¡Salve odor force brida!
Después de haber leído a Patrick Süskind,
quedé tan grabado de perfume,
que he pasado varios meses oliendo los cuerpos,
y acariciando sus esencias en mis ánforas de noche.
Mis amantes aspiran mis olores
con risueños aleteos de nariz,
y los consuman con elevación en el ayuntamiento.
No debo, no puedo compararme a Grenouille,
genio olfativo y perfumista de Europa;
además no asesino para conseguir fragancias.
Pero la genética ha sellado mis decisiones:
Mi padre era perfumista,
y me dejó un legado de esencias
como remedio a mis desidias laborales.
Así puedo por las noches,
recrearme en el enebro, azahar, romero, estoraque,
cuando las palpitaciones amenazan,
o cuando la maldición
quiere transformarme en sedimento urinario.
Los días azabache,
recurro al espliego y al vetiver,
y cuando no siento mi coordinación corporal,
unas gotas de almizcle o de salvia
sobre las plumas organdí de mi almohada
me hacen retomar el arrullo y el olor de madre.
En los presagios y en los abandonos,
en las insanias y llagas de aliento,
las cortezas de saúco combinadas con mirra y algalia,
aromatizan los conjuros
para que el pensamiento permanezca en el punto de la esencia.
En celebraciones y plenilunio de trigales,
acude el benjuí
coordinado con agua de mar,
Y en mis aquelarres solitarios,
las flores de ortiga
los rizomas de lirio
y de nuevo el almizcle
alambican la inmensidad.
Integrado en este mundo,
no recurro, no desprometo, no dehalo, ni retrocó
las adminidades, ni las desguerraciones.
La menturada obligación de promanencia,
entrecurado, sobrepresenciado en la olfativez,
me hacen variomatizar un upergrito:
¡Salve odor force brida!
Mientras muero de miseria en hedor de dioses.
Después de haber leído a Patrick Süskind,
quedé tan grabado de perfume,
que he pasado varios meses oliendo los cuerpos,
y acariciando sus esencias en mis ánforas de noche.
Mis amantes aspiran mis olores
con risueños aleteos de nariz,
y los consuman con elevación en el ayuntamiento.
No debo, no puedo compararme a Grenouille,
genio olfativo y perfumista de Europa;
además no asesino para conseguir fragancias.
Pero la genética ha sellado mis decisiones:
Mi padre era perfumista,
y me dejó un legado de esencias
como remedio a mis desidias laborales.
Así puedo por las noches,
recrearme en el enebro, azahar, romero, estoraque,
cuando las palpitaciones amenazan,
o cuando la maldición
quiere transformarme en sedimento urinario.
Los días azabache,
recurro al espliego y al vetiver,
y cuando no siento mi coordinación corporal,
unas gotas de almizcle o de salvia
sobre las plumas organdí de mi almohada
me hacen retomar el arrullo y el olor de madre.
En los presagios y en los abandonos,
en las insanias y llagas de aliento,
las cortezas de saúco combinadas con mirra y algalia,
aromatizan los conjuros
para que el pensamiento permanezca en el punto de la esencia.
En celebraciones y plenilunio de trigales,
acude el benjuí
coordinado con agua de mar,
Y en mis aquelarres solitarios,
las flores de ortiga
los rizomas de lirio
y de nuevo el almizcle
alambican la inmensidad.
Integrado en este mundo,
no recurro, no desprometo, no dehalo, ni retrocó
las adminidades, ni las desguerraciones.
La menturada obligación de promanencia,
entrecurado, sobrepresenciado en la olfativez,
me hacen variomatizar un upergrito:
¡Salve odor force brida!
Mientras muero de miseria en hedor de dioses.
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