aliosha.
    —Otro cuadro más, solo un cuadro más, por curiosidad, y de lo más característico;
    además, lo he leído hace poco en una de esas compilaciones de viejos documentos
    nuestros, no sé si en el Archivo o en Antigüedad, habría que comprobarlo, ya no
    recuerdo dónde lo he leído. Ocurrió en la época más sombría del régimen de
    servidumbre, todavía a principios de siglo, ¡que viva el libertador del pueblo! Había
    entonces, a principios de siglo, un general; era un general con excelentes relaciones y
    un riquísimo propietario, pero de esos que (es verdad que ya entonces, al parecer,
    eran muy pocos), en el momento de retirarse del servicio activo, lo hacían plenamente
    convencidos de que se habían ganado el derecho a decidir sobre la vida y la muerte
    de sus súbditos. Algunos había así por entonces. El caso es que este general vivía en
    su hacienda, con dos mil almas, dándose aires, despreciando a sus modestos vecinos,
    a los que trataba como si vivieran a su costa o fueran bufones suyos. Poseía una
    perrera con centenares de perros y cerca de cien perreros, todos de uniforme, cada
    uno con su caballo. Y he aquí que un día el hijo de unos siervos, un niño de apenas
    ocho años, le tira jugando una piedra al lebrel favorito del general y le lastima una
    pata. «¿Cómo es que renquea mi perro preferido?» Le explican que, por lo visto, un
    chico le ha tirado una piedra y le ha magullado una pata. «Ah, has sido tú», le echa el
    ojo el general. «¡Cogedlo!» Lo cogen, se lo arrebatan a la madre, lo tienen toda la
    noche en una mazmorra, y al día siguiente, de buena mañana, el general se prepara
    para salir de caza, vestido de gala; monta a caballo, rodeado por todos los que viven a
    su costa, por sus perros, perreros, monteros, todos a caballo. Ha reunido a toda la
    servidumbre, para darle un escarmiento, y han puesto en primera fila a la madre del
    chico culpable. Sacan al niño de la mazmorra. Es un día gris de otoño, frío y brumoso,
    un día perfecto para la caza. El general ordena desvestir al niño, lo desnudan por
    completo, el crío se echa a temblar, loco de miedo, no osa rechistar… «¡Que corra!»,
    ordena el general. «¡Corre, corre!», le gritan los perreros, el niño echa a correr…
    «¡Hala! ¡A él!», vocea el general y lanza contra él a toda la jauría de galgos. ¡Los azuzó
    a la vista de la madre, y los perros hicieron pedazos al niño! Al general, por lo visto, lo
    han incapacitado. Bueno… y ¿qué habría que hacer con él? ¿Fusilarlo? ¿Fusilarlo para
    satisfacer nuestro sentido moral? ¡Habla, Alioshka!
    —¡Sí, fusilarlo! —susurró Aliosha, mirando a su hermano con una especie de sonrisa
    pálida y forzada.
    —¡Bravo! —gritó Iván, con cierto entusiasmo—. Si tú lo dices, eso es que… ¡Vaya
    con el monje asceta! ¡Mira qué diablillo anida en tu corazoncito, Alioshka Karamázov!
    —He dicho un disparate, pero…
    —Ahí está: resulta que hay un pero… —exclamó Iván—. Debes saber, novicio, que
    los disparates son imprescindibles en este mundo. El mundo reposa sobre disparates,
    y es muy posible que sin ellos no ocurriera nunca nada. ¡Sabemos lo que sabemos!





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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:16

    ***

    —¿Qué sabes tú?
    —Yo no entiendo nada —prosiguió Iván, como en un delirio—, y ahora tampoco
    quiero entender nada. Quiero atenerme a los hechos. Hace ya tiempo que renuncié a
    entender. Si intento entender alguna cosa, enseguida distorsiono los hechos, y he
    decidido atenerme a los hechos…
    —¿Por qué me pones a prueba? —exclamó afligido Aliosha, con un desgarro—.
    ¿Me lo vas a decir de una vez?
    —Claro que te lo voy a decir, precisamente a eso iba. Te tengo mucho aprecio, no
    quiero soltarte y no voy a cederte a tu Zosima. —Iván estuvo como un minuto callado;
    de repente, se le puso una cara muy triste—. Escucha: me he referido exclusivamente a
    los niños para que resultara más evidente. De las otras lágrimas del hombre que han
    empapado la tierra, desde la corteza hasta el centro, no voy a decir una palabra; he
    preferido acotar mi tema. Yo soy una chinche y me declaro, con toda humildad,
    profundamente incapaz de comprender con qué objetivo se han organizado así las
    cosas. Los hombres, ya se sabe, son culpables: se les dio el paraíso, ellos optaron por
    la libertad y robaron el fuego de los cielos, sabiendo positivamente que serían
    desgraciados; en definitiva, no hay razón para tenerles lástima. Ah, para una
    mentalidad tan lamentable como la mía, terrenal y euclidiana, lo único seguro es que
    el dolor existe, y que no hay culpables, que una cosa se sigue de otra de una manera
    directa y sencilla, que todo fluye y se equilibra, pero esto no es más que un delirio
    euclidiano, ya lo sé, y ¡no puedo estar de acuerdo en vivir en función de ese delirio! ¿A
    mí qué me importa que no haya culpables y que yo sea consciente? Lo que yo
    necesito es que haya un castigo, si no, acabaré por destruirme. Y que el castigo no se
    produzca en el infinito, a saber dónde, a saber cuándo, sino aquí, en la tierra, y que
    pueda verlo personalmente. He tenido fe, quiero ver por mí mismo, y, si para entonces
    yo ya he muerto, que me resuciten, pues si todo eso ocurre sin mí será un agravio
    excesivo. No he sufrido yo para abonar con mis malas acciones y mis padecimientos
    una futura armonía ajena. Quiero ver con mis propios ojos cómo la cierva yace con el
    león y cómo el degollado se levanta y abraza a su asesino. Quiero estar aquí cuando
    todos, de pronto, descubran qué sentido ha tenido todo esto. Ese deseo está en la
    base de todas las religiones de la tierra, y yo tengo fe. Y, sin embargo, ya lo ves, ahí
    están los niños: ¿qué hago entonces con ellos? Es un problema que no puedo resolver.
    Lo repito por centésima vez: hay gran cantidad de problemas, pero me he limitado al
    de los niños porque en él se refleja con toda claridad lo que quiero decir. Escucha: si
    todos tenemos que sufrir para comprar con nuestro sufrimiento la armonía eterna,
    ¿qué tienen que ver aquí los niños? ¿Podrías explicármelo? No hay forma de entender
    por qué tienen que sufrir también ellos, por qué les toca contribuir a la armonía con
    sus padecimientos. ¿Por qué tienen que servir de materia con la que abonar la futura
    armonía de no se sabe quién?



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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:17

    ***
    Puedo entender la solidaridad de los hombres en el
    259
    pecado, entiendo también la solidaridad en el castigo, pero en el caso de los niños no
    puede haber solidaridad en el pecado, y si la verdad estriba en que ellos son, de
    hecho, solidarios con las fechorías de sus padres, esa verdad, indudablemente, no es
    de este mundo y a mí me resulta incomprensible. Seguro que a algún guasón se le
    ocurre decir que el niño va a crecer de todos modos y que ya tendrá tiempo para
    pecar, pero resulta que aquel niño no creció: a los ocho años lo despedazaron los
    perros. ¡Oh, Aliosha, yo no blasfemo! Entiendo muy bien cómo será la conmoción
    universal cuando todas las criaturas en el cielo y en las entrañas de la tierra se fundan
    en un solo cántico de alabanza y todo cuanto viva o haya vivido pregone: «¡Justo eres,
    Señor, pues se han abierto tus caminos!». Cuando la madre se abrace al torturador que
    ha hecho que los perros despedacen a su hijo, y los tres proclamen con lágrimas en los
    ojos: «¡Justo eres, Señor!». Entonces, naturalmente, se alcanzará la cumbre del
    conocimiento y todo quedará explicado. Pero ahí está el problema, es eso mismo lo
    que no puedo aceptar. Y, mientras esté en la tierra, Aliosha, me apresuro a tomar mis
    medidas. Verás, Aliosha, es posible que, en efecto, si vivo hasta que llegue ese
    momento, o si resucito para verlo, al contemplar a la madre abrazada al verdugo de su
    hijo, proclame con todos los demás: «¡Justo eres, Señor!». Pero es que yo no quiero
    proclamarlo. Mientras me quede tiempo, procuraré mantenerme al margen,
    renunciando por completo a la suprema armonía. No vale siquiera esa armonía lo que
    el llanto de aquella sola niña maltratada que se daba golpes en el pecho y, en su
    hediondo encierro, rogaba al «niño Dios» con lágrimas para las que no cabe perdón.
    No lo vale, porque esas lágrimas no han sido expiadas. Tienen que ser expiadas, de
    otro modo, tampoco puede haber armonía. Pero ¿cómo podría uno expiarlas? ¿Acaso
    es posible? ¿Acaso sabiendo que serán vengadas? Pero ¿de qué me sirve a mí la
    venganza, de qué el infierno para los verdugos? ¿Qué puede corregir el infierno si esos
    niños ya han sido torturados? Y ¿qué armonía es ésa si existe el infierno? Yo lo que
    quiero es perdonar, lo que quiero es abrazar; no quiero que nadie siga sufriendo. Y, si
    los sufrimientos de los niños han servido para completar la suma de sufrimientos
    necesaria para comprar la verdad, yo afirmo de antemano que esa verdad no vale un
    precio semejante. ¡No quiero, en fin, que la madre abrace al verdugo que ha hecho
    que los perros destrocen a su hijo! ¡Que no se atreva a perdonarlo! Si quiere, que le
    perdone al torturador su propio sufrimiento, su inconmensurable dolor de madre, pero
    no tiene derecho a perdonar los padecimientos del hijo despedazado, ¡que no se
    atreva a perdonárselos al verdugo, por más que el pobre crío se los perdone!




