Aires de Libertad

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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 26 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:36

    ***


    30
    Al principio no vi nada. Mis ojos desacostumbrados a la luz se
    cerraron bruscamente. Cuando pude abrirlos, quedé todavía más
    estupefacto que maravillado.
    —¡El mar! —exclamé.
    —Sí —respondió mi tío—, el mar Lidenbrock, y quiero creer que
    ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el
    derecho a bautizarlo con mi nombre.
    Una vasta capa de agua, el comienzo de un lago o de un océano, se
    extendía hasta perderse de vista. La orilla, muy recortada, ofrecía a las
    últimas ondulaciones de las olas una arena fina, dorada, sembrada de
    pequeñas conchas donde vivieron los primeros seres de la creación. Las
    olas rompían con ese peculiar murmullo sonoro de los medios cerrados e
    inmensos. Una ligera espuma volaba al soplo de un viento moderado, y
    algunas salpicaduras me llegaban al rostro. En aquella playa ligeramente
    inclinada, a cien toesas aproximadamente del límite de las olas, iban a
    morir contrafuertes enormes de rocas que subían ensanchándose a
    inconmensurable altura. Algunos, desgarrando la costa con su aguda arista,
    formaban cabos y promontorios roídos por el diente de la resaca. Más
    lejos, la mirada seguía su masa con nitidez perfilada en los fondos
    brumosos del horizonte.
    Era un verdadero océano, con el contorno caprichoso de las orillas
    terrestres, pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje.
    Si mis miradas podían pasear a lo lejos por aquel mar era porque una
    luz «especial» iluminaba sus menores detalles. No se trataba de la luz del
    sol, con sus haces resplandecientes y la irradiación espléndida de sus
    rayos, ni la pálida y vaga del astro de las noches, que no es sino una
    reflexión sin calor. No. La intensidad de aquel resplandor, su difusión
    temblorosa, su blancura, su brillo, superior en realidad al de la luna,
    acusaban evidentemente un origen eléctrico. Era como una aurora boreal,
    un fenómeno cósmico continuo que llenaba aquella caverna capaz de
    contener un océano.
    La bóveda suspendida por encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere,
    parecía hecha de grandes nubes, vapores móviles y cambiantes, que por
    efecto de la condensación debían convertirse ciertos días en lluvias
    torrenciales. Habría creído que bajo una presión tan fuerte de la atmósfera
    la evaporación del agua no podía producirse, y, sin embargo, por una razón
    física que se me escapaba, había amplias nubes en el aire. Pero en aquel
    instante «hacía buen tiempo». Las capas eléctricas producían
    sorprendentes juegos de luz sobre las elevadísimas nubes, y a menudo,
    entre dos capas desunidas, un rayo se deslizaba hasta nosotros con notable
    intensidad. Pero, en resumidas cuentas, no era el sol, puesto que su luz
    carecía de calor. El efecto era triste, soberanamente melancólico. En lugar
    de un firmamento brillante de estrellas, sentía por encima de aquellas
    nubes una cúpula de granito que me aplastaba con todo su peso, y aquel
    espacio, por inmenso que fuera, no habría sido suficiente para el paseo del
    menos ambicioso de nuestros satélites.
    Me acordé entonces de la teoría de un capitán inglés
    [15] que
    consideraba la Tierra una vasta atmósfera hueca, en cuyo interior el aire
    era luminoso a consecuencia de su presión, mientras que dos astros, Plutón
    y Proserpina, trazaban por él sus misteriosas órbitas. ¿Sería verdad?
    Estábamos realmente aprisionados en una enorme excavación. No
    podía juzgarse su amplitud, puesto que la orilla iba alargándose hasta
    perderse de vista, ni su longitud, porque la mirada se detenía muy pronto
    en una línea de horizonte algo indecisa. En cuanto a la altura, debía
    sobrepasar varias leguas. La mirada no podía ver dónde se apoyaba aquella
    bóveda sobre sus contrafuertes de granito; pero suspendida en la atmósfera
    había alguna nube, cuya elevación podía estimarse en dos mil toesas,
    altitud superior a la de los vapores terrestres, y debida sin duda a la
    considerable densidad del aire.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 26 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:36

