DON GABRIEL GARCÍA Y TASSARA (1817 - 1875 ).
FTE.- BVMC.
AUTOR: RICARDO GULLÓN
"TASSARA, DUQUE DE EUROPA". CONT.
4. LOS TEMAS
El autor de Un diablo más ocupó un hueco, un vacío, en el panorama del romanticismo español. Pues este poeta, que no emigró, que vivió su juventud dentro de las fronteras de la patria, es quien con más fuerza expresó angustia por los dolores de Europa; tenía alma de europeo, capaz de estremecimiento y duelo por las convulsiones política s y sociales extrapeninsulares, que no sabía si considerar como etapa de transición, fácilmente superable, o como momento último de una civilización y acaso de una cultura.
Examinando sus temas favoritos adviértese que las composiciones más importantes son las debidas a las preocupaciones religiosas y políticas y las inspiradas por la hermosura o la grandiosidad de la naturaleza. En el primer grupo inclúyense las tituladas: La noche, Dios, Meditación religiosa, La fiebre, Las Cruzadas, Canto bíblico, El Cristianismo —147→ e Himno al Mesías. En el tercero deben citarse: el soneto Al Sol, en sus dos versiones; Himno al Sol, Monotonía, El crepúsculo, En el campo, La tempestad, El aquilón, El día de otoño, A Laura, La entrada del invierno, Andalucía y el soneto Cumbres de Guadarrama y de Fuenfría. En el apartado de las poesías políticas, que es el más extenso e importante, contaremos Venecia: Napoleón en Santa Helena, Al convenio de Vergara, Al Ejército español, A la guerra de Oriente, A Roma, La Historia, A Napoleón, A la Reina Doña Isabel II, El Alcázar de Sevilla, A Mirabeau, A Quintana, A Don Antonio Ros de Olano, el importante poema de gran aliento, Un diablo más, y aún pudieran incluirse sin violencia el soneto Al natalicio de Cervantes y la epístola que desde Ginebra dirigió a Carolina Coronado.
Contrasta esta riqueza con las escasas rimas -alguna de gran calidad- que en él suscitó el tema erótico, que en rigor no pasan de cuatro poemas-: A Justa, El ramo de flores, A Elvira y el soneto A la Rosa, pues trozos como El oso y El descote, por el tono humorístico, por la intención epigramática, son la antítesis de toda poesía amorosa. Para cantar la amistad halló clásicos acentos en su poema A Fray Manuel Sotelo.
Mas, en cuanto lirismo sea susurro de una palabra entrañable, permitir que el corazón cante libremente sus nostalgias, inquietudes, esperanzas difíciles, creo es en La fiebre y La noche donde fue Tassara plenamente lírico; sus versos A Salvador y el poema El fantasma parecen asimismo escritos en un momento de juvenil y personalísimo transporte.
Este somero repaso a los temas del sevillano -limitándome a las composiciones recogidas en volumen, bien en el de Poesías, bien en la Corona en su honor- confirma lo escrito a propósito de su genio peculiar, eminentemente votado a la expresión de sentimientos religiosos y político-sociales, desarrollados con mayor grandilocuencia de la que conviene a la poesía, tanto más pura cuanto más desnuda. Esto es en parte consecuencia de que, según el diagnóstico de D. Marcelino Menéndez Pelayo, "«la entonación en sus —148→ cantos es siempre vigorosa y varonil, altas las ideas, y robusta hasta con exceso la expresión»". De reciedumbre excesiva adolecen estos poemas, y por eso sólo en algún excepcional momento de debilidad brotaron de su corazón quejas íntimas, agua desbordada de la secreta corriente de una emoción hasta entonces contenida.
Sorprende que hasta el final de su vida no cuidara el poeta de recoger personalmente -hay dos ediciones anteriores hechas en Hispanoamérica- sus poesías. Quizás la soledad, el saberse superviviente de otra época, casi desconocido, le llevó a rememorar, supliendo así la desidia, la rara indiferencia de los días juveniles hacia el libro que consagra. Nada tan conmovedor como los ecos de esa vieja canción de juventud escuchada cuando la vida, exhausta casi, nota de pronto que en ella sólo resta una inexorable certidumbre de acabamiento.
En ese instante, cuando Tassara se percata de que no valen voluntad y esfuerzo para torcer el rumbo del destino, que por tantos años le apartó de la poesía; en ese momento, digo, sin explicación lógica posible, remonta una esperanza que ha germinado insólita en la penumbra de los recuerdos distantes -por una suerte de milagro, trocados con los más cercanos-; escucha con el corazón la añeja melodía, la que nunca cesó de sonar, aunque tantas veces el retemblante galope de la sangre impidiera oírle, y a un cuarto de siglo de distancia reanuda la tarea, cantando:
Como en los bellos días
Del tiempo que pasó.
Y los vientos de ocaso al agitar las cuerdas de su lira, arrancan notas semejantes a las de veinte años atrás. Pertenece a la familia de nuestros grandes pesimistas: de un Quevedo, de un Mateo Alemán; la madurez y las ilusiones perdidas, la crisis provocada por la falta de comprensión para su labor en Estados Unidos, afirmaron, endurecieron, esta severa inclinación de su carácter.
