Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:25

    ***

    Tras examinar atentamente al enfermo
    (aquel venerable anciano era el doctor más concienzudo y meticuloso de toda la
    provincia), dictaminó que se trataba de un ataque fuera de lo común y que podía
    «entrañar un riesgo»; dijo también Herzenstube que aunque, de momento, no acababa
    de entenderlo del todo, si a la mañana siguiente se comprobaba que los remedios
    adoptados no habían surtido efecto, no dudaría en proponer otros. Instalaron al
    enfermo en el pabellón, en un cuarto contiguo a los aposentos de Grigori y Marfa
    Ignátievna. A partir de aquel incidente, Fiódor Pávlovich se pasó todo el día sufriendo
    una desgracia tras otra: Marfa Ignátievna le preparó la comida, y la sopa, en
    comparación con la de Smerdiakov, era «un puro aguachirle», y la gallina le quedó tan
    reseca que no había forma de hincarle el diente. A los reproches amargos, aunque
    justificados, del señor, Marfa Ignátievna repuso que la gallina, de todos modos, era ya
    muy vieja, y que ella no había estudiado para cocinera. Al anochecer surgió un nuevo
    contratiempo: informaron a Fiódor Pávlovich de que Grigori, que llevaba ya tres días
    enfermo, no había tenido más remedio que acostarse, por culpa de la parálisis en la
    cintura. Fiódor Pávlovich se acabó su té lo antes posible y se encerró solo en casa.
    Vivía una terrible y angustiosa espera. El caso es que, justo aquella noche, daba
    prácticamente por cierta la aparición de Grúshenka; al menos, esa misma mañana, a
    primera hora, Smerdiakov le había asegurado, o poco menos, que ella había
    prometido venir, «sin ningún género de dudas». Al infatigable anciano el corazón le
    latía ansiosamente, mientras él daba vueltas y más vueltas por sus desiertos aposentos,
    aguzando el oído. Tenía que estar muy alerta: Dmitri Fiódorovich podía andar por ahí
    cerca, al acecho, y, si Grúshenka llamaba a la ventana (tres días antes, Smerdiakov le
    había confirmado que le había explicado a esa mujer dónde y cómo tenía que llamar),
    habría que abrir la puerta lo más rápido posible, para que Grúshenka no tuviera que
    296
    esperar en el zaguán ni un segundo más de lo necesario; de otro modo —¡Dios no lo
    quisiera!—, podía asustarse y salir corriendo. Fiódor Pávlovich estaba muy inquieto,
    pero nunca había sentido su corazón bañado en una esperanza más dulce: ¡podía
    afirmarse, casi con toda certeza, que en esta ocasión ella no le iba a fallar!




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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:27

    ***
    LIBRO SEXTO



    EL MONJE RUSO



    I. El stárets Zosima y sus huéspedes



    Cuando Aliosha, con inquietud y pesar en el corazón, entró en la celda del stárets, se
    detuvo casi maravillado: en lugar de encontrarse al enfermo moribundo y acaso
    inconsciente, como había temido, lo vio en el sillón con rostro animado y alegre,
    aunque consumido por la debilidad, rodeado de sus huéspedes y conversando con
    ellos tranquila y animadamente. Por lo demás, cuando llegó Aliosha no llevaba
    levantado más de quince minutos; los huéspedes se habían reunido antes en la celda,
    donde habían aguardado a que se despertara, fiados en la firme creencia del padre
    Paísi de que «sin ninguna duda, el maestro se levantará para hablar otra vez con los
    que le son queridos, tal como anunció, tal como prometió esta misma mañana». El
    padre Paísi creía firmemente en esta promesa, como en cualquier palabra del stárets
    moribundo, hasta el punto de que, si lo hubiera visto ya sin conocimiento e incluso sin
    respirar, pero hubiera contado con su promesa de que iba a volver a levantarse para
    despedirse de él, es posible que no hubiera creído ni a la mismísima muerte y que
    hubiera seguido esperando que el agonizante volviera en sí y cumpliera lo prometido.
    Muy de mañana, al retirarse a dormir, el stárets Zosima le había dicho claramente: «No
    moriré sin deleitarme una vez más conversando con vosotros, los elegidos por mi
    corazón, sin contemplar vuestros amados rostros y sin abriros mi alma una vez más».
    Los congregados para la que probablemente sería la última conversación con el stárets
    eran sus amigos más leales y antiguos. Eran cuatro: los hieromonjes padre Iósif y padre
    Paísi, el hieromonje padre Mijaíl, el superior del asceterio, un hombre todavía no muy
    mayor, no especialmente sabio, de origen humilde, pero firme de espíritu, un creyente
    inquebrantable y simple, de apariencia severa, aunque dotado de un corazón
    profundamente tierno, si bien, por lo visto, ocultaba su ternura y hasta sentía cierta
    vergüenza de ella. El cuarto huésped era un monje viejecito, sencillo, de origen
    campesino y muy pobre, el hermano Anfim, poco menos que analfabeto, callado y
    tranquilo, que apenas hablaba con nadie, humilde entre los humildes, con aspecto de
    ser una persona siempre asustada por algo grande y terrible que no estaba al alcance
    299
    de su inteligencia. A este hombre que parecía como tembloroso el stárets Zosima lo
    quería mucho y siempre lo trató con especial respeto: puede que en toda su vida no
    intercambiara con nadie menos palabras que con él, a pesar de que una vez los dos
    pasaron juntos muchos años deambulando por toda la santa Rus. Hacía de ello mucho
    tiempo, unos cuarenta años ya; fue cuando el stárets Zosima comenzó su hazaña
    monacal en un pobre y oscuro monasterio de Kostromá y cuando, poco después,
    acompañó al padre Anfim en sus viajes, recaudando donativos para su pobre
    monasterio. Todos, anfitrión y huéspedes, se habían instalado en la segunda estancia
    del stárets, donde estaba su cama; era una habitación muy estrecha, como ya se ha
    dicho, así que los cuatro (aparte del novicio Porfiri, que estaba de pie) se habían
    distribuido a duras penas alrededor del sillón, sentados en sillas traídas de la primera
    estancia. Ya había empezado a anochecer, la habitación estaba iluminada por las
    lamparillas y los cirios de los iconos. Al ver a Aliosha, turbado y parado en la puerta, el
    stárets le sonrió con alegría y le alargó la mano.





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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:28

    ***
    —Salud, joven callado, salud, querido, aquí estás. Sabía que vendrías.
    Aliosha se le acercó, hizo una reverencia hasta el suelo y se echó a llorar. Algo le
    desgarraba el corazón, el alma le temblaba, tenía ganas de gemir.
    —¿Qué te ocurre? Espera para lamentarte —sonrió el stárets poniéndole la mano
    derecha en la cabeza—, ¿lo ves?, aquí estoy hablando, puede que viva veinte años
    más, como me deseó ayer esa mujer buena y amable de Vyshegorie, la de la niña
    Lizaveta. ¡Acuérdate de ellas, Señor, de la madre y de la niña Lizaveta! —Se santiguó—
    . Porfiri, ¿has llevado su donación a donde dije?
    Se estaba acordando de las seis grivny donadas por la alegre devota para que se
    las entregara «a alguna que sea más pobre que yo». Estas ofrendas se realizan como
    penitencias que se impone uno voluntariamente por alguna razón, y han de ser de
    dinero ganado con el trabajo propio. Ya el día anterior el stárets había enviado a Porfiri
    a casa de una de nuestras menestralas, una viuda con hijos, cuya casa había ardido
    recientemente y que tras el incendio se había puesto a mendigar. Porfiri se apresuró a
    comunicar que el encargo ya estaba hecho y que había entregado el dinero «de parte
    de una benefactora desconocida», como se le había ordenado.
    —Levántate, querido —siguió diciéndole el stárets a Aliosha—, déjame que te vea.
    ¿Has estado con los tuyos y has visto a tu hermano?
    A Aliosha le pareció extraño que le preguntara con firmeza y precisión por uno solo
    de sus hermanos; pero ¿por cuál? Así pues, si lo había tenido apartado de su lado
    tanto el día anterior como el presente, quizá había sido precisamente por ese
    hermano.
    —He visto a uno de mis hermanos —respondió Aliosha.
    —Hablo del de ayer, del mayor, ante el que hice una reverencia hasta el suelo.
    —A ése lo vi ayer, pero hoy no ha habido manera de encontrarlo —dijo Aliosha.
    300
    —Date prisa en encontrarlo, mañana ve otra vez, deja todo y date prisa. Quizá aún
    llegues a tiempo de prevenir algo horrible. Ayer yo me incliné ante un gran sufrimiento
    en su futuro.
    De pronto se quedó callado y como inmerso en sus reflexiones. Las palabras habían
    sido extrañas. El padre Iósif, testigo de la reverencia hasta el suelo del día anterior,
    intercambió una mirada con el padre Paísi. Aliosha no se pudo contener.
    —Padre y maestro —dijo increíblemente agitado—, sus palabras son demasiado
    confusas… ¿Cuál es ese sufrimiento que le espera?









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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:29

    ***

    —No seas curioso. Tuve ayer un presentimiento terrible… como si ayer su mirada
    expresara todo su destino. Tenía tal mirada… que mi corazón al instante se espantó
    ante lo que ese hombre está preparando para sí mismo. En toda mi vida solo he visto
    una o dos veces esa misma expresión en la cara de alguien… como un reflejo de todo
    su destino y, desgraciadamente, el destino se cumplió. Te envié a él, Alekséi, porque
    creí que tu rostro fraternal lo ayudaría. Pero todo depende de Dios, también nuestros
    destinos. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere,
    da mucho fruto.» Recuerda esto. Y a ti, Alekséi, muchas veces en mi vida te he
    bendecido en mis pensamientos por ese rostro tuyo, debes saberlo —dijo el stárets
    con una sonrisa serena—. Pienso en ti de esta manera: saldrás fuera de estos muros,
    pero en el mundo vivirás como un monje. Vas a tener muchos adversarios, aunque
    hasta tus enemigos te amarán. La vida te traerá muchas desgracias, pero gracias a ellas
    serás feliz y bendecirás la vida y harás que otros la bendigan; esto es lo más
    importante. Bueno, así eres tú. Padres y maestros míos —se dirigió a sus huéspedes
    con una tierna sonrisa—, nunca hasta hoy había dicho, ni siquiera a él, por qué mi alma
    se siente tan cercana al rostro de este joven. Solo ahora lo diré: para mí, su rostro ha
    sido como un recordatorio y una profecía. En el amanecer de mis días, siendo aún un
    niño pequeño, tuve un hermano mayor que murió joven, en mi presencia, con solo
    diecisiete años. Y después, según iba discurriendo mi vida, poco a poco me convencí
    de que este hermano mío estuvo en mi destino como una especie de indicación y
    predestinación del cielo, pues de no haber estado él en mi vida, de no haber existido
    en absoluto, puede que nunca, así lo creo yo, hubiera aceptado la dignidad monacal y
    no hubiera tomado este precioso camino. Esta primera aparición se produjo siendo yo
    un niño y ahora, en el ocaso de mi camino, se manifiesta de nuevo ante mí. Lo
    prodigioso, padres y maestros, es que, pareciéndose solo ligeramente de cara, he
    sentido a Alekséi tan semejante a él en el plano espiritual que muchas veces lo he
    tomado por aquel joven hermano mío, llegado en secreto hasta mí en el final de mi
    camino a modo de recuerdo y de inspiración, y hasta yo me he visto sorprendido ante
    este extraño sueño. Escúchame, Porfiri —se dirigió al novicio que lo asistía—. He visto
    muchas veces en tu cara cierto pesar porque quiero más a Alekséi que a ti. Ahora
    sabes por qué, pero has de saber que a ti también te quiero, y he sufrido mucho por tu
    pesar. Y a vosotros, mis queridos huéspedes, quiero hablaros de ese joven, de mi
    hermano, pues no ha habido en mi vida presencia más valiosa que la suya, más
    profética y conmovedora. Mi corazón se ha llenado de ternura, y en este momento
    contemplo toda mi vida si la estuviera viviendo de nuevo…








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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:30

    ***

    Debo señalar aquí que esta última conversación del stárets con quienes lo visitaron
    en su último día de vida en parte se ha conservado escrita. La registró Alekséi
    Fiódorovich Karamázov poco tiempo después de la muerte del stárets para poder
    recordarla. Si reproduce por entero la conversación de aquel día o si añadió cosas
    tomadas de conversaciones anteriores con su maestro, eso es algo que no he podido
    resolver. Además, en ese escrito todas las palabras del stárets se recogen sin
    interrupciones, como si hubiera expuesto su vida en forma de relato al dirigirse a sus
    amigos, cuando, sin duda, por lo que luego se contó, en realidad todo fue un poco
    distinto, pues aquella tarde todos intervinieron en la conversación y, aunque los
    huéspedes interrumpieron poco a su anfitrión, aun así hablaron de sí mismos y puede
    que hasta contaran y relataran algo de sus propias vidas; además, tuvieron que
    producirse necesariamente interrupciones en la narración, puesto que el stárets se
    ahogaba a veces, perdía la voz e incluso se tendió en la cama a descansar, aunque sin
    llegar a dormirse, y los huéspedes no abandonaron su sitio. Una o dos veces se hizo un
    alto en la conversación para leer el Evangelio: lo leía el padre Paísi. También es
    llamativo que, pese a todo, ninguno de los presentes creía que el stárets fuese a morir
    esa misma noche, especialmente porque, en la que sería la última tarde de su vida,
    después de haber dormido profundamente durante el día, parecía haber cobrado de
    pronto nuevas fuerzas que lo ayudaron a mantener esa larga charla con sus amigos.
    Fue como si una última manifestación de ternura hubiera sustentado aquella increíble
    animación, pero solo por un breve plazo, pues su vida cesó de repente… Pero esto
    vendrá después. Ahora quiero señalar que he preferido no exponer todos los detalles
    de la conversación y limitarme únicamente al relato del stárets según el manuscrito de
    Alekséi Fiódorovich Karamázov. Será más corto y no tan tedioso, aunqque, repito,
    Aliosha tomó muchas cosas de conversaciones anteriores y las reunió.