    ***
    Evidentemente, la palabra «caverna» no traduce mi pensamiento para
    pintar aquel inmenso lugar. Pero las palabras de la lengua humana no
    sirven a quien se aventura en los abismos del globo. Además, yo no sabía
    por qué hecho geológico explicar la existencia de semejante excavación.
    ¿Habría podido producirla el enfriamiento del globo? Por los relatos de los
    viajeros conocía de sobra ciertas cavernas célebres, pero ninguna
    presentaba tales dimensiones.
    Aunque la gruta de Guachara, en Colombia, visitada por el señor de
    Humboldt, no había revelado el secreto de su profundidad al sabio, que la
    recorrió durante dos mil quinientos pies, posiblemente no se extendía
    mucho más allá. La inmensa caverna del Mammouth, en Kentucky,
    ofrecía, desde luego, proporciones gigantescas, puesto que su bóveda se
    elevaba a quinientos pies por encima de un lago insondable, y hubo
    viajeros que la recorrieron durante más de diez leguas sin encontrar su
    final. Pero ¿qué eran esas cavidades comparadas con la que yo admiraba
    entonces, con su cielo de vapores, sus irradiaciones eléctricas y un vasto
    mar encerrado entre sus orillas? Mi imaginación se sentía impotente ante
    aquella inmensidad.
    Contemplaba en silencio todas aquellas maravillas. No tenía palabras
    para explicar mis sensaciones. Creía estar asistiendo en algún planeta
    lejano, Urano o Neptuno, a fenómenos de los que mi naturaleza «terrestre»
    no tenía conciencia. Para sensaciones nuevas hacían falta palabras nuevas,
    y mi imaginación no me las proporcionaba. Miraba, pensaba y admiraba
    con una estupefacción mezclada con ciertas dosis de pavor.
    Lo imprevisto de aquel espectáculo había devuelto a mi rostro los
    colores de la salud; estaba tratándome mediante la sorpresa y realizando
    mi curación con esta nueva terapia; además me reanimaba el frescor de un
    aire muy denso, que proporcionaba más oxígeno a mis pulmones.
    No será muy difícil imaginar que, tras un encierro de cuarenta y siete
    días en una estrecha galería, era un goce infinito aspirar aquella brisa
    cargada de húmedas emanaciones salinas.
    Así que no tuve que arrepentirme de haber abandonado mi oscura
    gruta. Mi tío, ya hecho a tales maravillas, no se extrañaba.
    —¿Te encuentras con fuerzas para pasear un poco? —me preguntó.
    —Sí, desde luego —contesté—; nada me resultará más agradable.
    —Pues bien, coge mi brazo, Axel, y sigamos las sinuosidades de la
    orilla.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 26 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:37

    ***


    Acepté con entusiasmo, y comenzamos a bordear aquel nuevo océano.
    A la izquierda, unas rocas abruptas que trepaban unas sobre otras,
    formaban un amontonamiento titánico de efecto prodigioso. Por sus
    flancos corrían innumerables cascadas que fluían en capas límpidas y
    sonoras. Algunos ligeros vapores, saltando de roca en roca, señalaban el
    lugar de las fuentes termales, y unos riachuelos se deslizaban suavemente
    hacia el depósito común, buscando en las pendientes ocasión para
    murmurar de modo más agradable.
    Entre aquellos riachuelos reconocí a nuestro fiel compañero de ruta, el
    Hans-bach, que iba a perderse tranquilamente en el mar, como si no
    hubiera hecho nunca otra cosa desde el comienzo del mundo.
    —Ya no vendrá con nosotros —dije en un suspiro.
    —¡Bah! —respondió el profesor—. Él u otro, ¿qué más da?
    La respuesta me pareció algo ingrata.
    Pero en aquel momento mi atención fue atraída por un espectáculo
    inesperado. A quinientos pasos, al rodear un alto promontorio, apareció
    ante nuestros ojos un bosque alto, tupido, espeso. Estaba formado por
    árboles de mediano tamaño, recortados en una especie de sombrillas
    regulares, de contornos nítidos y geométricos: las corrientes de la
    atmósfera no parecían ejercer ninguna influencia sobre su follaje, y
    permanecían inmóviles en medio de la brisa como un macizo de cedros
    petrificados.
    Apresuré el paso. No podía dar un nombre a aquellas especies
    singulares. ¿Formaban parte de las doscientas mil clases de vegetales
    conocidas hasta entonces, o había que otorgarles un lugar especial en la
    flora de las vegetaciones lacustres? No. Cuando llegamos bajo su umbría,
    mi sorpresa quedó por debajo de mi admiración.
    En efecto, me encontraba en presencia de productos de la tierra, pero
    cortados por un patrón gigantesco. Mi tío los llamó inmediatamente por su
    nombre.
    —Esto no es más que un bosque de hongos —dijo.
    Y no se equivocaba. Júzguese el desarrollo adquirido por estas plantas
    propias de los medios cálidos y húmedos. Sabía que, según Bulliard, el
    «lycoperdon giganteum» alcanza de ocho a nueve pies de circunferencia;
    pero aquí se trataba de hongos blancos, de una altura de treinta a cuarenta
    pies, con un casquete de un diámetro igual. Los había a millares. La luz no
    conseguía atravesar su espesa sombra, y una oscuridad completa reinaba
    bajo aquellas cúpulas, yuxtapuestas como los techos redondos de una
    ciudad africana.
    Sin embargo quise avanzar. Un frío mortal bajaba de aquellas bóvedas
    carnosas. Durante una media hora vagamos por aquellas húmedas
    tinieblas, y sentí verdadero bienestar cuando volví a encontrarme en la
    orilla del agua.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 26 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:38