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:18

    ***

    ! Y, si eso
    es así, si las víctimas no deben atreverse a perdonar, ¿dónde está la armonía? ¿Hay en
    el mundo un ser capaz de perdonar y que tenga derecho a hacerlo? No quiero esa
    armonía; por amor a la humanidad, no la quiero. Prefiero que los sufrimientos no
    reciban castigo. Más vale que mi propio dolor no se vea vengado, que mi indignación
    no obtenga respuesta, aunque yo no tenga razón. Muy caro le han puesto el precio a
    260
    la armonía, la entrada no está al alcance de nuestro bolsillo. En vista de lo cual, me
    apresuro a devolver mi billete de entrada. Y, a poco que sea yo un hombre honrado,
    mi obligación es devolverlo cuanto antes. Eso es lo que pienso hacer. No es que no
    acepte a Dios, Aliosha, me limito a devolverle el billete con todo respeto.
    —Es una rebelión —dijo Aliosha en voz baja, mirando al suelo.
    —¿Una rebelión? Preferiría no haberte oído esa palabra —dijo Iván con fervor—.
    Difícilmente se puede vivir en rebelión, y yo quiero vivir. Dime sin rodeos, quiero me
    respondas con toda franqueza: imagínate que tienes que levantar el edificio del
    destino humano, con la intención última de hacer feliz al hombre, proporcionándole, al
    fin, paz y sosiego; pero para eso tendrías que torturar, inevitable e inexcusablemente,
    a una sola de esas criaturitas, pongamos por caso, a esa niña pequeña que se daba
    golpes de pecho, y erigir ese edificio sobre sus lágrimas no vindicadas. En esas
    condiciones, ¿estarías dispuesto a ser el arquitecto? ¡Responde y no mientas!
    —No, no estaría dispuesto —dijo Aliosha en voz baja.
    —¿Y puedes admitir la idea de que la gente para la que construyes el edificio
    consintiera alcanzar la felicidad a costa de la intolerable sangre de la pequeña
    martirizada y viviera después feliz por los siglos de los siglos?
    —No, no puedo admitirla. Hermano —dijo repentinamente Aliosha, con los ojos
    brillantes—, te preguntabas hace un momento si habrá en todo el mundo un ser que
    pueda perdonar y tenga derecho a hacerlo. Pues ese ser existe, y puede perdonarlo
    todo y perdonárselo todo a todos, porque ha dado su sangre inocente por todos y por
    todo. Tú te has olvidado de Él, pero es sobre Él, precisamente, sobre quien se sostiene
    el edificio, y ante Él proclamarán: «¡Justo eres, Señor, pues se han abierto tus
    caminos!».
    —¡Ah, el «único sin pecado» y su sangre! No, no me he olvidado de Él; al contrario,
    me extrañaba que tardaras tanto en mencionarlo, porque en cualquier discusión,
    habitualmente, los tuyos enseguida lo traen a colación. ¿Sabes una cosa, Aliosha? Te
    vas a reír, pero hará cosa de un año compuse un poema. Si puedes perder unos diez
    minutos más conmigo, ¿te gustaría que te lo contara?
    —¿Que has escrito un poema?
    —Oh, no, no lo he escrito —Iván se echó a reír—, y el caso es que tampoco he
    compuesto un par de versos en toda mi vida. Pero he concebido ese poema y puedo
    recordarlo. Lo concebí con pasión. Tú serás mi primer lector, o sea, mi primer oyente.
    Así es, ¿cómo iba a dejar escapar el autor a un solo oyente? —Iván se sonrió—. ¿Te lo
    cuento o no?
    —Soy todo oídos —contestó Aliosha.
    —Mi poema se titula El gran inquisidor; es una cosa disparatada, pero me apetece
    que lo conozcas.



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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:19

    ***
    V. El gran inquisidor



    —Tampoco aquí puedo pasarme sin un prólogo, quiero decir sin un prólogo literario,
    ¡uf! —se rió Iván—; ¡valiente autor estoy hecho! Verás, la acción transcurre en el siglo
    XVI, y en esa época, aunque eso tú ya debes saberlo de la escuela, era costumbre que
    intervinieran fuerzas sobrenaturales en las obras poéticas. Y no hablo ya de Dante. En
    Francia, los amanuenses de los tribunales, así como los monjes en los monasterios,
    daban verdaderas representaciones en las que sacaban a escena a la Virgen, a los
    ángeles, a los santos, a Jesucristo y al mismísimo Dios. Entonces había mucha
    ingenuidad en todo eso. En Nuestra Señora de París, de Victor Hugo, en tiempos de
    Luis XI, con ocasión del nacimiento del delfín de Francia, se le ofrece al público en la
    sala del Ayuntamiento una representación edificante y gratuita con el título de Le bon
    jugement de la très sainte et gracieuse Vierge Marie, en la que la propia Virgen
    aparece en persona y pronuncia su bon jugement. Entre nosotros, en Moscú, antes de
    Pedro, también se ofrecían de vez en cuando obras cuasidramáticas de ese tenor, en
    particular del Antiguo Testamento; pero, aparte de las representaciones dramáticas, en
    esos tiempos circulaban por todo el mundo numerosos relatos y «baladas» en los que
    intervenían, según las necesidades, santos, ángeles y todas las fuerzas celestiales. En
    nuestros monasterios se dedicaban igualmente a traducir, copiar e incluso componer
    poemas de esa clase ya en tiempos de los tártaros. Hay, por ejemplo, un breve poema
    monástico (naturalmente, traducido del griego), Recorrido de la Virgen por los
    tormentos del infierno, con unos cuadros de un atrevimiento comparable a los de
    Dante. La Madre de Dios visita el infierno, y el arcángel Miguel la guía «por los
    tormentos». Ella ve a los pecadores y contempla sus padecimientos. Allí aparece, entre
    otras, una categoría interesantísima de pecadores en un lago ardiente: a quienes se
    hunden en ese lago, de modo que ya no pueden volver a la superficie, «a ésos Dios ya
    los olvida», expresión ésta de extraordinaria fuerza y profundidad. Pues bien, la Madre
    de Dios, conmovida y llorosa, se postra ante el trono divino y solicita el perdón para
    todos cuantos están en el infierno, para todos a los que ha visto allá, sin distinciones.
    Su conversación con Dios es de un interés colosal. Suplica, no ceja, y cuando Dios le
    señala las manos y pies de su hijo, atravesados por clavos y le pregunta: «¿Cómo voy a
    perdonar a sus verdugos?», ella ordena a todos los santos, a todos los mártires, a
    todos los ángeles y arcángeles que caigan de rodillas junto a ella y que rueguen por el
    perdón de todos sin excepción. Finalmente, la Virgen obtiene de Dios una suspensión
    de los tormentos, todos los años, desde el Viernes Santo hasta el día de Pentecostés, y
    desde el infierno los pecadores dan las gracias al Señor, proclamando: «Justo eres,
    262
    Señor, y es justa tu sentencia». Pues mi poemita habría sido por el estilo de haber
    surgido en aquella época. Él aparece en escena; es verdad que no dice nada en el
    poema, se limita a aparecer y pasar de largo. Quince siglos han transcurrido ya desde
    que prometió volver a su reino, desde que su profeta dejó escrito: «Vengo pronto».
    «Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni
    el Hijo, sino el Padre», como Él mismo dijo cuando aún estaba en la tierra. No
    obstante, la humanidad lo espera con la misma fe de antaño y con el mismo afecto de
    antaño. Oh, incluso con mayor fe, pues ya han pasado quince siglos desde que
    cesaron las garantías que el hombre recibía del cielo:




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:20

    ***
    Confía en lo que el corazón te diga.
    No hay garantías de los cielos.
    »¡Y solo quedaba la fe en lo que hubiera dicho el corazón! Es cierto que entonces
    abundaban los milagros. Había santos que obraban curaciones milagrosas; a algunos
    justos, según consta en los relatos de sus vidas, se les aparecía la mismísima Reina de
    los Cielos. Pero el diablo no duerme, y entre los hombres cundió la duda acerca de la
    autenticidad de tales milagros. Justamente entonces apareció en el norte, en
    Alemania, una nueva y terrible herejía. Una inmensa estrella, “ardiendo como una
    estrella” (es decir, la Iglesia), cayó “en las fuentes de las aguas”, que “fueron hechas
    amargas”. Estas herejías, de manera blasfema, empezaron a negar los milagros. Pero,
    por eso mismo, quienes se mantienen fieles creen con más fervor. Las lágrimas de la
    humanidad siguen elevándose hacia Él como antes, lo esperan, lo aman, confían en Él,
    ansían padecer y morir por Él, igual que antes. Tantos siglos imploró la humanidad con
    fe y con pasión: “Oh, Señor, ven a nosotros”; tantos siglos lo estuvo invocando, para
    que Él, en su infinita compasión, quisiera descender junto a los suplicantes. Ya había
    descendido, ya había visitado con anterioridad a algunos justos, mártires y santos
    anacoretas estando aún en la tierra, tal y como está escrito en los relatos de sus vidas.
    Entre nosotros, Tiútchev, profundamente convencido de la veracidad de sus propias
    palabras, ha proclamado:
    Abrumado por el peso de la cruz,
    de punta a punta, mi querida tierra,
    como un simple esclavo, el Rey de los Cielos
    te ha recorrido bendiciéndote.
    »Algo que ha ocurrido indefectiblemente, te lo digo yo. He aquí que Él deseó
    mostrarse aunque solo fuera un momento al pueblo, a ese pueblo atormentado,
    sufriente, que peca de un modo hediondo pero que lo ama con un amor de niño. La
    acción de mi poema tiene lugar en España, en Sevilla, en los tiempos más atroces de la
    Inquisición, cuando en el país ardían a diario las hogueras para glorificar a Dios y
    en grandiosos autos de fe
    quemaban a los pérfidos herejes.

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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:21

    ***

    »Naturalmente, no fue ése su prometido descenso a la tierra, tal y como se presentará
    en el fin de los tiempos, con toda su gloria celestial, de forma repentina, “como el
    relámpago sale del oriente y resplandece hasta el occidente”. No, solo quiso visitar
    brevemente a sus hijos, precisamente allí donde crepitaban las hogueras de los
    herejes. Por su misericordia infinita, caminó una vez más entre las gentes, en la misma
    forma humana que había tenido cuando habitó durante tres años en medio de los
    hombres, quince siglos antes. Desciende a las “tórridas callejas” de la ciudad
    meridional, precisamente allí donde la misma víspera, en “un grandioso auto de fe”,
    en presencia del rey, de la corte, de caballeros, de cardenales y de hermosísimas
    cortesanas, delante de la numerosa población de toda Sevilla, el cardenal y gran
    inquisidor había hecho quemar a cerca de un centenar de herejes ad majorem gloriam
    Dei. Aparece en silencio, discretamente, pero todos, por raro que parezca, lo
    reconocen. Éste podría ser uno de los mejores pasajes del poema; quiero decir, por
    qué, precisamente, lo reconocen. La gente, arrastrada por una fuerza invencible, se
    dirige hacia Él, lo rodea, se apelotona a su alrededor, lo sigue. Él avanza en silencio
    entre la multitud, con una sonrisa callada de infinita compasión. Arde en su corazón el
    sol del amor, brotan de sus ojos los rayos de la Luz, de la Iluminación y de la Fuerza y,
    derramándose sobre los hombres, despierta en sus corazones un amor recíproco.
    Tiende los brazos hacia ellos, los bendice y, al contacto con Él, incluso con sus
    vestiduras, surge una fuerza que da salud. Un anciano, ciego desde la infancia, grita en
    medio de la multitud: “Cúrame, Señor, y así podré verte”, y de pronto se le caen una
    especie de escamas de los ojos, y el ciego ve al Señor. El pueblo llora y besa la tierra
    que pisa. Los niños arrojan flores a su paso, proclaman y cantan: “¡Hosanna!”. “Es Él,
    es Él —repite todo el mundo—, tiene que ser Él, no puede ser otro.” Se detiene en el
    atrio de la catedral de Sevilla justo en el momento en que introducen en el templo,
    entre llantos, un pequeño ataúd blanco, abierto: descansa en él una niña de siete años,
    hija única de un ciudadano ilustre. La criatura muerta está cubierta de flores. “Él
    resucitará a tu hija”, grita una voz entre la muchedumbre a la madre que llora. El deán
    del cabildo catedralicio, que ha salido al encuentro del féretro, mira perplejo y frunce
    el ceño. Pero de pronto resuena el lamento de la madre de la niña muerta. La mujer se
    arroja a los pies del Señor: “¡Si eres Tú, resucita a mi hija!”, exclama, tendiendo los
    brazos hacia Él. El cortejo se detiene, depositan el féretro en el suelo del atrio, a sus
    pies. Él mira con compasión, y sus labios, dulcemente, vuelven a ordenar: “Talitá kum,
    que quiere decir: Muchacha, a ti te digo, levántate”. La muchacha se incorpora en el
    féretro, se sienta y mira sonriente, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Tiene en
    las manos el ramillete de rosas blancas con el que yacía en el ataúd. La gente está
    emocionada, hay gritos y llantos; y en ese mismo instante cruza la plaza de la catedral
    el mismísimo cardenal, el gran inquisidor.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:22

