Ayer por la noche, después de cenar, como la televisión en familia difícilmente la aguanto por tener que supeditarme a los programas que eligen mis mayores, me retiré a la habitación a releer el 'Epistolario inglés’, de Voltaire. Me he divertido con aquellos versos de John Hervey, que cita:
¿Qué he visto, pues, en Italia?
Orgullo, astucia y pobreza,
grandes cumplidos, poca nobleza
y mucha ceremonia.
Y siguen los versos, pero mi mente se abstrae de la lectura con el pensamiento puesto en mi prima Piluca, que mañana lunes nos abandonará para pasar la Semana Santa con sus padres.
Estoy llegando al final del último capítulo, que trata 'Acerca de los hombres de letras", y me doy cuenta que apenas me he enterado de nada de lo leído, pues el recuerdo de mi primita no ha cesado de interferir en la lectura.
Deben de ser cerca de las dos de la madrugada. La casa está sumida en silencio y quietud, que atestigua que todos sus habitantes se hallan recluidos en sus respectivas habitaciones. Me desnudo y acuesto. Pero el sueño se resiste, ahuyentado por los inefables recuerdos de esta semana. Todos los días, unas veces por propia voluntad y otras instigado por mis padres, hemos salido de paseo Piluca y yo, a la que le muestro todas las inenarrables bellezas que encierra esta hospitalaria, monumental y paisajística ciudad de Barcelona, con sus vestigios góticos y románicos, sus acogedoras playas y los cuidados montes, jardines y parques de centenarios árboles, monumentales palacios y bellísimas estatuas. Y en cada paseo Piluca y yo hemos encontrado el lugar recoleto y apacible para que nuestros labios se unieran en largo y ardoroso beso.
De pronto, en la noche, percibo en la habitación la sombra de una escultura que por su movilidad y flexibilidad debe ser obra del griego Fidias, que decoró el Partenón. Estoy soñando. ¡Pero, no! Esa maravilla, esa perfección escultórica se mueve y acerca a la cama y suavemente se tiende a mi lado. Y a su contacto siento como mi alma se hacina en cada poro de mi cuerpo.
Ya no es un alma, sino miríada de almas las que captan y absorben el célico efluvio de esa piel que se incrusta en la mía con la pasión que dispensa el amor.
La realidad se esfuma, absorbida por este deliquio que nos funde a Piluca y a mí en un abrazo gozoso y enervante, y son las carnes que se infiltran en las carnes las que buscan cobijo y hallan refugio al yuxtaponerse en esta comunión espiritual, en que la mía rinde pleitesía y adoración en la cavernosa ara de ella, hasta obtener, en éxtasis embriagador, la emulsión de esos humores maravillosos que son la esencia de la prosecución de la vida.
Esta tarde, en el coche de mamá, he acompañado a Piluca al aeropuerto. Durante el trayecto le he contado el temor que, desde esta noche pasada, me asalta de que haya quedado embarazada, por el disgusto que representaría para ambas familias, la suya y la mía.
Piluca, alegre y desenfadada, me ha indicado:
--No te preocupes primo, pues tomo la píldora.
Y al oírla, he sentido una punzada tan profunda en el corazón, que a punto hemos estado de sufrir un cataclismo en la conducción del vehículo.
De golpe, todo aquél mundo quimérico que sus escasos quince años me hicieron soñar de inocencia y casto y puro amor, se ha desvanecido desmoronado por el sentimiento de que he sido burlado en mi torpe y zafia ingenuidad.
¿Qué he visto, pues, en Italia?
Orgullo, astucia y pobreza,
grandes cumplidos, poca nobleza
y mucha ceremonia.
Y siguen los versos, pero mi mente se abstrae de la lectura con el pensamiento puesto en mi prima Piluca, que mañana lunes nos abandonará para pasar la Semana Santa con sus padres.
Estoy llegando al final del último capítulo, que trata 'Acerca de los hombres de letras", y me doy cuenta que apenas me he enterado de nada de lo leído, pues el recuerdo de mi primita no ha cesado de interferir en la lectura.
Deben de ser cerca de las dos de la madrugada. La casa está sumida en silencio y quietud, que atestigua que todos sus habitantes se hallan recluidos en sus respectivas habitaciones. Me desnudo y acuesto. Pero el sueño se resiste, ahuyentado por los inefables recuerdos de esta semana. Todos los días, unas veces por propia voluntad y otras instigado por mis padres, hemos salido de paseo Piluca y yo, a la que le muestro todas las inenarrables bellezas que encierra esta hospitalaria, monumental y paisajística ciudad de Barcelona, con sus vestigios góticos y románicos, sus acogedoras playas y los cuidados montes, jardines y parques de centenarios árboles, monumentales palacios y bellísimas estatuas. Y en cada paseo Piluca y yo hemos encontrado el lugar recoleto y apacible para que nuestros labios se unieran en largo y ardoroso beso.
De pronto, en la noche, percibo en la habitación la sombra de una escultura que por su movilidad y flexibilidad debe ser obra del griego Fidias, que decoró el Partenón. Estoy soñando. ¡Pero, no! Esa maravilla, esa perfección escultórica se mueve y acerca a la cama y suavemente se tiende a mi lado. Y a su contacto siento como mi alma se hacina en cada poro de mi cuerpo.
Ya no es un alma, sino miríada de almas las que captan y absorben el célico efluvio de esa piel que se incrusta en la mía con la pasión que dispensa el amor.
La realidad se esfuma, absorbida por este deliquio que nos funde a Piluca y a mí en un abrazo gozoso y enervante, y son las carnes que se infiltran en las carnes las que buscan cobijo y hallan refugio al yuxtaponerse en esta comunión espiritual, en que la mía rinde pleitesía y adoración en la cavernosa ara de ella, hasta obtener, en éxtasis embriagador, la emulsión de esos humores maravillosos que son la esencia de la prosecución de la vida.
Esta tarde, en el coche de mamá, he acompañado a Piluca al aeropuerto. Durante el trayecto le he contado el temor que, desde esta noche pasada, me asalta de que haya quedado embarazada, por el disgusto que representaría para ambas familias, la suya y la mía.
Piluca, alegre y desenfadada, me ha indicado:
--No te preocupes primo, pues tomo la píldora.
Y al oírla, he sentido una punzada tan profunda en el corazón, que a punto hemos estado de sufrir un cataclismo en la conducción del vehículo.
De golpe, todo aquél mundo quimérico que sus escasos quince años me hicieron soñar de inocencia y casto y puro amor, se ha desvanecido desmoronado por el sentimiento de que he sido burlado en mi torpe y zafia ingenuidad.
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