    ***

    Pero la vegetación de esta comarca subterránea no se limitaba a
    aquellos hongos. Más lejos se elevaba en grupos un gran número de otros
    árboles de follaje descolorido. Eran fáciles de reconocer: se trataba de los
    humildes arbustos de la Tierra, pero con dimensiones fenomenales,
    licopodios de cien pies de altura, sigilarias gigantes, helechos
    arborescentes, grandes como los abetos de las altas latitudes,
    lepidodendros de tallos cilíndricos bifurcados, rematados por largas hojas
    erizadas de rudos pelos como monstruosas plantas carnosas.
    —¡Sorprendente, magnífico, espléndido! —exclamó mi tío—. Ahí
    tienes la flora de la segunda época del mundo, de la época de transición.
    Ahí tienes a las humildes plantas de nuestros jardines que, en los primeros
    siglos del globo, se hacían árboles. ¡Mira, Axel, y admira! Jamás botánico
    alguno se ha encontrado con una fiesta semejante.
    —Tiene usted razón, tío. La Providencia parece haber querido
    conservar en este inmenso invernadero esas plantas antediluvianas que la
    sagacidad de los sabios ha reconstruido con tanto acierto.
    —Dices bien, muchacho, es un invernadero; pero mejor harías
    añadiendo que puede ser un zoológico.
    —¡Un zoológico!
    —Sin duda. ¿Ves este polvo que pisamos, estos huesos esparcidos por
    el suelo?
    —¡Osamentas! —exclamé—. ¡Sí, osamentas de animales
    antediluvianos!
    Me había precipitado sobre aquellos restos seculares hechos de una
    sustancia mineral indestructible
    [16]
    . Sin vacilar iba dando su nombre a
    aquellos huesos gigantescos que parecían troncos de árboles disecados.
    —Eso es la mandíbula inferior de un mastodonte —decía—; y ésos los
    molares del dinoterio; y ahí un fémur que no puede haber pertenecido más
    que al mayor de estos animales, al megaterio. Sí, esto es un zoológico,
    porque, desde luego, esas osamentas no han sido transportadas aquí por un
    cataclismo. Los animales a los que pertenecen vivieron en las orillas de
    este mar subterráneo, a la sombra de estas plantas arborescentes. Mire, veo
    esqueletos enteros. Y sin embargo…
    —¿Y sin embargo…? —dijo mi tío.
    —No comprendo la presencia de semejantes cuadrúpedos en esta
    caverna de granito.
    —¿Por qué?
    —Porque la vida animal sólo ha existido sobre la Tierra en los
    períodos secundarios, cuando el terreno sedimentario se formó gracias a
    los aluviones, y reemplazó a las rocas incandescentes de la época
    primitiva.
    —Bueno, Axel, hay una respuesta muy simple que dar a tu objeción, y
    es que este terreno es un terreno sedimentario.
    —¡Cómo! ¿A semejante profundidad por debajo de la superficie de la
    Tierra?
    —Sin duda, y este hecho puede explicarse geológicamente. En cierta
    época la Tierra no estaba formada más que de una corteza elástica,
    sometida a movimientos alternativos de arriba y de abajo, en virtud de las
    leyes de atracción. Es probable que se hayan producido hundimientos del
    suelo, y que una parte de los terrenos sedimentarios haya sido arrastrada al
    fondo de abismos abiertos de forma súbita.
    —Así debe ser. Pero si en estas regiones subterráneas han vivido
    animales antediluvianos, ¿quién nos dice que uno de esos monstruos no
    vaga todavía en medio de esos bosques sombríos o detrás de esas rocas
    escarpadas?


