SIMPATÍA POR EL DÉBIL
01/03/2012
Quien compra lo superfluo
lA VANGUARDIA
Cada vez que alguien me invita a cenar, me toca explicarle por qué detesto el arroz y la pasta. Porque me recuerdan a cuando era pobre. Ganaba 60.000 pesetas al mes, y 20.000 se iban en alquiler. A finales de mes me encontraba siempre sin un duro. Iba andando a todos sitios y sobrevivía a base de espaguetis y arroz blanco, la comida más barata.
Pasé unos dos años sin secador de pelo. No tenía dinero para comprarme uno. Cuando por fin pude adquirirlo, me pareció el mayor de los lujos. Pero casi no lo usé, ya que había incorporado a mis rutinas lo de salir a la calle con el pelo mojado, incluso en invierno. Todavía lo hago.
En el barrio, un zambiano me abrió los ojos cuando me dijo lo siguiente. “¿Crisis? Aquí tenéis bares, coches, comida, medicinas para vuestros hijos. Casi ningún niño se muere antes de los tres años, tus amigas se compran ropa cada temporada. Ven a mi pueblo si quieres saber lo que es crisis”. Me da vergüenza reconocer que tengo amigas que se compran ropa cada quince días. De Zara, sí. Pero la compran. Una de ellas se ha comprado una mascarilla para el pelo de 160 euros, el 10% exacto de su sueldo. Asegura que “la necesita”.
Se avecinan tiempos muy duros. Para todos, para mí también. Facturo menos de la mitad de lo que facturaba hace cinco años, pero mis gastos han aumentado, entre otras cosas porque me han subido los impuestos. A mi alrededor todo el mundo es víctima de una psicosis de crisis: desánimo general. Y nos quedan dos opciones. O pasarnos el día deprimidos y frustrados, o recordar que no necesitamos un secador de pelo. Tampoco necesitamos vestir según la tendencia, mucho menos vestir así a nuestros hijos.
Podemos vivir sin coche desde el momento en que la que escribe vive sin él, y sin televisor. Podemos, aunque no lo parezca, sobrevivir a base de arroz y espaguetis, lechuga y manzanas. Todos esos anuncios que nos hacen creer que seremos muy malas madres si no compramos a nuestro hijo cierto producto son falacias. Nuestros hijos necesitan mucho más de nuestro cariño que de alimentos enriquecidos en calcio, hierro y vitaminas cuya eficacia real, según la comunidad científica, es discutible, por no decir nula. Nosotros fuimos siete hijos y mis padres no eran ricos, y sé que mi madre invertía en siete niños lo que las actuales familias destinan a uno solo. Y crecimos, como ustedes pueden comprobar si ven mis fotos, lozanísimos. Yo heredaba la ropa de mis hermanas, y no tengo ninguna vergüenza en reconocerlo.
Para intentar adelgazar acabamos gastando más dinero que en comer. Compramos cosas que no necesitamos (ropa y cosméticos, sobre todo) porque no sabemos diferenciar entre necesidad, deseo y capricho. Nos deshacemos de ropa sin remendarla, tunearla o arreglarla, sólo porque se ha pasado de moda y porque las nuevas generaciones no saben ya no coser, sino pegar un botón, zurcir un siete o recoser un dobladillo. Y, probablemente, no se pondrían una camisa remendada, aunque luego lleven vaqueros rotos que les han costado cien euros. Hemos vivido secuestrados por el espejismo consumista y somos víctimas de un síndrome de Estocolmo brutal y colectivo. Y somos como niños sobreprotegidos que no aprenden a andar porque se han pasado el día en brazos de sus madres. Se nos ha olvidado que quien compra lo superfluo acaba por vender lo necesario.
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