Salvadas las distancias que en diversos órdenes le separan de aquellos clásicos, su pesimismo resulta menos hondo; —149→ es consecuencia en mucha parte de influencias externas, de la afectada preocupación de Donoso Cortés, que veía el mundo presa de todos los demonios o revoluciones que se sucedían ante sus ojos. Y aunque afectados, no será fácil hallar versos más desolados que los que concluyen el poema A Dante:
El hombre ¡padre Dante! desespera,
Dobla la sien en la doliente mano,
Y abandona el timón a la onda fiera,
No inquiere ya el arcano. No hay arcano.
No pide ya venganza. No hay venganza.
No hay más que el himno del dolor humano
Y el sempiterno adiós a la esperanza.
El pesimismo salva a Tassara de otras enfermedades del siglo, de aquellas dolencias que Jorge Sand catalogó con diestra mano señalándolas como distintivos comunes, la contagiosidad y la casi cierta mortandad. Así, no conoce la melancolía, vertido como está en la acción política y periodística primero, en el servicio diplomático después; en realidad, le falta tiempo para estar convencionalmente melancólico. Y por ahí resulta temperado su pesimismo, ya disminuido por el influjo de la fe religiosa; fe en que, sin perjuicio de la sinceridad del sentimiento, de su, en ocasiones, patética exaltación, palpita a trechos la duda. Ésa es la causa de su pavor ante un mundo corrompido, en el cual los valores morales, las seguridades y los asideros permanentes, parecen desprovistos de signo positivo.
Las humanas grandezas se presentan al poeta con el escaso atractivo que para el radiólogo tiene un pecho bello, pero enfermo; su vista adéntrase en el núcleo herido, fijándose en el germen de corrupción que ha de devorarlas. En cuanto al presente del mundo donde habita y de los hombres que le rodean, su pensamiento es desolador; las reservas de su corazón, la esperanza en él cobijada, constituyen la lumbre que esclarece el inseguro porvenir, el mañana eterno de las almas. Oigámosle cantar primero:
—150→
Mis ojos tiendo con horror de muerte
Sobre esta Europa cuyo sol se apaga:
Su corazón es una inmensa llaga,
Podredumbre, ruina, liviandad:
Y en esta grey de incrédulas naciones
Que entre la duda y el terror se agita,
Ni una esperanza de virtud palpita,
Ni se siente un impulso de piedad.
No es de ahora el temor a que entre las luchas y convulsiones de los tiempos perezca Europa, a la que Tassara cuenta entre los muertos, dando ocasión con esta y otras descompasadas profecías a que algunos, como Fitzmaurice-Kelly, pensaran que su fama padeció bastante "«a causa del mentís que los sucesos dieron a todos sus augurios políticos»". En el mismo poema, cuya es la octava transcrita, frente al mundo tempestuoso de la realidad alza su visión ideal: una cósmica placidez en que hombre, mar, tierra y elementos todos, ceden y se armonizan ante la majestad del Creador. Vale la pena de comparar:
¿No oís? ¿No oís? Los cánticos se elevan,
El corazón se exhala en blando incienso:
La aureola de nubes del Inmenso
Torna la sien del hombre a iluminar:
En paz y amor regenerado el mundo
Del Hacedor las maravillas canta,
Y al prodigio del canto se levanta
La tierra absorta, palpitante el mar.
La estructura de ambas octavas es sustancialmente idéntica, no sólo en la técnica bermudina con los finales agudos en los versos cuatro y ocho de cada una, sino en la misma forma de desarrollar las ideas antitéticas que las componen, describiendo sendos espectáculos de horror y júbilo, apurados en la sucesión de la estrofa hasta sus respectivos ápices de negación absoluta o, por el contrario, de suma felicidad.
—151→
Témplase, pues, su dolor por el frenético remolino de la realidad, con la viva esperanza de un mundo nuevo, de un supremo concierto de todo lo existente, que debe ser cantado con preferencia a cualquier otro motivo. Por eso la musa del poeta no será la del Olimpo, ni la de Roma o el dorado Oriente, sino, por ley de inexcusable necesidad, la que viene hoy del hombre a consolar el llanto, la voz sobrehumana que convoca a las almas para su salvación.
Que la duda prende en ella se comprueba en el angustiado final del poema A la noche, donde pelea Tassara con sus rebeldes pensamientos que le arrastran
Como a ramo tronchado inquietos vientos,
pues no es fácil domeñar a esos buitres carniceros: la negación y la duda. Clama a Dios pidiéndole se muestre y los acalle de modo sempiterno, para que la tremenda incógnita se desvele y sepa el alma:
Que para ella no hay muerte. Rodeadme,
Visiones de otros mundos, y decidme
Que es algo más la eternidad que un nombre,
Que hay algo de inmortal y que es el hombre.