    ***

    Es un anciano de casi noventa años, alto y
    erguido, de rostro enjuto, con los ojos hundidos, pero en los que aún brilla como una
    264
    chispa de fuego. Oh, no viste sus espléndidos ropajes cardenalicios, con los que ayer
    se pavoneaba ante el pueblo mientras quemaban a los enemigos de la fe romana; no,
    en estos momentos no lleva más que su viejo y tosco hábito monástico. A una
    distancia prudencial lo siguen sus siniestros auxiliares y siervos, así como la guardia
    “sagrada”. Se detiene delante de la multitud y la observa desde lejos. Lo ha visto
    todo, ha visto cómo ponían el ataúd a sus pies, ha visto cómo resucitaba a la doncella,
    y la expresión se le ha ensombrecido. Frunce sus pobladas cejas encanecidas, y su
    mirada resplandece con un fuego siniestro. Extiende el dedo índice y ordena a sus
    guardias que lo prendan. Y es tanta su fuerza, hasta tal punto tiene al pueblo
    adoctrinado, sometido y habituado a obedecer temblando sus órdenes que la
    muchedumbre de inmediato abre paso a los guardias, y éstos, en medio del silencio
    sepulcral que se ha hecho de repente, lo detienen y se lo llevan. En un abrir y cerrar de
    ojos, la multitud, como un solo hombre, inclina la cabeza hasta el suelo ante el anciano
    inquisidor, el cual, sin decir una palabra, bendice al pueblo y sigue su camino. La
    guardia conduce al prisionero a una mazmorra abovedada, angosta y tenebrosa, en el
    viejo caserón del Santo Oficio, y allí lo dejan encerrado. Pasa el día, cae la oscura,
    sofocante y “mortecina” noche sevillana. El aire “huele a laurel y a limonero”. En
    medio de las profundas tinieblas, se abre la puerta de hierro de la mazmorra y el gran
    inquisidor en persona entra lentamente con un candil en la mano. Está solo; a su
    espalda la puerta se cierra de inmediato. Se detiene cerca del umbral y se queda
    mucho tiempo, un minuto, quizá dos, contemplando el rostro del preso. Por fin, se
    acerca con paso quedo, deja el candil en la mesa y le dice: “¿Eres Tú? ¿Tú? —Pero, sin
    recibir respuesta, añade enseguida—: No contestes, guarda silencio. Además, ¿qué
    podrías decir? De sobra sé lo que dirías. No tienes derecho a añadir nada a lo que ya
    has dicho antes. ¿Por qué has venido a estorbarnos? Porque Tú has venido a
    estorbarnos, y también lo sabes. Pero ¿acaso sabes lo que ocurrirá mañana? Yo no sé
    quién eres ni quiero saberlo, si en verdad eres Tú o solo una apariencia suya, pero
    mañana te condenaré y te haré quemar en la hoguera, como al más vil de los herejes, y
    bastará un solo gesto mío para que el mismo pueblo que hoy te ha besado los pies
    mañana se lance a avivar las brasas de tu hoguera, ¿lo sabes? Sí, puede que lo sepas”,
    añadió, profundamente caviloso, sin apartar un instante la mirada de su prisionero.
    —No acabo de entender, Iván, qué significa todo esto —sonrió Aliosha, que
    llevaba todo ese tiempo escuchando en silencio—: ¿se trata, simplemente, de una
    fantasía sin límites, o de algún error del viejo, de un imposible qui pro quo?




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:23

    ***
    —Admite aunque sea esto último —se echó a reír Iván—, si es que el realismo
    contemporáneo te ha estragado el gusto y ya no puedes tolerar nada fantástico.
    ¿Prefieres que sea un qui pro quo? Pues muy bien. Es verdad —volvió a reírse—, el
    viejo tiene noventa años, hace ya tiempo que podía haber perdido el juicio dándole
    vueltas a su idea. El prisionero, además, podía haberlo impresionado vivamente por su
    265
    aspecto. Podía tratarse, en fin, de una alucinación, del delirio de un anciano de
    noventa años a las puertas de la muerte, excitado, además, por el auto de fe de la
    víspera, con sus cien herejes quemados. Pero ¿qué más nos da, a ti y a mí, que sea un
    qui pro quo o una fantasía sin límites? La cuestión es que el viejo necesita explicarse,
    que por fin, a sus noventa años, se manifiesta y dice en voz alta todo lo que en
    noventa años ha callado.
    —¿Y el prisionero también calla? ¿Se queda mirándolo sin decir una palabra?
    —En efecto, así tiene que ser de todas todas. —Iván se rió de nuevo—. El viejo lo
    advierte de que no tiene derecho a añadir nada a lo que ya ha dicho antes. Si quieres,
    en eso consiste el rasgo fundamental del catolicismo romano, al menos, a mi entender.
    «Tú le has cedido todo al Papa —vienen a decirle—, así que ahora todo está en manos
    del Papa, mejor no vengas a estorbar, al menos hasta la hora señalada.» No solo
    hablan en ese sentido, sino que incluso escriben de esa manera; por lo menos, es lo
    que hacen los jesuitas. Yo lo he leído en sus teólogos. «¿Tienes derecho acaso a
    revelarnos uno solo de los misterios del mundo del que has venido? —le pregunta mi
    viejo, y él mismo se responde—: No, no tienes derecho a hacerlo, para no añadir nada
    a lo que ya está dicho y para no privar a los hombres de su libertad, una libertad que
    tanto defendiste cuando habitaste entre nosotros. Todo cuanto anunciaras ahora por
    primera vez atentaría contra la libertad de la fe de los hombres, pues se presentaría
    como un milagro; en cambio, entonces, hace mil quinientos años, la libertad de su fe
    era lo más valioso para ti. Fuiste Tú quien repitió entonces con frecuencia: “Quiero
    haceros libres”. Pues bien, ya has visto a esos hombres “libres” —añade de pronto el
    viejo con una sonrisa reflexiva—. Sí, todo esto nos ha salido muy caro —prosigue,
    mirándolo con severidad—, pero al fin hemos terminado esta obra en tu nombre.
    Quince siglos de sufrimiento nos ha costado esa libertad, pero ahora el asunto está
    concluido y zanjado de una vez por todas. ¿No crees que esté zanjado de una vez por
    todas? ¿Me miras con aire sumiso y no me concedes siquiera tu indignación? Pero
    debes saber que ahora, en nuestros días, estos hombres están más seguros que nunca
    de que son enteramente libres, y entretanto ellos mismos nos han traído su libertad y
    la han depositado dócilmente a nuestros pies. Pero eso lo hemos hecho nosotros; ¿es
    ésta la libertad que deseabas?»





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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:23

    ***
    —Tampoco ahora lo entiendo —le interrumpió Aliosha—; ¿acaso ironiza, se burla?
    —De ningún modo. Precisamente está presentando como un mérito suyo y de los
    suyos el hecho de haber triunfado sobre la libertad, y todo con tal de hacer felices a
    los hombres. «Pues solo ahora —se refiere, como es natural, a la Inquisición— se ha
    hecho posible por primera vez pensar en la felicidad del hombre. Los hombres fueron
    creados con una naturaleza rebelde: ¿pueden los rebeldes ser felices? Te habían
    avisado —sigue diciendo—, no te faltaron advertencias e indicaciones, pero no hiciste
    caso de tales advertencias; rechazaste el único camino que conducía a la felicidad de
    266
    los hombres; no obstante, al marcharte, afortunadamente, pusiste tu obra en nuestras
    manos. Lo prometiste, empeñaste en ello tu palabra, nos otorgaste el derecho a atar y
    desatar, y ahora, por descontado, no pienses siquiera en quitarnos ese derecho. ¿Por
    qué has tenido que venir a estorbarnos?»
    —¿Qué quiere decir eso de que no le faltaron advertencias e indicaciones? —
    preguntó Aliosha.
    —Precisamente eso es lo más importante de todo lo que al viejo le toca explicar.
    «Un espíritu tan terrible como inteligente, el espíritu de la autodestrucción y la
    inexistencia —sigue diciendo el viejo—, el gran espíritu habló contigo en el desierto y,
    según dicen los libros, te “tentó”. ¿Es cierto? ¿Podría acaso decirse algo más
    verdadero que aquellas tres preguntas que te formuló, y que tú rechazaste, y que en
    los libros se conocen como “tentaciones”? Y lo cierto es que, si alguna vez se ha
    obrado en la tierra un milagro realmente atronador, fue precisamente aquel día, el día
    de las tres tentaciones. La mera formulación de esas tres preguntas ya era, justamente,
    un milagro. Si fuera posible imaginar, solo a modo de prueba y de ejemplo, que esas
    tres preguntas del terrible espíritu se hubieran perdido sin dejar rastro en los libros y
    que fuera preciso restablecerlas, idearlas y componerlas de nuevo para volver a
    introducirlas en esos libros, y que hubiera que reunir con ese fin a todos los sabios de
    la tierra, a gobernantes, prelados, científicos, filósofos y poetas, diciéndoles:
    “Discurrid, formulad tres preguntas, pero han de ser tales que, además de responder a
    la magnitud del acontecimiento, expresen por encima de todo, en tres palabras, en
    solo tres frases humanas, toda la historia futura del mundo y de la humanidad”, ¿crees
    Tú que toda la sabiduría de la tierra, así reunida, podría concebir algo remotamente
    parecido, en fuerza y profundidad, a esas tres preguntas que de hecho te formuló
    entonces, en el desierto, el poderoso e inteligente espíritu? Solo por esas preguntas,
    por el simple milagro de su formulación, se comprende que no se trata de una
    inteligencia humana corriente, sino de una inteligencia eterna y absoluta. Pues en esas
    tres preguntas está como englobada y profetizada toda la historia sucesiva del hombre
    y en ellas se presentan los tres modelos a los que se reducen todas las irresolubles
    contradicciones históricas de la naturaleza humana en la tierra. Entonces eso no podía
    resultar tan evidente, ya que se desconocía el futuro; pero ahora, quince siglos más
    tarde, vemos cómo en esas tres preguntas está todo previsto y profetizado, y se han
    justificado hasta tal punto que es imposible añadirles ni quitarles nada.






