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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Sáb 27 Mar 2021, 08:13

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    I.
    CONT.

    En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y
    una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último
    descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana
    en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de
    la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al
    catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha
    eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco,
    el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra,
    sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una
    asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un
    montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego
    mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio
    Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus
    imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de
    guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por
    aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial
    a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero
    formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había
    acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había
    enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para
    invertirías. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla,
    entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación
    de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de
    demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él
    mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras
    que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar.
    Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva,
    estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto,
    haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma
    novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa
    claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las
    autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus
    experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de
    un mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos
    desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer
    bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir
    una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a
    la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio
    Buendia prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno,
    con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los
    poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes
    de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último,
    cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa,
    y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió
    los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses
    y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una
    apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su
    disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante.
    José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un
    cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara
    sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones
    domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de
    los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de
    establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo
    experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del
    espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios
    deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de
    abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito de
    hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras
    Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano
    y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto,
    sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por
    una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado,
    repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas,
    sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de
    diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de
    su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la
    augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la
    mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y
    por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento.

    - La tierra es redonda como una naranja.

    CONT.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Sáb 27 Mar 2021, 08:33

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    I.
    CONT.

    Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo
    -gritó-. Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano.»
    José Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar por la
    desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó
    el astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a
    los hombres del pueblo y les demostró, con teorías que para todos
    resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de
    partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba
    convencida de que José Arcadio Buendía había perdido el juicio,
    cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en
    público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación
    astronómica había construido una teoría ya comprobada en la
    práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como
    una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de
    ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un
    laboratorio de alquimia.

    Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez
    asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de
    José Arcadio Buendia. Pero mientras éste conservaba su fuerza
    descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por
    las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era,
    en realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades
    contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él
    mismo le contó a José Arcadio Buendia mientras lo ayudaba a montar
    el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los
    pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo
    de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano.
    Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de
    Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste
    bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio
    multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso
    que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre,
    envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía
    conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y
    negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de
    terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su
    inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano,
    una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos
    problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo,
    sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado
    de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había
    arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos,
    José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquél era el principio
    de una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos
    fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años, había
    de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado
    contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando
    con su pro-funda voz de órgano los territorios más oscuros de la
    imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por
    el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella
    imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su
    descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo de aquella
    visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades rompió
    por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.

    -Es el olor del demonio -dijo ella.

    -En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene
    propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.

    Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes
    diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se
    llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre
    en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.

    CONT.


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    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014) - Página 2 Empty Re: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014)

    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Sáb 27 Mar 2021, 08:43

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    I.
    CONT.

    El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas,
    embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un
    atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto,
    imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por los
    propios gitanos según las descripciones modernas del alambique
    de tres brazos de María la judía. Además de estas cosas,
    Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes a
    los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado
    del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del
    Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos
    intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la
    simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía
    cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera
    desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces
    como era posible subdividir el azogile. Úrsula cedió, como ocurría
    siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces
    José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los
    fundió con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a
    hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta
    obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo
    vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados procesos
    de destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada
    con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en
    manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia
    de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo
    ser desprendido del fondo del caldero.

    Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos
    a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor,
    porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido
    ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el
    pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los
    nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y
    mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil,
    repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes
    recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas
    fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante
    aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano.
    El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se sacó los dientes,
    intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por un
    instante un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito
    de los años anteriores y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un
    dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio
    Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades habían llegado
    a extremos intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando
    el gitano le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello
    le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana
    perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva
    crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día
    dando vueltas por la casa. «En el mundo están ocurriendo cosas increíbles
    -le decía a Úrsula-. Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de
    aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros.»
    Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se
    asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades.

    Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil,
    que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de
    niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para
    la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer
    momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y
    semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma
    de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un
    castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en
    comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales
    prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de
    pelea.

    CONT.


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    Mensaje por Lluvia Abril Jue 01 Abr 2021, 00:10

    Merece la pena llegar hasta aquí, aunque lo haga tarde siempre.
    Muchas gracias, Pascual y besos.


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    se acaba la diversión”.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Jue 01 Abr 2021, 05:57

    Gracias, Lluvia. Es lento por el encuadre... pero sigo


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Jue 01 Abr 2021, 06:12

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    I. CONT.

    La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa,
    menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en
    ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas
    partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida
    por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de
    tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de
    madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos
    arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.

    José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería
    jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas,
    que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual
    esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía
    más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea
    más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces
    por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era
    mayor de treinta años y donde nadie había muerto.

    Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó
    trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y
    petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto
    de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó
    los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La
    primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para
    el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido
    encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos
    confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.

    Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado
    por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de
    transmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De
    emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre
    de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que
    Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó
    quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más
    convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo,
    cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el
    concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto
    con los grandes inventos.

    José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de
    la región. Sabía que hacia el Oriente estaba la sierra
    impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de
    Riohacha, donde en épocas pasadas -según le había contado
    el primer Aureliano Buendía, su abuelo- sir Francis Drake se
    daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego
    hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina
    Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños
    y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la
    sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses
    desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener
    que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no
    le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado. Al sur
    estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y
    el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio
    de los gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía
    al Occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde
    había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que
    perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales.
    Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de alcanzar
    el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo.
    De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única
    posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del Norte.
    De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de
    cacería a los mismos hombres que lo acompañaron en la fundación
    de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos de orientación
    y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.

    CONT.


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     ISRAEL: ¡GENOCIDA! LA HISTORIA HABRÁ DE LLEVARLOS ANTE LA CORTE PENAL INTERNACIONAL POR CONTINUADOS CRÍMMENES DE GUERRA
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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Jue 01 Abr 2021, 06:39

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    I. CONT.

    Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron
    por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes habían
    encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron al bosque por un
    sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana, mataron
    y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el
    resto para los próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la
    necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero
    sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días, no volvieron a ver el
    sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la
    vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos
    los gritos de los pájaros y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvió
    triste para siempre. Los hombres de la expedición se sintieron abrumados
    por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio,
    anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites
    humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras
    doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como sonámbulos
    por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue
    reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un
    sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban
    abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación
    nueva que casi veían crecer ante sus ojos. «No importa -decía José Arcadio
    Buendía-. Lo esencial es no perder la orientación.» Siempre pendiente de la
    brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que
    lograron salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas,
    pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados
    por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por
    primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se
    quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y
    palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un
    enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura
    intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias
    adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de
    rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en
    un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito
    propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del
    tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los
    expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más
    que un apretado bosque de flores.

    El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó
    el ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de
    su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio
    de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces
    sin buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable.
    Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar
    la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que
    encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un
    campo de amapolas. Sólo entonces convencido de que aquella
    historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre,
    se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto
    en tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no se planteó esa inquietud
    cuando encontró el mar, al cabo de otros cuatro días de viaje, a doce
    kilómetros de distancia del galeón. Sus sueños terminaban
    frente a ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía
    los riesgos y sacrificios de su aventura.

    -¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas partes.


    CONT.


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    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014) - Página 2 Empty Re: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014)

    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Jue 01 Abr 2021, 07:20

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    I. CONT.

    La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante
    mucho tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que
    dibujó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición.
    Lo trazó con rabia, exagerando de mala fe las dificultades
    de comunicación, como para castigarse a sí mismo por la
    absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. «Nunca
    llegaremos a ninguna parte -se lamentaba ante Úrsula-.
    Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios
    de la ciencia.» Esa certidumbre, rumiada varios meses en
    el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de
    trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez,
    Úrsula se anticipó a sus designios febriles. En una secreta e
    implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de
    la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban
    a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo
    en qué momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus
    planes se fueron enredando en una maraña de pretextos,
    contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura y simple
    ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta
    sintió por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró
    en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sueños
    de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas
    del laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner
    sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle ningún
    reproche, pero sabiendo ya que él sabía (porque se lo oyó decir
    en sus sordos monólogos) que los hombres del pueblo no lo
    secundarían en su empresa. Sólo cuando empezó a desmontar
    la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a preguntarle por qué
    lo hacía, y él le contestó con una cierta amargura: «Puesto que
    nadie quiere irse, nos iremos solos.» Úrsula no se alteró.

    -No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos
    tenido un hijo.

    -Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna
    parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.

    Úrsula replicó, con una suave firmeza:

    -Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me
    muero.

    José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad
    de su mujer.
    Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa
    de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos
    mágicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad
    del hombre, y donde se vendían a precio de baratillo toda clase
    de aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue insensible
    a su clarividencia.

    -En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes
    ocuparte de tus hijos -replicó-. Míralos cómo están, abandonados
    a la buena de Dios, igual que los burros.

    CONT.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Lun 05 Abr 2021, 06:08

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    I. CONT.

    José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de su mujer.
    Miró a través de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta
    soleada, y tuvo la impresión de que sólo en aquel instante habían
    empezado a existir, concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurrió
    entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó
    de su tiempo actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de
    los recuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba
    segura de no abandonar en el resto de su vida él permaneció
    contemplando a los niños con mirada absorta hasta que los ojos se le
    humedecieron y se los secó con el dorso de la mano, y exhaló un hondo
    suspiro de resignación.

    -Bueno -dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los
    cajones.

    José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía
    la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre.
    Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza física, ya
    desde entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue concebido
    y dado a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación
    de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no tenía
    ningún órgano de animal. Aureliano, el primer ser humano que nació en
    Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había
    llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos. Mientras le
    cortaban el ombligo movía la cabeza de un lado a otro reconociendo las
    cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad sin
    asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo
    la atención concentrada en el techo de palma, que parecía a punto de
    derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a
    acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño
    Aureliano, a la edad de tres años, entró a la cocina en el momento en que
    ella retiraba del fogón y ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo. El
    niño, perplejo en la puerta, dijo: «Se va a caer.» La olla estaba bien puesta
    en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio, inició
    un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un
    dinamismo interior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada,
    le contó el episodio a su marido, pero éste lo interpretó como un
    fenómeno natural. Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus
    hijos, en parte porque consideraba la infancia como un período
    de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba
    demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas.

    Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran
    a desempacar las cosas del laboratorio, les dedicó sus horas mejores.
    En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a
    poco de mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer
    y escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo
    no sólo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando
    a extremos increíbles los límites de su imaginación. Fue así como
    los niños terminaron por aprender que en el extremo meridional del
    África había hombres tan inteligentes y pacíficos que su único
    entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar
    a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica.
    Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas
    en la memoria de los niños, que muchos años más tarde, un
    segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden
    de fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió
    a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpió la lección
    de física, y se quedó fascinado, con la mano en el aire y los ojos
    inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de los
    gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y
    asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis.

    Cont.


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    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014) - Página 2 Empty Re: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014)

    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Lun 05 Abr 2021, 06:33

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    I. CONT.

    Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo
    conocían su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada
    y manos inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en las
    calles un pánico de alborotada alegría, con sus loros pintados de
    todos los colores que recitaban romanzas italianas, y la gallina
    que ponía un centenar de huevos de oro al son de la pandereta,
    y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la máquina
    múltiple que servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la
    fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos, y el emplasto
    para perder el tiempo, y un millar de invenciones más, tan
    ingeniosas e insólitas, que José Arcadio Buendía hubiera querido
    inventar la máquina de la memoria para poder acordarse de todas.
    En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macondo
    se encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos
    por la feria multitudinaria.

    Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto,
    tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y
    malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de
    estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio
    Buendía andaba como un loco buscando a Melquíades por todas
    partes, para que le revelara los infinitos secretos de aquella
    pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron
    su lengua. Por último llegó hasta el lugar donde Melquíades solía
    plantar su tienda, y encontró un armenio taciturno que anunciaba
    en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado
    de un golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando José
    Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el grupo
    absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la
    pregunta. El gitano le envolvió en el clima atónito de su mirada,
    antes de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y
    humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su
    respuesta: «Melquíades murió.» Aturdido por la noticia, José
    Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a
    la aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros
    artificios y el charco del armenio taciturno se evaporó por
    completo. Más tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto
    Melquíades había sucumbido a las fiebres en los médanos de
    Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar más profundo
    del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban
    obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa
    novedad de los sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una
    tienda que, según decían, perteneció al rey Salomón. Tanto
    insistieron, que José Arcadio Buendía pagó los treinta reales y los
    condujo hasta el centro de la carpa, donde había un gigante de torso
    peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una
    pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata.
    Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial.
    Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas
    internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad
    del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una
    explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:

    -Es el diamante más grande del mundo.

    -No -corrigió el gitano-. Es hielo.

    José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano,
    pero el gigante se la apartó. «Cinco reales más para tocarlo», dijo. José
    Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la
    mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de
    temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros
    diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño
    José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia
    adelante, puso la mano y la retiró en el acto. «Está hirviendo», exclamó
    asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia
    del prodigio, en aquel momento se olvidó de la frustración de sus empresas
    delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al apetito de los calamares.
    Pagó otros cinco reales, y con la mano puesta en el témpano, como
    expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:

    -Éste es el gran invento de nuestro tiempo.

    FIN DEL CAPÍTULO I
    .


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Lun 05 Abr 2021, 06:59

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    II.


    Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI,
    la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de
    rebato y el estampido de los cañones, que perdió el control de los
    nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la
    dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida. No
    podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y algo
    extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió
    a caminar en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales
    obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía un olor a
    chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin atreverse a dormir,
    porque soñaba que los ingleses con sus feroces perros de asalto se
    metían por la ventana del dormitorio y la sometían a vergonzosos
    tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante aragonés
    con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y
    entretenimientos buscando la manera de aliviar sus terrores. Por último
    liquidó el negocio y llevó la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería
    de indios pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le
    construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por
    donde entrar los piratas de sus pesadillas.

    En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un
    criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con
    quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan
    productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios
    siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la
    tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se
    salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por
    encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la
    hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha, Era un simple
    recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados
    hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor:
    un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre
    sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los
    antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus
    buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la
    provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que
    vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de
    casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían
    el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas
    secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de
    engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una
    tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía tuvo
    un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones
    englobados y flojos, y que murió desangrado después de
    haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de
    virginidad porque nació y creció con una cola cartilaginosa
    en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta.
    Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer,
    y que le costo la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor
    de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía,
    con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con
    una sola frase: «No me importa tener cochinitos, siempre que
    puedan hablar.» Así que se casaron con una fiesta de banda y
    cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces
    si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase
    de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta
    el extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio.
    Temiendo que el corpulento y voluntarioso marido la violara
    dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón
    rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero
    y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que
    se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así
    estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos
    de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la
    noche, forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia
    que ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta que la
    intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo,
    y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después
    de casada, porque su marido era impotente. José Arcadio Buendía
    fue el último que conoció el rumor.

    -Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su
    mujer con mucha calma.

    -Déjalos que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no
    es cierto.

    De modo que la situación siguió igual por otros seis meses,
    hasta el domingo trágico en que José Arcadio Buendía le
    gano una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso,
    exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se apartó
    de José Arcadio Buendía para que toda la gallera pudiera oír
    lo que iba a decirle.

    -Te felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor
    a tu mujer.

    José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. «Vuelvo en
    seguida», dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar:

    -Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.

    Cont.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Lun 05 Abr 2021, 07:34

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    II.
    CONT.

    Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo.
    En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio
    pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de
    defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la
    fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el
    primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región,
    le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cadáver
    en la gallera, José Arcadio Buendía entró en el dormitorio cuando
    su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad. Blandiendo
    la lanza frente a ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en
    duda la decisión de su marido. «Tú serás responsable de lo que
    pase», murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso
    de tierra.

    -Si has de parir iguanas, criaremos iguanas -dijo-. Pero no
    habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya.

    Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y
    estuvieron despiertos y retozando en la cama hasta el
    amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el
    dormitorio, cargado con el llanto de los parientes de
    Prudencio Aguilar.

    El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a
    ambos les quedó un malestar en la conciencia. Una noche
    en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua en el patio
    y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con
    una expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de
    esparto el hueco de su garganta. No le produjo miedo, sino
    lástima. Volvió al cuarto a contarle a su esposo lo que había
    visto, pero él no le hizo caso. «Los muertos no salen -dijo-. Lo
    que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia.» Dos
    noches después, Úrsula volvió a ver a Prudencio Aguilar en el
    baño, lavándose con el tapón de esparto la sangre cristalizada
    del cuello. Otra noche lo vio paseándose bajo la lluvia. José
    Arcadio Buendía, fastidiado por las alucinaciones de su mujer,
    salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el muerto con su
    expresión triste.

    -Vete al carajo -le gritó José Arcadio Buendía-. Cuantas veces
    regreses volveré a matarte.

    Prudencio Aguilar no se fue, ni José Arcadio Buendía se atrevió
    arrojar la lanza. Desde entonces no pudo dormir bien.

    Lo atormentaba la inmensa desolación con que el muerto lo había
    mirado desde la lluvia, la honda nostalgia con que añoraba a los vivos,
    la ansiedad con que registraba la casa buscando agua para mojar su
    tapón de esparto. «Debe estar sufriendo mucho -le decía a Úrsula-.
    Se ve que está muy solo.» Ella estaba tan conmovida que la próxima
    vez que vio al muerto destapando las ollas de la hornilla comprendió
    lo que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la
    casa. Una noche en que lo encontró lavándose las heridas en su propio
    cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más.

    -Está bien, Prudencio -le dijo-. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos
    que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.

    Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. Varios amigos de
    José Arcadio Buendía, jóvenes como él, embullados con la aventura,
    desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus hijos hacia
    la tierra que nadie les había prometido. Antes de partir, José Arcadio
    Buendía enterró la lanza en el patio y degolló uno tras otro sus magníficos
    gallos de pelea, confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a
    Prudencio Aguilar. Lo único que se llevó Úrsula fue un baúl con sus ropas
    de recién casada, unos pocos útiles domésticos y el cofrecito con las piezas
    de oro que heredó de su padre. No se trazaron un itinerario definido.
    Solamente procuraban viajar en sentido contrario al camino de Riohacha para
    no dejar ningún rastro ni encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo.
    A los catorce meses, con el estómago estragado por la carne de mico y el
    caldo de culebras, Úrsula dio a luz un hijo con todas sus partes humanas.
    Había hecho la mitad del camino en una hamaca colgada de un palo que
    dos hombres llevaban en hombros, porque la hinchazón le desfiguró las
    piernas, y las varices se le reventaban como burbujas. Aunque daba lástima
    verlos con los vientres templados y los ojos lánguidos, los niños resistieron
    el viaje mejor que sus padres, y la mayor parte del tiempo les resultó divertido.
    Una mañana, después de casi dos años de travesía, fueron los primeros mortales
    que vieron la vertiente occidental de la sierra. Desde la cumbre nublada
    contemplaron la inmensa llanura acuática de la ciénaga grande, explayada hasta
    el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron el mar. Una noche, después
    de varios meses de andar perdidos por entre los pantanos, lejos ya de los
    últimos indígenas que encontraron en el camino, acamparon a la orilla de
    un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado. Años
    después, durante la segunda guerra civil, el coronel Aureliano Buendía trató
    de hacer aquella misma ruta para tomarse a Riohacha por sorpresa, y a los
    seis días de viaje comprendió que era una locura. Sin embargo, la noche en
    que acamparon junto al río, las huestes de su padre tenían un aspecto de
    náufragos sin escapatoria, pero su número había aumentado durante la
    travesía y todos estaban dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos.
    José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una
    ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era
    aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía
    significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural:
    Macondo. Al día siguiente convenció a sus hombres de que nunca encontrarían
    el mar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el
    lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea.

    Cont.


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    Mensaje por Lluvia Abril Sáb 10 Abr 2021, 01:38

    Aquí estoy, dándote las gracias y hoy leyendo mientras tú sigues en el tajo.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Sáb 10 Abr 2021, 23:59

    Bien, seguiré, en el tajo.

    Gracias por recordármelo.

    Besos.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Dom 11 Abr 2021, 00:18

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    II.
    CONT.

