En la parte sur de Jiutepec, por la antigua carretera a Tres Cruces, más o menos a doce kilómetros, está la entrada a Rancho Chico. En esa zona se levantan varias residencias campestres. Los vecinos viven alejados unos de otros, porque tuvieron la facilidad de adquirir grandes extensiones de terreno.
El lugar respira paz. Los árboles purifican el ambiente que huele a hierba.
En la época de verano llegan a una que otra de las lujosas casas, estudiantes extranjeras por efecto del intercambio cultural. Ellas vienen a practicar el Español, y las jóvenes mexicanas van a perfeccionar su inglés a los Estados Unidos.
Se aloja con la familia Pimentel, una joven especial. Es rubia, alta, fina. Sus ojos de un azul clarísimo, dan a su rostro un toque diferente. Quiere ser cantante; estudia en el Conservatorio de su tierra natal, San Diego, en California. Se llama Alexandra. Se aficionó a recorrer los alrededores de la zona donde se aloja, con el afán de hacer amistad con los lugareños, y así mismo practicar el idioma.
Una noche que el calor se encerró en su habitación, aprovechando la luna plena, salió a vagabundear. Recorrió veredas conocidas, se metió por atajos, y ya lejos de la población, sobre una loma no muy elevada, desde la distancia, alcanzó a ver una casa. Todo a su alrededor está sembrado de pasto, y uno que otro árbol de pomarrosa perfuma el aire. No puede asegurar si la casa es nueva o vieja; de qué material está construida, ni mucho menos sabe cuántas personas la habitan. La lejanía borra muchos detalles. La propiedad está cercada con pequeños postes de cemento alternados, y tupido alambre de púas.
De la carretera que conduce a Rancho Chico, hacia la entrada de la casa, serpentea una angosta vía de acceso. Le parece a Alexandra que lo único real en ese momento, es la música que el viendo trae a sus oídos, vibrantes notas sacadas al piano por manos expertas. Trozos de la Sexta Sinfonía o Sinfonía Pastoral de Beethoven, y repetitivamente el Réquiem inacabado de Mozart. Lo demás sale sobrando.
Alexandra se aventuró a traspasar una reja blanca de carcomidos tablones; se internó por el camino de terracería, atraída por la música. Cautelosamente llegó a la casa, y pudo observar por una vieja y polvosa ventana, a un hombre joven, barbado, de melena larga hasta los hombros, que pulsaba las teclas de un piano de cola. Entre la semipenumbra alcanzó a ver las ropas no muy actuales del hombre y sobre el piano, un búcaro con margaritas blancas y claveles de un rojo rabioso, frescas flores como recién cortadas. Alexandra estuvo atisbando hasta que el músico terminó de tocar. Él, antes de retirarse a otra habitación, al mismo tiempo que apagaba las velas que iluminaban la sala, miró hacia la ventana y sonrió.
Alexandra llena de nerviosismo se alejó a pasos largos, no sin antes escribir una nota que colocó bajo el aldabón en forma de mano, de la puerta de entrada.
El recado decía lacónicamente:
Me llamo Alexandra. Soy estudiante extranjera.
Admiro su música. Hábleme por favor al número.
17 – 80 – 36
Como ya era tarde, no pudo comentar nada sobre lo acontecido con ningún miembro de la familia. El sueño la abandonó. Durmió poco, daba vueltas inquieta, como si la cama o la noche estuvieran en su contra.
Poco después de las doce, escuchó el timbre del teléfono, y como nadie lo contestaba, tomó el auricular; un poco amoscada, dijo: bueno … del otro lado de la línea se oyó un leve carraspeo, y los arpegios de un piano, con la misma cantílena del Réquiem inacabado de Mozart. Nada más.
Ya por la mañana, después del desayuno, volvió a recorrer los senderos andados la noche anterior. Avanzó inalcanzable bajo la sombra violeta de las jacarandas, llenando sus pulmones con el aire tibio y perfumado de azahares, proveniente de los cafetales cercanos, hasta dar otra vez con el lugar.
Bajo la luz solar se podía apreciar en toda su dimensión, la tan ansiada casa. Entró por la angosta carretera sinuosa hasta la cima. La construcción estaba en ruinas; las puertas apolilladas, cristales rotos y polvosos en la única ventana del frente. Se asomó hacia el interior; todo era desolación. Pero en una repisa destartalada; estaba el mismo búcaro que vio sobre el piano la noche anterior; solo que éste contenía un ramo de flores muertas, y en la pared, los restos de un cuadro con una foto amarillenta desde donde le sonríe el misterioso pianista nocturno.