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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:24

    ***
    »Así pues, Tú decides quién tenía razón: ¿Tú o aquel que entonces te interrogó?
    Recuerda la primera pregunta; si no era así literalmente, su sentido era éste: “Tú
    pretendes ir al mundo, y vas con las manos vacías, con una vaga promesa de libertad:
    una libertad que ellos, en su simplicidad y en su arbitrariedad innata, son incapaces de
    concebir siquiera; una libertad que temen y que les asusta, pues nunca ha habido para
    el hombre y para la sociedad humana nada más insoportable que la libertad. ¿Ves esas
    267
    piedras del desierto árido y ardiente? Transfórmalas en panes y la humanidad correrá
    detrás de ti como un rebaño, agradecido y dócil, aunque siempre estará temblando de
    miedo ante la posibilidad de que retires tu mano y los dejes sin pan”. Pero tú no
    quisiste privar al hombre de libertad y rechazaste la propuesta, pues ¿qué libertad
    puede haber, debiste pensar, si la obediencia se compra con pan? Replicaste que no
    solo de pan vive el hombre, pero has de saber que en nombre de ese pan terrenal se
    rebelará contra ti el espíritu de la tierra, luchará y te derrotará, y todos lo seguirán,
    proclamando: “¿Quién es semejante a la bestia, que nos ha dado el fuego del cielo?”.
    Has de saber que pasarán los siglos y la humanidad proclamará, por boca de la
    sabiduría y de la ciencia, que no existe el crimen ni, por tanto, tampoco el pecado,
    sino que existen solo los hambrientos. “¡Dales de comer, y pregúntales entonces por
    sus virtudes!”; eso escribirán en la bandera que levantarán contra ti y que agitarán para
    destruir tu templo. Un nuevo edificio se alzará allí donde estaba tu templo, la horrible
    torre de Babel volverá a edificarse, y aunque tampoco ésta se vea culminada, como
    ocurrió con la primera, tú siempre habrías podido evitar la construcción de esta nueva
    torre y acortar en mil años los sufrimientos de los hombres, pues solo acudirán a
    nosotros, ¡después de haber padecido mil años con su torre! Vendrán otra vez a
    buscarnos bajo la superficie de la tierra, en catacumbas, donde estaremos ocultos,
    porque seremos nuevamente perseguidos y martirizados, y, al encontrarnos, nos
    implorarán: “¡Dadnos de comer, porque aquellos que nos habían prometido el fuego
    del cielo no nos lo han traído!”. Y entonces acabaremos de edificar su torre, pues
    culminarán la construcción quienes den de comer, y solo nosotros daremos de comer
    en tu nombre, y mentiremos al decir que lo hacemos en tu nombre. ¡Oh, nunca, nunca,
    podrán alimentarse sin nosotros! Ninguna ciencia les proporcionará pan mientras sigan
    siendo libres, pero al final depositarán su libertad a nuestros pies, diciéndonos: “Es
    preferible que nos hagáis vuestros esclavos, pero dadnos de comer”. Al fin
    comprenderán que son incompatibles la libertad y el pan terrenal en abundancia para
    todos, pues nunca, nunca serán capaces de repartirlo entre ellos. Se convencerán
    también de que jamás podrán ser libres, pues son débiles, depravados, mezquinos y
    rebeldes. Tú les prometiste el pan celestial, pero, vuelvo a repetir, ¿puede acaso, a los
    ojos de la débil tribu humana, siempre depravada y siempre ingrata, compararse con el
    pan de la tierra? Y, aun admitiendo que te siguieran, en nombre de ese pan celestial,
    miles y decenas de miles de seres humanos, ¿qué sería de los millones y decenas de
    miles de millones que son incapaces de prescindir del pan terrenal a cambio del
    celestial? ¿O es que reservas tu amor para las decenas de miles de individuos fuertes y
    poderosos, mientras que los demás, que son millones, que son incontables como las
    arenas del desierto, que te aman, a pesar de ser débiles, solo han de servir como
    material para los grandes y los fuertes?




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:25

    ***
    No, para nosotros también los débiles son
    dignos de amor. Son depravados y rebeldes, pero al final también ellos se tornarán
    268
    sumisos. Se quedarán asombrados y nos tendrán por dioses, porque, poniéndonos al
    frente de ellos, habremos aceptado cargar con su libertad y reinar sobre ellos: ¡así de
    espantosa les resultará, al final, la idea de ser libres! Pero les diremos que somos tus
    discípulos y que reinamos en tu nombre. Una vez más, los estaremos engañando, pues
    a ti ya no te dejaremos acercarte. Esa impostura será nuestro tormento, ya que nos
    habremos visto obligados a mentir. Ése es el sentido de aquella primera pregunta del
    desierto, aquella que Tú rechazaste en nombre de la libertad, que situaste por encima
    de todo. Lo cierto es que en esa pregunta se encerraba el gran secreto de este
    mundo. De haber aceptado “los panes”, habrías respondido a esa angustiosa
    pregunta, eterna y universal, de los hombres, lo mismo tomados de uno en uno que
    tomados en su conjunto: “¿Ante quién inclinarse?”. Para el hombre no hay
    preocupación más constante y penosa que la de descubrir lo antes posible, apenas
    alcanzada la libertad, ante quién inclinarse. Mas lo que busca el hombre es doblegarse
    ante algo que sea indiscutible, tan indiscutible que todos los hombres accedan a
    reverenciarlo con unanimidad. Pues todo el afán de estas criaturas deplorables no
    consiste ya en encontrar algo ante lo que tal o cual individuo pueda doblegarse, sino
    en dar con aquello en lo que todos crean y todos reverencien, todos a una,
    necesariamente. Y esa necesidad de comunión en la sumisión constituye el mayor
    tormento de cada individuo, así como de la humanidad en su conjunto, desde el
    origen de los tiempos. Por culpa de esa sumisión colectiva, los hombres se han
    exterminado con la espada. Han creado a los dioses y se han desafiado, diciendo:
    “¡Renunciad a vuestros dioses y acudid a adorar a los nuestros, si no queréis la muerte
    para vosotros mismos y para los dioses vuestros!”. Y así seguirá siendo hasta el fin del
    mundo: incluso cuando los dioses hayan desaparecido, los hombres seguirán
    postrándose ante ídolos. Tú conocías, no podías dejar de conocer este secreto
    fundamental de la naturaleza humana, pero rechazaste la única bandera infalible que
    se te había ofrecido para obligar a todo el mundo a inclinarse ante ti sin discusión: la
    bandera del pan terrenal, que rechazaste en nombre de la libertad y del pan celestial.
    Fíjate en lo que has hecho después. ¡Y siempre en nombre de la libertad! Te repito
    que no hay para el hombre preocupación más espantosa que la de encontrar a alguien
    a quien entregar, cuanto antes, el don de la libertad con el que nace este ser
    desdichado. Pero solo quien tranquiliza su conciencia consigue dominar la libertad de
    los hombres. Con el pan se ponía en tus manos una bandera infalible: si le das pan a
    un hombre, se inclinará ante ti, pues nada hay más infalible que el pan; pero, si alguien
    se apodera de la conciencia de ese hombre, éste despreciará tu pan e irá detrás de
    aquel que ha seducido su conciencia. En eso tenías razón. Y es que el misterio de la
    existencia humana no consiste únicamente en vivir, sino en saber para qué se vive. Sin
    una idea precisa del sentido de su vida, el hombre no quiere vivir y prefiere matarse
    antes que seguir en la tierra, por mucho que nade en la abundancia.





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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:21

    ***

    Y, sin embargo,
    ya ves lo que ocurrió: en vez de someter la libertad de los hombres, ¡Tú se la hiciste
    aún mayor! ¿O acaso habías olvidado que el hombre aprecia más la tranquilidad o
    incluso la muerte que la libertad para discernir el bien y el mal? No hay nada que
    seduzca más al hombre que el libre albedrío, pero tampoco hay nada que lo haga
    sufrir más. Pues bien, en lugar de establecer unas bases firmes para tranquilizar,
    definitivamente, la conciencia de la gente, te inclinaste por todo lo extraordinario,
    misterioso e indefinido, todo lo que no está al alcance de las fuerzas humanas,
    actuando como si no amaras en absoluto a los hombres; ¡y eso lo hiciste Tú, ni más ni
    menos, que habías venido a dar la vida por ellos! En vez de domeñar la libertad
    humana, la multiplicaste, abrumando con sus tormentos el reino espiritual de los
    hombres por los siglos de los siglos. Pretendías que el hombre amara libremente, que
    te siguiera por su propia voluntad, seducido y cautivado por ti. En lugar de someterse
    al rigor de la vieja ley, el hombre, de corazón libre, tendría que discernir en lo sucesivo
    el bien y el mal, sin otra guía que tu imagen delante de los ojos. Pero ¿de verdad no
    previste que el hombre acabaría renegando de ti y que llegaría a poner en cuestión tu
    imagen y tu verdad, oprimido por la carga espantosa del libre albedrío? Proclamará al
    final que la verdad no está en ti, pues era imposible dejarlos en mayor turbación y
    tormento de lo que hiciste Tú, cargándolos de preocupaciones y problemas
    irresolubles. De ese modo, Tú mismo sentaste las bases para la destrucción de tu
    reino, y a nadie puedes culpar más que a ti. ¿Acaso era eso lo que te habían
    propuesto? Hay tres fuerzas, tres únicas fuerzas en la tierra capaces de someter y
    subyugar para siempre la conciencia de esos débiles rebeldes, en aras de su propia
    felicidad: el milagro, el misterio y la autoridad. Tú rechazaste las tres, y así diste
    ejemplo. Cuando el espíritu terrible y sabio te transportó al pináculo del templo, te
    dijo: “Si quieres saber si eres el hijo de Dios, arrójate al vacío, pues se ha dicho que los
    ángeles lo sostendrán y lo llevarán, y Él no caerá ni se lastimará; entonces sabrás si
    eres el hijo de Dios, y así demostrarás tu fe en tu padre”; pero Tú, después de
    escucharle, rechazaste su proposición, no accediste y no te arrojaste al vacío. Oh, sí,
    actuaste entonces como un Dios, mostrando orgullo y grandeza, pero la humanidad,
    esa débil tribu rebelde, ¿está formada acaso por dioses?





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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:22

    ***

    Oh, entonces comprendiste
    que con un solo paso, haciendo un simple ademán de arrojarte al vacío, habrías
    tentado de inmediato al Señor y habrías perdido toda fe en Él. Te habrías estrellado,
    para regocijo del espíritu inteligente que te tentaba, contra la tierra que habías venido
    a salvar. Pero, insisto, ¿hay muchos como Tú? Y ¿alguna vez habías imaginado, solo
    por un momento, que los hombres serían capaces de resistir semejante tentación? ¿Es
    propio de la naturaleza humana rechazar el milagro y atenerse, en los terribles trances
    de la vida, cuando se plantean los dilemas espirituales más atroces, esenciales y
    dolorosos, a lo que libremente dispone el corazón? Oh, Tú sabías que tu proeza
    quedaría recogida en los libros, que llegaría al fondo de los tiempos y a los últimos
    confines de la tierra, y contabas con que el hombre, siguiéndote a ti, también
    conservaría a Dios sin necesidad de milagros. Pero ignorabas que el hombre, apenas
    cuestiona el milagro, rechaza de inmediato a Dios, pues el hombre busca el milagro
    más que a Dios. Y, como el hombre carece de fuerzas para prescindir de los milagros,
    se forja sus propios milagros, y se inclina ante los prodigios del curandero, o ante la
    brujería, aunque sea cien veces rebelde, herético y ateo. Tú no bajaste de la cruz
    cuando te gritaban, mofándose e intentando provocarte: “Desciende de la cruz y
    creeremos que eres Tú”. No bajaste, porque tampoco querías esclavizar al hombre con
    un milagro, buscabas una fe libre, no una fe milagrosa. Anhelabas un amor libre, no el
    éxtasis servil del esclavo ante una demostración de poder que lo dejaría aterrorizado
    para siempre. Otra vez te forjaste una idea en exceso elevada de los hombres, pues
    éstos son esclavos, sin duda, aunque hayan sido creados rebeldes. Examina los hechos
    y juzga, ya han transcurrido quince siglos, observa a los hombres: ¿a quién has elevado
    hasta ti? ¡Te juro que el hombre es una criatura más débil y mezquina de lo que
    imaginabas! ¿Cómo podría, cómo, hacer lo que Tú has hecho? Al apreciarlo tanto, has
    obrado como si ya no te apiadaras de él, exigiéndole más de la cuenta; y eso Tú, ¡Tú,
    que lo amabas más que a ti mismo! De haberlo apreciado menos, también le habrías
    exigido menos, y le habrías impuesto una carga más liviana, en consonancia con tu
    amor. El hombre es frágil y ruin. ¿Qué más da que ahora se levante en todas partes
    contra nuestro poder y se jacte de su rebeldía? Ésa es la jactancia del niño y del
    escolar. Son como chiquillos que se han amotinado en clase y han echado al maestro.
    También al alborozo de los niños le llegará su fin, y lo pagarán caro. Derribarán los
    templos y cubrirán de sangre la tierra. Pero al final esos niños estúpidos caerán en la
    cuenta de que, por muy rebeldes que sean, carecen de fuerza y no son capaces de
    mantener mucho tiempo su rebelión. Derramando sus estúpidas lágrimas, acabarán
    comprendiendo que el Creador, creándolos rebeldes, lo que quería era burlarse de
    ellos. Así lo proclamarán, desesperados, y lo dicho por ellos será una blasfemia que los
    hará más infelices, pues la naturaleza humana no soporta la blasfemia y al final siempre
    acaba vengándola. Esto es, pues, lo que hay: desasosiego, turbación y desdicha; ¡tal es
    la suerte de los hombres después de todo lo que has sufrido por su libertad!