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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 08:31

    ***
    II. De la vida en Dios del reverendo hieromonje stárets Zosima, que partió a reunirse
    con su hacedor, compuesta a partir de sus propias palabras por Alekséi Fiódorovich
    Karamázov



    Información biográfica:



    a) Sobre la juventud del hermano del stárets Zosima



    Queridos padres y maestros, nací en una provincia lejana en el norte, en la ciudad
    de V., de padre noble, pero no ilustre, y de rango no muy elevado. Falleció cuando yo
    tenía solo dos años de edad y no lo recuerdo en absoluto. Le dejó a mi madre una
    casa de madera no muy grande y algo de capital, no mucho pero suficiente para vivir
    con sus hijos sin pasar necesidad. Mi madre tenía dos hijos: mi hermano mayor,
    Markel, y yo, Zinovi. Markel tenía unos ocho años más que yo, y era de carácter
    irascible e irritable, pero bondadoso; no era dado a las burlas y sí extrañamente
    callado, sobre todo en casa conmigo, con nuestra madre y con los criados. En el
    gimnasio se aplicaba, pero no tenía amistades entre sus compañeros, aunque tampoco
    reñía con ellos; así, al menos, lo recordaba mi madre. Medio año antes de su muerte,
    cuando ya había cumplido los diecisiete, cogió la costumbre de visitar a un hombre
    solitario de nuestra ciudad, un exiliado político, deportado de Moscú, por
    librepensador. Era este exiliado un científico importante y un filósofo notable de la
    universidad. Por alguna razón se encariñó con Markel y empezó a recibirlo. El joven
    pasaba tardes enteras con él, y así ocurrió todo el invierno, hasta que el exiliado, a
    petición propia, pues no le faltaban protectores, fue reclamado de nuevo para servir al
    Estado en San Petersburgo. Empezó la Cuaresma, pero Markel no quería observar el
    ayuno, no hacía más que renegar y burlarse: «No son más que sandeces —decía—, no
    existe ningún Dios», con lo que horrorizaba a mi madre y a los criados, y hasta a mí
    que era pequeño, porque, aunque apenas tenía nueve años, me asustaba mucho al oír
    esas palabras. Todos nuestros criados, cuatro en total, eran siervos, comprados a
    nombre de un terrateniente conocido. Todavía recuerdo que mi madre vendió a uno
    de los cuatro, la cocinera Afimia, coja y ya mayor, por sesenta rublos en papel moneda,
    y en su lugar contrató a otra, una mujer libre. Resulta que en la sexta semana de
    Cuaresma mi hermano empezó a sentirse peor: siempre había sido enfermizo, padecía
    del pecho, era de constitución débil y propenso a la tisis. Era bastante alto, pero flaco
    y endeble, y de cara muy agradable. No sé si se resfrió o qué, pero el caso es que vino
    el médico y enseguida le susurró a mi madre que aquello era una tisis galopante y que
    no sobreviviría al invierno. Mi madre se echó a llorar, empezó a pedirle a mi hermano,
    303
    con mucho tacto (sobre todo para no asustarlo), que ayunara y recibiera el santísimo
    sacramento, pues entonces aún no guardaba cama.






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    302


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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:03

    ***


    . Al oírlo, éste se enfadó y la tomó
    con el templo de Dios, pero se quedó pensativo: enseguida adivinó que estaba
    gravemente enfermo y que por esa razón le pedía nuestra madre, mientras tuviera
    fuerzas, que ayunara y fuera a comulgar. Por lo demás, él bien sabía que llevaba
    enfermo mucho tiempo y ya un año antes de esto nos había dicho a nuestra madre y a
    mí con sangre fría: «No viviré mucho tiempo en este mundo, puede que no llegue a un
    año», como si lo estuviera prediciendo. Pasaron unos tres días y llegó la Semana Santa.
    Y el martes por la mañana mi hermano empezó a ayunar. «En realidad, lo hago por
    usted, madre, para que esté contenta y tranquila», le dijo. Mi madre lloraba de alegría,
    pero también de pena: «Sabe que su final está cerca, de ahí este cambio repentino».
    Apenas fue a la iglesia, tuvo que guardar cama, así que se confesaba y recibía la
    comunión en casa. Llegaron días claros, serenos, fragantes, aquel año la Pascua era
    tardía. Recuerdo que se pasaba la noche tosiendo, dormía mal, pero por las mañanas
    siempre se vestía e intentaba sentarse en un sillón. Así se quedó en mi memoria:
    tranquilo en su sillón, resignado, con una sonrisa; enfermo, pero con la faz alegre y
    contenta. Espiritualmente, estaba transformado, ¡tan admirable era el cambio que se
    había iniciado en él! Entraba en su habitación la vieja niñera: «Deja que te encienda
    una lamparilla ante el icono, hijito». Antes nunca lo permitía, incluso las apagaba.
    «Enciéndela, querida, enciéndela; he sido un monstruo, no he hecho más que causaros
    disgustos. Prendiendo la lamparilla, rezas a Dios, y yo rezo alegrándome al verte. Así
    que rezamos al mismo Dios.» Estas palabras nos parecían extrañas, y mi madre se
    retiraba a su habitación y no hacía más que llorar; solo cuando entraba a verlo se
    enjugaba las lágrimas y ponía cara alegre. «Mamá, no llores, cielo —solía decirle—,
    aún me queda mucho por vivir, mucho que disfrutar con vosotros, eso es la vida, ¡la
    vida es alegría, gozo!» «Ay, querido mío, pero de qué alegría hablas si por la noche
    ardes de fiebre y toses tanto que el pecho parece que te va a estallar.» «Mamá —le
    responde—, no llores, la vida es el paraíso y todos estamos en el paraíso, pero no
    queremos darnos cuenta. Si quisiésemos darnos cuenta, mañana mismo todo el
    mundo sería un paraíso.» Y a todos nos sorprendieron sus palabras, puesto que
    hablaba de forma rara y con mucha convicción; nos emocionábamos y llorábamos.
    Venían a vernos nuestros conocidos: «Amigos —decía—, queridos míos, ¿qué he
    hecho yo para que me queráis, por qué me queréis tanto? ¿Cómo es que antes no lo
    sabía, no lo valoraba?». Cada vez que entraban, les decía a los criados: «Amigos,
    queridos míos, ¿por qué me servís? ¿Acaso merezco ser servido?



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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:03

    ***

    ? Si Dios me perdonara
    y me dejara seguir entre los vivos, yo mismo me pondría a serviros a vosotros, pues
    debemos servirnos los unos a los otros». Al oírle, mi madre negaba con la cabeza:
    «Hablas así por la enfermedad, querido». «Mamá, mi alegría, es imposible que no haya
    señores y siervos, pero deja que sea el siervo de mis siervos, como ellos lo son para
    304
    mí. Y también te digo, madre, que cada uno de nosotros es culpable de todo ante
    todos, y yo más que ninguno.» Mi madre incluso esbozó una sonrisa, lloraba y se
    sonreía: «¿Cómo vas a ser más culpable que nadie? Hay por ahí asesinos, bandidos, no
    has tenido tiempo de cometer tantos pecados para culparte más que los demás».
    «Madrecita, autora de mis días —por entonces empezó a emplear esa clase de
    palabras cariñosas, inesperadas—, queridísima autora de mis días, mi alegría, has de
    saber que en verdad todos somos culpables por todos y por todo ante todo el mundo.
    No sé cómo explicártelo, pero este sentimiento me tortura. ¿Y cómo hemos podido
    vivir y nos hemos enfadado sin saberlo?» Así se despertaba cada día, más y más
    enternecido y alegrándose y temblando entero de amor. A veces venía el médico, el
    viejo alemán Eisenschmidt. «Bueno, doctor, ¿aún seguiré otro día en este mundo?»,
    solía bromear con él. «Y no solo un día, sino muchos —respondía el médico—, y hasta
    meses y años.» «¡Qué dice de meses y años! —exclamaba él—. No hay que contar los
    días, al hombre le basta un solo día para conocer toda la felicidad. Queridos míos,
    ¿para qué discutimos, para qué nos jactamos ante nadie, para qué recordamos las
    ofensas? Salgamos al jardín, vayamos a pasear y a jugar, a amarnos y alabarnos los
    unos a los otros, a besarnos y a bendecir la vida.» «A su hijo ya no le queda mucho por
    vivir —informó el médico a nuestra madre cuando ésta salió a despedirlo al porche—,
    la enfermedad lo está llevando a la locura.» Las ventanas de su habitación daban al
    jardín, y nuestro jardín era umbrío, con árboles viejos donde empezaban a apuntar las
    yemas primaverales, llegaban las primeras aves, que graznaban y cantaban en sus
    ventanas. Y de repente, mirándolos embelesado, empezó a pedirles perdón también a
    ellos: «Pajaritos divinos, pajaritos alegres, perdonadme vosotros también, porque he
    pecado ante vosotros».