    José Arcadio Buendia no logró descifrar el sueño de las casas con
    paredes de espejos hasta el día en que conoció el hielo. Entonces
    creyó entender su profundo significado. Pensó que en un futuro
    próximo podrían fabricarse bloques de hielo en gran escala, a
    partir de un material tan cotidiano como el agua, y construir con
    ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de ser un
    lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor, para
    convertirse en una ciudad invernal. Si no perseveró en sus
    tentativas de construir una fábrica de hielo, fue porque entonces
    estaba positivamente entusiasmado con la educación de sus
    hijos, en especial la de Aureliano, que había revelado desde el
    primer momento una rara intuición alquímica. El laboratorio había
    sido desempolvado. Revisando las notas de Melquíades, ahora
    serenamente, sin la exaltación de la novedad, en prolongadas y
    pacientes sesiones trataron de separar el oro de Úrsula del cascote
    adherido al fondo del caldero. El joven José Arcadio participó
    apenas en el proceso. Mientras su padre sólo tenía cuerpo y alma
    para el atanor, el voluntarioso primogénito, que siempre fue
    demasiado grande para su edad, se convirtió en un adolescente
    monumental. Cambió de voz. El bozo se le pobló de un vello
    incipiente. Una noche Úrsula entró en el cuarto cuando él se
    quitaba la ropa para dormir, y experimentó un confuso
    sentimiento de vergüenza y piedad: era el primer hombre que
    veía desnudo, después de su esposo, y estaba tan bien equipado
    para la vida, que le pareció anormal. Úrsula, encinta por tercera
    vez, vivió de nuevo sus terrores de recién casada.

    Por aquel tiempo iba a la casa una mujer alegre, deslenguada,
    provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabía leer
    el porvenir en la baraja. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que
    su desproporción era algo tan desnaturalizado como la cola de
    cerdo del primo. La mujer soltó una risa expansiva que repercutió
    en toda la casa como un reguero de vidrio. «Al contrario -dijo-.
    Será feliz». Para confirmar su pronóstico llevó los naipes a la casa
    pocos días después, y se encerró con José Arcadio en un depósito
    de granos contiguo a la cocina. Colocó las barajas con mucha
    calma en un viejo mesón de carpintería, hablando de cualquier
    cosa, mientras el muchacho esperaba cerca de ella más aburrido
    que intrigado. De pronto extendió la mano y lo tocó. «Qué
    bárbaro», dijo, sinceramente asustada, y fue todo lo que pudo
    decir. José Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma,
    que tenía un miedo lánguido y unos terribles deseos de llorar. La
    mujer no le hizo ninguna insinuación. Pero José Arcadio la siguió
    buscando toda la noche en el olor de humo que ella tenía en las
    axilas y que se le quedó metido debajo del pellejo. Quería estar
    con ella en todo momento, quería que ella fuera su madre, que
    nunca salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo
    volviera a tocar y a decirle qué bárbaro. Un día no pudo soportar
    más y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal,
    incomprensible, sentado en la sala sin pronunciar una palabra.
    En ese momento no la deseó. La encontraba distinta, enteramente
    ajena a la imagen que inspiraba su olor, como si fuera otra. Tomó
    el café y abandonó la casa deprimido. Esa noche, en el espanto de
    la vigilia, la volvió a desear con una ansiedad brutal, pero entonces
    no la quería como era en el granero, sino como había sido aquella
    tarde.

    Días después, de un modo intempestivo, la mujer lo llamó a su casa,
    donde estaba sola con su madre, y lo hizo entrar en el dormitorio con
    el pretexto de enseñarle un truco de barajas. Entonces lo tocó con tanta
    libertad que él sufrió una desilusión después del estremecimiento inicial,
    y experimentó más miedo que placer. Ella le pidió que esa noche fuera a
    buscarla. Él estuvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no seria
    capaz de ir. Pero esa noche, en la cama ardiente, comprendió que tenía
    que ir a buscarla aunque no fuera capaz. Se vistió a tientas, oyendo en
    la oscuridad la reposada respiración de su hermano, la tos seca de su
    padre en el cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido
    de los mosquitos, el bombo de su corazón y el desmesurado bullicio del
    mundo que no había advertido hasta entonces, y salió a la calle dormido.
    Deseaba de todo corazón que la puerta estuviera atrancada, y no
    simplemente ajustada, como ella le había prometido. Pero estaba abierta.
    La empujó con la punta de los dedos y los goznes soltaron un quejido
    lúgubre y articulado que tuvo una resonancia helada en sus entrañas.
    Desde el instante en que entró, de medio lado y tratando de no hacer
    ruido, sintió el olor. Todavía estaba en la salita donde los tres hermanos
    de la mujer colgaban las hamacas en posiciones que él ignoraba y que
    no podía determinar en las tinieblas, así que le faltaba atravesarla a
    tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse allí de tal modo que
    no fuera a equivocarse de cama. Lo consiguió. Tropezó con los hicos de
    las hamacas, que estaban más bajas de lo que él había supuesto, y un
    hombre que roncaba hasta entonces se revolvió en el sueño y dijo con
    una especie de desilusión: «Era miércoles.» Cuando empujó la puerta del
    dormitorio, no pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto,
    en la oscuridad absoluta, comprendió con una irremediable nostalgia que
    estaba completamente desorientado. En la estrecha habitación dormían
    la madre, otra hija con el marido y dos niños, y la mujer que tal vez no
    lo esperaba. Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado
    en toda la casa, tan engañoso y al mismo tiempo tan definido como
    había estado siempre en su pellejo. Permaneció inmóvil un largo rato,
    preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo
    de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que
    tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin
    saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió a aquella mano, y
    en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin
    formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de
    papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad insondable
    en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía más a mujer, sino a
    amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se
    encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que
    estaba haciendo algo que desde hacía mucho tiempo deseaba que se
    pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado que en realidad se
    pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía
    dónde estaban los pies v dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la
    cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial
    de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia
    atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en
    aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa.

    CONT.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Dom 11 Abr 2021, 00:44

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    II. CONT.

    Se llamaba Pilar Ternera. Había formado parte del éxodo que
    culminó con la fundación de Macondo, arrastrada por su
    familia para separarla del hombre que la violó a los catorce
    años y siguió amándola hasta los veintidós, pero que nunca
    se decidió a hacer pública la situación porque era un hombre
    ajeno. Le prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero más
    tarde, cuando arreglara sus asuntos, y ella se había cansado
    de esperarlo identificándolo siempre con los hombres altos y
    bajos, rubios y morenos, que las barajas le prometían por los
    caminos de la tierra y los caminos del mar, para dentro de tres
    días, tres meses o tres años. Había perdido en la espera la
    fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la
    ternura, pero conservaba intacta la locura del corazón.
    Trastornado por aquel juguete prodigioso, José Arcadio buscó
    su rastro todas las noches a través del laberinto del cuarto.
    En cierta ocasión encontró la puerta atrancada, y tocó varias
    veces, sabiendo que si había tenido el arresto de tocar la
    primera vez tenía que tocar hasta la última, y al cabo de
    una espera interminable ella le abrió la puerta. Durante el
    día, derrumbándose de sueño, gozaba en secreto con los
    recuerdos de la noche anterior. Pero cuando ella entraba en
    la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él no tenía que
    hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque
    aquella mujer cuya risa explosiva espantaba a las palomas,
    no tenía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba
    a respirar hacia dentro y a controlar los golpes del corazón,
    y le había permitido entender por qué los hombres le tienen
    miedo a la muerte. Estaba tan ensimismado que ni siquiera
    comprendió la alegría de todos cuando su padre y su
    hermano alborotaron la casa con la noticia de que habían
    logrado vulnerar el cascote metálico y separar el oro de Úrsula.

    En efecto, tras complicadas y perseverantes jornadas, lo
    habían conseguido. Úrsula estaba feliz, y hasta dio gracias
    a Dios por la invención de la alquimia, mientras la gente de
    la aldea se apretujaba en el laboratorio, y les servían dulce
    de guayaba con galletitas para celebrar el prodigio, y José
    Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con el oro rescatado,
    como si acabara de inventarío. De tanto mostrarlo, terminó
    frente a su hijo mayor, que en los últimos tiempos apenas
    se asomaba por el laboratorio. Puso frente a sus ojos el
    mazacote seco y amarillento, y le preguntó: «¿Qué te
    parece?» José Arcadio, sinceramente, contestó:

    -Mierda de perro.

    Su padre le dio con el revés de la mano un violento
    golpe en la boca que le hizo saltar la sangre y las
    lágrimas. Esa noche Pilar Ternera le puso compresas
    de árnica en la hinchazón, adivinando el frasco y los
    algodones en la oscuridad, y le hizo todo lo que quiso
    sin que él se molestara, para amarlo sin lastimarlo
    Lograron tal estado de intimidad que un momento
    después, sin darse cuenta, estaban hablando en
    murmullos.

    -Quiero estar solo contigo -decía él-. Un día de estos le
    cuento todo a todo el mundo y se acaban los escondrijos.

    Ella no trató de apaciguarlo.

    -Sería muy bueno -dijo-. Si estamos solos, dejamos la
    lámpara encendida para vernos bien, y yo puedo gritar
    todo lo que quiera sin que nadie tenga que meterse y tú me
    dices en la oreja todas las porquerías que se te ocurran.

    Esta conversación, el rencor mordiente que sentía contra su
    padre, y la inminente posibilidad del amor desaforado, le
    inspiraron una serena valentía. De un modo espontáneo, sin
    ninguna preparación, le contó todo a su hermano.

    Al principio el pequeño Aureliano sólo comprendía el riesgo,
    la inmensa posibilidad de peligro que implicaban las
    aventuras de su hermano, pero no lograba concebir la
    fascinación del objetivo. Poco a poco se fue contaminando
    de ansiedad. Se hacía contar las minuciosas peripecias, se
    identificaba con el sufrimiento y el gozo del hermano, se
    sentía asustado y feliz. Lo esperaba despierto hasta el
    amanecer, en la cama solitaria que parecía tener una estera
    de brasas, y seguían hablando sin sueño hasta la hora de
    levantarse, de modo que muy pronto padecieron ambos la
    misma somnolencia, sintieron el mismo desprecio por la
    alquimia y la sabiduría de su padre, y se refugiaron en la
    soledad. «Estos niños andan como zurumbáticos -decía Úrsula-.
    Deben tener lombrices.» Les preparó una repugnante pócima
    de paico machacado, que ambos bebieron con imprevisto
    estoicismo, y se sentaron al mismo tiempo en sus bacinillas
    once veces en un solo día, y expulsaron unos parásitos rosados
    que mostraron a todos con gran júbilo, porque les permitieron
    desorientar a Úrsula en cuanto al origen de sus distraimientos
    y languideces. Aureliano no sólo podía entonces entender, sino
    que podía vivir como cosa propia las experiencias de su
    hermano, porque en una ocasión en que éste explicaba con
    muchos pormenores el mecanismo del amor, lo interrumpió para
    preguntarle: «¿Qué se siente?» José Arcadio le dio una respuesta
    inmediata:

    -Es como un temblor de tierra.