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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:23

    ***

    En su
    visión alegórica, tu gran profeta dice que vio a todos los participantes en la primera
    resurrección y que eran doce mil de cada tribu. Y, aun siendo tantos, más que
    hombres, eran como dioses. Habían soportado tu cruz, habían soportado décadas de
    hambre y aridez en el desierto, alimentándose de langostas y raíces; ciertamente,
    puedes señalar con orgullo a estos hijos de la libertad, del libre amor, del sacrificio
    libre y sublime en tu nombre. Recuerda, no obstante, que eran apenas unos cuantos
    miles y, para colmo, como dioses; pero ¿y los demás? ¿Qué culpa tienen los otros, los
    débiles, de no haber podido soportar lo mismo que los poderosos? ¿Qué culpa tiene
    un alma frágil si no tiene fuerzas para alojar tan terribles dones? ¿O es acaso cierto que
    viniste solo a los elegidos y para los elegidos? Pero, en tal caso, hay en ello un misterio
    que no podemos comprender. Y, si hay un misterio, también nosotros teníamos
    derecho a predicar ese misterio y a enseñar a los hombres que lo importante no es ni
    la libre elección de los corazones ni el amor, sino el misterio, al que deben someterse
    ciegamente, aunque sea contra los dictados de su conciencia. Eso es lo que hemos
    hecho. Hemos corregido tu obra, basándola en el milagro, en el misterio y en la
    autoridad. Y la gente se alegra al verse otra vez conducida como un rebaño y al
    comprobar que ya no pesa sobre su corazón un don tan terrible, que tantos tormentos
    les había acarreado. Dime si no hemos hecho bien al predicar y obrar de este modo.
    ¿No amábamos acaso a la humanidad cuando reconocíamos humildemente su
    impotencia, cuando aliviábamos su carga con amor, cuando incluso le tolerábamos el
    pecado a su frágil naturaleza, siempre que pecara con nuestro consentimiento?
    Entonces, ¿por qué has tenido que venir a entorpecer nuestra obra? Y ¿por qué me
    miras ahora en silencio, fijamente, con tus dulces ojos? Deberías irritarte, yo no aspiro
    a tu amor, porque tampoco te amo. ¿Para qué iba a ocultártelo? ¿O es que te crees
    que no sé con quién hablo? Todo cuanto tengo que decirte Tú ya lo sabes: lo leo en
    tus ojos. No tengo por qué ocultarte nuestro secreto. Pero es posible que prefieras
    oírlo de mis labios. Pues bien, escucha: nosotros no estamos contigo, sino con él, ¡ése
    es nuestro secreto! Hace mucho que estamos con él, y no contigo, hace ya ocho siglos
    de eso. Hace justo ocho siglos aceptamos de él aquello que tú habías rechazado
    indignado, el último don que te ofreció al mostrarte todos los reinos terrenales: de él
    recibimos Roma y la espada del César y nos declaramos reyes de la tierra, los únicos
    reyes, aunque todavía no hayamos podido culminar nuestra empresa. Pero ¿quién
    tiene la culpa? Oh, nuestra empresa está todavía en mantillas, pero ya está en marcha.
    Aún habrá que esperar mucho tiempo para su culminación, la tierra tiene aún por
    delante muchos padecimientos, pero alcanzaremos nuestra meta y seremos césares; ya
    pensaremos entonces en la felicidad universal. No obstante, ya entonces pudiste haber
    empuñado la espada del César.



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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:24

    ***

    ¿Por qué rechazaste ese último don? De haber
    aceptado el tercer consejo del poderoso espíritu, habrías podido ofrecerle al hombre
    todo cuanto precisa en la tierra; es decir: alguien ante el que inclinarse, alguien a quien
    confiar su conciencia, y el medio de unirse todos finalmente en un hormiguero común,
    incontestable y unánime, pues la necesidad de una unión universal constituye el tercer
    y último tormento de la raza humana. La humanidad, en su conjunto, siempre ha
    tendido, indefectiblemente, a organizarse sobre una base universal. Ha habido muchos
    pueblos importantes con una historia gloriosa, pero, cuanto más destacaron esos
    pueblos, tanto más desgraciados fueron, por experimentar con más intensidad que los
    otros la necesidad de la unión universal de los hombres. Los grandes conquistadores,
    los Tamerlán, los Gengis Jan, pasaron como un torbellino sobre la tierra, ansiosos por
    conquistar el orbe entero, pero hasta ellos, aunque inconscientemente, expresaban
    esa misma necesidad profunda que siente la humanidad de alcanzar la plena unión
    universal. Si hubieras aceptado el mundo y la púrpura imperial, habrías fundado el
    reino universal y traído la paz al mundo entero. Pues ¿quién iba a señorear sobre los
    hombres mejor que aquellos que dominen las conciencias y que tengan el pan en sus
    manos? Nosotros empuñamos la espada del César, y al empuñarla, naturalmente,
    renegamos de ti y nos unimos a él. Oh, pasarán aún siglos enteros de excesos del
    librepensamiento, de ciencia humana y de antropofagia, pues, una vez que han
    empezado a levantar sin nosotros su torre de Babel, los hombres acabarán en la
    antropofagia. Sin embargo, en ese momento la bestia se arrastrará hasta nosotros y
    nos lamerá los pies, rociándolos con las lágrimas sangrientas de sus ojos. Y
    cabalgaremos a la bestia, alzando nuestra copa, donde habremos grabado:
    “¡Misterio!”. Entonces, y solo entonces, llegará para la gente el reino de la paz y la
    felicidad. Tú estás orgulloso de tus elegidos, pero solo cuentas con esos elegidos,
    mientras que nosotros traeremos el sosiego a todos los hombres. Y eso no es todo:
    aún habrá que ver cuántos de esos elegidos, de los fuertes destinados a figurar entre
    los elegidos, cansados finalmente de esperarte, han rendido, y aún siguen rindiendo,
    las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón a otro campo, y acabarán alzando
    contra ti su libre bandera. Pero tú mismo has alzado esa bandera. En cambio, con
    nosotros, todos serán felices y no habrá más rebeliones ni matanzas, como las que,
    gracias a tu libertad, cunden por todas partes. Oh, los convenceremos de que solo
    serán realmente libres en el momento en que, poniendo su libertad en nuestras
    manos, se entreguen a nosotros. ¿Y qué? ¿Será verdad o estaremos mintiendo? Ellos
    verán que les decimos la verdad cuando recuerden los horrores de la servidumbre y la
    angustia que les había traído tu libertad


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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:25

    ***
    La libertad, el librepensamiento y la ciencia
    los conducirán a tal laberinto y los colocarán ante tales prodigios y misterios
    insondables que algunos de ellos, los indomables y feroces, se matarán a sí mismos;
    otros, igualmente indomables, pero débiles, se matarán entre ellos; y el resto, el tercer
    grupo, el de los pusilánimes e infelices, se arrastrará a nuestros pies, gritando: “¡Teníais
    razón! Tan solo vosotros estabais en posesión de su secreto; ahora volvemos a
    vosotros, ¡salvadnos de nosotros mismos!”. Cada vez que reciban de nosotros el pan,
    verán, naturalmente, con toda claridad, que nosotros les quitamos su pan, el pan que
    obtienen con sus manos, para luego distribuirlo entre ellos, sin realizar ningún milagro;
    verán que no hemos convertido las piedras en pan, pero, en verdad, más que del
    propio pan, ¡se alegrarán de recibirlo de nuestras manos! Porque recordarán
    perfectamente que antes, sin nosotros, los panes que habían obtenido se convertían
    en piedras en sus manos; en cambio, al volver con nosotros, las mismas piedras, en sus
    manos, se transforman en pan. ¡Comprenderán muy bien lo que vale someterse para
    siempre! Y, mientras no lo comprendan, los hombres serán infelices. ¿Puedes decirme
    quién ha contribuido más que nadie a esa incomprensión? ¿Quién ha dividido el
    rebaño y lo ha dispersado por caminos ignotos? Pero el rebaño volverá a reunirse y
    volverá a someterse, y esta vez para siempre. Entonces les daremos una felicidad
    tranquila y serena, una felicidad de seres débiles, como son ellos. Oh, y al final los
    convenceremos de que no deben enorgullecerse, pues Tú, al ensalzarlos, los
    enseñaste a ser orgullosos; les demostraremos que son débiles, que son solo unos
    niños dignos de lástima y, al mismo tiempo, que no hay felicidad más dulce que la de
    los niños. Se mostrarán tímidos, empezarán a mirarnos y a apretarse, muertos de
    miedo, contra nosotros, como los polluelos contra la gallina clueca. Sentirán una
    mezcla de asombro y de espanto ante nosotros, y se enorgullecerán de nuestro poder
    y nuestra inteligencia, que nos han permitido someter a un rebaño tan inquieto,
    integrado por miles de millones de ejemplares. Temblarán, impotentes, ante nuestra
    cólera; intimidados, los ojos se les llenarán de lágrimas, como si fueran mujeres y
    niños; pero, con la misma facilidad, bastará una señal nuestra para que pasen al
    contento y a la risa, a la clara alegría y a la feliz cancioncilla infantil. Sí, los obligaremos
    a trabajar, pero en los ratos de descanso les tendremos organizada la vida como un
    juego infantil, con cantos infantiles, a coro, con bailes inocentes. Es más, les daremos
    permiso para pecar, sabiendo que son débiles e impotentes, y nos querrán como niños
    por dejarles que pequen. Les diremos que todo pecado será redimido, siempre y
    cuando se cometa con nuestro consentimiento; si consentimos que pequen, es porque
    los amamos; y nosotros cargaremos, qué remedio, con el castigo correspondiente.
    Cargaremos con el castigo y, a cambio, ellos nos adorarán como benefactores, por
    haber asumido sus pecados a los ojos de Dios. Ya nunca tendrán secretos para
    nosotros. Les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres y sus amantes,
    tener o no tener hijos, según su grado de obediencia, y se someterán con dicha y
    alegría. Nos confiarán los más desgarradores secretos de su conciencia; todo, todo lo
    pondrán en nuestras manos, y nosotros les daremos la solución. Ellos aceptarán
    nuestras decisiones de buen grado, sabiéndose libres de la enorme preocupación y los
    terribles sufrimientos que ahora les supone elegir libremente y por su cuenta.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:26

