Aquella excursión por la hullera duró hasta el atardecer. Mi tío apenas
podía contener la impaciencia que le causaba la horizontalidad de la ruta.
Las tinieblas, que seguían siendo impenetrables a veinte pasos, impedían
calcular la longitud de la galería, y yo comenzaba a creerla interminable
cuando de repente, a las seis, un muro se presentó inopinadamente ante
nosotros. A derecha, a izquierda, por arriba, por abajo: no había ningún
pasaje. Habíamos llegado al fondo de un callejón sin salida.
—¡Tanto mejor! —exclamó mi tío—. Al menos sé a qué atenerme. No
estamos en la ruta de Saknussemm, y sólo nos queda volver atrás.
Tomemos una noche de descanso, y antes de tres días habremos llegado al
punto en que se bifurcan las dos galerías.
—Sí —dije yo—, si tenemos fuerzas.
—¿Y por qué no?
—Porque mañana nos quedaremos sin agua.
—¿Y también te quedarás sin valor? —preguntó el profesor
mirándome con severidad.
No me atreví a responderle.
21
Al día siguiente partimos muy temprano. Había que darse prisa.
Estábamos a cinco días de marcha de la encrucijada.
No insistiré en las penalidades de nuestra vuelta. Mi tío las soportó con
la cólera de un hombre que ya no se siente el más fuerte. Hans, con la
resignación de su naturaleza pacífica; yo, lo confieso, quejándome y
desesperándome: no podía tener ánimo ante aquella mala fortuna.
Como había previsto, el agua se acabó al final del primer día de
marcha. Nuestra provisión líquida se redujo entonces a la ginebra, pero ese
licor infernal quemaba el gaznate, y yo no podía siquiera soportar su vista.
La temperatura me parecía asfixiante. El cansancio me paralizaba. Más de
una vez estuve a punto de caer falto de movimiento; entonces se hacía un
alto y mi tío y el islandés me reconfortaban lo mejor que podían. Pero yo
veía ya que el primero reaccionaba penosamente a la extremada fatiga y
las torturas motivadas por la falta de agua.
Finalmente, el martes 7 de julio, arrastrándonos sobre nuestras rodillas
y manos, llegamos medio muertos al punto de unión de las dos galerías.
Allí permanecí como una masa inerte, tendido sobre el suelo de lava. Eran
las dos de la mañana.
Hans y mi tío, recostados en la pared, trataron de masticar algunos
trozos de galleta. Largos gemidos se escapaban de mis labios tumefactos.
Caí en un profundo sopor.
Al cabo de cierto tiempo, mi tío se acercó a mí y me levantó entre sus
brazos:
—¡Pobre muchacho! —murmuró con verdadero acento de piedad.
Me conmovieron estas palabras, por no estar habituado a las ternuras
del huraño profesor. Cogí sus manos temblorosas entre las mías. Él se dejó
hacer mirándome. Sus ojos estaban húmedos de lágrimas.
cont.
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