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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:04

    ***
    Esto ya sí que nadie fue capaz de comprenderlo, pero él
    lloraba de alegría: «Sí —decía—, hay tanta gracia de Dios a mi alrededor: pajaritos,
    árboles, prados, cielos… Solo yo vivía en la vergüenza, solo yo lo he deshonrado todo,
    y no he reparado en la belleza y en la gracia». «Muchos pecados estás cargando sobre
    ti», le decía llorando mi madre. «Madre, vida mía, no lloro de pena, sino de alegría;
    quiero ser culpable ante ellos, es solo que no puedo explicártelo, pues no sé cómo
    quererlos. Que sea yo pecador ante todos, pero que todos me perdonen: eso es el
    paraíso. ¿Acaso no estoy ahora en el paraíso?» Y hubo mucho más, cosas que no se
    pueden recordar o anotar. Recuerdo que una vez entré a verlo solo, no había nadie
    más. Era una tarde clara, el sol se estaba poniendo y un rayo oblicuo iluminaba toda la
    habitación. Me llamó con un gesto, yo me acerqué al verlo, me cogió por los hombros
    con las manos y me miró a la cara conmovido, con afecto; no dijo nada, simplemente
    me miró así como un minuto. «Anda —dijo—, vete, juega, ¡vive por mí!» Salí y me fui a
    jugar. Muchas veces en mi vida he recordado con lágrimas cómo me ordenó que
    viviera por él. Dijo muchas otras palabras, bonitas y asombrosas, pero incomprensibles
    entonces para nosotros. Murió la tercera semana después de Pascua, consciente, y,
    aunque ya había dejado de hablar, no cambió en nada hasta su última hora: miraba
    contento, en sus ojos había alegría, nos buscaba con la mirada, nos sonreía, nos
    llamaba. Incluso en la ciudad se habló mucho de su muerte. Entonces me emocioné,
    pero no demasiado, aunque sí lloré mucho cuando lo enterraron. Yo era muy joven, un
    crío, pero aquello nunca se borró de mi corazón, el sentimiento quedó allí escondido.
    A su debido tiempo, éste se levantaría y respondería a la llamada. Y así sucedió.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:05

    ***

    b) Las Sagradas Escrituras en la vida del padre Zosima
    Nos quedamos solos mi madre y yo. Cuentan que unos buenos amigos le
    aconsejaron entonces: solo le queda un hijo, usted no es pobre, tiene dinero, ¿por qué
    no envía a su hijo a San Petersburgo, como hacen otros? Dejándolo aquí, puede que lo
    prive de un brillante porvenir. Y le propusieron a mi madre que me mandara a San
    Petersburgo, al cuerpo de cadetes, para ingresar después en la Guardia Imperial. Mi
    madre vaciló mucho tiempo —cómo iba a separarse de su único hijo—, pero se
    decidió, aunque no sin lágrimas y creyendo que contribuía a mi felicidad. Me llevó a
    San Pertersburgo y me dejó allí instalado, y desde ese momento no la volví a ver.
    Murió tres años después, tres años que estuvo penando y temblando por nosotros
    dos. De la casa familiar me llevé solo recuerdos preciosos, pues no hay recuerdos más
    preciosos que los de los primeros años en la casa familiar, y esto casi siempre es así, a
    poco que haya algo de amor y unión en las familias. Hasta de la peor familia puede
    uno conservar recuerdos preciosos, basta que el alma sepa buscar lo precioso. A los
    recuerdos familiares uno los recuerdos de Historia Sagrada, por la que ya sentía interés
    cuando vivía en la casa familiar, siendo aún un niño. Tenía entonces un libro, una
    historia sagrada, con bellas ilustraciones, titulado Ciento cuatro historias sagradas del
    Viejo y el Nuevo Testamento; aprendí a leer con él. Todavía hoy lo conservo en mi
    anaquel, lo guardo como un precioso recuerdo. Pero, antes incluso de aprender a leer,
    me acuerdo de la primera vez que experimenté cierto fervor espiritual, a los ocho años
    de edad. Mi madre me llevaba (no recuerdo dónde estaba mi hermano) a la casa de
    Dios, a misa, un Lunes Santo. Era un día claro y yo, al recordarlo ahora, vuelvo a ver
    claramente el incienso saliendo del incensario y ascendiendo, y arriba en la cúpula, en
    una ventanita estrecha, los rayos de Dios derramándose sobre nosotros en la iglesia,
    mientras el incienso, que se elevaba formando ondas, parecía disiparse en ellos. Yo
    miraba conmovido y, por primera vez en mi vida, mi alma acogió conscientemente la
    primera simiente de la palabra de Dios. Salió al centro del templo un adolescente con
    un libro grande, tan grande que entonces me pareció que le costaba llevarlo. Lo
    depositó en el facistol, lo abrió y empezó a leer y, entonces, de repente, por primera
    vez comprendí algo, por primera vez en mi vida comprendí lo que leían en el templo
    de Dios. Había un varón en la tierra de Uz, sincero y piadoso, y tenía tantas riquezas,
    tantos camellos, tantas ovejas y asnos, y sus hijos se divertían y él los quería mucho y
    rogaba a Dios por ellos; quizá hubieran pecado, divirtiéndose tanto. Y he aquí que el
    diablo se presenta ante Dios, con los hijos de Dios, y le dice al Señor que ha recorrido
    toda la tierra, de una punta a otra, y ha estado debajo de la tierra. «¿Has visto a mi
    siervo Job?», le pregunta Dios. Y se jactó Dios ante el diablo, señalándole a su siervo,
    un hombre muy santo. El diablo se sonrió con malicia al oír las palabras de Dios:
    «Entrégamelo y verás cómo tu siervo empieza a lamentarse y a maldecir tu nombre». Y
    Dios entregó a este hombre justo, tan querido por él, al diablo, y el diablo aniquiló a
    sus hijos y su ganado, y dispersó su riqueza repentinamente, como si fuera el trueno
    de Dios. Y Job se rasgó las vestiduras, cayó al suelo y dijo: «Desnudo salí del vientre
    de mi madre, desnudo volveré a la tierra. Dios dio, Dios quitó. Sea el nombre de Dios
    bendito desde hoy hasta el fin de los días». Padres y maestros, apiadaos de mis
    lágrimas presentes, pues mi niñez se alza de nuevo frente a mí y respiro ahora como
    respiraba entonces con mi pecho de ocho años y, como entonces, siento asombro,
    confusión y alegría




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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:06

    ***

    También entonces los camellos se apoderaron de mi imaginación,
    y Satanás hablando con Dios, y Dios enviando a su siervo a la destrucción, y su siervo
    exclamando: «Sea tu nombre bendito, a pesar de tu castigo». Y después el canto
    sereno y dulce en el templo: «Suba mi oración», y de nuevo el incienso del incensario
    del sacerdote y la oración de rodillas. Desde entonces —ayer mismo lo tuve en mis
    manos— no puedo leer ese relato sagrado sin lágrimas en los ojos. ¡Cuánto tiene de
    grandioso, misterioso, inconcebible! Oí después las palabras llenas de orgullo de
    burlones y blasfemos: cómo pudo el Señor entregar al predilecto de sus santos para
    que el diablo se divirtiera, quitarle sus hijos, castigarlo con enfermedades y llagas hasta
    el punto de tener que limpiarse el pus de sus llagas con un pedazo de teja; y ¿para
    qué? Solo para jactarse delante de Satanás: «¡Mira lo que puede llegar a soportar mi
    santo por mí!». Pero ahí está lo grandioso, ése es el misterio: la pasajera imagen
    terrenal y la verdad eterna se tocan. Ante la verdad terrenal se cumple la acción de la
    verdad eterna. Ahí el Creador, como en los primeros días de la creación, cuando
    culminaba cada día con una alabanza: «Es bueno lo que he creado», mira a Job y
    vuelve a alabarse por su creación. Y Job, al glorificar al Señor, no solo lo sirve a Él, sino
    que servirá a toda su creación generación tras generación, por los siglos de los siglos,
    pues a tal tarea estaba destinado. ¡Díos mío, qué libro y qué lecciones! ¡Qué libro las
    Sagradas Escrituras! ¡Qué milagro y qué fuerza se dan con él al hombre! Es como la
    imagen esculpida del mundo, del hombre y de los caracteres humanos, todo está
    nombrado y mostrado por los siglos de los siglos. Y cuántos misterios resueltos y
    revelados: Dios restablece a Job, le vuelve a dar riquezas, pasan muchos años y ya
    tiene otros hijos, y los quiere, ¡Dios mío! «Pero ¿cómo podía amar a esos nuevos hijos
    —podría uno pensar— habiendo perdido a los anteriores? Recordando a aquéllos,
    ¿cómo puede ser plenamente feliz, igual que lo era antes, con esos nuevos hijos, por
    307
    mucho que los quiera?» Se puede, se puede: el gran misterio de la vida humana
    paulatinamente convierte la pena antigua en tranquila y tierna alegría. En lugar de la
    bullente sangre juvenil, llega la vejez tranquila y dulce: diariamente bendigo la salida
    del sol, y mi corazón le canta igual que antes, pero ya me gusta más su ocaso, sus
    rayos largos y oblicuos y los recuerdos serenos, dulces, tiernos, imágenes queridas de
    toda una vida larga y bienaventurada y, por encima de todo, la verdad de Dios que
    conmueve, reconcilia y todo lo perdona. Mi vida se extingue, lo sé y lo percibo, mas
    cada día que me queda siento que mi vida en la tierra entra ya en contacto con una
    vida nueva, infinita, desconocida, aunque ya muy próxima, y al presentirla tiembla
    entusiasmada mi alma, resplandece mi espíritu y llora alegre mi corazón… Amigos y
    maestros, más de una vez he oído, y últimamente con mayor frecuencia, que en
    nuestro país los sacerdotes de Dios, sobre todo los de las aldeas, se lamentan
    lloriqueando por todas partes de su bajo salario y de su humillación y declaran
    abiertamente, incluso en la prensa —yo mismo lo he leído—, que ya no son capaces
    de explicarle al pueblo las Escrituras, pues su salario es escaso, y, que si vienen los
    luteranos y los herejes y empiezan a arrebatarles el rebaño, que se lo arrebaten, «ya
    que es tan escaso nuestro salario». ¡Ay, Señor!, pienso yo, quiera Dios darles algo más
    valioso que ese salario tan precioso para ellos (pues también su queja está justificada),
    pero en verdad os digo: si alguien es culpable, ¡la mitad de la culpa es nuestra!





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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:07

    ***

    Pues,
    aunque el sacerdote no tenga tiempo, aunque no le falte razón cuando asegura que
    está abrumado por el trabajo y las ceremonias, siempre le quedará algo de tiempo…
    ¿No va a tener siquiera una hora semanal para acordarse de Dios? Y tampoco se
    trabaja todo el año. Que reúna en su casa una vez a la semana, por la tarde, primero
    solo a los niños: los padres oirán hablar de ello y también empezarán a acudir. Para
    esta tarea tampoco te hace falta construir una mansión, puedes recibirlos simplemente
    en tu isba. No temas, no van a ponerte perdida la isba, es solo una hora. Abre el libro y
    empieza a leerles sin palabras rebuscadas y sin arrogancia, sin ponerte por encima de
    ellos, con veneración y modestia, gozando tú también de estar leyéndoles y de que
    ellos te escuchen y te entiendan, amando tú mismo esas palabras. Detente solo de vez
    en cuando para aclarar alguna palabra que la gente sencilla no alcance a comprender;
    pero no te preocupes, lo entenderán todo, ¡el corazón ortodoxo entiende todo! Léeles
    de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, de cómo Jacob fue a casa de Labán y luchó en
    sueños contra el Señor y dijo: «¡Cuán terrible es este lugar!», y cautivarás el espíritu
    piadoso de la gente sencilla. Léeles, sobre todo a los niños, cómo unos hermanos
    vendieron como esclavo a su hermano carnal, a José, el amado muchacho, el gran
    profeta que interpretaba los sueños, y le dijeron al padre que una fiera había
    despedazado a su hijo, y le mostraron la ropa ensangrentada. Léeles cómo llegaron
    después los hermanos a Egipto en busca de pan, y José, convertido en un alto
    dignatario, sin que ellos lo reconocieran, los atormentó, los condenó, prendió al
    308
    hermano Benjamín, y todo ello sin dejar de quererlos: «Os quiero y, queriéndoos, os
    hago sufrir tormento». Pues toda su vida había seguido recordando cómo lo habían
    vendido a unos mercaderes en algún lugar en la estepa abrasadora, junto a un pozo, y
    cómo él, retorciéndose las manos, lloraba y suplicaba a sus hermanos que no lo
    vendieran como esclavo en una tierra extraña. Y he aquí que, al verlos después de
    tantos años, volvió a sentir por ellos un amor inmenso, pero les hizo padecer y sufrir
    tormento, a pesar de ese amor. Por fin, cuando ya no soporta el sufrimiento de su
    corazón, se aleja de ellos, se desploma sobre el lecho y llora. Después se seca la cara y
    vuelve a su lado, radiante y luminoso, y les anuncia: «¡Hermanos, soy José, vuestro
    hermano!». Y que a continuación les lea cómo se alegró el anciano Jacob al saber que
    su niño querido aún estaba vivo y cómo partió a Egipto, dejando atrás su país natal, y
    murió en tierra extraña, legando en testamento, por los siglos de los siglos, la
    grandiosa palabra que toda su vida se había alojado, de manera misteriosa, en su dócil
    y medroso corazón: que de su estirpe, de Judá, saldría la gran esperanza del mundo,
    ¡su reconciliador y su salvador! Padres y maestros, perdonadme y no os enfadéis si,
    como un niño pequeño, os explico aquello que sabéis desde hace mucho y que
    podrías enseñarme a mí, con palabras cien veces más atinadas y hermosas. Hablo así
    movido solo por mi entusiasmo, y perdonad mis lágrimas, pues ¡amo este libro! Dejad
    que él, el sacerdote de Dios, también llore, y así verá cómo, en respuesta, los
    corazones de sus oyentes también se conmueven. Solo se necesita una semilla
    pequeña, diminuta: que la arroje al alma de la gente sencilla y la simiente no morirá,
    vivirá en el alma de esa gente toda la vida, escondida entre las tinieblas, entre el hedor
    de sus pecados, como un punto luminoso, como un magnífico recordatorio. Y no es
    necesario, no lo es, explicar o instruir en exceso, esa gente lo entenderá con sencillez.
    ¿Creéis acaso que las personas sencillas no lo van a entender?