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 26 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:40

    ***

    Ante esta idea, no sin terror, escudriñé los diversos puntos del
    horizonte; pero ningún ser viviente aparecía en aquellas orillas desiertas.
    Estaba algo cansado. Fui a sentarme entonces en el extremo de un
    promontorio a cuyo pie iban a romperse con estrépito las olas. Desde allí
    mi mirada abarcaba toda aquella bahía formada por una escotadura de la
    costa. Al fondo se encontraba un pequeño puerto entre unas rocas
    piramidales. Sus aguas tranquilas dormían al abrigo del viento. Fácilmente
    podrían haber anclado en ella un brick y dos o tres goletas. Casi esperaba
    ver algún navío salir con las velas desplegadas y avanzar mar adentro bajo
    la brisa del sur.
    Pero esta ilusión se disipó rápidamente. Éramos las únicas criaturas
    vivas en aquel mundo subterráneo. En algunos momentos de calma del
    viento, un silencio más profundo que los silencios del desierto descendía
    sobre las rocas áridas y pesaba en la superficie del océano. Yo trataba
    entonces de penetrar las lejanas brumas, de desgarrar aquella cortina
    arrojada sobre el fondo misterioso del horizonte. ¿Qué preguntas se
    agolpaban en mis labios? ¿Dónde acababa aquel mar? ¿Adónde conducía?
    ¿Podríamos reconocer alguna vez las orillas opuestas?
    Mi tío no parecía dudarlo. En cuanto a mí, lo deseaba y lo temía a la
    vez.
    Tras haber pasado una hora en la contemplación de aquel maravilloso
    espectáculo, volvimos a tomar el camino de la playa para regresar a la
    gruta, y me dormí con un sueño profundo bajo el imperio de los más
    extraños pensamiento





    31



    Al día siguiente me desperté completamente curado. Pensaba que un
    baño me resultaría muy saludable, y fui a zambullirme durante algunos
    minutos en las aguas de aquel Mediterráneo. A buen seguro que merecía
    este nombre más que cualquier otro.
    Volví a desayunar con buen apetito. Hans se encargaba de cocinar
    nuestro pequeño menú; tenía agua y fuego a su disposición, de suerte que
    pudo variar algo nuestra comida de siempre. A los postres, nos sirvió unas
    tazas de café, y jamás me pareció de tan agradable sabor ese delicioso
    brebaje.
    —Ahora ha subido la marea —dijo mi tío—, y no hay que dejar pasar
    la ocasión de estudiar este fenómeno.
    —¿Cómo? ¿La marea? —exclamé.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 26 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:40

