Aquella noche, después de aquél beso inefable en el parque, Luis apenas pudo conciliar el sueño. Le asaltaron una serie de pensamientos contradictorios. No era capaz de discernir si el placer de aquél beso podría disculpar el hecho de haber besado a una niña, que además era su prima. Buscaba disculpas a su acción en el hecho de ser ella quien, antes de posar él sus labios sobre los suyos, le estrechó con pasión incontrolada entre sus brazos. No dejaba tampoco de pensar en que la arrebatadora belleza de Piluca y la sexualidad que emanaba de aquellas carnes firmes y prietas, que conformaban su escultural y curvilíneo cuerpo, inspiraban tal atractivo, que se precisaba la castidad de un santo para resistir a su tentador magnetismo.
Por otra parte, su conciencia no dejaba de recriminarle que Piluca no era más que una niña, y que como tal debía ser tratada; además prima hermana, cuyo vínculo familiar impedía cualquier relación sexual válida, y, por último, su pensamiento aducía la agravante de ser la invitada de sus padres, lo que a su entender incidía en una grave desconsideración para toda la familia, al haber claudicado ante la irrefrenable pasión de los sentidos. Fue casi de madrugada cuando pudo conciliar el sueño, que le retuvo en la cama hasta cerca de las diez de la mañana.
Mientras Luis embebido en sus pensamientos desayunaba en la cocina, apareció Piluca. Iba vestida con una falda corta, que permitía ver los muslos desnudos, redondos y morenos, y una blusa que apenas le llegaba a la cintura, bajo la qué se advertían unos senos bien dibujados, firmes y cálidos, cuyos pezones se marcaban nítidos debajo de la liviana tela que los cubría. Entre la blusa y la falda exhibía, como muestra evidente de la maravillosa piel que cubría todo su cuerpo, un trozo de carne que confluía en un diminuto y agraciado ombligo. Y como colofón a tanta belleza, destacaban los gordezuelos labios, que sintetizaban el deliquio amoroso que emana de la esencia ideal de un beso.
Luis, al verla, quedó paralizado, estático, con los ojos agrandados fijos en aquel dechado de belleza, y al notar el rubor que invadía el rostro de Piluca, que, como temerosa y avergonzada, parecía querer escabullirse de aquella mirada que la desnudaba, también él notó que la sangre afluía a su rostro, y que los temores de su impropio comportamiento que le asaltaron por la noche, volvían a lacerarle el alma. Con voz temerosa, apenas audible, la saludó:
--Buenos días, Piluca.
Y como un eco, y tan quedó como él, Piluca susurró:
--Buenos días, primo,
En un santiamén, Luis acabó su desayuno, y con inusitada precipitación, se despidió de Piluca, diciéndole:
--Nos vemos luego. Ahora me esperan. Adiós.
Y salió como alma que lleva el diablo, huyendo de los torvos pensamientos, a los qué, contra su voluntad, le traían a la mente aquellas carnes voluptuosas y prohibidas.
A la hora de comer, Luis excusó su presencia aduciendo que le había invitado un compañero de la Universidad.
Todo el día, Luis, lo pasó desazonado, porqué en ningún momento pudo escabullirse del excitante recuerdo de su prima Piluca. Y notaba en su interior que paulatinamente iba aparcando en su conciencia las trabas y cortapisas que aducía en contra de su relación amorosa. De ese modo daba pábulo a que creciera en su ánimo el deseo que vislumbraba tan asequible de tenerla entre sus brazos, para mitigar con sus besos y caricias la fiebre sexual que de forma tan ladina se iba infiltrando en todo su ser.
Luis acudió a la hora de la cena. Sus padres y Piluca ya estaban sentados ante la mesa dispuestos a empezar la comida. La velada transcurrió monótona, como siempre, frente a la pantalla del televisor. Luis adujo que se retiraba a la habitación por tener que resolver unos ejercicios.
Cuando más enfrascado se hallaba en la lectura del texto que estudiaba, acodado sobre la mesa, la cabeza sujeta entre sus manos, notó sobre la nuca se pegaban unos labios cálidos, carnosos y húmedos, que infiltraban por todo su cuerpo un halo de irresistible voluptuosidad. Dejó que acuella dulzura que le elevaba a la cima del placer, perdurase durante todo el tiempo que el beso se eternizaba. Y cuando los labios se separaron de su nuca, Luis se volvió, para así poder abrazar al hada que le había hechizado.
