GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )
2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.
III. CONT.
Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano
trotamundos de casi doscientos años que pasaba con
frecuencia por Macondo divulgando las canciones
compuestas par él mismo. En ellas, Francisco el Hombre
relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en
los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los
confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un
recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le
pagaba dos centavos para que lo incluyera en su
repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de
su madre par pura casualidad, una noche que escuchaba
las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su
hijo José Arcadio. Francisca el Hombre, así llamado porque
derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y
cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de
Macondo durante la peste del insomnio y una noche
reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino. Todo
el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en
el mundo. En esa ocasión llegaron con él una mujer tan
gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un
mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado
que la protegía del sol con un paraguas. Aureliano fue esa
noche a la tienda de Catarme. Encontró a Francisco el
Hombre, como un camaleón monolítico, sentado en medio de
un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su vieja voz
descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico
que le regaló Sir Walter Raleigh en la Guayana, mientras
llevaba el compás con sus grandes pies caminadores
agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por
donde entraban y salían algunos hombres, estaba sentada y
se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarino,
con una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la concurrencia
tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión
para acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no
debía. Hacia la media noche el calor era insoportable.
Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar
ninguna que le interesara a su familia. Se disponía a regresar
a casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.
-Entra tú también -le dijo-. Sólo cuesta veinte centavos.
Aureliano echó una moneda en la alcancía que la matrona
tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qué.
La mulata adolescente, con sus teticas de perra, estaba
desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche, sesenta
y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser
usado, y amasado en sudores y suspiros, el aire de la
habitación empezaba a convertirse en lodo. La muchacha quitó
la sábana empapada y le pidió a Aureliano que la tuviera de
un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por
los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la
estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que
aquella operación no terminara nunca. Conocía la mecánica
teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del
desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y
ardiente no podía resistir a la urgencia de expulsar el peso de
las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le
ordenó que se desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada:
«Me hicieron entrar. Me dijeron que echara veinte centavos en la
alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su
ofuscación. «Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes
demorarte un poca más», dijo suavemente. Aureliano se desvistió,
atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su
desnudez no resistía la comparación can su hermano. A pesar de
los esfuerzas de la muchacha, él se sintió cada vez más indiferente,
y terriblemente solo. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz
desolada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda
en carne viva. Tenía el pellejo pegado a las costillas y la respiración
alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos
de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado
cercada por el fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había
criada quedó reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la llevaba
de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse
el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha,
todavía la faltaban unos diez años de setenta hombres por noche,
porque tenía que pagar además los gastos de viaje y
alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el
mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta por segunda vez,
Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el
deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha,
con una mezcla de deseo y conmiseración. Sentía una necesidad
irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado por el
insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para
liberarla del despotismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la
satisfacción que ella le daba a setenta hombres. Pera a las diez de la
mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se había
ido del pueblo.
El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su
sentimiento de frustración. Se refugió en el trabajo. Se resignó
a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza
de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar
en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandonó
el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio
Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba
científica de la existencia de Dios. Mediante un complicado proceso
de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la
casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de
Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la
suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las
interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde,
asfixiándose dentro de su descolorido chaleco de terciopelo,
garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión,
cuyas sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche
creyó encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería
una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no
quedaba ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una
equivocación -tronó José Arcadio Buendía-. No serán casas de
vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía,
por los siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula
pugnaba por preservar el sentido común, habiendo ensanchado el
negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía
toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa
variedad de pudines, merengues y bizcochuelos, que se
esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había
llegado a una edad en que tenía derecho a descansar, pero era,
sin embargo, cada vez más activa. Tan ocupada estaba en sus
prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el
patio, mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio dos
adolescentes desconocidas y hermosas bordando en bastidor a la
luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían
quitado el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor
durante tres años, y la ropa de color parecía haberles dado un
nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo
esperarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos
grandes y reposados, y unas manos mágicas que parecían
elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta,
la menor, era un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural,
el estiramiento interior de la abuela muerta. Junta a ellas,
aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio
parecía una niña. Se había dedicado a aprender el arte de la
platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a leer
y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había
llenado de gente, que sus hijos estaban a punto de casarse y
tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por falta
de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado en largos años
de dura labor, adquirió compromisos con sus clientes, y
emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera
una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para
el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestas donde
se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios
con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del
resplandor del mediodía por un jardín de rasas, con un
pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de
begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos,
destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir
a José Arcadio, y construir otro das veces más grande para que
nunca faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el
patio, a la sombra del castaño, un baño para las mujeres y otra
para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero
alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los
cuatro vientos para que se instalaran a su gusta los pájaros sin
rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros, como si
hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula
ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repartía el
espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva
construcción de los fundadores se llenó de herramientas y
materiales, de obreros agobiados por el sudar, que le pedían a
todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran
ellos quienes estorbaban, exasperados por el talego de huesas
humanos que los perseguía por todas partes can su sorda
cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y
melaza de alquitrán, nadie entendió muy bien cómo fue
surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo la casa más
grande que habría nunca en el pueblo, sino la más
hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la
ciénaga. José Arcadio Buendía, tratando de sorprender a
la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue quien
menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada
cuando Úrsula lo sacó de su mundo quimérico para
informarle que había orden de pintar la fachada de azul, y
no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición
oficial escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin
comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.
-¿Quién es este tipo? -preguntó.
-El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una
autoridad que mandó el gobierno.
CONT.
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