    ***

    Y habrá
    millones de personas felices, todas serán felices, salvo un centenar de miles de
    dirigentes. Pues solo nosotros, los depositarios del secreto, solo nosotros seremos
    desdichados. Habrá miles de millones de criaturas felices y cien mil mártires
    abrumados por la maldición del discernimiento del bien y del mal. Aquéllos morirán en
    silencio, se apagarán dulcemente bendiciendo tu nombre y más allá de la tumba tan
    solo encontrarán la muerte. Pero nosotros guardaremos el secreto y, pensando en su
    felicidad, los encandilaremos con el premio celestial y eterno. Pues, aun suponiendo
    que hubiera algo en el otro mundo, no sería, desde luego, para esa gente. Dicen y
    profetizan que volverás para vencer de nuevo, rodeado por tus arrogantes y fuertes
    elegidos; nosotros les diremos a los hombres que ésos solo se han salvado a sí
    mismos, en tanto que nosotros hemos salvado a todos. Dicen que la ramera que está
    sentada sobre la bestia y sostiene en sus manos el misterio será cubierta de oprobio;
    que los débiles volverán a rebelarse y desgarrarán la púrpura que la cubre, dejando al
    desnudo su “abominable” cuerpo. Pero entonces me alzaré y te mostraré los miles de
    millones de criaturas dichosas, que no conocen el pecado. Y nosotros, los que hemos
    cargado con sus pecados pensando en su felicidad, nos plantaremos ante ti, diciendo:
    “Júzganos si puedes y te atreves”. Has de saber que no te temo. Has de saber que yo
    también he estado en el desierto, que yo también me he alimentado de langostas y de
    raíces, que yo también he bendecido la libertad con la que Tú bendijiste a los
    hombres, que yo también estaba preparado para formar parte del número de tus
    elegidos, del número de los poderosos y fuertes, que ardía en deseos de “completar
    el número”. Pero abrí los ojos y no quise ponerme al servicio de esa locura. Volví sobre
    mis pasos y me sumé al grupo de los que han corregido tu obra. Me alejé de los
    orgullosos y me uní a los humildes, para hacer su felicidad. Esto que te digo ha de
    cumplirse, y se edificará nuestro reino. Te lo repito, mañana mismo verás cómo ese
    obediente rebaño, a un gesto mío, se precipita a avivar las brasas ardientes de tu
    hoguera, donde te quemaré por haber venido a estorbarnos. Pues nadie se ha
    merecido nuestra hoguera más que Tú. Mañana te quemaré. Dixi.»
    Iván se detuvo. Hablaba con entusiasmo, y se había ido acalorando; al terminar,
    sonrió inesperadamente.
    Aliosha, que había estado escuchando en silencio, al final ya era presa de una
    agitación extraordinaria y a punto estuvo varias veces de interrumpir el discurso de su
    hermano; al parecer, no obstante, logró contenerse, hasta que acabó estallando, como
    si saltara de su asiento.


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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:26

    ***

    —Pero… ¡esto es absurdo! —exclamó, ruborizándose—. Tu poema es una alabanza
    a Jesús, y no una blasfemia… como pretendías. Y ¿quién va a creer lo que dices de la
    libertad? ¡Como si hubiera que entenderla así! No es ése el concepto que tiene la
    Iglesia ortodoxa… Eso es Roma, y ni siquiera toda Roma, no es verdad… ¡Es lo peor
    del catolicismo, son los inquisidores, los jesuitas!… Además, no hay personaje más
    fantástico que tu inquisidor. ¿Qué es eso de que carga con los pecados de los
    hombres? ¿Quiénes son esos portadores del misterio, que asumen no sé qué
    maldición por la felicidad de los hombres? ¿Cuándo los ha visto nadie? Conocemos a
    los jesuitas, se habla muy mal de ellos, pero ¿de verdad son como tú los presentas? No
    son así, ni de lejos… Simplemente, son el ejército de Roma para el futuro reino
    universal en la tierra, con un emperador, el sumo pontífice romano, a la cabeza… Ése
    es su ideal, pero nada de misterios ni sublimes tristezas… El más elemental afán de
    poder, de sucios bienes terrenales, de esclavización… Algo así como un futuro
    régimen de servidumbre, en el que ellos serán los terratenientes… a eso se reducen.
    Puede que esa gente ni siquiera crea en Dios. Tu atormentado inquisidor es pura
    fantasía…
    —¡Para, para! —Iván se echó a reír—. Sí que te lo tomas a pecho. Pura fantasía,
    dices, ¡de acuerdo! Claro que sí, es una fantasía. No obstante, permíteme: ¿de verdad
    crees que todo el movimiento católico de los últimos siglos se reduce a un simple afán
    de poder para obtener apenas unos sucios bienes? ¿No te lo habrá enseñado el padre
    Paísi?
    —No, no, al contrario; el padre Paísi habló en cierta ocasión en un sentido parecido
    al tuyo… Aunque no era lo mismo, claro, no era lo mismo en absoluto… —se corrigió
    rápidamente Aliosha.
    —Con todo, es una revelación muy valiosa, aunque hayas aclarado que «no era lo
    mismo». Lo que yo te pregunto, en concreto, es por qué tus jesuitas y tus inquisidores
    se han puesto de acuerdo tan solo para obtener esos despreciables bienes materiales.
    ¿Por qué no puede haber entre ellos ni un solo mártir torturado por un sufrimiento
    noble y lleno de amor a la humanidad? Verás: supón que, entre todos esos individuos
    ansiosos de viles bienes materiales, se encontrara uno, solo uno, que, como mi viejo
    inquisidor, hubiera comido raíces en el desierto y se hubiera mortificado, sometiendo
    su carne, para llegar a ser libre y perfecto; y que, no obstante, después de haber
    amado toda la vida a la humanidad, un buen día abre los ojos y cae en la cuenta de
    que alcanzar la perfección de la voluntad supone una pobre satisfacción moral
    sabiendo al mismo tiempo que hay millones de criaturas de Dios que son solo dignas
    de escarnio, porque jamás tendrán la fuerza suficiente para lograr la libertad; que de
    unos tristes rebeldes no surgirán nunca unos gigantes capaces de culminar la torre;
    que el gran idealista no había concebido su armonía para unos tipos semejantes.
    Habiendo caído en la cuenta de todo eso, se vuelve atrás y se une… a la gente
    inteligente. ¿De verdad te parece imposible?
    —¿Que se unió a quienes? ¿Qué gente inteligente era ésa? —exclamó Aliosha, ya
    casi fuera de sí—. Ninguno de ellos tiene tal inteligencia, ni hay entre ellos misterios y
    secretos de esa clase… Lo único que tienen, si acaso, es el ateísmo, ése es todo su
    secreto. Tu inquisidor no cree en Dios, ¡ahí tienes su secreto!







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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:27

    ***

    —¡Aunque así fuera! Por fin caes en la cuenta. Y así es, en efecto, en eso radica
    todo el secreto, pero ¿no es un tormento, al menos para un hombre como él, que ha
    desperdiciado toda su vida por una gesta en el desierto y no se ha curado de su amor
    a la humanidad? En el ocaso de sus días ve claramente que solo los consejos del
    terrible y poderoso espíritu habrían podido hacer algo más llevadera la existencia de
    los rebeldes impotentes, «esos seres abortados que únicamente han servido de
    prueba, creados para ser objeto de irrisión». Convencido de eso, comprende que es
    preciso seguir las indicaciones del espíritu inteligente, del terrible espíritu de la muerte
    y la destrucción, y admitir para ello la mentira y el engaño, y llevar a los hombres, de
    manera consciente, a la muerte y a la destrucción, teniéndolos, además, engañados
    todo el camino, para que no sepan adónde los llevan, de modo que, al menos a lo
    276
    largo del trayecto, esos pobres ciegos se crean felices. ¡Date cuenta de que el engaño
    se hace en nombre de aquel en cuyo ideal había creído el anciano toda su vida con
    tanto fervor! ¿No te parece una desgracia? Y, si al frente de todo ese ejército,
    «sediento de poder para alcanzar unos mezquinos bienes», hay un solo hombre como
    ése, uno solo, ¿no es eso suficiente para que haya una tragedia? Más aún: basta un
    hombre así al frente para ver encarnada, finalmente, la verdadera idea directriz de toda
    la empresa romana, con todos sus ejércitos y sus jesuitas, la idea culminante de esta
    empresa. Te lo digo con toda franqueza: estoy firmemente convencido de que nunca
    ha faltado esa clase de hombre excepcional entre quienes se encontraban al frente del
    movimiento. Quién sabe, quizá los haya habido incluso entre los sumos pontífices
    romanos. Quién sabe si ese maldito viejo, que ama a la humanidad con tanta
    tenacidad y de un modo tan peculiar, sigue existiendo en nuestros días, encarnado en
    un grupo de ancianos excepcionales, y no de cualquier modo, sino como un acuerdo,
    como una unión secreta que lleva mucho tiempo organizada para preservar el misterio,
    ocultándoselo a los desgraciados y a los débiles, con ánimo de hacerlos felices. Seguro
    que eso ocurre, y así tiene que ser. Incluso me imagino que los masones basarán su
    doctrina en un misterio análogo, y que por eso los católicos los odian de ese modo,
    pues ven en ellos a unos competidores: representan la ruptura de la unidad del ideal,
    cuando debería haber un solo rebaño y un solo pastor… En todo caso, al defender así
    mis puntos de vista, parezco un autor que no ha resistido tus críticas. Ya basta.
    —¡A ver si tú eres un masón! —estalló de pronto Aliosha—. No crees en Dios —
    añadió, pero ya con inmensa tristeza. Tenía, además, la sensación de que su hermano
    lo miraba con aire de burla—. Y ¿cómo termina tu poema? —preguntó de improviso,
    con la vista clavada en el suelo—. ¿O ya ha terminado?