Piluca se sentó sobre las rodillas de Luis, y cuando sus labios se unieron, las manos ardientes de él no pudieron vencer la tentación de introducirse por debajo de la tenue tela de la blusa, para abarcar con la más mimoso de las caricias uno de los duros y redondeados senos. Un profundo y quedo suspiro de Piluca, puso en evidencia el placer que la caricia le aportaba.
Por otra parte, su conciencia no dejaba de recriminarle que Piluca no era más que una niña, y que como tal debía ser tratada; además prima hermana, cuyo vínculo familiar impedía cualquier relación sexual válida, y, por último, su pensamiento aducía la agravante de ser la invitada de sus padres, lo que a su entender incidía en una grave desconsideración para toda la familia, al haber claudicado ante la irrefrenable pasión de los sentidos. Fue casi de madrugada cuando pudo conciliar el sueño, que le retuvo en la cama hasta cerca de las diez de la mañana.
Mientras Luis embebido en sus pensamientos desayunaba en la cocina, apareció Piluca. Iba vestida con una falda corta, que permitía ver los muslos desnudos, redondos y morenos, y una blusa que apenas le llegaba a la cintura, bajo la qué se advertían unos senos bien dibujados, firmes y cálidos, cuyos pezones se marcaban nítidos debajo de la liviana tela que los cubría. Entre la blusa y la falda exhibía, como muestra evidente de la maravillosa piel que cubría todo su cuerpo, un trozo de carne que confluía en un diminuto y agraciado ombligo. Y como colofón a tanta belleza, destacaban los gordezuelos labios, que sintetizaban el deliquio amoroso que emana de la esencia ideal de un beso.
Luis, al verla, quedó paralizado, estático, con los ojos agrandados fijos en aquel dechado de belleza, y al notar el rubor que invadía el rostro de Piluca, que, como temerosa y avergonzada, parecía querer escabullirse de aquella mirada que la desnudaba, también él notó que la sangre afluía a su rostro, y que los temores de su impropio comportamiento que le asaltaron por la noche, volvían a lacerarle el alma. Con voz temerosa, apenas audible, la saludó:
--Buenos días, Piluca.
Y como un eco, y tan quedó como él, Piluca susurró:
--Buenos días, primo,
En un santiamén, Luis acabó su desayuno, y con inusitada precipitación, se despidió de Piluca, diciéndole:
--Nos vemos luego. Ahora me esperan. Adiós.
Y salió como alma que lleva el diablo, huyendo de los torvos pensamientos, a los qué, contra su voluntad, le traían a la mente aquellas carnes voluptuosas y prohibidas.
A la hora de comer, Luis excusó su presencia aduciendo que le había invitado un compañero de la Universidad.
Todo el día, Luis, lo pasó desazonado, porqué en ningún momento pudo escabullirse del excitante recuerdo de su prima Piluca. Y notaba en su interior que paulatinamente iba aparcando en su conciencia las trabas y cortapisas que aducía en contra de su relación amorosa. De ese modo daba pábulo a que creciera en su ánimo el deseo que vislumbraba tan asequible de tenerla entre sus brazos, para mitigar con sus besos y caricias la fiebre sexual que de forma tan ladina se iba infiltrando en todo su ser.
Luis acudió a la hora de la cena. Sus padres y Piluca ya estaban sentados ante la mesa dispuestos a empezar la comida. La velada transcurrió monótona, como siempre, frente a la pantalla del televisor. Luis adujo que se retiraba a la habitación por tener que resolver unos ejercicios.
Cuando más enfrascado se hallaba en la lectura del texto que estudiaba, acodado sobre la mesa, la cabeza sujeta entre sus manos, notó sobre la nuca se pegaban unos labios cálidos, carnosos y húmedos, que infiltraban por todo su cuerpo un halo de irresistible voluptuosidad. Dejó que acuella dulzura que le elevaba a la cima del placer, perdurase durante todo el tiempo que el beso se eternizaba. Y cuando los labios se separaron de su nuca, Luis se volvió, para así poder abrazar al hada que le había hechizado.
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