    Un jueves de enero, a las dos de la madrugada, nació Amaranta.
    Antes de que nadie entrara en el cuarto, Úrsula la examinó
    minuciosamente. Era liviana y acuosa como una lagartija, pero todas
    sus partes eran humanas, Aureliano no se dio cuenta de la novedad
    sino cuando sintió la casa llena de gente. Protegido por la confusión
    salió en busca de su hermano, que no estaba en la cama desde las
    once, y fue una decisión tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de
    preguntarse cómo haría para sacarlo del dormitorio de Pilar Ternera.
    Estuvo rondando la casa varias horas, silbando claves privadas, hasta
    que la proximidad del alba lo obligó a regresar. En el cuarto de su madre,
    jugando con la hermanita recién nacida y con una cara que se le caía de
    inocencia, encontró a José Arcadio.

    CONT.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Miér 14 Abr 2021, 05:34

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    II.
    CONT.

    Úrsula había cumplido apenas su reposo de cuarenta días,
    cuando volvieron los gitanos. Eran los mismos saltimbanquis
    y malabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu
    de Melquíades, habían demostrado en poco tiempo que no
    eran heraldos del progreso, sino mercachifles de diversiones.
    Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función
    de su utilidad en la vida de los hombres, sino como una simple
    curiosidad de circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de
    artificio, llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron
    como un aporte fundamental al desarrollo del transporte,
    como un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterró
    sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz
    sobre las casas de la aldea. Amparados por la deliciosa
    impunidad del desorden colectivo, José Arcadio y Pilar
    vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos entre
    la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor
    podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la
    felicidad desaforada pero momentánea de sus noches secretas.
    Pilar, sin embargo, rompió el encanto. Estimulada por el
    entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía,
    equivocó la forma y la ocasión, y de un solo golpe le echó el
    mundo encima. «Ahora si eres un hombre», le dijo. Y como él
    no entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó letra por letra:

    -Vas a tener un hijo.

    José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios días. Le
    bastaba con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina
    para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos
    de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José
    Arcadio Buendía recibió con alborozo al hijo extraviado y lo
    inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin
    emprendido. Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la
    estera voladora que pasó veloz al nivel de la ventana del
    laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la
    aldea que hacían alegres saludos con la mano, y José Arcadio
    Buendía ni siquiera la miró. «Déjenlos que sueñen -dijo-.
    Nosotros volaremos mejor que ellos con recursos más
    científicos que ese miserable sobrecamas.» A pesar de su fingido
    interés, José Arcadio no entendió nunca los poderes del huevo
    filosófico, que simplemente le parecía un frasco mal hecho. No
    lograba escapar de su preocupación. Perdió el apetito y el sueño,
    sucumbió al mal humor, igual que su padre ante el fracaso de
    alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio
    José Arcadio Buendía lo relevó de los deberes en el laboratorio
    creyendo que había tomado la alquimia demasiado a pecho.
    Aureliano, por supuesto, comprendió que la aflicción del hermano
    no tenía origen en la búsqueda de la piedra filosofal, pero no
    consiguió arrancarle una confidencia. Habia perdido su antigua
    espontaneidad. De cómplice y comunicativo se hizo hermético
    y hostil. Ansioso de soledad, mordido por un virulento rencor
    contra el mundo, una noche abandonó la cama como de
    costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse
    con el tumulto de la feria. Después de deambular por entre toda
    suerte de máquinas de artificio, Sin interesarse por ninguna, se
    fijó en algo que no estaba en juego; una gitana muy joven, casi
    una niña, agobiada de abalorios, la mujer más bella que José
    Arcadio había visto en su vida. Estaba entre la multitud que
    presenciaba el triste espectáculo del hombre que se convirtió
    en víbora por desobedecer a sus padres.

    José Arcadio no puso atención. Mientras se desarrollaba el triste
    interrogatorio del hombre-víbora, se había abierto paso por
    entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba la
    gitana, y se había detenido detrás de ella. Se apretó contra sus
    espaldas. La muchacha trató de separarse, pero José Arcadio se
    apretó con más fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo
    sintió. Se quedó inmóvil contra él, temblando de sorpresa y pavor,
    sin poder creer en la evidencia, y por último volvió la cabeza y lo
    miró con una sonrisa trémula. En ese instante dos gitanos metieron
    al hombre-víbora en su jaula y la llevaron al interior de la tienda.
    El gitano que dirigía el espectáculo anunció:

    -Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible de
    la mujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta
    hora durante ciento cincuenta años, como castigo por haber visto
    lo que no debía.

    José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a
    la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada
    mientras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpiños
    superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de
    su inútil corsé alambrado, de su carga de abalorios, y quedó
    prácticamente convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos
    incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a
    los brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que
    compensaban su fragilidad. Sin embargo, José Arcadio no podía
    responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por
    donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus
    asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar una partida
    de dados. La lámpara colgada en la vara central iluminaba todo el
    ámbito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se estiró desnudo
    en la cama, sin saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de
    alentarlo. Una gitana de carnes espléndidas entró poco después
    acompañada de un hombre que no hacia parte de la farándula, pero
    que tampoco era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente
    a la cama. Sin proponérselo, la mujer miró a José Arcadio y examinó
    con una especie de fervor patético su magnifico animal en reposo.

    -Muchacho -exclamó-, que Dios te la conserve.

    La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran tranquilos, y
    la pareja se acostó en el suelo, muy cerca de la cama.

    La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer
    contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con
    un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel
    se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y
    todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo.
    Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía
    admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia
    un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató
    en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la
    muchacha por los oídos y le salían por la boca traducidas a su
    idioma. Era jueves. La noche del sábado José Arcadio se amarró un
    trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos.

    CONT.


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    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014) - Página 2 Empty Re: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014)

    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Miér 14 Abr 2021, 06:09

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    II.
    CONT.

    Cuando Úrsula descubrió su ausencia, lo buscó por toda la aldea.
    En el desmantelado campamento de los gitanos no había más que
    un reguero de desperdicios entre las cenizas todavía humeantes
    de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando
    abalorios entre la basura le dijo a Úrsula que la noche anterior
    había visto a su hijo en el tumulto de la farándula, empujando
    una carretilla con la jaula del hombre-víbora. «¡Se metió de
    gitano!», le gritó ella a su marido, quien no había dado la menor
    señal de alarma ante la desaparición.

    -Ojalá fuera cierto -dijo José Arcadio Buendía, machacando en
    el mortero la materia mil veces machacada y recalentada y
    vuelta a machacar-. Así aprenderá a ser hombre.

    Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos. Siguió
    preguntando en el camino que le indicaron, y creyendo que
    todavía tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la
    aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya
    no pensó en regresar. José Arcadio Buendía no descubrió la
    falta de su mujer sino a las ocho de la noche, cuando dejó
    la materia recalentándose en una cama de estiércol, y fue a
    ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que estaba ronca
    de llorar. En pocas horas reunió un grupo de hombres bien
    equipados, puso a Amaranta en manos de una mujer que se
    ofreció para amamantaría, y se perdió por senderos invisibles
    en pos de Úrsula. Aureliano los acompañó. Unos pescadores
    indígenas, cuya lengua desconocían, les indicaron por señas
    al amanecer que no habían visto pasar a nadie. Al cabo de tres
    días de búsqueda inútil, regresaron a la aldea.

    Durante varias semanas, José Arcadio Buendía se dejó vencer
    por la consternación. Se ocupaba como una madre de la pequeña
    Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a ser
    amamantada cuatro veces al día y hasta le cantaba en la noche
    las canciones que Úrsula nunca supo cantar. En cierta ocasión,
    Pilar Ternera se ofreció para hacer los oficios de la casa mientras
    regresaba Úrsula. Aureliano, cuya misteriosa intuición se había
    sensibilizado en la desdicha, experimentó un fulgor de
    clarividencia al verla entrar. Entonces supo que de algún modo
    inexplicable ella tenía la culpa de la fuga de su hermano y la
    consiguiente desaparición de su madre, y la acosó de tal modo,
    con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvió
    a la casa.

    El tiempo puso las cosas en su puesto. José Arcadio Buendía y su
    hijo no supieron en qué momento estaban otra vez en el laboratorio,
    sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor, entregados una
    vez más a la paciente manipulación de la materia dormida desde
    hacía varios meses en su cama de estiércol. Hasta Amaranta,
    acostada en una canastilla de mimbre, observaba con curiosidad la
    absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito enrarecido
    por los vapores del mercurio. En cierta ocasión, meses después de la
    partida de Úrsula, empezaron a suceder cosas extrañas. Un frasco
    vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en un armario se
    hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua
    colocada en la mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media hora
    hasta evaporarse por completo. José Arcadio Buendía y su hijo
    observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin lograr
    explicárselos, pero interpretándolos como anuncios de la materia.
    Un día la canastilla de Amaranta empezó a moverse con un impulso
    propio y dio una vuelta completa en el cuarto, ante la consternación
    de Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre no se alteró.
    Puso la canastilla en su puesto y la amarró a la pata de una mesa,
    convencido de que el acontecimiento esperado era inminente. Fue en
    esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir:

    -Si no temes a Dios, témele a los metales.

    De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula.
    Llegó exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido
    en la aldea. José Arcadio Buendía apenas si pudo resistir el impacto.
    «¡Era esto -gritaba-. Yo sabia que iba a ocurrir.» Y lo creía de veras,
    porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba la materia,
    rogaba en el fondo de su corazón que el prodigio esperado no fuera el
    hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación del soplo que hace vivir
    los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras
    de la casa, sino lo que ahora había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero
    ella no compartía su alborozo. Le dio un beso convencional, como si no
    hubiera estado ausente más de una hora, y le dijo:

    -Asómate a la puerta.

    José Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse la
    perplejidad cuando salió a la calle y vio la muchedumbre. No eran
    gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y
    piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los
    mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer,
    carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y
    simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos
    por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían del otro lado
    de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos que
    recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del
    bienestar. Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encontró
    la ruta que su marido no pudo descubrir en su frustrada búsqueda
    de los grandes inventos.