    ***


    —Desde luego.
    —¿La influencia de la luna y del sol se deja sentir aquí?
    —¿Por qué no? ¿No están sometidos los cuerpos en su conjunto a la
    atracción universal? Esta masa de agua no puede escapar, por tanto, a esa
    ley general. Por eso, a pesar de la presión atmosférica que se ejerce en su
    superficie, la verás subir como si fuera el mismo Atlántico.
    En aquel momento pisábamos la arena de la orilla, y las olas ganaban
    poco a poco la playa.
    —Ya está empezando el oleaje —exclamé.
    —Sí, Axel, y por esos regueros de espuma, puedes ver que el mar sube
    aproximadamente una decena de pies.
    —¡Es maravilloso!
    —No, es natural.
    —Tiene usted razón, tío, todo esto me parece extraordinario, y apenas
    si creo lo que ven mis ojos. ¿Quién hubiera imaginado bajo la corteza
    terrestre un océano verdadero, con sus flujos y reflujos, con sus brisas, con
    sus tempestades?
    —¿Por qué no? ¿Hay alguna razón física que se oponga a ello?
    —No la veo, desde el momento en que hay que abandonar la teoría del
    calor central.
    —Así pues, hasta aquí la teoría de Davy ¿se encuentra justificada?
    —Evidentemente, y a partir de ella nada contradice la existencia de los
    mares y de continentes en el interior del globo.
    —Sin duda, pero deshabitados.
    —Bueno, ¿por qué estas aguas no habían de dar asilo a peces de una
    especie desconocida?
    —En cualquier caso, hasta ahora no hemos visto ni uno.
    —Bueno, podemos fabricar cañas y ver si el anzuelo tiene tanto éxito
    aquí abajo como en los océanos sublunares.
    —Lo intentaremos, Axel, porque hay que descubrir todos los secretos
    de estas nuevas regiones.
    —Pero ¿dónde estamos, tío? Porque todavía no le he planteado las
    preguntas a las que deben contestar sus instrumentos.
    —Horizontalmente, a trescientas cincuenta leguas de Islandia.
    —¿Tanto?
    —Estoy seguro de no equivocarme en más de quinientas toesas.
    —¿Y la brújula sigue indicando el sureste?
    —Sí, con una inclinación occidental de diecinueve grados y cuarenta y
    dos minutos, igual que en tierra. Por su inclinación, se produce un hecho
    curioso que he observado con el mayor cuidado.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 26 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:41

    ***

    —¿Cuál?
    —Que la aguja, en lugar de inclinarse hacia el polo, como hace en el
    hemisferio boreal, se vuelve al polo contrario.
    —Por tanto hay que deducir que el punto de atracción magnética se
    encuentra comprendido entre la superficie del globo y el lugar que hemos
    alcanzado.
    —Precisamente, y es probable que si llegamos a las regiones polares,
    hacia esos setenta grados en que James Ross descubrió el polo magnético,
    veamos que la aguja se alza verticalmente. Así pues, este misterioso
    centro de atracción no se encuentra situado a gran profundidad.
    —En efecto, y ése es un hecho que la ciencia no ha sospechado.
    —La ciencia, muchacho, está hecha de errores, pero de errores que
    conviene cometer, porque llevan poco a poco a la verdad.
    —¿Y a qué profundidad estamos?
    —A una profundidad de treinta y cinco leguas.
    —O sea —dije yo mirando el mapa—, que la parte montañosa de
    Escocia está encima de nosotros, y, en ella, los montes Grampianos elevan
    a una altura prodigiosa su cima cubierta de nieve.
    —Sí —respondió el profesor riendo—. Es un poco duro de admitir,
    pero la bóveda es sólida; el gran arquitecto del universo la construyó con
    buenos materiales, y el hombre jamás hubiera podido darle semejante
    dimensión. ¿Qué son los ojos de los puentes y las arcadas de las catedrales
    al lado de esta nave de un radio de tres leguas, bajo la que pueden
    desarrollarse a sus anchas un océano y sus tempestades?
    —No hay temor de que el cielo caiga sobre mi cabeza. Ahora, tío,
    ¿cuáles son sus proyectos? ¿No piensa volver a la superficie del globo?
    —¡Volver! Vaya. Al contrario, continuaremos nuestro viaje, puesto que
    hasta ahora todo ha ido tan bien.
    —Sin embargo, no veo cómo vamos a penetrar bajo esa llanura
    líquida.
    —No pretendo tirarme a ella de cabeza. Pero si los océanos no son,
    propiamente hablando, más que lagos, puesto que están rodeados de tierra,
    con mayor motivo este mar interior se encuentra delimitado por un macizo
    granítico.
    —No hay duda.
    —Pues bien, estoy seguro de encontrar en la orilla opuesta nuevas
    salidas.
    —¿Qué longitud cree que tiene este océano?
    —Treinta o cuarenta leguas.
    —¡Ah! —dije, sospechando que tal estimación podía ser muy inexacta.
    —Así que no tenemos tiempo que perder, y mañana nos haremos a la
    mar.
    Involuntariamente buscaba con la mirada el navío que debía
    transportarnos.
    —¡Ah! O sea que embarcaremos. Bien. ¿Y en qué navío tomaremos
    pasaje?
    —No será sobre un navío, muchacho, sino sobre una buena y sólida
    balsa.
    —¡Una balsa! —exclamé—. Una balsa es tan imposible de construir
    como un navío, y no veo…
    —Tú no ves, Axel, pero si escuchases, podrías oír.
    —¿Oír?
    —Sí, ciertos martillazos que te informarían de que Hans ya está manos
    a la obra.
    —¿Construye una balsa?
    —Sí.
    —¡Cómo! ¿Ya ha cortado varios árboles con el hacha?
    —No, los árboles estaban ya cortados. Ven, y le verás trabajando.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 26 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:43