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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:08

    ***

    Probad a leerles
    después el relato tierno y conmovedor de la bella Esther y la arrogante Vasti, o la
    maravillosa historia del profeta Jonás en el vientre de la ballena. No olvidéis tampoco
    las parábolas del Señor, preferiblemente las del Evangelio de Lucas (así lo hice yo),
    después la conversión de Saulo en los Hechos de los Apóstoles (¡indispensable,
    indispensable!) y, por fin, de las Cheti-Minéi al menos la vida de san Alejo y de la
    alegre mártir, grande entre las grandes, María Egipcíaca, teovidente y portadora de
    Cristo. Con estas historias sencillas llegaréis a su corazón, y solo se necesita una hora a
    la semana, por mucho que el salario sea escaso, una hora de nada. Y verá el sacerdote
    cómo nuestro pueblo es misericordioso y agradecido, y cómo le devuelve cien veces lo
    recibido: recordando el celo del sacerdote y sus tiernas palabras, la gente lo ayudará
    de buena gana en el campo, y también en su casa, y le mostrará mayor respeto que
    antes, y ya con eso habrá aumentado su salario. La cosa es tan simple que a veces
    callamos por miedo a que se rían de nosotros, pero ¡es tan evidente! Aquel que no
    cree en Dios tampoco cree en el pueblo de Dios. Pero quien tenga fe en el pueblo de
    Dios verá también la santidad que hay en él, por más que hasta entonces no hubiera
    creído en ella. Solo el pueblo y su fuerza espiritual venidera podrán convertir a
    nuestros ateos, que se han desligado de su propia tierra. ¿Y qué es la palabra de Cristo
    sin el ejemplo? Sin la palabra de Dios, la destrucción caerá sobre nuestro pueblo, pues
    su alma está sedienta de su palabra y de cualquier imagen hermosa. En mi juventud,
    hace mucho tiempo, casi cuarenta años, el padre Anfim y yo recorrimos toda la Rus
    recolectando limosna para el monasterio, y una noche la pasamos a orillas de un gran
    río navegable en compañía de unos pescadores; con ellos estaba un joven agradable,
    un campesino que aparentaba unos dieciocho años; tenía prisa por llegar, a la mañana
    siguiente, a su trabajo: remolcar, tirando de la sirga, la barcaza de unos mercaderes.
    Veo que mira al frente con emoción y serenidad. Era una noche de julio clara, tranquila
    y cálida, el río era ancho, una refrescante bruma ascendía de él, algún pececillo
    chapoteaba de vez en cuando, los pájaros se habían callado, reinaba la calma, todo
    era esplendoroso y elevaba una plegaria a Dios. Solo nosotros dos, aquel joven y yo,
    estábamos despiertos, y nos pusimos a hablar de la belleza de este mundo de Dios y
    de su grandioso misterio. Cada brizna de hierba, cada pequeño insecto —una
    hormiga, una abeja dorada—, todos conocen su camino de una manera asombrosa, sin
    tener inteligencia, todos ponen de manifiesto el misterio divino, lo encarnan sin cesar.
    Me di cuenta de que el corazón de aquel simpático joven se enardecía. Me contó que
    le gustaba el bosque, los pájaros silvestres; era pajarero, reconocía cada uno de sus
    silbidos, sabía cómo capturar cada ave: «No conozco nada mejor que el bosque —me
    decía—, aunque todas las cosas son buenas». «Es verdad —le respondo—, todo es
    bueno y grandioso porque todo es verdad. Fíjate en el caballo —le digo—, ese gran
    animal, tan cercano al hombre, o en el buey, que lo alimenta y trabaja para él, abatido
    y meditabundo, fíjate en su semblante: qué docilidad, qué apego a un hombre que
    suele golpearle sin piedad, qué candidez, qué confianza y belleza en su semblante. Y
    hasta es conmovedor saber que no hay pecado en él, pues todo es perfecto, todo,
    excepto el hombre, está libre de pecado, y Cristo está con ellos antes que con
    nosotros.»








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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:09

    ***

    «¿Cómo es eso? —pregunta el joven—. ¿Cristo está con ellos?» «No puede
    ser de otra manera —le digo—, pues el Verbo es para todos, para toda creación y para
    toda criatura, cada hojita tiende hacia el Verbo, canta la gloria de Dios, llora a Cristo,
    sin conciencia de ello, a través del misterio de su existencia sin pecado. Ahí —le
    digo—, en el bosque, yerra el oso terrible, amenazador y fiero, pero no es culpable de
    nada.» Y le conté que, en cierta ocasión, un oso se había acercado a un gran santo que
    buscaba la salvación en el bosque, en una pequeña celda, y que el gran santo sintió
    compasión y salió sin temor y le dio un trozo de pan: «Anda, ve —le dijo—, Cristo está
    contigo», y el fiero animal se alejó, obediente y sumiso, sin causar daños. Y se
    conmovió el joven al saber que la fiera se había alejado sin causar ningún daño, y que
    Cristo también estaba con el animal. «¡Ay —dice—, qué maravilla! ¡Qué admirable y
    qué maravillosa es toda la obra de Dios!» Estaba allí sentado, meditando tranquila y
    dulcemente. Vi que me había comprendido. Y se quedó dormido a mi lado, con un
    sueño ligero y puro. ¡Bendice, señor, la juventud! Y recé por él, mientras me entregaba
    al sueño yo también. ¡Señor, envía la paz y la luz a tu gente!

    c) Recuerdos de mocedad y juventud del stárets Zosima, aún en el siglo. El duelo
    Estuve muchos años, casi ocho, en San Petersburgo, en el cuerpo de cadetes, y con
    la nueva educación muchas de las impresiones de mi infancia se vieron amortiguadas,
    aunque no olvidé ninguna. A cambio, adopté tantas costumbres nuevas, e incluso
    opiniones, que me transformé en un ser casi salvaje, cruel y ridículo. Junto con el
    francés, adquirí el lustre de la urbanidad y de los modales mundanos, pero todos
    nosotros, yo también, considerábamos auténticas bestias a los soldados que nos
    servían en el cuerpo. Puede que yo más que nadie, pues era el más susceptible de
    todos mis camaradas. Cuando llegamos a oficiales, estábamos dispuestos a derramar
    nuestra sangre por los insultos al honor del regimiento, aunque casi ninguno de
    nosotros sabía lo que era el auténtico honor y, si alguno lo hubiese descubierto, él
    habría sido el primero en ridiculizarlo. Poco menos que nos enorgullecíamos de
    nuestras borracheras, trifulcas y bravatas. No diré que fuéramos ruines; todos esos
    jóvenes eran buenos, pero se comportaban con ruindad, yo más que ninguno. Lo más
    importante es que yo ya disponía de mi capital, y por eso me lancé a vivir a mis
    anchas, con todo el ímpetu de la juventud, sin moderación, a toda vela. Pero había una
    cosa sorprendente: también leía por entonces, y hasta con gran placer. En esa época
    casi nunca abría la Biblia, aunque nunca me separé de ella, la llevaba conmigo a todas
    partes: en verdad, guardaba aquel libro, sin saberlo yo mismo, «para la hora, día, mes
    y año». Tras servir así unos cuatro años, finalmente recalé en la ciudad de K., donde
    estaba entonces estacionado nuestro regimiento. La sociedad de esta ciudad era
    variada, numerosa y alegre, hospitalaria y rica, en todas partes era bien recibido, pues
    siempre he sido de carácter alegre y, por añadidura, no me tenían por pobre, lo cual,
    en ese ambiente, cuenta bastante. Y se produjo un hecho que fue el inicio de todo. Le
    tomé afecto a una muchacha joven y bonita, inteligente y digna, de carácter alegre y
    noble, hija de padres honorables



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    Mensaje por Maria Lua Miér 16 Oct 2024, 09:10

    ***
    Eran gente importante, tenían dinero, influencia y
    poder, me acogieron con cariño y cordialidad. Me pareció que la muchacha me miraba
    con buenos ojos: mi corazón se enardecía ante tal sueño. Más tarde, comprendí y
    acabé de caer en la cuenta de que tal vez no la hubiese amado con tanta pasión, sino
    que simplemente respetaba su inteligencia y su carácter elevado, como no podía ser
    de otro modo. Sin embargo, el egoísmo me impidió entonces pedir su mano: me
    parecía muy duro y terrible despedirme de las tentaciones de la vida depravada y libre
    de soltero a tan temprana edad, sobre todo disponiendo de dinero. No obstante, sí
    hice algunas insinuaciones. En cualquier caso, aplacé por una breve temporada
    cualquier paso decisivo. Y he aquí que, de pronto, me envían dos meses en comisión
    de servicio a otro distrito. Regreso a los dos meses y entonces me entero de que la
    joven se ha casado con un rico terrateniente de los alrededores, un hombre mayor que
    yo pero joven aún y con buenas relaciones en la capital y entre la alta sociedad, algo
    de lo que yo carecía; por añadidura, era un hombre muy amable y, además, instruido,
    mientras que yo no tenía ninguna clase de instrucción. Me afectó tanto aquel
    acontecimiento inesperado que hasta se me nubló el entendimiento. Pero lo más
    importante del caso era que, según supe muy pronto, el joven terrateniente venía
    siendo su prometido desde hacía mucho, y que yo mismo me lo había encontrado en
    numerosas ocasiones en casa de ella, pero, ofuscado por mis propios méritos, no había
    notado nada. Eso fue, con diferencia, lo que más me dolió: ¿cómo era posible que casi
    todo el mundo lo supiera y yo fuera el único que no sabía nada? De pronto sentí una
    rabia insoportable. Ruborizado, empecé a recordar cuántas veces había estado a punto
    de declararle mi amor, y, dado que ella no me había detenido ni advertido, quería
    decirse que se había estado burlando de mí, deduje yo. Más tarde, claro está, lo
    reconsideré y recordé que ella no se había reído lo más mínimo; al contrario,
    interrumpía bromeando tales conversaciones y cambiaba de tema, pero en aquellos
    momentos no fui capaz de darme cuenta y ardía en deseos de venganza. Recuerdo
    con sorpresa que mi sed de venganza y mi ira hasta a mí me resultaban excesivamente
    gravosas y desagradables, porque, siendo de carácter apacible, no podía estar
    enfadado con nadie mucho tiempo, y por eso tenía que incitarme a mí mismo de una
    manera artificial, y al fin me convertí en un sujeto ruin e insensato. Aguardé mi ocasión,
    y una vez, en presencia de mucha gente, logré agraviar a mi «rival» por una razón que,
    aparentemente, nada tenía que ver conmigo: me burlé de una opinión suya sobre un
    importante suceso de aquellos dias —estábamos en 1826—, y conseguí burlarme, eso
    decía la gente, con ingenio y destreza. Después le exigí una explicación y, cuando me
    la dio, lo traté con tanta grosería que acabó aceptando mi desafío, sin reparar en la
    enorme diferencia que había entre nosotros, pues yo era más joven, insignificante y de
    rango muy inferior








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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:27

