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Al remontarme a este periodo de tiempo caigo en la cuenta de que María, desde que yo cumplí los seis años de edad, ya pasaba los inviernos en Lléida, interna en el Colegio de la Enseñanza, por lo que sólo coincidíamos en las vacaciones de Navidad y del verano. Igual sucedió con Ramón, aunque con éste convivimos hasta los cinco años, en que fue internado en el Colegio de los Escolapios de Barbastro, y después en el propio Colegio donde los tres hermanos coincidimos internos un par de años más. Pepe se incorporó al Colegio tiempo más tarde, debió ser a finales de 1926 o principios de 1927, pues recuerdo que nos explicaba la maravilla de una caja con unas bobinas y dos mandos largos, que permitían oír la voz y música de los más distantes países. A nosotros, la noticia nos parecía tan inverosímil, que no queríamos creerla. Ese aparato lo construyo el señor Rojo, y lo tuve en mi poder hasta el año 1973, en que al cambiar el despacho de la Gran Vía , 488 a Vía Augusta, 143, era tan grande el número de Boletines de provincias y cosas inservibles que iba almacenando, que me vi obligado a prescindir de todo ello entregándolo al ‘trapaire’. Mi primera audición de radio la tuve en Seira con ese aparato, y aún resuena en mis oídos los chirridos tan exorbitantes que hacía hasta localizar una voz o música lejana, plagada de interferencias. Ello, sin embargo, no constituía óbice para dejarnos pasmados y boquiabiertos con el invento.
Con Ramón existió mayor trato que con María, pues el tiempo que estabamos juntos, los tres hermanos dormíamos en camas separadas en la misma habitación, y ello daba lugar a que hubiera entre nosotros más confianza.
El carácter belicoso de Ramón en cuanto se tropezaba con la injusticia, se puso de manifiesto en el Colegio. Un día castigaron a Pepe por no aprenderse los latines para ayudar como monaguillo al oficiante de la misa. Era en la ‘horeta’, que así se denominaba la hora en que todos los alumnos del colegio reunidos en la gran sala de estudios la dedicábamos a este menester. Cuidaba de mantener el silencio y compostura el Padre Eusebio Ferrer, y sin solicitar la venia para hablar, Ramón se levantó de su asiento e increpó duramente al capellán por haber castigado a su hermano, aduciendo que si Pepe encontraba gran dificultad para leer el castellano, por el retraso físico y mental a que antes aludí, mal podía enfrentarse con un idioma completamente desconocido para él.
No sé si a Pepe le levantaron el castigo o no, pero lo que jamás he podido olvidar es el pánico que pasé al ver a mi hermano mayor enfrentarse tan violentamente con la persona que a todos nos inspiraba temor, por ser con el Padre Felipe ambos los encargados de conservar el orden interno del Colegio, y para ello los dos se valían de la palmeta, que con tino y contundencia caía sobre nuestras doloridas manos llenas de sabañones en cuanto cometíamos la más nimia infracción.
El Padre Ferrer, por ser de nacionalidad argentina, fue el único de los Escolapios de Barbastro que el año 1936 se salvó de ser ahogado en un recodo que hace el río Vero, antes de desembocar en el Cinca. A pesar de los palmetazos y algún que otro cachete que me propinaron en los Escolapios, siempre he conservado un favorable recuerdo de aquella época. Hasta tal punto, que fue al Padre Eusebio Ferrer a quién pedí oficiase la ceremonia de mi boda, que tuvo lugar el día 6 de septiembre de 1945 en la Iglesia Parroquial de San Pedro de las Puellas, de Barcelona.
Con Ramón existió mayor trato que con María, pues el tiempo que estabamos juntos, los tres hermanos dormíamos en camas separadas en la misma habitación, y ello daba lugar a que hubiera entre nosotros más confianza.
El carácter belicoso de Ramón en cuanto se tropezaba con la injusticia, se puso de manifiesto en el Colegio. Un día castigaron a Pepe por no aprenderse los latines para ayudar como monaguillo al oficiante de la misa. Era en la ‘horeta’, que así se denominaba la hora en que todos los alumnos del colegio reunidos en la gran sala de estudios la dedicábamos a este menester. Cuidaba de mantener el silencio y compostura el Padre Eusebio Ferrer, y sin solicitar la venia para hablar, Ramón se levantó de su asiento e increpó duramente al capellán por haber castigado a su hermano, aduciendo que si Pepe encontraba gran dificultad para leer el castellano, por el retraso físico y mental a que antes aludí, mal podía enfrentarse con un idioma completamente desconocido para él.
No sé si a Pepe le levantaron el castigo o no, pero lo que jamás he podido olvidar es el pánico que pasé al ver a mi hermano mayor enfrentarse tan violentamente con la persona que a todos nos inspiraba temor, por ser con el Padre Felipe ambos los encargados de conservar el orden interno del Colegio, y para ello los dos se valían de la palmeta, que con tino y contundencia caía sobre nuestras doloridas manos llenas de sabañones en cuanto cometíamos la más nimia infracción.