    ***

    Tras un cuarto de hora de marcha, al otro lado del promontorio que
    formaba el pequeño puerto natural, vi a Hans trabajando. Con unos pocos
    pasos más llegué a su lado. Para mi gran sorpresa, sobre la arena había una
    balsa medio acabada; estaba hecha de vigas de una madera particular, y un
    gran número de maderos, de curvas y de cuadernas de toda especie,
    alfombraban literalmente el suelo. Había material suficiente para construir
    toda una flota.
    —Tío —exclamé—, ¿qué madera es ésta?
    —Es pino, abeto, cedro, todas las especies de las coníferas del norte,
    mineralizadas por la acción de las aguas del mar.
    —¿Es posible?
    —Es lo que se llama un surtarbrandur o madera fósil.
    —Pero entonces, como pasa con los lignitos, debe tener la dureza de la
    piedra y no podrá flotar.
    —A veces ocurre eso; hay maderas que se han convertido en auténticas
    antracitas; pero otras, como éstas, sólo han sufrido un comienzo de
    transformación fósil. Mira —añadió mi tío tirando al mar uno de aquellos
    preciosos restos.
    Tras haber desaparecido, el trozo de madera volvió a la superficie de
    las olas y osciló con sus ondulaciones.
    —¿Estás convencido? —preguntó mi tío.
    —Convencido; sobre todo de que es increíble.
    Al día siguiente por la tarde, gracias a la habilidad del guía, la balsa
    estaba terminada; tenía seis pies de longitud por cinco de ancho; los
    maderos de surtarbrandur, atados entre sí por fuertes cuerdas, ofrecían
    una superficie sólida y, una vez botada, aquella improvisada embarcación
    flotó apaciblemente sobre las aguas del mar de Lidenbrock.




    32



    El 13 de agosto nos despertamos temprano. Se trataba de inaugurar un
    nuevo género de locomoción rápida y poco fatigosa.
    Un mástil fabricado de dos palos unidos, una verga formada por un
    tercero y una vela hecha con nuestras mantas, componían el aparejo de la
    balsa.
    No faltaban las cuerdas y el conjunto era sólido.
    A las seis, el profesor dio la señal de embarque. Los víveres, los
    bultos, los instrumentos, las armas y una notable cantidad de agua dulce
    recogida en las rocas ya estaban en su sitio.
    Hans había montado una caña que le permitía dirigir su aparato
    flotante. Se puso al timón. Yo solté la amarra que nos sujetaba a la orilla.
    Orientamos la vela y zarpamos rápidamente.
    En el momento de abandonar el pequeño puerto, mi tío, que andaba a
    vueltas con su nomenclatura geográfica, quiso darle un nombre, el mío,
    entre otros.
    —Pues yo tengo otro que proponerle —dije.
    —¿Cuál?
    —El nombre de Graüben. Puerto Graüben, quedará muy bien en el
    mapa.
    —Sea, pues, Puerto Graüben.
    Y de ese modo el recuerdo de mi querida virlandesa se unió a nuestra
    aventurada expedición.
    La brisa soplaba del noreste. El viento nos empujaba con extremada
    rapidez. Las densísimas capas de la atmósfera tenían un empuje
    considerable y actuaban sobre la vela como un poderoso ventilador.



    202
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