    ***
    Después supe a ciencia cierta que había aceptado mi desafío
    también por celos: en su día se había sentido algo celoso de mí por la que luego sería
    su mujer y todavía era su novia; en aquel momento pensaría que, si ella llegaba a
    enterarse de que yo lo había ofendido y él no se había decidido a desafiarme,
    entonces ella, sin darse ni cuenta, empezaría a despreciarlo y su amor se tambalearía.
    Enseguida encontré un padrino, un camarada, teniente de nuestro regimiento. En
    aquel tiempo, aunque los duelos se perseguían implacablemente, eran casi una moda
    entre los militares: hasta tal punto crecen a veces y se hacen fuertes los prejuicios más
    absurdos. Junio llegaba a su fin y nuestro encuentro tendría lugar al día siguiente, a las
    siete de la mañana, en el campo; entonces me sucedió algo en verdad fatídico. Al
    312
    volver a casa, furioso e intratable, me irrité con Afanasi, mi ordenanza, y le golpeé dos
    veces con todas mis fuerzas, tanto que la cara se le cubrió de sangre. No hacía mucho
    que estaba a mi servicio y, aunque ya otras veces le había pegado, nunca lo había
    hecho con aquella saña brutal. Creedme, queridos, han pasado cuarenta años y aún lo
    recuerdo con vergüenza y dolor. Me acosté, dormí unas tres horas, me desperté, ya
    despuntaba el día. De repente me levanté, ya no tenía ganas de dormir, me acerqué a
    la ventana, la abrí —daba al jardín—, vi que estaba saliendo el sol, el aire era tibio,
    hacía un día espléndido, empezaban a cantar los pájaros. «¿Por qué habrá en mi alma
    —pensaba yo— esta sensación de ignominia y bajeza? ¿Será porque voy a derramar
    sangre? No —me dije—, no parece que sea por eso. ¿Será porque temo la muerte,
    porque tengo miedo de que me maten? No, no, en absoluto, no tiene nada que
    ver…» Y de repente caí en la cuenta de lo que me pasaba: ¡había pegado a Afanasi la
    noche anterior! Todo se me representó de nuevo, como si se estuviera repitiendo: lo
    tengo delante, le golpeo con fuerza la cara, pero él tiene los brazos pegados al
    cuerpo, la cabeza erguida, los ojos bien abiertos, en posición de firmes, se estremece
    con cada golpe pero ni siquiera se atreve a levantar los brazos para protegerse… ¡A lo
    que puede llegar un hombre! ¡Un hombre golpeando a otro hombre! ¡Qué crimen! Fue
    como si una aguja punzante atravesara mi alma de parte a parte. Me quedo allí como
    atontado, mientras el sol brilla, las hojitas se regocijan, resplandecen, y las aves… las
    aves alaban a Dios…


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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:28

    ***

    Me cubrí el rostro con ambas manos, me derrumbé sobre la cama
    y me deshice en lágrimas. Recordé entonces a mi hermano Markel y sus palabras a los
    criados antes de morir: «Amigos, queridos míos, ¿por qué me servís? ¿Por qué me
    queréis? ¿Acaso merezco ser servido?». «Eso es, ¿acaso lo merezco?», me vino de
    repente a la cabeza. Efectivamente, ¿por qué merezco que otro hombre, al igual que
    yo imagen y semejanza de Dios, me sirva? Y así, por primera vez en mi vida, esta
    pregunta se quedó grabada en mi cabeza. «Madrecita, hacedora de mis días, en
    verdad todos somos culpables por todos ante todo el mundo, solo que la gente no lo
    sabe, si lo supieran, ¡esto sería el paraíso… Señor, ¿es posible que no sea verdad? —
    lloraba y pensaba—, en verdad, es posible que sea yo el más culpable de todos, ¡y el
    peor entre todas las personas del mundo!» Y de pronto toda la verdad se presentó
    ante mí, con todo su resplandor: ¿qué iba a hacer? Iba a matar a un hombre bueno,
    inteligente y noble, que no me había hecho nada, e iba a privar para siempre a su
    esposa de la felicidad, iba a hacerla sufrir y la iba a matar. Seguía tumbado boca abajo
    en la cama sin darme cuenta de que el tiempo pasaba. De pronto entró mi camarada,
    el teniente; venía a buscarme con las pistolas: «Ah —dijo—, muy bien, ya estás
    despierto, es la hora, vamos». Me quedé aturdido, sin saber qué hacer; salimos y nos
    montamos en el coche: «Espera aquí un momento —le dije—, ahora vuelvo, se me ha
    olvidado el monedero». Y volví corriendo a casa, derecho al cuartucho de Afanasi:
    «Afanasi —dije—, ayer te pegué dos veces en la cara, perdóname». Él se sobresaltó,
    313
    como asustado, me miró y yo me di cuenta de que aquello era poco, muy poco, y de
    pronto, tal como iba, con charreteras y todo, caigo a sus pies, e inclino la frente hasta
    el suelo: «¡Perdóname!». Se quedó atónito: «Mi señor, bátiushka, señor, pero cómo…
    yo no soy digno…», y se echó a llorar, como antes yo, se cubrió el rostro con ambas
    manos, se volvió hacia la ventana, estremecido por el llanto, mientras yo corría a
    reunirme con mi compañero y subía precipitadamente al coche: «En marcha —
    ordené—. ¿Has visto alguna vez —le digo gritando— a un vencedor? ¡Aquí tienes uno,
    delante de ti!» Estaba extasiado, me río, hago todo el camino hablando y hablando sin
    parar, ya no recuerdo de qué hablé. Él me mira: «Bravo, hermano; veo que vas a dejar
    en buen lugar nuestro uniforme»


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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:29

    ***


    . Y llegamos al lugar convenido, ellos ya estaban
    esperándonos. Nos colocaron a doce pasos el uno del otro, a él le tocaba disparar
    primero. Yo estaba frente a él, alegre, cara a cara, sin pestañear, lo miraba
    afectuosamente, sabía lo que iba a hacer. Él disparó, solo me hizo un pequeño
    rasguño en la mejilla y me rozó la oreja. «¡Gracias a Dios —grité—, no ha matado a un
    hombre!», y cogí mi pistola, me di la vuelta y la lancé bruscamente al aire, al bosque.
    «¡Ése es tu sitio!» Me volví hacia mi adversario: «Muy señor mío —le digo—, perdone a
    este estúpido joven, culpable de haberle ofendido, que le ha forzado a disparar contra
    él. Soy diez veces peor que usted, puede que más. Dígaselo a la persona que más
    venera en este mundo». Según acababa de hablar, los tres empezaron a gritar: «¡Será
    posible! —decía mi adversario enfadado—. Si no quería batirse, ¿por qué tuvo que
    molestarme?». «Ayer —le dije—, aún era un estúpido, pero hoy soy más juicioso», le
    respondí alegremente. «Me creo lo de ayer, pero, por lo que respecta a lo de hoy, es
    difícil llegar a la misma conclusión que usted.» «¡Bravo! —le grito, dando palmas—,
    estoy de acuerdo con usted, ¡me lo he merecido!» «Muy señor mío, ¿va a disparar o
    no?» «No —le digo—, si quiere, dispare usted otra vez, solo que sería mejor no
    hacerlo.» Los padrinos gritaban, sobre todo el mío: «¡Qué afrenta para el regimiento!
    ¡Pedir perdón en la marca! ¡Si llego a saberlo!». Yo seguía allí delante de todos ellos
    pero ya no me reía: «Señores, ¿acaso en nuestro tiempo es tan sorprendente encontrar
    a un hombre que reconozca su estupidez y que públicamente se declare culpable de lo
    que es culpable?». «¡Pero no en la marca!», gritó mi padrino de nuevo. «¡Precisamente!
    —les respondí—. Eso es lo sorprendente, porque debería haberme declarado culpable
    nada más llegar aquí, antes de su disparo, sin haberlo empujado a cometer un
    gravísimo pecado mortal. Pero hemos organizado el mundo de una manera tan
    monstruosa que actuar así era casi imposible, pues solo después de haber resistido su
    disparo a una distancia de doce pasos mis palabras pueden tener algún significado
    para él; en cambio, si las hubiera pronunciado antes del disparo, nada más llegar,
    sencillamente habrían dicho ustedes: es un cobarde, se ha asustado al ver la pistola y
    no hay nada más que hablar. Señores —exclamé de repente, de todo corazón—,
    contemplen a su alrededor los dones de Dios: el cielo claro, el aire limpio, la hierba
    suave, los pájaros, la naturaleza bella y pura; solo nosotros, impíos y necios, no
    comprendemos que la vida es el paraíso, y bastaría con que quisiésemos
    comprenderlo para que surgiera en ese mismo instante en todo su esplendor, y nos
    abrazaríamos llorando…»




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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:30

    ***

    Aún quería seguir, pero no pude; me faltaba el aliento con
    tanta dulzura, con tanta juventud; era feliz como nunca lo había sido en mi vida. «Todo
    eso que dice es sensato y piadoso —me dijo mi adversario—, en cualquier caso, es
    usted un hombre original.» «Ríase —también yo me reí—, pero después debería
    elogiarme.» «Ya estoy dispuesto a elogiarle —dice—, permítame, le ofrezco mi mano,
    porque creo que es usted realmente sincero.» «No —le digo—, ahora no, más tarde,
    cuando sea mejor y me haya merecido su respeto; entonces hará bien ofreciéndome
    su mano.» Volvimos a casa, mi padrino fue todo el camino blasfemando, pero yo no
    hacía más que darle besos. Enseguida llegó la noticia a oídos de mis camaradas, se
    prepararon para juzgarme ese mismo día: «Ha ensuciado nuestro uniforme, que
    presente su renuncia». También hubo quien me defendió: «Aun así, dicen que ha
    resistido el disparo». «Sí, pero ha tenido miedo de los otros disparos y ha pedido
    perdón en la marca.» «Si hubiera tenido miedo de los disparos —objetaban mis
    defensores—, habría disparado su pistola antes de pedir perdón, y él la ha arrojado
    cargada al bosque; no, aquí ha pasado algo distinto, original.» Yo estaba escuchando,
    me divertía mirarlos. «Queridísimos míos —dije—, amigos y compañeros, no os
    preocupéis por mi renuncia, porque ya la he presentado, esta misma mañana, en la
    oficina del regimiento; en el momento en que me la concedan ingresaré en un
    monasterio; por eso he presentado mi renuncia.» Fue decir eso, y todos al unísono
    rompieron a reír a carcajadas: «Haberlo dicho antes, ahora todo está claro, no se
    puede juzgar a un monje», no paraban de reírse, pero no se reían en son de burla, sino
    con ternura, divertidos; de repente, todos me habían cogido cariño, incluso quienes
    me habían acusado con más fervor; después, en el mes que pasó hasta que me
    concedieron la renuncia, me llevaron en palmitas: «Ay, nuestro monje», decían. Y cada
    uno tenía una palabra afectuosa para mí, empezaron a intentar disuadirme, incluso a
    lamentarse: «¿Qué va a ser de ti?». «Es un valiente —decían—, resistió un disparo y
    podría haber disparado, pero la víspera había soñado que iba a meterse a monje. He
    ahí el porqué.» Lo mismo sucedía en la ciudad. Antes nadie había reparado
    especialmente en mí, aunque me recibían cordialmente, pero ahora todos querían
    saber de mí, y se peleaban por invitarme: se reían de mí, pero también me querían.
    Debo señalar que, aunque entonces todo el mundo hablaba sin tapujos de nuestro
    duelo, los superiores habían dado por cerrado el caso, pues mi adversario era pariente
    próximo de nuestro general y, dado que el asunto se había resuelto sin sangre, como
    una especie de broma, y yo, al fin y al cabo, había presentado mi renuncia, lo
    consideraron, efectivamente, una broma. Entonces empecé a hablar sin disimulo y sin
    temor a pesar de sus risas, porque, en definitiva, no se trataba de risas malignas, sino
    bienintencionadas



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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:32