    FIN DELCAPÍTULO II


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Miér 14 Abr 2021, 06:43

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    III


    El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a
    las dos semanas de nacido. Úrsula lo admitió de mala gana,
    vencida una vez más por la terquedad de su marido que no
    pudo tolerar la idea de que un retoño de su sangre quedara
    navegando a la deriva, pero impuso la condición de que se
    ocultara al niño su verdadera identidad. Aunque recibió el
    nombre de José Arcadio, terminaron por llamarlo
    simplemente Arcadio para evitar confusiones. Había por
    aquella época tanta actividad en el pueblo y tantos trajines
    en la casa, que el cuidado de los niños quedó relegado a un
    nivel secundario. Se los encomendaron a Visitación, una
    india guajira que llegó al pueblo con un hermano, huyendo
    de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde
    hacía varios años. Ambos eran tan dóciles y serviciales que
    Úrsula se hizo cargo de ellos para que la ayudaran en los
    oficios domésticos. Fue así como Arcadio y Amaranta
    hablaron la lengua guajira antes que el castellano, y
    aprendieron a tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de
    arañas sin que Úrsula se diera cuenta, porque andaba
    demasiado ocupada en un prometedor negocio de animalitos
    de caramelo. Macondo estaba transformado. Las gentes que
    llegaron con Úrsula divulgaron la buena calidad de su suelo y
    su posición privilegiada con respecto a la ciénaga, de modo que
    la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy pronto en un
    pueblo activo, con tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de
    comercio permanente por donde llegaran los primeros árabes
    de pantuflas y argollas en las orejas, cambiando collares de
    vidrio por guacamayas. José Arcadio Buendía no tuvo un
    instante de reposo. Fascinado por una realidad inmediata que
    entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su
    imaginación, perdió todo interés por el laboratorio de alquimia,
    puso a descansar la materia extenuada por largos meses de
    manipulación, y volvió a ser el hombre emprendedor de los
    primeros tiempos que decidía el trazado de las calles y la
    posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara
    de privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad
    entre los recién llegados que no se echaron cimientos ni se
    pararon cercas sin consultárselo, y se determinó que fuera él
    quien dirigiera la repartición de la tierra. Cuando volvieron los
    gitanos saltimbanquis, ahora con su feria ambulante
    transformada en un gigantesco establecimiento de juegos de
    suerte y azar, fueron recibidos con alborozo porque se pensó
    que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José Arcadio no
    volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula
    era el único que podría darles razón de su hijo, así que no se
    les permitió a los gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo
    en el futuro, porque se los consideró como mensajeros de la
    concupiscencia y la perversión. José Arcadio Buendía, sin embargo,
    fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de Melquíades,
    que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea can su
    milenaria sabiduría y sus fabulosos inventos, encontraría siempre
    las puertas abiertas. Pero la tribu de Melquíades, según contaron
    los trotamundos, había sido borrada de la faz de la tierra por haber
    sobrepasado los limites del conocimiento humano.

    Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantasía,
    José Arcadio Buendía impuso en poco tiempo un estado de orden
    y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una licencia: la liberación
    de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el
    tiempo con sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes
    musicales en todas las casas. Eran unos preciosos relojes de madera
    labrada que los árabes cambiaban por guacamayas, y que José
    Arcadio Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada media hora
    el pueblo se alegraba con los acordes progresivos de una misma
    pieza, hasta alcanzar la culminación de un mediodía exacto y unánime
    con el vals completo. Fue también José Arcadio Buendía quien decidió
    por esos años que en las calles del pueblo se sembraran almendros en
    vez de acacias, y quien descubrió sin revelarlos nunca las métodos
    para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue
    un campamento de casas de madera y techos de cinc, todavía
    perduraban en las calles más antiguas los almendros rotos y
    polvorientos, aunque nadie sabía entonces quién los había sembrado.
    Mientras su padre ponía en arden el pueblo y su madre consolidaba
    el patrimonio doméstico con su maravillosa industria de gallitos y peces
    azucarados que dos veces al día salían de la casa ensartadas en palos
    de balso, Aureliano vivía horas interminables en el laboratorio
    abandonada, aprendiendo por pura investigación el arte de la platería.
    Se había estirado tanto, que en poco tiempo dejó de servirle la ropa
    abandonada por su hermano y empezó a usar la de su padre, pero fue
    necesario que Visitación les cosiera alforzas a las camisas y sisas a las
    pantalones, porque Aureliano no había sacada la corpulencia de las otras.
    La adolescencia le había quitada la dulzura de la voz y la había vuelta
    silencioso y definitivamente solitario, pero en cambio le había restituido
    la expresión intensa que tuvo en los ajos al nacer. Estaba tan
    concentrado en sus experimentos de platería que apenas si abandonaba
    el laboratorio para comer. Preocupada por su ensimismamiento, José
    Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un poco de dinero, pensando
    que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó el dinero en
    ácida muriático para preparar agua regia y embelleció las llaves con un
    baño de oro. Sus exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio
    y Amaranta, que ya habían empezada a mudar los dientes y todavía andaban
    agarrados toda el día a las mantas de los indios, tercos en su decisión de no
    hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte -le
    decía Úrsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres.»
    Y mientras se lamentaba de su mala suerte, convencida de que las
    extravagancias de sus hijos eran alga tan espantosa coma una cola de
    cerdo, Aureliano fijó en ella una mirada que la envolvió en un ámbito
    de incertidumbre.

    -Alguien va a venir -le dijo.


    CONT.


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    Mensaje por Lluvia Abril Sáb 17 Abr 2021, 02:26

    Paso y disfruto de tu enorme trabajo.
    Gracias, Pascual, e intento ponerme al día, aunque difícil me resulta, pero bueno, aquí está y desde aquí te sigo.


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    se acaba la diversión”.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Dom 18 Abr 2021, 00:24

    Gracias, Lluvia... sigo.



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    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014) - Página 2 Empty Re: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014)

    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Dom 18 Abr 2021, 00:53

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    III.
    CONT.

    Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató de
    desalentarlo con su lógica casera. Era normal que alguien llegara.
    Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin suscitar
    inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por
    encima de toda lógica, Aureliano estaba seguro de su presagio.

    -No sé quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en camino.

    El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años.
    Había hecho el penoso viaje desde Manaure con unos traficantes
    de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con una
    carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron
    explicar con precisión quién era la persona que les había pedido
    el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de la
    ropa un pequeño mecedor de madera con florecitas de calores
    pintadas a mano y un talego de lona que hacía un permanente
    ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres.
    La carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en
    términos muy cariñosos por alguien que lo seguía queriendo
    mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado
    por un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de
    mandarle esa pobre huerfanita desamparada, que era prima
    de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta también
    de José Arcadio Buendía, aunque en grado más lejano, porque
    era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor Ulloa y su muy
    digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santa
    reino, cuyas restos adjuntaba la presente para que les dieran
    cristiana sepultura. Tanto los nombres mencionados como la
    firma de la carta eran perfectamente legibles, pero ni José Arcadio
    Buendía ni Úrsula recordaban haber tenida parientes con esos
    nombres ni conocían a nadie que se llamara como el remitente y
    mucho menos en la remota población de Manaure. A través de la
    niña fue imposible obtener ninguna información complementaria.
    Desde el momento en que llegó se sentó a chuparse el dedo en el
    mecedor y a observar a todos con sus grandes ajos espantados,
    sin que diera señal alguna de entender lo que le preguntaban.
    Llevaba un traje de diagonal teñido de negro, gastada por el uso,
    y unos desconchados botines de charol. Tenía el cabello sostenido
    detrás de las orejas con moños de cintas negras. Usaba un
    escapulario con las imágenes borradas por el sudor y en la muñeca
    derecha un colmillo de animal carnívoro montada en un soporte de
    cobre como amuleto contra el mal de ojo. Su piel verde, su vientre
    redondo y tenso como un tambor, revelaban una mala salud y un
    hambre más viejas que ella misma, pero cuando le dieron de comer
    se quedó can el plato en las piernas sin probarlo. Se llegó inclusive a
    creer que era sordomuda, hasta que los indios le preguntaron en su
    lengua si quería un poco de agua y ella movió los ojos como si los
    hubiera reconocido y dijo que si con la cabeza.

    Se quedaron con ella porque no había más remedio. Decidieron
    llamarla Rebeca, que de acuerda con la carta era el nombre de su
    madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente a ella todo
    el santoral y no logró que reaccionara con ningún nombre. Como en
    aquel tiempo no había cementerio en Macondo, pues hasta entonces
    no había muerta nadie, conservaron la talega con los huesos en espera
    de que hubiera un lugar digno para sepultarías, y durante mucho tiempo
    estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se
    suponía, siempre con su cloqueante cacareo de gallina clueca. Pasó
    mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la vida familiar.
    Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón más
    apartado de la casa. Nada le llamaba la atención, salvo la música de los
    relojes, que cada media hora buscaba con ojos asustados, como si
    esperara encontrarla en algún lugar del aire. No lograron que comiera en
    varios días. Nadie entendía cómo no se había muerto de hambre, hasta
    que los indígenas, que se daban cuenta de todo porque recorrían la casa
    sin cesar con sus pies sigilosos, descubrieron que a Rebeca sólo le gustaba
    comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las
    paredes con las uñas. Era evidente que sus padres, o quienquiera que la
    hubiese criado, la habían reprendido por ese hábito, pues lo practicaba a
    escondidas y con conciencia de culpa, procurando trasponer las raciones
    para comerlas cuando nadie la viera. Desde entonces la sometieron a una
    vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca en el patio y untaban ají picante
    en las paredes, creyendo derrotar con esos métodos su vicio pernicioso,
    pero ella dio tales muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra,
    que Úrsula se vio forzada a emplear recursos más drásticas. Ponía jugo de
    naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al serena toda la noche, y
    le daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le había dicho
    que aquél era el remedio específico para el vicio de comer tierra, pensaba
    que cualquier sustancia amarga en el estómago vacío tenía que hacer
    reaccionar al hígado. Rebeca era tan rebelde y tan fuerte a pesar de su
    raquitismo, que tenían que barbearla como a un becerro para que tragara
    la medicina, y apenas si podían reprimir sus pataletas y soportar los
    enrevesados jeroglíficos que ella alternaba con mordiscos y escupitajos, y
    que según decían las escandalizadas indígenas eran las obscenidades más
    gruesas que se podían concebir en su idioma. Cuando Úrsula lo supo,
    complementó el tratamiento con correazos. No se estableció nunca si lo
    que surtió efecto fue el ruibarbo a las tollinas, o las dos cosas combinadas,
    pero la verdad es que en pocas semanas Rebeca empezó a dar muestras de
    restablecimiento. Participó en los juegos de Arcadio y Amaranta, que la
    recibieron como una hermana mayor, y comió con apetito sirviéndose bien
    de los cubiertos. Pronto se reveló que hablaba el castellano con tanta fluidez
    como la lengua de los indios, que tenía una habilidad notable para
    los oficios manuales y que cantaba el valse de los relojes con una
    letra muy graciosa que ella misma había inventado. No tardaron en
    considerarla como un miembro más de la familia. Era con Úrsula más
    afectuosa que nunca lo fueron sus propios hijos, y llamaba hermanitos
    a Amaranta y a Arcadio, y tío a Aureliano y abuelito a José Arcadio
    Buendía. De modo que terminó por merecer tanto como los otros el
    nombre de Rebeca Buendía, el único que tuvo siempre y que llevó con
    dignidad hasta la muerte.