Este contrapunto de angustia unamunesca infunde a su poesía belleza y verdad. Aquí, el pobre ser desvalido, que es el hombre, padece terror a lo desconocido, miedo ancestral al más allá, y demanda a la divinidad una certeza suficiente para su muerte y para su vida, esa vida, burlesco don que le arranca el apóstrofe, la conturbada queja: ¡Vivir para morir! Cuanto haya de sendero en ese vivir -La tierra, de otro mundo es el camino, dice en su soneto- sólo se justifica si tras la muerte existe una verdad eterna. Esa viril preocupación llena muchos versos de Tassara, apartándole de frívolas y vulgares caídas.
Para ver cuán diferente es una poesía donde la fe surja sencilla, confiada y sin interrogantes, compárese la de Tassara con la de Carolina Coronado (con las estrofas de —152→ la Cantiga tercera de El amor de los amores, por ejemplo), palpitante y conmovedora en su seguridad de que nunca contemplará con terrenal mirada a quien carece de forma y de presencia humanas, pero capaz de reconocerle en la suavísima dulzura, regalo de su alma y esperanza de que su puro amor obtendrá algún día la recompensa prometida. Y cuando, en otro poema, el vate del Sur canta la excelencia de una fe límpida y absoluta, de una fe del corazón que disipe pesadillas y duras quimeras, es que halló la respuesta decisiva, y el mar, la noche, el rayo, el sol, hablaron a su modo al corazón atormentado; panteísmo acaso, pero expresión sincera de un alma conocedora de la propia congoja. Su religiosidad se ampara con preferencia en el Dios del Antiguo Testamento, que en. el trueno deja oír su voz y transita los cielos en carro de arrebatadas nubes; la figura de Cristo es casi ajena a su poesía, a su sentimiento religioso, pues si aludida en algún lugar, como en el soneto Al Cristianismo, no se yergue con la tensión que el Canto bíblico, enderezado al omnipotente Señor en cuya mano está el alivio de la miseria y el sufrimiento del mundo. En estos últimos versos las imprecaciones del desolado espectador se confunden con los ruegos del creyente.
Es difícil resignarse a morir. Hay un contraste netamente romántico entre la vida que se maldice y la esperanza de que se transforme en manantial de imprecisa ventura. Buen paradigma es éste:
Yo en este lecho me revuelco ahora,
Yo maldigo mi lúgubre existencia,
Y ¡oh, si no hubiese en mi letal demencia
Dulce esperanza de vivir y amar!
Tras la existencia lúgubre y la letal demencia, la dulce esperanza. Y un poco más allá dos buenos versos, interesantes porque la pregunta que formulan, lejos de ser personal, la repiten los labios de toda una generación:
¿Quién alcanza esta sangre tan ardiente
En este ardiente corazón a helar?
—153→
¡Cuánta sinceridad en esta cuestión que se plantea Tassara! Y así, humanamente aterrorizado, considera a la muerte como desesperada, horrible necesidad del ser, lamentando con elocuente verbo que al mísero mortal le obligue el hado cruel a amar esta vida, esta inmensa carga para las flacas fuerzas del hombre.
El pensamiento de la muerte -así lo confiesa- preside sus horas, no para transirlas de suave conformidad, sino de rabia literalmente aparecida en la octava final de La fiebre, donde clama contra el destino:
Y no que estoy con rabia contemplando,
Desde el profundo abismo de mi suerte,
El triste pensamiento de la muerte
Las horas de mi vida presidir.
Si es lo que suena mi tremenda hora,
Llevaré hasta la tumba mi deseo.
¡Crepúsculo oriental! Yo no te veo,
Ya para mí no hay sol... Esto es morir.
Esta actitud frente a la muerte es compatible con su religiosidad, y el citado poema, correspondiente al grupo de inspiración religiosa, muestra otra vez la lealtad -y el énfasis- con que Tassara refleja en el verso lo radical de sus preocupaciones. Entre el amor y la muerte oscila por lo común el pensar humano; en él, no, que sólo la muerte basta para henchir su corazón. Cuanto más descarnada e iracunda, más vale su poesía, más valiosos acentos brotan de su pluma.
Y nunca, en cualquier circunstancia, aun faltándole la fe, se deja batir por el desaliento. Su idealismo es superior a la realidad, y ante la pereza y el tedio, mejor es el sufrimiento que la indiferencia; preferible la fe que transporta, al desmayado espectro de la inacción conformista, tan triste como la muerte y precursor de ella. Quizás por eso su consejo, invariable puede sintetizarse en este verso:
Al cielo mire el que en la tierra mora,
—154→
y de vez en cuando resurge en su obra la nota confortadora y esperanzada. Como en La tribulación, cuyo final afirma que
Para el hambre y la sed del peregrino
El desierto arenal la palma cría.
De la necesidad íntima, del afán que le traspasa, derívase su convicción de que el retorno a la fe, a la piedad genuina y a las prácticas religiosas, eran imprescindibles para salvar aquella Europa, según él agonizante. Combate, sobre todo, el escepticismo, el helado escepticismo que alza doquier su lívido semblante.
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