El Padre Ferrer, por ser de nacionalidad argentina, fue el único de los Escolapios de Barbastro que el año 1936 se salvó de ser ahogado en un recodo que hace el río Vero, antes de desembocar en el Cinca. A pesar de los palmetazos y algún que otro cachete que me propinaron en los Escolapios, siempre he conservado un favorable recuerdo de aquella época. Hasta tal punto, que fue al Padre Eusebio Ferrer a quién pedí oficiase la ceremonia de mi boda, que tuvo lugar el día 6 de septiembre de 1945 en la Iglesia Parroquial de San Pedro de las Puellas, de Barcelona.
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En el tiempo que en Seira estuvimos juntos los hermanos asistíamos a la escuela de doña Prima Gómez, y al salir con los demás chicos correteábamos por los campos que se llenaban de nieve en invierno, y que aprovechábamos para patinar sentados sobre una pala a la que previamente le habíamos suprimido el mango, o bien nos enzarzábamos en durisimas peleas, para lo que formábamos dos bandos. Eran los tiempos en que en todas partes se discutía sobre las batallas que España sostenía con los moros de Alhucemas. De ahí, que uno de los bandos asumía la condición de moros y la otra de españoles. Frente al pueblo, al otro lado del río y a la izquierda de donde está el cementerio, conocido por La Tozaleta, se eleva una colina de cúspide redondeada. A ese montículo lo bautizamos con el nombre de Gurugú, y a su respectiva conquista y defensa nos lanzábamos con ímpetu cada bando, sirviéndonos como proyectiles de los tronchos de coles, y también, según lo enardecido del combate, de alguna que otra piedra, que en más de una ocasión descalabró a más de un contendiente.
Al regresar a casa con los pantalones y delantales que acostumbrábamos vestir, sucios por el fango o la sangre, daba igual fuéramos héroes o derrotados, el cachete que nos propinaba mamá a medida que trasponíamos la puerta, era ritual. Ramón y yo habíamos aprendido el modo de esquivarlos sin daño, pero el pobre Pepe, lleno de candor, los recibía indefectiblemente.
La maestra, doña Prima, era vasca y hermana del famoso pelotari Gómez, que durante algún tiempo tuvo a su cargo el Frontón Principal, ya desaparecido, que estaba al final de las Ramblas, de Barcelona. Casada con Riazuelo, un empleado de la Compañía, tenían una hija que se llamaba Pilarín, pocos años mayor que yo, pero con la que compartíamos gran parte de los juegos y hasta nuestras confidencias infantiles. Riazuelo era célebre entre el alumnado de la escuela, porque lo primero que hacía al llegar del trabajo era entrar en la cocina, la cual se veía desde nuestros pupitres, y oler todos los peroles de la comida que se cocía a la lumbre, para lo que abocaba la cerviz hasta casi tocar con la nariz el humeante condimento.
Nadie, de los alumnos que asistíamos a la escuela, se libraba del interrogatorio al que le supeditaba doña Prima, indagando lo que habíamos comido y cenado, y si hubo algún acontecimiento importante en el seno de cada familia. Sus indagaciones, luego eran tema de chismorreo con algunas chicas mayores, de cuyos nombre no puedo acordarme, pero que en la memoria se presentan con nitidez palpable sentadas alrededor de la estufa de serrín que caldeaba el ambiente de la sala.
Doña Prima está ligada a mi infancia, como la marca del tornillo que luce mi rodilla. Pretendíamos hacer con un tornillo rusiente un agujero en una rueda de madera, pero tuvimos la desgracia de que nos resbalara y fuera a caer sobre mi rodilla, dejando una señal indeleble.
Al regresar a casa con los pantalones y delantales que acostumbrábamos vestir, sucios por el fango o la sangre, daba igual fuéramos héroes o derrotados, el cachete que nos propinaba mamá a medida que trasponíamos la puerta, era ritual. Ramón y yo habíamos aprendido el modo de esquivarlos sin daño, pero el pobre Pepe, lleno de candor, los recibía indefectiblemente.
La maestra, doña Prima, era vasca y hermana del famoso pelotari Gómez, que durante algún tiempo tuvo a su cargo el Frontón Principal, ya desaparecido, que estaba al final de las Ramblas, de Barcelona. Casada con Riazuelo, un empleado de la Compañía, tenían una hija que se llamaba Pilarín, pocos años mayor que yo, pero con la que compartíamos gran parte de los juegos y hasta nuestras confidencias infantiles. Riazuelo era célebre entre el alumnado de la escuela, porque lo primero que hacía al llegar del trabajo era entrar en la cocina, la cual se veía desde nuestros pupitres, y oler todos los peroles de la comida que se cocía a la lumbre, para lo que abocaba la cerviz hasta casi tocar con la nariz el humeante condimento.
Nadie, de los alumnos que asistíamos a la escuela, se libraba del interrogatorio al que le supeditaba doña Prima, indagando lo que habíamos comido y cenado, y si hubo algún acontecimiento importante en el seno de cada familia. Sus indagaciones, luego eran tema de chismorreo con algunas chicas mayores, de cuyos nombre no puedo acordarme, pero que en la memoria se presentan con nitidez palpable sentadas alrededor de la estufa de serrín que caldeaba el ambiente de la sala.
Doña Prima está ligada a mi infancia, como la marca del tornillo que luce mi rodilla. Pretendíamos hacer con un tornillo rusiente un agujero en una rueda de madera, pero tuvimos la desgracia de que nos resbalara y fuera a caer sobre mi rodilla, dejando una señal indeleble.
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