    CONT.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Dom 18 Abr 2021, 01:19

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    III. CONT.

    Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer
    tierra y fue llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la
    india que dormía con ellos despertó par casualidad y oyó un
    extraño ruido intermitente en el rincón. Se incorporó alarmada,
    creyendo que había entrada un animal en el cuarto, y entonces vio
    a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos
    alumbrados como los de un gato en la oscuridad.

    Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino,
    Visitación reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad
    cuya amenaza los había obligada, a ella y a su hermano, a
    desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran
    príncipes. Era la peste del insomnio.

    Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se quedó,
    porque su corazón fatalista le indicaba que la dolencia letal había
    de perseguiría de todos modos hasta el último rincón de la tierra.
    Nadie entendió la alarma de Visitación. «Si no volvemos a dormir,
    mejor -decía José Arcadio Buendía, de buen humor-. Así nos
    rendirá más la vida.» Pero la india les explicó que lo más temible
    de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir,
    pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable
    evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería
    decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de
    vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la
    infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la
    identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta
    hundirse en una especie de idiotez sin pasado. José Arcadio
    Buendía, muerta de risa, consideró que se trataba de una de
    tantas dolencias inventadas por la superstición de los indígenas.
    Pero Úrsula, por si acaso, tomó la precaución de separar a Rebeca
    de los otros niños.

    Al cabo de varias semanas, cuando el terror de Visitación parecía
    aplacado, José Arcadio Buendía se encontró una noche dando
    vueltas en la cama sin poder dormir. Úrsula, que también había
    despertado, le preguntó qué le pasaba, y él le contestó:

    «Estoy pensando otra vez en Prudencia Aguilar.» No durmieron un
    minuto, pero al día siguiente se sentían tan descansadas que se
    olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó asombrado a la hora
    del almuerzo que se sentía muy bien a pesar de que había pasado
    toda la noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba
    regalarle a Úrsula el día de su cumpleaños. No se alarmaron hasta el
    tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin sueño, y
    cayeron en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin
    dormir.

    -Los niños también están despiertos -dijo la india con su convicción
    fatalista-. Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste.

    Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que
    había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, preparó
    e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieron dormir,
    sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estado de
    alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino
    que los unos veían las imágenes soñadas por los otros. Era como si la
    casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en su mecedor en un
    rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella,
    vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón
    de aro, le llevaba una rama de rosas. Lo acompañaba una mujer de manos
    delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula
    comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero
    aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre
    de que nunca los había visto. Mientras tanto, por un descuido que José
    Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de caramelo
    fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y
    adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del
    insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos
    caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes
    sorprendió despierto a todo el pueblo. Al principio nadie
    se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque
    entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo
    apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no tuvieron
    nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada
    con los brazos cruzados, contando el número de notas
    que tenía el valse de los relajes. Los que querían dormir, no
    por cansancio, sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a
    toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin
    tregua, a repetirse durante horas y horas los mismas chistes, a
    complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo
    capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba
    si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando
    contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que
    dijeran que sí, sino que si querían que les contara el
    cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el
    narrador decía que no les había pedida que dijeran que no,
    sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón,
    y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les
    había pedido que se quedaran callados, sino que si querían
    que les contara el cuento del gallo capón, Y nadie podía
    irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se
    fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo
    capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba
    por noches enteras.

    Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había
    invadido el pueblo, reunió a las jefes de familia para explicarles lo
    que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se acordaron
    medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones
    de la ciénaga. Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que
    los árabes cambiaban por guacamayas y se pusieron a la entrada del
    pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de los
    centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por
    aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su
    campanita para que los enfermos supieran que estaba sano. No se les
    permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de
    que la enfermedad sólo sé transmitía por la boca, y todas las cosas de comer
    y de beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la
    peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena,
    que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural,
    y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie
    volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.

    CONT.


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    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014) - Página 2 Empty Re: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014)

    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Sáb 24 Abr 2021, 05:01

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    III. CONT.

    Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos
    durante varios meses de las evasiones de la memoria. La
    descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno
    de las primeros, había aprendido a la perfección el arte de la
    platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que
    utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su
    padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel
    que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo
    seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera
    aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto
    tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después
    descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas
    del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de
    modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas.
    Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta
    los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó
    su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la
    casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo
    entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj,
    puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales
    y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo.
    Poca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se
    dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las
    cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad.
    Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la
    vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes
    de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es
    la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca
    leche y a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y
    hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad
    escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero
    que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de
    la letra escrita.

    En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio
    que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía
    Dios existe. En todas las casas se habían escrita claves para
    memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía
    tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron
    al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos,
    que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar
    Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación,
    cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como
    antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes
    empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas
    inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas
    como el hombre moreno que había llegada a principios de abril
    y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que
    usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha
    de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó
    la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de
    consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la
    máquina de la memoria que una vez había deseado para
    acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El
    artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
    mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los
    conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un
    diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera
    operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas
    pasaran frente a sus ojos las naciones más necesarias para
    vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas,
    cuando apareció par el camino de la ciénaga un anciano
    estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando
    una maleta ventruda amarrada can cuerdas y un carrito cubierto
    de trapos negros. Fue directamente a la casa de José Arcadio
    Buendía.

    Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el
    propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse
    en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido.
    Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada
    por la incertidumbre y sus manas parecían dudar de la existencia
    de las cosas, era evidente que venían del mundo donde todavía los
    hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo
    encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado
    sombrero negra, mientras leía can atención compasiva los letreros
    pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto,
    temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo.
    Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el
    olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e
    irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la
    muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos
    indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos.
    Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible,
    y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto,
    antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetas
    estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías
    escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en
    un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.

    Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José
    Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja
    amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había
    estado en la muerte, en efecto, pero había regresada porque no
    pudo soportar la soledad. Repudiada par su tribu, desprovisto de
    toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida,
    decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto
    por la muerte, dedicada a la explotación de un laboratorio de
    daguerrotipia. José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de
    ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a todas sus familias
    plasmadas en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol,
    se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado
    daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo
    erizado y ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con
    un botón de cobre, y una expresión de solemnidad asombrada, y
    que Úrsula describía muerta de risa como «un general asustado. En
    verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana
    de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba
    que la gente se iba gastando poca a poca a medida que su imagen
    pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la
    costumbre, fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza,
    como fue también ella quien olvidó sus antiguos resquemores y
    decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque
    nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según
    sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus
    nietos. Aquella mañana vistió a los niños con sus rapas mejores,
    les empolvó la cara y les dio una cucharada de jarabe de tuétano a
    cada uno para que pudieran permanecer absolutamente inmóviles
    durante casi das minutos frente a la aparatosa cámara de
    Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás,
    Aureliano apareció vestido de terciopelo negra, entre Amaranta y
    Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada clarividente
    que había de tener años más tarde frente al pelotón de
    fusilamiento. Pero aún no había sentido la premonición de su
    destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga por el
    preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el
    disparatado laboratorio de Melquíades, apenas si se le oía respirar.
    Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el gitano
    interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un
    estrépito de frascos y cubetas, y el desastre de los ácidos
    derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y
    traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al
    trabajo, el buen juicio can que administraba sus intereses, le
    habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero
    que Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el
    mundo se extrañaba de que fuera ya un hambre hecho y
    derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la
    había tenido.


    CONT.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Sáb 24 Abr 2021, 05:35

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    III. CONT.

    Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano
    trotamundos de casi doscientos años que pasaba con
    frecuencia por Macondo divulgando las canciones
    compuestas par él mismo. En ellas, Francisco el Hombre
    relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en
    los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los
    confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un
    recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le
    pagaba dos centavos para que lo incluyera en su
    repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de
    su madre par pura casualidad, una noche que escuchaba
    las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su
    hijo José Arcadio. Francisca el Hombre, así llamado porque
    derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y
    cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de
    Macondo durante la peste del insomnio y una noche
    reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino. Todo
    el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en
    el mundo. En esa ocasión llegaron con él una mujer tan
    gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un
    mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado
    que la protegía del sol con un paraguas. Aureliano fue esa
    noche a la tienda de Catarme. Encontró a Francisco el
    Hombre, como un camaleón monolítico, sentado en medio de
    un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su vieja voz
    descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico
    que le regaló Sir Walter Raleigh en la Guayana, mientras
    llevaba el compás con sus grandes pies caminadores
    agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por
    donde entraban y salían algunos hombres, estaba sentada y
    se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarino,
    con una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la concurrencia
    tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión
    para acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no
    debía. Hacia la media noche el calor era insoportable.
    Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar
    ninguna que le interesara a su familia. Se disponía a regresar
    a casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.

    -Entra tú también -le dijo-. Sólo cuesta veinte centavos.
    Aureliano echó una moneda en la alcancía que la matrona
    tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qué.
    La mulata adolescente, con sus teticas de perra, estaba
    desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche, sesenta
    y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser
    usado, y amasado en sudores y suspiros, el aire de la
    habitación empezaba a convertirse en lodo. La muchacha quitó
    la sábana empapada y le pidió a Aureliano que la tuviera de
    un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por
    los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la
    estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que
    aquella operación no terminara nunca. Conocía la mecánica
    teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del
    desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y
    ardiente no podía resistir a la urgencia de expulsar el peso de
    las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le
    ordenó que se desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada:
    «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara veinte centavos en la
    alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su
    ofuscación. «Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes
    demorarte un poca más», dijo suavemente. Aureliano se desvistió,
    atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su
    desnudez no resistía la comparación can su hermano. A pesar de
    los esfuerzas de la muchacha, él se sintió cada vez más indiferente,
    y terriblemente solo. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz
    desolada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda
    en carne viva. Tenía el pellejo pegado a las costillas y la respiración
    alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos
    de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado
    cercada por el fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había
    criada quedó reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la llevaba
    de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse
    el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha,
    todavía la faltaban unos diez años de setenta hombres por noche,
    porque tenía que pagar además los gastos de viaje y
    alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el
    mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta por segunda vez,
    Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el
    deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha,
    con una mezcla de deseo y conmiseración. Sentía una necesidad
    irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado por el
    insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para
    liberarla del despotismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la
    satisfacción que ella le daba a setenta hombres. Pera a las diez de la
    mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se había
    ido del pueblo.