    ***


    Aquellas conversaciones solían tener lugar en las veladas, en
    compañía de damas: por entonces a las mujeres les gustaba más escucharme y
    obligaban a los hombres a hacerlo. «Pero ¿cómo es posible que yo sea culpable por
    todos? —decía uno cualquiera, riéndoseme a la cara—. ¿Acaso yo puedo ser culpable
    por usted, por ejemplo?» «Y ¿cómo va usted a reconocerlo —le respondí—, si hace
    mucho que el mundo entero tiró por otro camino y tomamos por verdad la pura
    mentira y exigimos de los demás la misma mentira? Ya lo ve, por primera vez en la vida
    voy y actúo con sinceridad, y ahora resulta que soy como un yuródivy para todos
    ustedes: me han cogido cariño, pero no pueden dejar de reírse de mí», les dije. «Pero
    ¿cómo no vamos a cogerle cariño?», me dice la anfitriona, riéndose ruidosamente; y
    había mucha gente en su casa. De repente veo que en medio de las damas se pone en
    pie la misma joven por la que yo había provocado el duelo y en la que poco antes
    había pensado como futura novia, y ahora ni siquiera me había dado cuenta de que
    había acudido a la velada. Se puso en pie, se acercó y me tendió la mano: «Permítame
    decirle que yo soy la primera que no se ríe de usted: al contrario —me dice—, con
    lágrimas en los ojos le expreso mi gratitud y le declaro mi respeto por su
    comportamiento de entonces». Se acercó también su marido, y a continuación todos a
    la vez, poco les faltó para besarme. Me sentí muy alegre, pero, entre toda aquella
    gente, reparé de pronto en un hombre ya mayor que también se me había acercado y
    a quien ya conocía de nombre, a pesar de que nadie me lo había presentado y hasta
    esa tarde ni siquiera había cambiado una palabra con él.
    d) El visitante enigmático
    Hacía tiempo que trabajaba en nuestra ciudad, donde ocupaba un puesto
    destacado, era un hombre respetado por todos, rico, famoso por su filantropía,
    donaba un capital considerable al asilo y al orfanato y, además, hacía muchas buenas
    obras en secreto, sin divulgarlo, algo que solo se descubrió después de su muerte.
    Tenía cerca de cincuenta años y un aspecto casi severo, era hombre de pocas
    palabras; llevaba casado no más de diez años con una mujer aún joven, con la que
    tenía tres hijos de corta edad. Y he aquí que a la tarde siguiente estaba yo en casa
    cuando de repente se abrió la puerta y entró precisamente este señor.
    Hay que señalar que yo ya no vivía donde antes, pues en cuanto presenté mi
    renuncia me mudé a casa de una mujer mayor, viuda de un funcionario, que puso
    también sus criados a mi disposición; mi traslado a esta nueva vivienda se había
    debido únicamente a que, nada más regresar del duelo, ese mismo día, mandé a
    Afanasi de vuelta a su compañía: me daba vergüenza mirarlo a los ojos después de mi
    reciente comportamiento con él; hasta tal punto es propenso a avergonzarse, aunque
    sea de la causa más justa, el hombre de mundo poco preparado.
    «Hace varios días —me dijo aquel señor nada más entrar— que le vengo
    escuchando con gran curiosidad en distintas casas y deseaba conocerle personalmente
    para hablar con usted con más detenimiento. ¿Puede concederme, mi buen señor, ese
    gran favor?» «Con sumo placer; lo consideraré un honor muy especial», le digo,
    aunque casi estaba asustado; tal era la impresión que me había producido la aparición
    de aquel hombre. Porque, aunque la gente me escuchaba y sentía curiosidad por mí,
    todavía no se me había acercado nadie con ese aspecto de ser tan serio y severo por
    dentro


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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:32

    ***


    Y ese hombre había venido a verme a mi propia casa. Tomó asiento. «Veo en
    usted —continuó— una gran fuerza de carácter, pues no tuvo miedo de servir a la
    verdad en un asunto en el que, por esa misma verdad, se arriesgó a sufrir el desprecio
    general.» «Quizá esté exagerando mucho en sus elogios», le dije. «No, no exagero —
    me respondió—, créame que hacer algo así es mucho más difícil de lo que usted
    piensa. De hecho —prosiguió—, ha sido eso lo que me ha impresionado y
    precisamente por eso he venido a verle. Descríbame, si no desdeña esta curiosidad
    mía, acaso indiscreta, qué sintió exactamente en el momento en que decidió pedir
    perdón en el duelo, si es que lo recuerda. No considere frívola mi pregunta, al
    contrario, se la hago con una finalidad secreta que probablemente le explicaré más
    adelante si es que Dios considera conveniente acercarnos aún más.»
    Mientras hablaba, no dejé de mirarlo y, de pronto, sentí una confianza fortísima en
    él, además de una excepcional curiosidad, porque tuve la sensación de que su alma
    guardaba un secreto muy especial.
    «Me pregunta qué sentí exactamente en el momento en que pedí perdón a mi
    adversario —le respondí—, pero será mejor que se lo cuente todo desde el principio,
    cosa que no he hecho con nadie —y le relaté todo lo ocurrido en casa con Afanasi y
    cómo me había postrado ante él en el suelo—. Como puede usted ver —concluí—, en
    el duelo ya fue todo más sencillo, porque yo había dado en casa los primeros pasos y,
    una vez que emprendes ese camino, lo demás no solo no es difícil, sino incluso
    placentero y alegre.»
    Me escuchaba y me miraba con atención: «Todo esto —me dice— es
    extraordinariamente curioso, vendré más veces a verle». Y desde entonces empezó a
    visitarme casi cada tarde. Y nos habríamos hecho amigos íntimos si él me hubiera
    hablado de sí mismo. Pero de sí mismo no decía casi ni una palabra, no hacía más que
    interrogarme. Aun así, le tomé mucho aprecio y le confié por completo mis
    sentimientos, pues pensaba: ¿qué más me da a mí su secreto? Incluso sin él, veo que
    es un hombre justo. Además, es un hombre tan serio y tan diferente a mí en edad, y
    viene a mi casa, a casa de un joven como yo, sin el menor desprecio. Aprendí de él
    muchas cosas de provecho, pues era un hombre de gran inteligencia. «Eso de que la
    vida es el paraíso… —me dijo un día—; hace mucho que le doy vueltas —y añadió de
    repente—: no pienso en otra cosa. —Me miró y sonrió—. Estoy más convencido que
    usted, más tarde sabrá por qué.» Al oír esto me dije: «Seguro que quiere revelarme
    algo». «El paraíso —dijo— se esconde en cada uno de nosotros; ahora, por ejemplo,
    también se oculta en mí y, si así lo quiero, mañana mismo se hará realidad y así será ya
    para toda la vida. —Lo miro, habla conmovido y me mira misteriosamente, como
    interrogándome—. Y cuando dice usted que todo hombre —prosiguió— es culpable
    por todos y por todo, además de por sus propios pecados… ese razonamiento suyo es
    muy acertado, y es asombroso que, de repente, haya podido abrazar esa idea con tal
    plenitud. Y, en verdad, es cierto que, cuando la gente comprenda esta idea, entonces
    surgirá para ella el reino de los cielos no en sueños, sino en realidad.» «Pero ¿cuándo
    se cumplirá esta idea? —exclamé yo con pesar—. ¿Se hará realidad alguna vez? ¿No
    será solo un sueño?» «Así que usted no tiene fe, predica pero no tiene fe. Ha de saber
    que, indudablemente, ese sueño, como usted dice, se hará realidad, créalo, pero no
    ahora, pues hay una ley para cada acción



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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:33

    ***
    . Es una cuestión del alma, psicológica. Para
    rehacer el mundo es necesario que la gente tome, psicológicamente, otro camino.
    Mientras no nos convirtamos efectivamente en hermanos de todos los hombres, no
    habrá fraternidad. Ninguna ciencia, ningún interés enseñará nunca a las personas a
    repartirse propiedades y derechos pacíficamente. Siempre será poco para cada uno y
    todos seguirán murmurando, envidiándose y destruyéndose mutuamente. Pregunta
    usted cuándo se hará realidad. Se hará realidad, pero antes debe concluir el período
    del aislamiento humano.» «¿Qué aislamiento?», le pregunté. «El que ahora reina en
    todas partes, y especialmente en nuestro siglo, pero aún no ha concluido del todo y no
    le ha llegado su hora. Pues ahora cada uno aspira a diferenciarse, quiere experimentar
    en sí mismo la plenitud de la vida, pero el único resultado de todos estos esfuerzos es
    un completo suicidio y no la plenitud de la vida, ya que, en lugar de alcanzar una plena
    definición de su ser, las personas caen en un completo aislamiento. En nuestro siglo
    todos se han dividido en unidades, cada uno se aísla en su guarida, cada uno se
    distancia del otro, se esconde y esconde lo que posee y termina alejándose de la
    gente y alejando a la gente de sí. Acumula riquezas en soledad y piensa: cuán fuerte
    soy ahora, cuán seguro; pero ese insensato no sabe que, cuanto más acumula, más se
    hunde en su debilidad suicida. Pues se ha acostumbrado a confiar solo en sí mismo, se
    ha separado del conjunto, como unidad que es, ha enseñado a su alma a no creer ni
    en la ayuda de los hombres ni en la gente ni en la humanidad, y solo tiembla pensando
    en que puede perder su dinero y los derechos que ha adquirido con él. Ahora en todas
    partes la mente humana, de una forma ridícula, empieza a no comprender que la
    verdadera seguridad para el individuo no reside en su esfuerzo personal aislado, sino
    en la integridad común de la humanidad. Pero inevitablemente a este horrible
    aislamiento también le llegará su hora y alguna vez todos comprenderán de qué
    manera tan poco natural se habían apartado los unos de los otros. Ése será el espíritu
    de la época y se sorprenderán de haber estado tanto tiempo en la oscuridad sin haber
    318
    visto la luz. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo… Pero hasta
    entonces hay que custodiar esa bandera y, cada cierto tiempo, un hombre, al menos,
    debe dar ejemplo y, sacando su alma del aislamiento, realizar la proeza de la relación
    fraternal, aunque sea en calidad de yuródivy. Para que esta gran idea no muera…»
    Entre tales conversaciones fervorosas y entusiastas pasábamos las tardes. Yo llegué
    a prescindir del trato social y cada vez iba menos de visita; además, ya empezaba a
    estar pasado de moda. No digo esto como crítica, pues la gente seguía queriéndome
    y me trataba afablemente; pero hay que reconocer que, en efecto, la moda es, en la
    sociedad, una poderosa soberana. Finalmente empecé a mirar a mi enigmático
    visitante con admiración, pues, aparte de disfrutar de su inteligencia, tenía el
    presentimiento de que alimentaba en su interior algún proyecto y se estaba
    preparando, tal vez, para una gran gesta. Es posible que le agradara que yo no
    manifestara curiosidad por su secreto, que no le preguntara por él abiertamente ni
    mediante alusiones. Pero finalmente advertí que él mismo parecía empezar a
    atormentarse por el deseo de revelarme algo. En cualquier caso, eso se hizo muy
    patente como un mes después de que hubieran comenzado sus visitas. «¿Sabe usted
    —me preguntó una vez— que en la ciudad están muy intrigados con nosotros dos y les
    sorprende que venga a verle con tanta frecuencia? Allá ellos, pronto se aclarará todo.»
    A veces, de repente, era presa de una gran agitación, y entonces casi siempre se
    levantaba y se iba.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:34

    ***

    Otras veces me miraba larga y penetrantemente y yo pensaba:
    «Ahora es cuando me va a contar algo», pero de pronto paraba y empezaba a hablar
    de algo corriente, ya conocido. También solía quejarse de dolores de cabeza. Y he
    aquí que una vez, de forma imprevista, después de haberme hablado larga y
    acaloradamente, se puso pálido, el rostro se le contrajo por completo, y se quedó
    mirándome de hito en hito.
    —¿Qué le ocurre? —le digo—. ¿Se encuentra bien?
    Precisamente se había estado quejando de dolor de cabeza.
    —Yo… sabe usted… yo… maté a una persona.
    Lo dijo sonriendo, pero estaba blanco como la pared. «¿Por qué sonríe?», este
    pensamiento me atravesó el corazón antes de comprender nada. Yo también palidecí.
    —¿Qué está diciendo? —le grité.
    —Ya ve —me responde aún con su sonrisa pálida— cuánto me ha costado decir la
    primera palabra. Ya la he dicho y parece que me he puesto en marcha. Allá voy.
    Durante un buen rato no le creí, y ni siquiera le creí a la primera, sino solo después
    de que viniera tres días a casa y me lo contara con todo detalle. Lo tomé por un
    chiflado, pero al fin terminé por convencerme sin reservas, con gran pena y asombro.
    Hacía catorce años había cometido un crimen atroz y espantoso contra una señora rica,
    joven y guapa, una terrateniente viuda que tenía casa propia en nuestra ciudad, donde
    rondarla para que se casara con él. Pero ella le había entregado su corazón a otro, a un
    eminente militar de elevada graduación que en ese momento estaba en campaña y al
    que esperaba ver pronto. Rechazó la proposición y le pidió que no fuera a visitarla. El
    hombre dejó de ir, pero, como conocía la distribución de la casa, una noche penetró
    por el tejado, desde el jardín, con suma temeridad y arriesgándose a ser descubierto.
    Sin embargo, como sucede con mucha frecuencia, los crímenes cometidos con
    extraordinaria temeridad suelen tener más éxito que los otros. Tras entrar en el desván
    por una mansarda, bajó a las habitaciones por una pequeña escalera, sabiendo que la
    puerta que había al final de esa escalera no siempre tenía la llave echada, por
    negligencia del servicio. Contaba con ese descuido, y justo así fue como se encontró la
    puerta. Habiéndose introducido de ese modo en la zona habitada, avanzó a oscuras
    hasta el dormitorio de la señora, iluminado por una lamparilla. Como hecho a
    propósito, sus dos doncellas habían salido a escondidas, sin pedir permiso a su señora,
    para asisitir a una fiestecilla de cumpleaños que se celebraba en esa misma calle. Los
    demás criados y criadas dormían en los cuartos de la servidumbre y en la cocina, en la
    planta baja. Viendo a la mujer dormida, la pasión se avivó en él, pero después una
    rabia vengativa y celosa se apoderó de su ánimo y, enajenado, como borracho, se
    acercó y le clavó un cuchillo en el corazón, de modo que ella ni siquiera dejó escapar
    un grito. A continuación, de acuerdo con un cálculo diabólico, verdaderamente
    criminal, dispuso todo de tal manera que sospecharan de los criados: no tuvo ningún
    reparo en llevarse el monedero de la víctima, abrió la cómoda con unas llaves que sacó
    de debajo de la almohada y se apoderó de algunos objetos tal y como lo hubiera
    hecho un criado ignorante, es decir, dejó los títulos de valores y cogió solo el dinero,
    así como algunos objetos de oro grandes, desdeñando otros pequeños, diez veces
    más valiosos. T