ELOINA HERNÁNDEZ PÉREZ
Pertenece al libro “El espejo roto y otros cuentos”
El lugar respira paz. Los árboles purifican el ambiente que huele a hierba.
En la época de verano llegan a una que otra de las lujosas casas, estudiantes extranjeras por efecto del intercambio cultural. Ellas vienen a practicar el Español, y las jóvenes mexicanas van a perfeccionar su inglés a los Estados Unidos.
Se aloja con la familia Pimentel, una joven especial. Es rubia, alta, fina. Sus ojos de un azul clarísimo, dan a su rostro un toque diferente. Quiere ser cantante; estudia en el Conservatorio de su tierra natal, San Diego, en California. Se llama Alexandra. Se aficionó a recorrer los alrededores de la zona donde se aloja, con el afán de hacer amistad con los lugareños, y así mismo practicar el idioma.
Una noche que el calor se encerró en su habitación, aprovechando la luna plena, salió a vagabundear. Recorrió veredas conocidas, se metió por atajos, y ya lejos de la población, sobre una loma no muy elevada, desde la distancia, alcanzó a ver una casa. Todo a su alrededor está sembrado de pasto, y uno que otro árbol de pomarrosa perfuma el aire. No puede asegurar si la casa es nueva o vieja; de qué material está construida, ni mucho menos sabe cuántas personas la habitan. La lejanía borra muchos detalles. La propiedad está cercada con pequeños postes de cemento alternados, y tupido alambre de púas.
De la carretera que conduce a Rancho Chico, hacia la entrada de la casa, serpentea una angosta vía de acceso. Le parece a Alexandra que lo único real en ese momento, es la música que el viendo trae a sus oídos, vibrantes notas sacadas al piano por manos expertas. Trozos de la Sexta Sinfonía o Sinfonía Pastoral de Beethoven, y repetitivamente el Réquiem inacabado de Mozart. Lo demás sale sobrando.
Alexandra se aventuró a traspasar una reja blanca de carcomidos tablones; se internó por el camino de terracería, atraída por la música. Cautelosamente llegó a la casa, y pudo observar por una vieja y polvosa ventana, a un hombre joven, barbado, de melena larga hasta los hombros, que pulsaba las teclas de un piano de cola. Entre la semipenumbra alcanzó a ver las ropas no muy actuales del hombre y sobre el piano, un búcaro con margaritas blancas y claveles de un rojo rabioso, frescas flores como recién cortadas. Alexandra estuvo atisbando hasta que el músico terminó de tocar. Él, antes de retirarse a otra habitación, al mismo tiempo que apagaba las velas que iluminaban la sala, miró hacia la ventana y sonrió.
Alexandra llena de nerviosismo se alejó a pasos largos, no sin antes escribir una nota que colocó bajo el aldabón en forma de mano, de la puerta de entrada.
El recado decía lacónicamente:
Me llamo Alexandra. Soy estudiante extranjera.
Admiro su música. Hábleme por favor al número.
17 – 80 – 36
Como ya era tarde, no pudo comentar nada sobre lo acontecido con ningún miembro de la familia. El sueño la abandonó. Durmió poco, daba vueltas inquieta, como si la cama o la noche estuvieran en su contra.
Poco después de las doce, escuchó el timbre del teléfono, y como nadie lo contestaba, tomó el auricular; un poco amoscada, dijo: bueno … del otro lado de la línea se oyó un leve carraspeo, y los arpegios de un piano, con la misma cantílena del Réquiem inacabado de Mozart. Nada más.
Ya por la mañana, después del desayuno, volvió a recorrer los senderos andados la noche anterior. Avanzó inalcanzable bajo la sombra violeta de las jacarandas, llenando sus pulmones con el aire tibio y perfumado de azahares, proveniente de los cafetales cercanos, hasta dar otra vez con el lugar.
Bajo la luz solar se podía apreciar en toda su dimensión, la tan ansiada casa. Entró por la angosta carretera sinuosa hasta la cima. La construcción estaba en ruinas; las puertas apolilladas, cristales rotos y polvosos en la única ventana del frente. Se asomó hacia el interior; todo era desolación. Pero en una repisa destartalada; estaba el mismo búcaro que vio sobre el piano la noche anterior; solo que éste contenía un ramo de flores muertas, y en la pared, los restos de un cuadro con una foto amarillenta desde donde le sonríe el misterioso pianista nocturno.
ELOINA HERNÁNDEZ PÉREZ
Pertenece al libro “El espejo roto y otros cuentos”
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