    El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su
    sentimiento de frustración. Se refugió en el trabajo. Se resignó
    a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza
    de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar
    en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandonó
    el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio
    Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba
    científica de la existencia de Dios. Mediante un complicado proceso
    de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la
    casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de
    Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la
    suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las
    interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde,
    asfixiándose dentro de su descolorido chaleco de terciopelo,
    garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión,
    cuyas sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche
    creyó encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería
    una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no
    quedaba ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una
    equivocación -tronó José Arcadio Buendía-. No serán casas de
    vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía,
    por los siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula
    pugnaba por preservar el sentido común, habiendo ensanchado el
    negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía
    toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa
    variedad de pudines, merengues y bizcochuelos, que se
    esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había
    llegado a una edad en que tenía derecho a descansar, pero era,
    sin embargo, cada vez más activa. Tan ocupada estaba en sus
    prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el
    patio, mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio dos
    adolescentes desconocidas y hermosas bordando en bastidor a la
    luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían
    quitado el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor
    durante tres años, y la ropa de color parecía haberles dado un
    nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo
    esperarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos
    grandes y reposados, y unas manos mágicas que parecían
    elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta,
    la menor, era un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural,
    el estiramiento interior de la abuela muerta. Junta a ellas,
    aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio
    parecía una niña. Se había dedicado a aprender el arte de la
    platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a leer
    y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había
    llenado de gente, que sus hijos estaban a punto de casarse y
    tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por falta
    de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado en largos años
    de dura labor, adquirió compromisos con sus clientes, y
    emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera
    una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para
    el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestas donde
    se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios
    con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del
    resplandor del mediodía por un jardín de rasas, con un
    pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de
    begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos,
    destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir
    a José Arcadio, y construir otro das veces más grande para que
    nunca faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el
    patio, a la sombra del castaño, un baño para las mujeres y otra
    para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero
    alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los
    cuatro vientos para que se instalaran a su gusta los pájaros sin
    rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros, como si
    hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula
    ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repartía el
    espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva
    construcción de los fundadores se llenó de herramientas y
    materiales, de obreros agobiados por el sudar, que le pedían a
    todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran
    ellos quienes estorbaban, exasperados por el talego de huesas
    humanos que los perseguía por todas partes can su sorda
    cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y
    melaza de alquitrán, nadie entendió muy bien cómo fue
    surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo la casa más
    grande que habría nunca en el pueblo, sino la más
    hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la
    ciénaga. José Arcadio Buendía, tratando de sorprender a
    la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue quien
    menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada
    cuando Úrsula lo sacó de su mundo quimérico para
    informarle que había orden de pintar la fachada de azul, y
    no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición
    oficial escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin
    comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.

    -¿Quién es este tipo? -preguntó.

    -El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una
    autoridad que mandó el gobierno.

    CONT.


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    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014) - Página 2 Empty Re: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014)

    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Sáb 24 Abr 2021, 05:35

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    III. CONT.

    Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano
    trotamundos de casi doscientos años que pasaba con
    frecuencia por Macondo divulgando las canciones
    compuestas par él mismo. En ellas, Francisco el Hombre
    relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en
    los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los
    confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un
    recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le
    pagaba dos centavos para que lo incluyera en su
    repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de
    su madre par pura casualidad, una noche que escuchaba
    las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su
    hijo José Arcadio. Francisca el Hombre, así llamado porque
    derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y
    cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de
    Macondo durante la peste del insomnio y una noche
    reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino. Todo
    el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en
    el mundo. En esa ocasión llegaron con él una mujer tan
    gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un
    mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado
    que la protegía del sol con un paraguas. Aureliano fue esa
    noche a la tienda de Catarme. Encontró a Francisco el
    Hombre, como un camaleón monolítico, sentado en medio de
    un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su vieja voz
    descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico
    que le regaló Sir Walter Raleigh en la Guayana, mientras
    llevaba el compás con sus grandes pies caminadores
    agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por
    donde entraban y salían algunos hombres, estaba sentada y
    se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarino,
    con una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la concurrencia
    tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión
    para acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no
    debía. Hacia la media noche el calor era insoportable.
    Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar
    ninguna que le interesara a su familia. Se disponía a regresar
    a casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.

    -Entra tú también -le dijo-. Sólo cuesta veinte centavos.
    Aureliano echó una moneda en la alcancía que la matrona
    tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qué.
    La mulata adolescente, con sus teticas de perra, estaba
    desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche, sesenta
    y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser
    usado, y amasado en sudores y suspiros, el aire de la
    habitación empezaba a convertirse en lodo. La muchacha quitó
    la sábana empapada y le pidió a Aureliano que la tuviera de
    un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por
    los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la
    estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que
    aquella operación no terminara nunca. Conocía la mecánica
    teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del
    desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y
    ardiente no podía resistir a la urgencia de expulsar el peso de
    las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le
    ordenó que se desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada:
    «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara veinte centavos en la
    alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su
    ofuscación. «Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes
    demorarte un poca más», dijo suavemente. Aureliano se desvistió,
    atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su
    desnudez no resistía la comparación can su hermano. A pesar de
    los esfuerzas de la muchacha, él se sintió cada vez más indiferente,
    y terriblemente solo. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz
    desolada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda
    en carne viva. Tenía el pellejo pegado a las costillas y la respiración
    alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos
    de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado
    cercada por el fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había
    criada quedó reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la llevaba
    de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse
    el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha,
    todavía la faltaban unos diez años de setenta hombres por noche,
    porque tenía que pagar además los gastos de viaje y
    alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el
    mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta por segunda vez,
    Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el
    deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha,
    con una mezcla de deseo y conmiseración. Sentía una necesidad
    irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado por el
    insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para
    liberarla del despotismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la
    satisfacción que ella le daba a setenta hombres. Pera a las diez de la
    mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se había
    ido del pueblo.

    El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su
    sentimiento de frustración. Se refugió en el trabajo. Se resignó
    a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza
    de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar
    en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandonó
    el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio
    Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba
    científica de la existencia de Dios. Mediante un complicado proceso
    de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la
    casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de
    Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la
    suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las
    interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde,
    asfixiándose dentro de su descolorido chaleco de terciopelo,
    garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión,
    cuyas sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche
    creyó encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería
    una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no
    quedaba ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una
    equivocación -tronó José Arcadio Buendía-. No serán casas de
    vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía,
    por los siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula
    pugnaba por preservar el sentido común, habiendo ensanchado el
    negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía
    toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa
    variedad de pudines, merengues y bizcochuelos, que se
    esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había
    llegado a una edad en que tenía derecho a descansar, pero era,
    sin embargo, cada vez más activa. Tan ocupada estaba en sus
    prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el
    patio, mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio dos
    adolescentes desconocidas y hermosas bordando en bastidor a la
    luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían
    quitado el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor
    durante tres años, y la ropa de color parecía haberles dado un
    nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo
    esperarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos
    grandes y reposados, y unas manos mágicas que parecían
    elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta,
    la menor, era un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural,
    el estiramiento interior de la abuela muerta. Junta a ellas,
    aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio
    parecía una niña. Se había dedicado a aprender el arte de la
    platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a leer
    y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había
    llenado de gente, que sus hijos estaban a punto de casarse y
    tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por falta
    de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado en largos años
    de dura labor, adquirió compromisos con sus clientes, y
    emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera
    una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para
    el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestas donde
    se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios
    con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del
    resplandor del mediodía por un jardín de rasas, con un
    pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de
    begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos,
    destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir
    a José Arcadio, y construir otro das veces más grande para que
    nunca faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el
    patio, a la sombra del castaño, un baño para las mujeres y otra
    para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero
    alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los
    cuatro vientos para que se instalaran a su gusta los pájaros sin
    rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros, como si
    hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula
    ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repartía el
    espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva
    construcción de los fundadores se llenó de herramientas y
    materiales, de obreros agobiados por el sudar, que le pedían a
    todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran
    ellos quienes estorbaban, exasperados por el talego de huesas
    humanos que los perseguía por todas partes can su sorda
    cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y
    melaza de alquitrán, nadie entendió muy bien cómo fue
    surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo la casa más
    grande que habría nunca en el pueblo, sino la más
    hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la
    ciénaga. José Arcadio Buendía, tratando de sorprender a
    la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue quien
    menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada
    cuando Úrsula lo sacó de su mundo quimérico para
    informarle que había orden de pintar la fachada de azul, y
    no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición
    oficial escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin
    comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.

    -¿Quién es este tipo? -preguntó.

    -El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una
    autoridad que mandó el gobierno.

    CONT.


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    Mensaje por Lluvia Abril Dom 25 Abr 2021, 01:13

    Aquí estoy, siguiéndote y dándote las gracias, eso siempre.
    Besos.


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    se acaba la diversión”.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Lun 26 Abr 2021, 12:48

    Pues sigo, querida amiga. EL REALISMO MÁGICO ES PURA POESÍA.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Lun 26 Abr 2021, 13:31

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    III.
    CONT.

    Don Apolinar Moscote, el corregidor, había llegado a Macondo sin
    hacer ruido. Se bajó en el Hotel de Jacob -instalado por uno de
    los primeras árabes que llegaron haciendo cambalache de
    chucherías por guacamayas- y al día siguiente alquiló un cuartito
    con puerta hacia la calle, a dos cuadras de la casa de los Buendía.
    Puso una mesa y una silla que les compró a Jacob, clavó en la
    pared un escudo de la república que había traído consigo, y pintó
    en la puerta el letrero: Corregidor. Su primera disposición
    fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar
    el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Buendía,
    con la copia de la orden en la mano, lo encontró durmiendo la
    siesta en una hamaca que había colgada en el escueto despacho.
    «¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar
    Moscote, un hombre maduro, tímido, de complexión sanguínea,
    contestó que sí. «¿Con qué derecho?», volvió a preguntar
    José Arcadio Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en
    la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido nombrado
    corregidor de este pueblo. »
    José Arcadio Buendía ni siquiera
    miró el nombramiento.

    - En este pueblo no mandamos con papeles -dijo sin perder la
    calma-. Y para que lo sepa de una vez, no necesitamos ningún
    corregidor porque aquí no hay nada que corregir.