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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:35

    ***


    También se llevó alguna cosa de recuerdo, pero de esto hablaremos
    después. Habiendo ejecutado este terrible acto, salió por donde había entrado. Ni al
    día siguiente, cuando cundió la alarma, ni nunca después en la vida, se le ocurrió a
    nadie sospechar del verdadero criminal. Tampoco sabía nadie de su amor por ella,
    pues aquel hombre siempre había sido reservado y huraño, y no tenía un amigo al que
    abrirle su alma. Lo tenían, sencillamente, por un conocido de la difunta, y no
    especialmente cercano, puesto que en las últimas dos semanas no había ido a visitarla.
    En cambio, enseguida sospecharon de Piotr, un siervo, y todas las circunstancias
    coincidieron en confirmar la sospecha, porque este siervo sabía, dado que la difunta
    no lo había ocultado, que tenía intención de enviarlo al servicio militar, dentro de la
    cuota de reclutas que le correspondía, pues era soltero y, encima, se portaba mal. En
    la taberna le habían oído proferir, rabioso y borracho, amenazas de muerte. Y apenas
    dos días antes de la muerte de su señora había huido y se había escondido en la
    ciudad, no se sabía dónde. El día después del asesinato lo encontraron en un camino,
    en la salida de la ciudad, borracho como una cuba, con su cuchillo en un bolsillo y,
    320
    para colmo, con la mano derecha manchada de sangre. Afirmaba que le había salido
    sangre de la nariz, pero no le creyeron. Las criadas confesaron que habían estado en
    aquella fiesta y que habían dejado abierta, hasta su regreso, la puerta de entrada por
    el porche. Y se fueron descubriendo muchos más indicios semejantes que llevaron a la
    detención del siervo inocente. Lo apresaron y lo procesaron, pero justamente una
    semana después el preso cayó enfermo de unas fiebres y murió inconsciente en el
    hospital. Así terminó el proceso, confiado a la voluntad divina, y todos —el juez, las
    autoridades y la sociedad entera— se quedaron convencidos de que el autor del
    crimen no era otro que el siervo fallecido. Pero a continuación empezó el castigo.
    El visitante enigmático, y ahora ya amigo mío, me reveló que al principio no sintió
    el menor remordimiento de conciencia. Sufrió mucho tiempo, pero no por ese motivo,
    sino por la muerte de la mujer amada, porque ella ya no estaba, porque al matarla
    había matado su amor, mientras que el fuego de la pasión seguía en su sangre. Pero
    no pensaba apenas en la sangre inocente derramada, en el asesinato de una persona.
    La idea de que la víctima podía haberse convertido en la esposa de otro le parecía
    inadmisible: por eso durante mucho tiempo estuvo convencido en conciencia de que
    no podía haber actuado de otro modo. Al principio le abrumó un poco la detención
    del siervo, pero la rápida enfermedad y muerte del preso lo tranquilizaron, pues esta
    muerte, según todas las evidencias (así razonaba él entonces), no se debió a la
    detención o al miedo, sino a un resfriado que había cogido precisamente en los días
    de su huida, cuando, borracho como una cuba, estuvo tirado toda una noche sobre la
    tierra húmeda. Los objetos y el dinero robado apenas lo turbaban, pues (seguía
    razonando él) el robo no lo había cometido por codicia, sino para desviar las sospechas
    hacia otro lado. La cantidad robada era insignificante y poco después la donó toda, y
    con creces, a un asilo recientemente fundado en la ciudad. Esto lo hizo expresamente
    para acallar su conciencia en lo tocante al robo, y hay que destacar que durante un
    tiempo, bastante largo de hecho, verdaderamente la acalló, según me confesó él
    mismo


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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:35

    ***

    Desplegó por entonces una intensa actividad oficial: se ofreció personalmente
    para una tarea trabajosa y difícil que lo tuvo ocupado dos años y, como era un hombre
    de carácter fuerte, casi se olvidó de lo sucedido. Cuando se acordaba, intentaba no
    pensar en ello. También se entregó a la filantropía, hizo mucho y donó mucho dinero
    en nuestra ciudad; igualmente, se dio a conocer en las capitales, en Moscú y en San
    Petersburgo, donde fue elegido miembro de las sociedades benéficas. Sin embargo,
    las cavilaciones acabaron atormentándolo, y el tormento era superior a sus fuerzas.
    Entonces se sintió atraído por una joven bonita y juiciosa y al poco tiempo se casó con
    ella, soñando con que el matrimonio ahuyentaría su angustia solitaria y con que, al
    emprender ese nuevo camino y cumpliendo con diligencia su deber con su mujer y sus
    hijos, se apartaría por completo de los viejos recuerdos. Pero sucedió justamente lo
    contrario de lo que había esperado. Ya en el primer mes de matrimonio una idea
    321
    incesante empezó a turbarlo: «Mi mujer me quiere, pero ¿y si se enterara?». Cuando
    ella le comunicó que se había quedado embarazada de su primer hijo, él se alteró
    repentinamente: «Doy vida, cuando yo mismo quité una vida». Llegaron los niños:
    «¿Cómo me atrevo a quererlos, a enseñarles y a educarlos, cómo voy a hablarles de la
    virtud? He derramado sangre». Los niños crecían hermosos, sentía deseos de
    acariciarlos: «No puedo mirar sus rostros serenos, inocentes; no soy digno de hacerlo».
    Finalmente, empezó a ver en su imaginación, terrible y amargamente, la sangre de la
    víctima asesinada, la joven vida truncada, la sangre que clamaba venganza. Empezó a
    tener sueños espantosos. Pero, siendo de corazón firme, soportó el suplicio mucho
    tiempo: «Con este suplicio secreto expiaré mi culpa». Pero aquella esperanza era vana:
    cuanto más tiempo pasaba, más intenso se volvía el sufrimiento. Con su actividad
    benéfica se había ganado el respeto de la sociedad, aunque todos temían su carácter
    severo y sombrío; sin embargo, cuanto más lo respetaban, más insoportable se le
    hacía. Me confesó que había llegado a pensar en el suicidio. Pero, en lugar de dar ese
    paso, empezó a tener otro sueño, un sueño que al principio consideró imposible e
    insensato, pero que acabó aferrándose de tal forma a su corazón que fue imposible de
    arrancar. El sueño era éste: ponerse en pie, presentarse delante de todo el mundo y
    declarar que había matado a una persona. Llevaba ya como tres años viviendo con ese
    sueño, que se le presentaba en distintas formas. Finalmente había llegado al
    convencimiento, de todo corazón, de que, si declaraba su crimen, curaría sin duda su
    alma y se tranquilizaría de una vez por todas. Pero, habiendo llegado a esta
    conclusión, sintió terror en su corazón, pues ¿cómo iba a llevar a cabo su propósito? Y
    de pronto sucedió el incidente de mi duelo. «Viéndole a usted, me he decidido.» Yo lo
    miré.
    —¿Es posible —exclamé, juntando las manos— que un incidente tan nimio haya
    podido inspirar en usted tal resolución?
    —Mi resolución llevaba tres años gestándose —me respondió—, aquel incidente
    solo le dio un último empujón. Al verle, me lo reproché y le envidié —me dijo con
    cierta severidad.
    —Pero no le creerán —le advertí—, han pasado catorce años.
    —Tengo pruebas, pruebas irrefutables. Las presentaré.
    Y se echó a llorar. Yo lo cubrí de besos.
    —¡Decida una cosa por mí, una sola cosa! —me dijo (parecía que todo dependía de
    mí en ese momento)—. ¡Mi mujer! ¡Mis hijos! Puede que mi mujer muera de pena, y los
    niños… aunque no pierdan su condición de nobles ni sus propiedades, serán toda la
    vida los hijos de un criminal. Y ¿qué recuerdo, qué recuerdo voy a dejar en su corazón?
    Yo callaba.
    —Y ¿separarme de ellos? ¿Dejarlos para siempre? Porque ¡es para siempre, para
    siempre!



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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Oct 2024, 09:36

    ***

    Yo bisbiseaba una oración en silencio. Por fin, me levanté, estaba aterrado.
    —Y ¿entonces? —Me estaba mirando.
    —Vaya —le dije—, declárelo delante de la gente. Todo pasa, solo queda la verdad.
    Sus hijos, cuando crezcan, comprenderán cuánta magnanimidad hubo en su gran
    resolución.
    Se fue entonces de mi casa como si realmente estuviera decidido. Pero lo cierto es
    que más de dos semanas después seguía viniendo a verme una tarde tras otra, seguía
    preparándose, seguía sin poder decidirse. Me atormentaba el corazón. Un día vino y,
    con firmeza, me dijo conmovido:
    —Sé que el paraíso llegará para mí, que llegará en el mismo momento en que lo
    declare. He estado catorce años en el infierno. Quiero sufrir. Aceptaré el sufrimiento y
    aprenderé a vivir. Con la mentira uno puede recorrer el mundo, pero después no hay
    vuelta atrás. Ahora no me atrevo a querer no ya a mi prójimo, sino ni siquiera a mis
    hijos. ¡Dios mío! Quizá mis hijos lleguen a comprender cuál ha sido el coste de mi
    sufrimiento y no me condenen. El Señor no está en la fuerza, sino en la verdad.
    —Todos comprenderán su hazaña —le dije—, no ahora, lo harán después, porque
    ha servido a la verdad, a la verdad suprema, a la del cielo…
    Y se fue de mi lado, aparentemente consolado, pero a la mañana siguiente volvió
    de nuevo rabioso, pálido, diciendo con aire burlón:
    —Cada vez que entro a verle, me mira con curiosidad, como diciendo: «¿Sigue sin
    declararlo?». Espere, no hace falta que me desprecie. No es tan fácil como a usted le
    parece. Puede que no lo haga nunca. En ese caso, no irá usted a delatarme, ¿verdad?
    El caso es que a veces no solo me daba miedo mirarlo con curiosidad poco juiciosa,
    sino que me daba miedo hasta dirigirle la mirada. Tanto tormento me hacía enfermar y
    mi alma estaba llena de lágrimas. Me pasaba las noches en blanco.
    —Vengo —prosigue— de estar con mi esposa. ¿Sabe usted lo que es una esposa?
    Los críos me gritaban al salir: «Adiós, papá, venga pronto a leernos las Lecturas
    infantiles». No, usted no lo sabe. El mal ajeno no hace sabios.
    Los ojos le brillaban, le temblaban los labios. De repente dio un puñetazo en la
    mesa y saltaron las cosas que había en ella; un hombre tan mesurado… era la primera
    vez que le pasaba.
    —¿Es necesario? —exclamó—. ¿Qué falta hace? Porque nadie fue condenado, no
    mandaron a nadie a trabajos forzados por mi culpa, aquel siervo murió por una
    enfermedad. Y, por la sangre derramada, yo he sido castigado con mis tormentos.
    Además, no me van a creer, no van a creer ninguna de mis pruebas. ¿Hace falta
    declararlo, hace falta? Por la sangre vertida, estoy dispuesto a seguir sufriendo toda la
    vida con tal de no hacer daño a mi mujer y a mis hijos. ¿Sería justo causar su perdición,
    junto con la mía? ¿No nos estaremos equivocando? ¿Dónde está aquí la verdad? ¿Y
    reconocerá esta gente la verdad, la valorará, la estimará?




