Había una señora de la alta sociedad cuya belleza era el referente de la ciudad. Propios y extraños la conocían, unos por admirarla cuando paseaba a pie por la Avenida, y, los más, por la fama de su belleza que había trascendido allende los confines de la población en donde habitaba. Pero su fama se acrecentaba por la virtud que se le atribuía, ya que todo el mundo conocía la acechanza en busca de sus favores de que era objeto por los galanes más conspicuos y donjuanes de la población. Pero nadie, en absoluto, podía presumir tan siquiera de haberla besado alguna vez.
Entre los compañeros de curso había un tal Enrique, que era el prototipo de estudiante al estilo de los que Pérez Lugín describe con tanto cariño y tino en "La casa de la Troya". Era de los que no daba golpe durante todo el curso; tal vez la semana anterior a los exámenes se aprendiese el programa, que no el libro; pero de los que indefectiblemente aprobaba todas las asignaturas, y hasta alguna con nota. Las horas de estudio las dedicaba a un analítico conocimiento del ser femenino en su esencia y presencia, más en esta última que en la anterior, pues de presente era hábil en el arte de engatusar a la infeliz que se prestaba a servir de objeto de análisis para infiltrarse por sus cavernas más ocultas, donde le hacía sentir con todo vigor la maravillosa ciencia infusa y difusa de que se valía para convencerlas de la excelsitud de sus enseñanzas.
Un día, ante un grupo de estudiantes que reunidos en el patio estábamos hablando de aquella belleza inasequible, Enrique, con la euforia que le caracterizaba, apostó a qué él, si quería, la haría claudicar y bajar de su pedestal. Como nuestros emolumentos en aquél entonces eran menguados, nos jugamos un pastel a que no lo lograría. La condición de la apuesta consistía en que ella, de una forma inequívoca, aceptaba el irse a la cama con él, para lo cual debía ir provisto de una grabadora que diera fe de ello.
No habían transcurrido diez días, que Enrique, más ufano que un pavo real, nos reunió a los de la apuesta, para hacernos saber que debíamos comprarle el pastel pues la había ganado.
A nuestra insistencia, que le abrumamos para que nos contase lo ocurrido, Enrique nos explicó con toda clase de detalles su aventura.
-A partir del día en que concertamos la apuesta, me dediqué a espiarla, apostándome cerca de su casa, pero sin dejarme ver. Habitualmente acostumbra a dar un paseo diario por la Avenida, pero sin pararse en ningún sitio. Ayer, por el contrario, debió destinarlo a ir de compras, pues en lugar de ir por el paseo central iba por la acera, parándose ante los escaparates. De pronto veo que se detiene ante el de una peletería, y sin pensarlo dos veces me acerco y le digo lo que podéis escuchar de esta cinta.
Y poniendo la grabadora en marcha, nos hace escuchar el siguiente diálogo:
-Buenas tardes, señorita. Es hermoso, ese abrigo de visón.
... ... ...
-¿Acaso le importuno?
... ... ..
-Verá, señorita, no es mi intención molestarla, pero usted me gusta tanto, que soy capaz de cualquier locura.
-Mire, si no deja de molestarme, llamo a un guardia.
-Por Dios, no se ponga usted así. Mire, para que vea la impresión que usted me causa, le regalo ese abrigo de visón. ¿Entramos?
-Usted es un sinvergüenza y un majadero. ¿Por quién me ha tomado?
-Le pido mil perdones, de ningún modo quiero ofenderla. Pero ya le he dicho que usted me ha vuelto loco. Mire hasta que punto, que además de ese abrigo le regalo ese Rolls que ve usted ahí. Si quiere, ahora mismo hacemos la transferencia. Todo ello por una hora de su tiempo en mi casa.
... ... ...
-¿Porqué lo duda? ¿Es que nos son de su agrado el Rolls y el abrigo de visón?
-Si... Pero es que pueden vernos... Pase usted delante y yo le sigo...
-¡Hay que ver, hermosa, lo que me pierdo por no tener dinero!
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