    Ante la impavidez de don Apolinar Mascote, siempre sin levantar
    la voz, hizo un pormenorizada recuento de cómo habían fundado
    la aldea, de cómo se habían repartido la tierra, abierto los caminos
    e introducido las mejoras que les había ido exigiendo la necesidad,
    sin haber molestado a gobierno alguno y sin que nadie los molestara.
    «Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos muerto de
    muerte natural
    -dijo-. Ya ve que todavía no tenemos cementerio.»
    No se dolió de que el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario,
    se alegraba de que hasta entonces las hubiera dejado crecer en paz, y
    esperaba que así los siguiera dejando, porque ellos no habían fundado
    un pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían
    hacer. Don Apolinar Moscote se había puesto un saco de dril, blanco
    como sus pantalones, sin perder en ningún momento la pureza de sus
    ademanes.

    -De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro ciudadana común
    y corriente, sea muy bienvenido -concluyó José Arcadio Buendía-. Pero si
    viene a implantar el desorden obligando a la gente que pinte su casa de
    azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque mi casa
    ha de ser blanca como una paloma.

    Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las
    mandíbulas para decir con una cierta aflicción:

    - Quiero advertirle que estoy armado.

    José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a las manos
    la fuerza juvenil con que derribaba un caballo. Agarró a don
    Apolinar Moscote por la solapa y lo levantó a la altura de sus ojos.

    - Esto lo hago -le dijo- porque prefiero cargarlo vivo y no tener
    que seguir cargándolo muerto por el resto de mi vida.


    Así la llevó por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta
    que lo puso sobre sus dos pies en el camino de la ciénaga. Una
    semana después estaba de regreso con seis soldados descalzos y
    harapientos, armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde
    viajaban su mujer y sus siete hijas. Más tarde llegaron otras dos
    carretas con los muebles, los baúles y los utensilios domésticos. Instaló
    la familia en el Hotel de Jacob, mientras conseguía una casa, y volvió
    a abrir el despacho protegido por los soldados. Los fundadores de
    Macondo, resueltos a expulsar a los invasores, fueron can sus hijas
    mayores a ponerse a disposición de José Arcadio Buendía. Pera él se
    opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote había vuelto con
    su mujer y sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros
    delante de su familia. Así que decidió arreglar la situación por las
    buenas.

    Aureliano lo acompañó. Ya para entonces había empezado a cultivar
    el bigote negro de puntas engomadas, y tenía la voz un poco
    estentórea que había de caracterizarlo en la guerra. Desarmados, sin
    hacer caso de la guardia, entraron al despacho del corregidor. Don
    Apolinar Moscote no perdió la serenidad. Les presentó a dos de sus
    hijas que se encontraban allí por casualidad: Amparo, de dieciséis
    años, morena como su madre, y Remedios, de apenas nueve años,
    una preciosa niña can piel de lirio y ojos verdes. Eran graciosas y
    bien educadas. Tan pronto como ellos entraron, antes de ser
    presentadas, les acercaron sillas para que se sentaran. Pera ambas
    permanecieron de pie.

    -Muy bien, amigo -dijo José Arcadio Buendía-, usted se queda aquí,
    pero no porque tenga en la puerta esos bandoleros de trabuco, sino
    por consideración a su señora esposa y a sus hijas.

    Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio Buendía no
    le dio tiempo de replicar. «Sólo le ponemos dos condiciones
    -agregó-. La primera: que cada quien pinta su casa del color que le dé
    la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le
    garantizamos el orden.»
    El corregidor levantó la mano derecha con
    todas los dedos extendidos.

    -¿Palabra de honor?

    -Palabra de enemigo -dijo José Arcadio Buendía. Y añadió en un
    tono amargo-: Porque una cosa le quiero decir: usted y yo seguimos
    siendo enemigos.


    Esa misma tarde se fueron los soldados. Pocos días después José
    Arcadio Buendía le consiguió una casa a la familia del corregidor. Todo
    el mundo quedó en paz, menos Aureliano. La imagen de Remedios, la
    hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija
    suya, le quedó doliendo en alguna parte del cuerpo. Era una sensación
    física que casi le molestaba para caminar, como una piedrecita en el zapato.


    FIN DE III


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    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014) - Página 2 Empty Re: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927-2014)

    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Lun 26 Abr 2021, 13:53

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927 - 2014 )

    2.- CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

    IV.


    La casa nueva, blanca como una paloma, fue estrenada
    con un baile. Úrsula había concebido aquella idea desde
    la tarde en que vio a Rebeca y Amaranta convertidas en
    adolescentes, y casi puede decirse que el principal motivo
    de la construcción fue el deseo de procurar a las muchachas
    un lugar digno donde recibir las visitas. Para que nada
    restara esplendor a ese propósito, trabajó coma un galeote
    mientras se ejecutaban las reformas, de modo que antes de
    que estuvieran terminadas había encargado costosas
    menesteres para la decoración y el servicio, y el invento
    maravilloso que había de suscitar el asombro del pueblo y el
    júbilo de la juventud: la pianola. La llevaron a pedazos,
    empacada en varios cajones que fueron descargados junto
    con los muebles vieneses, la cristalería de Bohemia, la vajilla
    de la Compañía de las Indias, los manteles de Holanda y una
    rica variedad de lámparas y palmatorias, y floreros, paramentos
    y tapices. La casa importadora envió por su cuenta un experto
    italiano, Pietro Crespi, para que armara y afinara la pianola,
    instruyera a los compradores en su manejo y las enseñara a bailar
    la música de moda impresa en seis rollos de papel.

    Pietro Crespi era joven y rubio, el hombre más hermoso y mejor
    educado que se había visto en Macondo, tan escrupuloso en el
    vestir que a pesar del calor sofocante trabajaba con la almilla
    brocada y el grueso saca de paño oscuro. Empapado en sudor,
    guardando una distancia reverente con los dueños de la casa,
    estuvo varias semanas encerrado en la sala, con una
    consagración similar a la de Aureliano en su taller de orfebre.
    Una mañana, sin abrir la puerta, sin convocar a ningún testigo
    del milagro, colocó el primer rollo en la pianola, y el martilleo
    atormentador y el estrépito constante de los listones de madera
    cesaron en un silencio de asombro, ante el orden y la limpieza
    de la música. Todos se precipitaron a la sala. José Arcadio
    Buendía pareció fulminado no por la belleza de la melodía, sino
    por el tecleo autónomo de la pianola, e instaló en la sala la
    cámara de Melquíades con la esperanza de obtener el
    daguerrotipo del ejecutante invisible. Ese día el italiano
    almorzó con ellos. Rebeca y Amaranta, sirviendo la mesa, se
    intimidaron con la fluidez con que manejaba los cubiertos aquel
    hombre angélico de manos pálidas y sin anillos. En la sala de
    estar, contigua a la sala de visita, Pietro Crespi las enseñó a
    bailar. Les indicaba los pasos sin tocarlas, marcando el compás
    con un metrónomo, bajo la amable vigilancia de Úrsula, que no
    abandonó la sala un solo instante mientras sus hijas recibían
    las lecciones. Pietro Crespi llevaba en esos días unos pantalones
    especiales, muy flexibles y ajustados, y unas zapatillas de baile.
    «No tienes por qué preocuparte tanto -le decía José
    Arcadio Buendía a su mujer-. Este hombre es marica.»
    Pero
    ella no desistió de la vigilancia mientras no terminó el aprendizaje
    y el italiano se marchó de Macondo. Entonces empezó la
    organización de la fiesta. Úrsula hizo una lista severa de los
    invitados, en la cual los únicos escogidos fueron los
    descendientes de los fundadores, salvo la familia de Pilar Ternera,
    que ya había tenido otros dos hijos de padres desconocidos. Era
    en realidad una selección de clase, sólo que determinada por
    sentimientos de amistad, pues los favorecidos no sólo eran los
    más antiguos allegados a la casa de José Arcadio Buendía desde
    antes de emprender el éxodo que culminó con la fundación de
    Macondo, sino que sus hijos y nietos eran los compañeros
    habituales de Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sus hijas eran
    las únicas que visitaban la casa para bordar con Rebeca
    y Amaranta. Don Apolinar Moscote, el gobernante benévolo
    cuya actuación se reducía a sostener con sus escasos recursos a
    dos policías armados con bolillos de palo, era una autoridad
    ornamental. Para sobrellevar los gastos domésticos, sus hijas
    abrieron un taller de costura, donde lo mismo hacían flores de
    fieltro que bocadillos de guayaba y esquelas de amor por encargo.
    Pero a pesar de ser recatadas y serviciales, las más bellas del
    pueblo y las más diestras en los bailes nuevos, no consiguieron que
    se les tomara en cuenta para la fiesta.

    Mientras Úrsula y las muchachas desempacaban muebles, pulían
    las vajillas y colgaban cuadros de doncellas en barcas cargadas
    de rosas, infundiendo un soplo de vida nueva a los espacios
    pelados que construyeron los albañiles, José Arcadio Buendía
    renunció a la persecución de la imagen de Dios, convencido de
    su inexistencia, y destripó la pianola para descifrar su magia
    secreta. Dos días antes de la fiesta, empantanado en un reguero
    de clavijas y martinetes sobrantes, chapuceando entre un
    enredijo de cuerdas que desenrollaba por un extremo y se volvían
    a enrollar por el otro, consiguió malcomponer el instrumento. Nunca
    hubo tantos sobresaltos y correndillas como en aquellos días, pero
    las nuevas lámparas de alquitrán se encendieron
    en la fecha y a la hora previstas. La casa se abrió, todavía olorosa
    a resinas y a cal húmeda, y los hijos y nietos de los fundadores
    conocieron el corredor de los helechos y las begonias, los
    aposentos silenciosos, el jardín saturado por la fragancia de las
    rosas, y se reunieron en la sala de visita frente al invento
    desconocido que había sido cubierto con una sábana blanca.
    Quienes conocían el pianoforte, popular en otras poblaciones de
    la ciénaga, se sintieron un poco descorazonados, pero más
    amarga fue la desilusión de Úrsula cuando colocó el primer rollo
    para que Amaranta y Rebeca abrieran el baile, y el mecanismo no
    funcionó. Melquíades, ya casi ciego, desmigajándose de decrepitud,
    recurrió a las artes de su antiquísima sabiduría para tratar de
    componerlo. Al fin José Arcadio Buendía logró mover por
    equivocación un dispositivo atascado, y la música salió primero
    apeando contra las cuerdas puestas sin orden ni concierto y
    templadas con temeridad, los martinetes se desquiciaron. Pero
    los porfiados descendientes de los veintiún intrépidos que
    desentrañaron la sierra buscando el mar por el Occidente,
    eludieron los escollos del trastrueque melódico, y el baile
    se prolongó hasta el amanecer.
    CONT.


    Última edición por Pascual Lopez Sanchez el Dom 02 Mayo 2021, 01:49, editado 2 veces


    _________________
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