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    Mensaje por Maria Lua Vie 18 Oct 2024, 10:15

    ***


    «¡Señor —pensé para mí—, pensar en la estima en un momento así!» Y entonces
    sentí tanta pena por él que creo que habría compartido su suerte con tal de aliviarlo.
    Me di cuenta de que estaba como frenético. Me horroricé al comprender, no solo con
    el entendimiento, sino con toda mi alma, lo que le costaba tal resolución.
    —¡Decida mi destino! —exclamó de nuevo.
    —Vaya y declárelo —le susurré. Me falló la voz, pero lo susurré con firmeza. Cogí el
    Evangelio de la mesa, una traducción rusa, y le señalé el capítulo 12, versículo 24 de
    san Juan: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere,
    queda él solo; pero si muere, da mucho fruto». Había estado leyendo este versículo
    antes de su llegada.
    Él lo leyó.
    —Cierto —dijo, pero sonrió con amargura—. Sí, qué horrores —dijo tras un
    momento de silencio— se pueden encontrar en estos libros. Es fácil plantárselo a
    alguien delante de las narices. Y ¿quién los ha escrito? ¿Acaso ha sido una persona?
    —Ha sido el Espíritu Santo —le digo.
    —Para usted es fácil parlotear —aún sonreía, pero ya casi con odio. Yo volví a
    coger el libro, lo abrí en otro punto y le señalé el capítulo 10, versículo 31 de la
    Epístola a los hebreos. Él leyó: «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!».
    Lo leyó y arrojó el libro. Empezó a temblar.
    —Un versículo terrible —dijo—, no se puede negar, ha sabido elegir. —Se levantó
    de la silla—. Bueno, adiós, quizá no venga más… nos veremos en el paraíso. De modo
    que hace catorce años que «caí en manos del Dios vivo», así es como se llaman, por
    consiguiente, estos catorce años. Mañana pediré a estas manos que me liberen…
    Yo quería abrazarlo y besarlo, pero no me atreví, tenía el rostro crispado y costaba
    mirarlo. Salió. «¡Señor —pensé yo—, adónde habrá ido!» Caí de rodillas ante el icono y
    lloré por él a nuestra Santísima Virgen, pronta intercesora y protectora. Media hora
    había pasado orando entre lágrimas, era ya tarde, cerca de las doce de la noche. De
    repente veo que la puerta se abre, es él que entra de nuevo. Me quedé pasmado.
    —¿Dónde ha estado? —le pregunté.
    —Yo… —dijo—, creo que he olvidado algo… el pañuelo, creo… bueno, aunque no
    haya olvidado nada, deje que me siente un momento…
    Se sentó en una silla. Yo estaba de pie a su lado. «Siéntese usted también.» Me
    senté. Estuvimos así un par de minutos, me miraba fijamente y de repente esbozó una
    sonrisa irónica, lo recuerdo muy bien; a continuación se puso de pie, me abrazó y me
    besó…
    —Recuerda —dijo— que he venido otra vez a verte. ¿Me oyes? ¡Recuérdalo!
    Era la primera vez que me trataba de tú. Y se fue. «Mañana», pensé




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    Mensaje por Maria Lua Vie 18 Oct 2024, 10:16

    ***

    Y así fue. Aquella tarde yo no sabía que al día siguiente era su cumpleaños.
    Últimamente yo no iba a ningún sitio y por eso nadie me lo había dicho. Todos los
    años ese día se reunía mucha gente en su casa, acudía allí toda la ciudad. Esta vez
    también acudió mucha gente. Y he aquí que después del ágape se sitúa en el centro
    de la sala con una hoja en las manos, una denuncia en toda regla dirigida a las
    autoridades. Y, dado que las autoridades estaban allí presentes, leyó sin demora
    aquella hoja a todos los congregados, y había en ella una descripción completa y
    detallada de su crimen: «Como el monstruo que soy, me excluyo del trato de la gente;
    Dios me ha visitado —concluía la hoja—, ¡quiero sufrir!». Acto seguido, sacó y puso
    sobre una mesa todo lo que, a su juicio, probaba su crimen, que había guardado
    catorce años: los objetos de oro robados a la difunta con el propósito de desviar las
    sospechas, el medallón y la cruz que le había quitado del cuello —en el medallón
    había un retrato de su prometido—, un cuaderno de notas y, por último, dos cartas:
    una carta del prometido, anunciándole su pronta llegada, y la respuesta de ella,
    empezada pero sin terminar, que había dejado en la mesa para mandar por correo al
    día siguiente. Había cogido las dos cartas, ¿para qué? ¿Para después guardarlas
    catorce años en lugar de destruir las pruebas? Y esto es lo que sucedió: todos se
    quedaron asombrados y espantados, y nadie quiso creerle, aunque le habían
    escuchado con singular curiosidad, pero como a un enfermo, y pocos días después en
    todas las casas se había resuelto y sentenciado que aquel infeliz se había vuelto loco.
    Las autoridades y el juzgado no tuvieron más remedio que dar curso al procedimiento,
    pero al mismo tiempo lo frenaron: a pesar de que los objetos y las cartas presentadas
    daban que pensar, se decidió que, aunque estos documentos fueran auténticos, no se
    podía formular una acusación concluyente solo sobre esta base. Además, los objetos
    se los podía haber dado ella, siendo conocido suyo, como muestra de confianza. De
    todos modos, oí decir que la autenticidad de los objetos fue comprobada más tarde
    por muchos conocidos y familiares de la difunta y que en este particular no había
    ninguna duda. Pero tampoco este caso estaba destinado a llegar a buen puerto. Unos
    cinco días después nos enteramos de que el pobre mártir había caído enfermo y de
    que se temía por su vida


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    Mensaje por Maria Lua Vie 18 Oct 2024, 10:17

    ***

    a. No sabría explicar qué enfermedad tenía, decían que se
    trataba de palpitaciones, pero se supo que un grupo de médicos, a instancias de la
    mujer, había examinado también su estado mental y había dictaminado que ya había
    demencia. Yo no revelé nada, aunque enseguida vinieron a interrogarme, pero,
    cuando quise visitarlo, me lo impidieron una y otra vez, sobre todo su mujer: «Ha sido
    usted —me decía—, ha sido usted el que lo ha indispuesto; siempre ha sido una
    persona triste, y este último año todos hemos observado en él una agitación
    extraordinaria y un comportamiento extraño, pero usted ha acabado de arruinarle la
    vida; usted lo ha vuelto loco con todas esas lecturas; estuvo todo un mes sin salir de su
    casa». Pero no fue solo su mujer, toda la ciudad la emprendió conmigo, y me culpaba:
    «Ha sido usted», decían. Yo guardaba silencio, feliz en el fondo de mi alma porque
    veía la indudable misericordia divina con aquel que se había rebelado contra sí mismo
    325
    y se había castigado a sí mismo. Pero no podía creer en su locura. Por fin me
    permitieron verlo, él mismo lo había exigido con insistencia, para despedirse de mí.
    Entré y enseguida me di cuenta de que no solo sus días, sino sus horas estaban
    contadas. Estaba débil, amarillento, las manos le temblaban, se ahogaba, pero su
    mirada era tierna y alegre.
    —¡Se ha consumado! —me dijo—. Hace mucho que ansiaba verte, ¿cómo no
    habías venido?
    No le conté que me lo habían impedido.
    —Dios se ha apiadado de mí y me llama a su lado. Sé que me muero, pero por
    primera vez en muchos años siento paz y alegría. De pronto sentí el paraíso en mi
    alma, nada más cumplir lo que debía. Ahora me atrevo a querer a mis hijos y a
    besarlos. No me creen, nadie me ha creído, ni mi mujer, ni los jueces; tampoco me
    creerán nunca mis hijos. En eso veo la misericordia de Dios con mis hijos. Yo moriré,
    pero mi nombre, para ellos, no quedará mancillado. Ahora presiento a Dios, mi
    corazón se regocija como en el paraíso… he cumplido con mi deber…
    No podía hablar, se ahogaba, me estrechaba con fuerza la mano, me miraba con
    fervor. Pero no estuvimos conversando mucho tiempo, su mujer no paraba de
    asomarse. Aun así, me susurró:
    —¿Te acuerdas de cuando volví aquella vez a tu casa, a medianoche? ¿Y de que te
    ordené que no lo olvidaras? ¿Sabes a qué fui? ¡Había ido a matarte!
    Me estremecí.
    —Había salido de tu casa a la oscuridad, erré por las calles luchando contra mí
    mismo. Y de repente sentí tal odio contra ti que mi corazón apenas lo soportaba.
    «Ahora —pensé—, es el único que me tiene atado, él es mi juez, ya no puedo rechazar
    el castigo de mañana, pues él lo sabe todo.» No es que temiera que me delataras (ni
    se me ocurrió), pero pensaba: «¿Cómo voy a mirarlo si no me acuso?». Y me daba
    igual que estuvieras en la otra punta del mundo: no podía soportar la idea que
    estuvieras vivo y lo supieras todo y me juzgaras. Te odiaba, como si tú fueras la causa
    de todo y tuvieras la culpa de todo. Entonces volví a tu casa, recordaba que en la mesa
    había una daga. Me senté y te pedí que te sentaras, y me quedé un minuto pensando.
    Si te mataba, ese crimen, de cualquier modo, habría supuesto mi perdición, aun sin
    llegar a revelar el anterior crimen. Pero no pensé en eso, y en aquel momento no
    quería pensar. Solo te odiaba y deseaba vengarme de ti por todo, con todas mis
    fuerzas. Pero el Señor derrotó al diablo en mi corazón. Has de saber, no obstante, que
    nunca has estado tan cerca de la muerte.








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    Mensaje por Maria Lua Vie 18 Oct 2024, 10:18

    ***

    Murió una semana después. Toda la ciudad acompañó su féretro hasta la tumba. El
    protopresbítero dijo unas palabras muy sentidas. Lamentaron la terrible enfermedad
    que había puesto fin a sus días. Pero toda la ciudad se alzó contra mí cuando lo
    hubieron enterrado, dejaron incluso de recibirme. Cierto que algunos, pocos al
    principio pero después cada vez más, comenzaron a creer en la verdad de su confesión
    y empezaron a visitarme y a interrogarme con gran curiosidad y placer, porque el
    hombre se deleita con la caída del justo y con su oprobio. Pero yo guardé silencio y al
    poco abandoné la ciudad. Cinco meses después fui distinguido por nuestro Señor para
    emprender un camino firme y hermoso y bendije el dedo invisible que me había
    mostrado tan claramente ese camino. Y al atormentado siervo de Dios Mijaíl lo tengo
    presente en mis oraciones todos los días hasta el día de hoy.



    III. De las conversaciones y enseñanzas del stárets Zosima



    e) Sobre el monje ruso y su posible sentido



    Padres y maestros, ¿qué es un monje? En nuestros días, en el mundo ilustrado esta
    palabra algunos la pronuncian a modo de burla y otros como un insulto. Y la situación
    va a peor. Es verdad, ¡ay!, es verdad que no faltan en el monacato muchos parásitos,
    voluptuosos, lascivos y vagabundos impúdicos. A éstos son a los que señala la gente
    de mundo, cultivada: «Vosotros —dicen— sois unos haraganes, sois los miembros
    inútiles de esta sociedad, vivís del trabajo ajeno, miserables desvergonzados».
    Mientras tanto, son muchísimos en el monacato los mansos y humildes, los que
    anhelan el recogimiento y la oración fervorosa en silencio. A éstos los señalan menos e
    incluso los pasan por alto, y ¡cuánto se sorprenderían si me oyeran decir que de estos
    monjes sumisos y sedientos de oración solitaria puede que venga la salvación de la
    tierra rusa! Pues en verdad están preparados en silencio «para la hora, día, mes y año».
    De momento en su retiro custodian la imagen de Cristo, hermosa e inalterada, con la
    pureza de la verdad divina, de los Padres de la Iglesia, de los apóstoles y de los
    mártires y, cuando sea necesario, la mostrarán a la verdad titubeante del mundo. Es
    ésta una gran idea. Esta estrella brillará desde el oriente.


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