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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 09:28

    ***

    —Quería terminarlo del siguiente modo. Cuando el inquisidor acaba su discurso, se
    queda un rato esperando a que su prisionero le responda. El silencio de éste le resulta
    penoso. Se ha fijado en que el cautivo no ha hecho otra cosa que observarlo
    detenidamente, en silencio, sin apartar la vista de sus ojos y, aparentemente, sin
    intención de contestarle. Al viejo le gustaría que le dijera algo, por amargo y terrible
    que fuese. Pero de pronto, sin mediar palabra, se acerca y besa en los labios exangües
    al nonagenario. Ésa es toda su respuesta. El viejo se estremece. Algo se agita en las
    comisuras de sus labios; se dirige a la puerta y la abre, diciendo: «Vete y no vuelvas
    más… No vuelvas nunca… ¡nunca, nunca!». Y le deja salir a «las oscuras callejuelas de
    la ciudad». El prisionero se va.
    —¿Y el viejo?
    —El beso le quema el corazón, pero el viejo se aferra a su idea.
    —Y ¿tú estás con él? ¿Tú también? —preguntó amargamente Aliosha.
    Iván se rió.
    —Todo esto es absurdo, Aliosha; si no es más que un poema disparatado de un
    estudiante disparatado que no ha escrito dos versos en toda su vida. ¿Por qué te lo
    tomas tan en serio? No irás a creer que ahora mismo pienso ir a ver a los jesuitas para
    unirme al grupo de hombres que se dedican a rectificar su gesta. ¡Ay, Señor! ¡A mí qué
    más me da! Ya te lo he dicho: solo quiero llegar a los treinta años, y entonces…
    ¡arrojaré la copa al suelo!
    —¿Y las hojillas pegajosas, las tumbas adoradas, el cielo azul, la mujer amada?
    ¿Cómo vas a vivir? ¿Cómo piensas amarlos? —exclamó Aliosha con pesar—. Con
    semejante infierno en el pecho y en la cabeza, ¿cómo va a ser posible? No; tú te vas,
    precisamente, para unirte a ellos… Y, si no, te matarás, ¡no vas a poder aguantar!
    —¡Hay una fuerza que todo lo aguanta! —replicó Iván, con una sonrisa fría.
    —¿Qué fuerza?
    —La de los Karamázov… la fuerza de la vileza karamazoviana.
    —O sea, hundirse en el vicio, ahogar el alma en la depravación, ¿verdad?, ¿verdad?
    —Puede que también consista en eso… Hasta los treinta años, tal vez lo evite, y
    luego…
    —¿Cómo vas a evitarlo? ¿De qué modo? Con tus ideas, eso es algo imposible.
    —Una vez más, al estilo de los Karamázov.
    —¿Te refieres a que todo está permitido? Todo está permitido, ¿no es eso? ¿No es
    eso?
    Iván frunció el ceño y de pronto palideció de una forma extraña


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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 13:29

    ***
    —Ah, veo que ayer cazaste al vuelo esas palabritas que tanto ofendieron a
    Miúsov… y que tan ingenuamente repitió nuestro hermano Dmitri —dijo con una
    sonrisa forzada—. Sí, puede ser, ya que se ha dicho: «Todo está permitido». No me
    retracto. Y la versión de Mítenka no está nada mal. —Aliosha lo miró sin decir nada—.
    Yo, hermano, ahora que me voy, pensaba que al menos te tenía a ti en el mundo —
    dijo de pronto Iván, con inesperada emoción—, pero ya veo que en tu corazón no hay
    sitio para mí, mi querido ermitaño. Yo no reniego de la fórmula: «Todo está
    permitido», pero veo que, por lo mismo, tú sí que reniegas de mí, ¿verdad?, ¿verdad?
    Aliosha se levantó, se acercó a su hermano y, sin decir nada, le besó dulcemente
    los labios.
    —¡Eso es un plagio literario! —exclamó Iván, presa de un entusiasmo repentino—.
    ¡Lo has robado de mi poema! Gracias, de todos modos. Levanta, Aliosha, vámonos, ya
    es hora para mí y para ti.
    Salieron, pero se pararon en el porche de la taberna.
    —Mira, Aliosha —dijo Iván con voz firme—, si de verdad soy capaz de amar las
    hojillas pegajosas, solo me hará falta acordarme de ti. Me bastará saber que aquí, en
    alguna parte, estás tú, para no perder las ganas de vivir. ¿Te basta a ti con eso?
    Tómatelo incluso, si quieres, como una declaración de amor. Y ahora, tú para la
    278
    derecha y yo para la izquierda; y ya es suficiente, ¿me oyes?, ya es suficiente. Quiero
    decir que si mañana no me fuera, aunque me parece que me iré, con seguridad, y
    volviéramos a encontrarnos alguna vez, no quiero oír ni una palabra sobre esta
    cuestión. Insisto. Y, en cuanto a nuestro hermano Dmitri, lo mismo te digo; te lo pido
    muy en serio, no me lo menciones nunca más —añadió de pronto, irritado—; todo está
    dicho y más que dicho, ¿verdad? A cambio, por mi parte, voy a hacerte una promesa:
    cuando, al acercarme a los treinta años, decida «arrojar la copa al suelo», estés donde
    estés, volveré para hablar contigo… aunque tenga que venir de América, ya lo sabes.
    Vendré expresamente a eso. Será muy interesante verte al cabo de los años: ¿cómo
    serás entonces? Ya ves que te hago una promesa muy solemne. De hecho, es posible
    que nos estemos despidiendo hasta dentro de siete años, de diez. Bueno, ve ahora
    con tu Pater Seraphicus, que está a punto de morir; si muere en tu ausencia, aún
    puede que te enfades conmigo, por haberte entretenido. Adiós, dame otro beso, así, y
    márchate…
    Iván, de pronto, se dio la vuelta y echó a andar, sin mirar atrás. Fue algo parecido a
    lo de la víspera, cuando a Aliosha lo dejó su hermano Dmitri, aunque en circunstancias
    muy distintas. Una singular observación cruzó como una flecha por el pensamiento de
    Aliosha, triste y afligido en ese momento. Se quedó esperando unos instantes, viendo
    a su hermano alejarse. Por alguna razón, advirtió de pronto que Iván iba como
    balanceándose y que, visto por detrás, su hombro derecho parecía más bajo que el
    izquierdo. Era la primera vez que se daba cuenta. Pero, de buenas a primeras, también
    Aliosha se dio la vuelta y se dirigió a toda prisa al monasterio. Ya había caído la noche
    y casi sentía miedo; notó cómo se apoderaba de él una nueva sensación, que no
    habría sabido explicar. Como el día anterior, se había levantado el viento y, una vez
    que hubo entrado en el bosquecillo del asceterio, los pinos centenarios empezaron a
    susurrar lúgubremente a su alrededor. A punto estuvo de echar a correr. «Pater
    Seraphicus… ¿De dónde habrá sacado ese nombre? —pensó por un momento—. Iván,
    pobre Iván, ¿cuándo volveré a verte?… Aquí está el asceterio, ¡Señor! Sí, sí, es él, el
    Pater Seraphicus; él me salvará… ¡de él y para siempre!»

    Después, en repetidas ocasiones a lo largo de su vida, pensaría con asombro en
    cómo había podido, después de separarse de Iván, olvidarse por completo de su
    hermano Dmitri, habiendo decidido aquella misma mañana, apenas unas horas antes,
    ir a buscarlo sin falta y no cejar hasta dar con él, aunque tuviera que pasar la noche
    fuera del monasterio.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 14 Oct 2024, 12:25

    ***




    VI. Bastante oscuro, de momento



    En cuanto a Iván Fiódorovich, después de separarse de Aliosha, se marchó a casa, a
    casa de Fiódor Pávlovich. Pero, extrañamente, sintió de pronto una angustia
    insoportable y, sobre todo, cada vez más intensa, a medida que se iba acercando a
    casa. Lo raro del caso no era la angustia, sino el hecho de que Iván Fiódorovich no
    fuera capaz de explicarse a qué obedecía. Ya antes, con cierta frecuencia, había
    experimentado una angustia semejante, y no era de extrañar que le asaltara en
    aquellos momentos, cuando al día siguiente, rompiendo con todo lo que lo había
    atraído a aquel lugar, se disponía a cambiar drásticamente de rumbo y a emprender un
    nuevo camino, totalmente ignoto y, nuevamente, en solitario; partía con grandes
    expectativas, aun sin saber en relación con qué, esperando mucho, acaso demasiado,
    de la vida, sin poder precisar, en cualquier caso, en qué consistían ni sus expectativas
    ni sus anhelos. De todos modos, en aquellos momentos, aunque sin duda sentía
    angustia ante lo nuevo y desconocido, no era eso, ni mucho menos, lo que le
    inquietaba. «¿No será la aversión a la casa de mi padre? —se preguntó—. Bien podría
    ser: me desagrada tanto… Y, aunque ésta va a ser la última vez que pase por esa
    odiosa puerta, me sigue pareciendo igual de repugnante…» Pero no, tampoco era
    eso. ¿Habría sido la despedida de Aliosha y la conversación que había tenido con él?
    «Tantos años guardando silencio con todo el mundo, sin dignarme abrir la boca, y de
    pronto me pongo a soltar toda esa sarta de disparates.» En verdad, bien podía tratarse
    de despecho juvenil, de inexperiencia juvenil y de vanidad juvenil; despecho por no
    haber sabido explicarse, y para colmo con un ser como Aliosha, de quien tanto
    esperaba, indudablemente, en su fuero interno. Por supuesto que también había algo
    de eso, ese despecho tenía que influir, necesariamente, pero tampoco era ésa la clave,
    ni mucho menos. «Es una angustia que me produce náuseas, pero soy incapaz de
    determinar cuál es la causa. Mejor no darle más vueltas…»
    Iván Fiódorovich probó a «no darle más vueltas», pero eso tampoco ayudó. Lo más
    lamentable y, sobre todo, lo más irritante de aquella angustia era que presentaba un
    aspecto un tanto fortuito, y totalmente externo; eso se notaba. Había en algún sitio un
    ser o un objeto que saltaba a la vista, como cuando tenemos algo delante de nuestras
    narices, algo que también salta a la vista, y durante un buen rato, por estar atareados o
    enfrascados en una conversación acalorada, no reparamos en esa cosa y, sin embargo,
    está claro que nos irrita, casi nos tortura, hasta que por fin caemos en la cuenta y
    apartamos el objeto que nos incordia de nuestra vista; muchas veces es algo
    insignificante y ridículo, alguna cosa que hemos dejado donde no le corresponde, un
    pañuelo caído en el suelo, un libro que no ha sido devuelto a su estante, etcétera,
    etcétera. El caso es que Iván Fiódorovich llegó a casa de su padre con un humor de
    perros, presa de una gran irritación, y, de pronto, a unos quince pasos de la cancela, al
    fijarse en el portalón, cayó en la cuenta de qué era aquello que le inquietaba y le
    molestaba tanto.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 14 Oct 2024, 12:27

    ***


    molestaba tanto.
    Sentado en un banco, cerca del portalón, tomando el aire fresco del anochecer,
    estaba el criado Smerdiakov; a Iván le bastó un simple vistazo para caer en la cuenta
    de que aquel hombre también le pesaba en el alma, y que era a él, precisamente, a
    quien no podía soportar. Todo quedó, de pronto, perfectamente claro. Poco antes,
    cuando Aliosha le había hablado de su encuentro con Smerdiakov, Iván había sentido
    como una súbita punzada, tenebrosa y desagradable, en el corazón, que había
    despertado en él una cólera inmediata. Más tarde, en el curso de la conversación, se
    había olvidado de Smerdiakov, el cual, sin embargo, seguía presente en su ánimo;
    bastó con despedirse de Aliosha y dirigirse a casa en solitario para que la sensación
    olvidada aflorase de nuevo al instante. «¡Será posible que este canalla redomado me
    produzca tal desasosiego!», pensó con insufrible rabia.
    Lo cierto es que Iván Fiódorovich, desde hacía ya un tiempo, y muy especialmente
    en los últimos días, le había cobrado una profunda antipatía a Smerdiakov. Él mismo se
    daba cuenta de cómo iba creciendo su odio, o poco menos, a ese individuo.
    Posiblemente, si ese proceso se había agudizado tanto había sido porque al principio,
    nada más aparecer Iván Fiódorovich en nuestra ciudad, había ocurrido todo lo
    contrario. Entonces había mostrado una especie de interés particular por Smerdiakov,
    a quien encontraba, incluso, muy original. Él mismo lo animaba a conversar, aunque
    siempre se asombraba de su torpeza o, mejor dicho, de cierta desazón intelectual, y no
    alcanzaba a comprender a qué obedecía la continua y obsesiva inquietud de aquel
    individuo «contemplativo». Habían tratado de cuestiones filosóficas, e incluso de cómo
    era posible que se hubiera hecho la luz el primer día, teniendo en cuenta que el sol, la
    luna y las estrellas no fueron creados hasta el cuarto día, y de cómo había que
    entender esto. Pero Iván Fiódorovich no tardó en concluir que no se trataba del sol, la
    luna y las estrellas; que, por muy llamativos que sean el sol, la luna y las estrellas, para
    Smerdiakov tenían un interés muy secundario; que lo que él buscaba era algo bien
    distinto. De un modo u otro, empezó a manifestarse, en todo caso, de manera
    palpable, un amor propio desmesurado y, para colmo, herido. Eso no le hizo ninguna
    gracia a Iván Fiódorovich. De ahí venía su rechazo. Después empezaron las trifulcas en
    la casa, apareció Grúshenka, comenzaron las historias con su hermano Dmitri, hubo
    complicaciones; también trataron de todo eso, pero, aunque Smerdiakov siempre
    hablaba de estos temas con gran agitación, no había forma de averiguar qué era lo
    que pretendía. Resultaba incluso sorprendente la falta de lógica y la incoherencia de
    algunos deseos suyos que se manifestaban contra su voluntad y que eran siempre
    invariablemente confusos. Smerdiakov no paraba de preguntar; a veces se trataba de
    preguntas veladas, evidentemente premeditadas, aunque nunca explicaba por qué las
    hacía, y, por lo general, en el momento culminante de sus interrogatorios se callaba de
    pronto o cambiaba radicalmente de tema. Pero, al final, lo que había acabado de irritar
    a Iván Fiódorovich y le había inspirado tal rechazo había sido aquella peculiar
    familiaridad, tan molesta, con la que había empezado a tratarlo Smerdiakov, y que
    había ido cada vez a más. No es que se permitiera ser descortés, al contrario, hablaba
    siempre con muchísimo respeto; sin embargo, las cosas llegaron a tal punto que
    Smerdiakov, por lo visto, empezó a manifestar, a saber por qué, una especie de
    complicidad con Iván Fiódorovich: hablaba siempre en un tono tal que parecía que
    existiera algo así como un acuerdo tácito entre ellos dos, algo que hubiera sido
    declarado en alguna ocasión por ambas partes y que solo ellos conocieran,
    incomprensible para los demás mortales que los rodeaban. Iván Fiódorovich, sin
    embargo, había tardado mucho en caer en la cuenta de que ésa era la verdadera razón
    de su creciente antipatía, hasta que por fin, y solo en los últimos tiempos, había
    acertado a adivinar lo que ocurría. En ese preciso momento, con una sensación de
    desprecio y de irritación, habría deseado pasar de largo e ir directamente a la cancela,
    sin decir nada y sin mirar a Smerdiakov, pero éste se levantó del banco y ese simple
    gesto bastó para que Iván Fiódorovich comprendiera que deseaba tener una charla a
    solas con él. Observó a Smerdiakov y se detuvo, y el mismo hecho de detenerse, en
    lugar de seguir su camino como tenía pensado hacer, lo sacó de sus casillas. Miró con
    rabia y repugnancia la demacrada fisonomía de skópets de Smerdiakov, que llevaba las
    sienes cuidadosamente peinadas y un pequeño tupé alborotado. Su ojo izquierdo,
    ligeramente entrecerrado, le sonreía con un guiño, como diciendo: «¿Adónde vas? No
    sigas, ¿no ves que dos personas inteligentes como tú y como yo tenemos que
    hablar?». Iván Fiódorovich se echó a temblar. «¡Largo de aquí, desgraciado! ¡No
    pretenderás que te haga compañía, estúpido!», estuvo a punto de decir; no obstante,
    con gran sorpresa suya, lo que salió de sus labios fue algo muy distinto:





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    Mensaje por Maria Lua Lun 14 Oct 2024, 12:28

    ***
    —¿Qué hay de mi padre? ¿Duerme o ya se ha levantado? —dijo suavemente, en
    tono afable, algo que ni él mismo se esperaba, y de pronto, de forma igualmente
    inesperada, se sentó en el banco. Por un instante casi tuvo miedo, como recordaría
    más tarde. Smerdiakov estaba de pie delante de él, con las manos a la espalda,
    mirándolo con confianza, casi con severidad.
    —Aún está descansando, señor —respondió con calma, como dando a entender:
    «Tú has sido el primero en hablar, no yo»—. Me asombra usted, señor —añadió
    después de una breve pausa, bajando los ojos con cierta afectación, adelantando el
    pie derecho y jugando con la puntera del botín charolado.
    —¿Qué es lo que te asombra de mí? —preguntó en tono severo, marcando las
    palabras, Iván Fiódorovich, que hacía todo lo posible por controlarse; de pronto
    282
    comprendió, con un profundo disgusto, que sentía una gran curiosidad y que por nada
    del mundo iba a marcharse sin haberla satisfecho.
    —¿Por qué no va usted a Chermashniá, señor? —Smerdiakov, de pronto, levantó
    los ojillos y sonrió con familiaridad. «Ya que eres tan listo, deberías saber a qué viene
    esta sonrisa», parecía querer decir su entrecerrado ojo izquierdo.
    —¿Para qué quiero ir a Chermashniá? —preguntó sorprendido Iván Fiódorovich.
    Smerdiakov volvió a callar un rato.
    —Si el propio Fiódor Pávlovich se lo ha suplicado, señor —dijo por fin, sin prisas,
    como si no le diera mayor importancia a su respuesta: «Te largo una explicación de
    tres al cuarto, solo por decir algo».
    —Ah, demonio, habla más claro, ¿qué es lo que quieres? —gritó finalmente,
    irritado, Iván Fiódorovich, pasando de la templanza a la aspereza.
    Smerdiakov colocó el pie derecho junto al izquierdo, se irguió, pero siguió mirando
    con la misma calma y la misma sonrisita.
    —Nada importante, señor… Era por decir algo…
    Otra vez se hizo el silencio. Estuvieron casi un minuto callados. Iván Fiódorovich
    sabía que lo que tenía que hacer en aquel momento era levantarse y mostrar su
    enfado, pero Smerdiakov estaba quieto delante de él, como expectante: «Mira, estoy
    aquí pendiente de si te enfadas o no». Al menos, así se lo figuraba Iván Fiódorovich.
    Por fin éste hizo ademán de levantarse. Smerdiakov no dejó escapar la ocasión.
    —Estoy en una situación terrible, Iván Fiódorovich, no sé cómo salir del paso —dijo
    con firmeza y claridad, suspirando al pronunciar la última palabra. Iván Fiódorovich
    volvió a sentarse de inmediato—. Están los dos chiflados, señor, son como dos niños
    pequeños —siguió diciendo Smerdiakov—. Me refiero a su padre y a su hermano
    Dmitri Fiódorovich. Ya verá cómo ahora se levanta Fiódor Pávlovich y empieza a darme
    la tabarra, preguntándome sin parar: «¿Así que no ha venido? ¿Cómo es que no ha
    venido?». Y así hasta medianoche, o incluso más. Y, si Agrafiona Aleksándrovna no
    viene (porque yo creo que no tiene la menor intención de venir, señor), entonces por la
    mañana me vendrá otra vez con la misma canción: «¿Cómo es que no ha venido? ¿A
    qué se debe que no haya venido? ¿Cuándo va a venir?». Como si yo tuviera la culpa
    de lo que pasa. Y, del otro lado, la misma historia, señor: en cuanto anochezca, si no
    antes, su hermano aparecerá por el vecindario con un arma en la mano: «Ándate con
    ojo, granuja, marmitón: como la dejes pasar sin avisarme, te mato a ti antes que a
    nadie». Pasará la noche y por la mañana también él, igual que Fiódor Pávlovich,
    empezará a atormentarme de lo lindo: «¿Cómo es que no ha venido? ¿Se presentará
    pronto?». Lo mismo que el otro; como si yo fuera culpable de que no se presente esa
    señora. Y cada día, cada hora que pasa, se van poniendo los dos más rabiosos, tanto
    que a veces pienso en quitarme la vida, del miedo que tengo. Yo, señor, no me fío de
    ellos.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:13

    ***




    —Pero ¡quién te mandará intervenir! ¿Por qué has tenido que irle con el cuento a
    Dmitri Fiódorovich? —dijo irritado Iván Fiódorovich.
    —Y ¿cómo no iba a intervenir, señor? Además, si yo no quería intervenir, por si
    quiere saberlo, señor. Desde el principio procuré estar callado, y no me atrevía a decir
    nada, pero él me asignó el papel del criado Licharda. Desde entonces, solo sabe
    decirme una cosa: «¡Yo a ti te mato, granuja, como la dejes pasar!». Estoy convencido,
    señor, de que mañana mismo me va a dar un ataque muy largo de mal caduco.
    —¿Cómo que un ataque muy largo de mal caduco?
    —Muy largo, señor, extraordinariamente largo. De varias horas, señor; igual puede
    durar un día o dos. Una vez me duró como tres días, me había caído de lo alto del
    desván. Se me pasaba, y vuelta a empezar; en esos tres días no recobré el juicio.
    Entonces Fiódor Pávlovich mandó llamar a Herzenstube, el doctor de aquí, señor, que
    me aplicó hielo en las sienes y además otro remedio… Podría haber muerto, señor.
    —Pero si dicen que es imposible predecir esos ataques y saber a qué hora van a
    ser. ¿Cómo dices que te va a dar mañana? —preguntó Iván Fiódorich, con una
    curiosidad enconada y peculiar.
    —Es verdad, señor, no pueden predecirse.
    —Además, aquella vez te habías caído del desván.
    —Al desván subo todos los días, señor; también mañana puedo caerme del desván.
    Y, si no es del desván, siempre puedo caerme en el sótano, señor; también bajo todos
    los días al sótano, cada vez que me hace falta, señor.
    Iván Fiódorovich lo estuvo mirando un buen rato.
    —No dices más que bobadas, y no te sigo —dijo en voz baja, pero con cierto tono
    amenazante—; ¿no estarás pensando en fingir mañana un ataque de tres días?
    Smerdiakov, que había estado mirando al suelo y jugando otra vez con la puntera
    del botín derecho, puso este pie en su sitio, adelantó en su lugar el izquierdo, levantó
    la cabeza y dijo con una sonrisa:
    —Suponiendo que pudiera hacer eso, señor, o sea, fingir un ataque, señor, cosa
    que no es nada difícil para una persona experimentada, tendría todo el derecho del
    mundo a servirme de ese método con tal de salvarme de la muerte; porque, si caigo
    enfermo, aunque Agrafiona Aleksándrovna viniera a ver a su padre, Dmitri Fiódorovich
    no podría preguntarle a un enfermo: «¿Cómo no me has avisado?». Le daría
    vergüenza.
    —¡Ah, demonio! —exclamó de pronto Iván Fiódorovich, con el rostro contraído por
    la rabia—. ¿Por qué tienes que estar siempre temiendo por tu vida? Todas esas
    amenazas de mi hermano Dmitri no son más que palabras pronunciadas en un
    momento de acaloramiento. A ti no te va a matar; ¡matará a otro, pero a ti no!



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