ESTUDIO CRÍTICO DE MENÉNDEZ PIDAL SOBRE AMÓS DE ESCALANTE ( Final)
Sin el negro humor que agriaba en el alma soberbia de Byron hasta el bálsamo de la contemplación de la Naturaleza, sin la cavilación panteística de Shelley, sin la nota irónica que transportó Enrique Heine a sus descripciones del Báltico glacial, tienen afinidades con el primero y con el último de estos poetas, a quienes había estudiado mucho, no con el segundo a quien no conocía, algunas de las marinas que en prosa y en verso compuso Amós de Escalante. En otras influyó sin exceso la prosa grandilocuente y poética de Michelet. El libro titulado En la playa (1873) despierta y sugiere el recuerdo de lecturas muy diversas. Pero todos los poetas y todos los libros del mundo no le hubiesen enseñado a descifrar, con clave propia, algo de lo que dicen las ingentes voces [p. 306] y augusto silencio del mar si no hubiese vivido en relación íntima y cotidiana con el fiero Titán a quien cantaba, ya luchando a brazo partido con él, ya solicitando su confianza con sumiso y devoto requerimiento. No de otro modo el pastor Aristeo de las Geórgicas llegó a aprisionar en su gruta marina al multiforme Proteo, trocado ya en fuego, ya en horrible fiera, ya en río caudaloso, hasta que le arrancó el secreto de su adivinación, que guardaba tan celosamente como los rebaños de focas que le había confiado Neptuno:
. . . . . . . . . . . . . . . . . . immania cuius
Armenta pascit, et turpes sub gurgite phocas .
Y en verdad que nuestro poeta tuvo que habérselas con una deidad menos mansa y tratable que la que aprisionó el hijo de Cirene, deidad al fin del Mediterráneo sonoro y luminoso. Este otro dios tremendo, a quien cuadra mucho mejor el epíteto homérico de polífono , pero cuyas voces suenan, en los oídos que no están avezados a escucharlas, como ecos del abismo que reclama su presa, tiene también horas de calma excelsa y sublime, todavía más rebeldes al pincel y al ritmo que las tormentas y borrascas. Y en esas horas iba a consultarle nuestro poeta, buscando la revelación de sus arcanos «lejos de la tierra, solo y desnudo, como se llegaban al antro misteriosos los consultores de ciertos oráculos antiguos». Así aprendió «sonidos que sólo dentro del agua llegan al oído, colores que sólo de cerca muestran su rico matiz y su intensa belleza»; sintió «la vida pendiente de delgadísimos hilos, en rededor de los cuales centellean filos agudos y sin número», y gustó a flor de agua «un apartamiento singular, tan difícil de explicar y comprender como dulce de sentir». Y allí perseveraba, «embebido en sus callados coloquios con la naturaleza... hasta tanto que, a manera de caricia más bien que de reprensión, sentía la leve mano de la fatiga posarse blandamente en sus miembros».
Así se engendraron sus Acuarelas , el mejor poema de la mar que tenemos en nuestra literatura. Pero como Juan García , aunque tan amigo de la soledad, nada tenía de insocial ni de misántropo, y «tanto vivía de ajenas vidas cuanto de la vida propia», jamás prescinde del elemento humano en el paisaje, sino que hace vagar entre el caprichoso juego de las nieblas, «que a veces embozan, a veces velan como transparente gasa la marina», sombras [p. 307] familiares de su juventud, apariciones ya trágicas, ya risueñas, historias contadas a media voz, parte reales, parte soñadas o que del espíritu no pasaron a la ejecución. Libro que con apariencias ligeras envuelve una psicología profunda y amarga a veces, que no todos entenderán, que todos lamentarán entender demasiado, porque el fruto de la experiencia suele tener un dejo más agrio que dulce, aun en los hombres buenos. Cinco son estas narraciones, y todas ellas tienen por teatro la maravillosa playa del Sardinero, lugar predilecto de Amós de Escalante ( Ille terrarum mihi praeter omnes - angulus ridet... ), donde «nunca encontraron hastío sus ojos ni cansancio su alma», aunque la frecuentaba menos desde que el prosaico veraneo de tierra adentro vino a quitarle mucho de su majestad y hermosura. Entre estos relatos descuellan dos: Un cuento viejo y A flor de agua . Del primero es enteramente histórica la catástrofe, que todavía recuerdan algunos en Santander. Impresa está la biografía del protagonista, a quien su mala suerte trajo a ahogarse en nuestra playa. Era un alto oficial, creo que de Estado Mayor; su apellido Buenaga; mozo bizarro, de hermosa postura y complexión atlética. Díjose ya entonces que una liviana voluntad femenina le había movido a arrojarse a la temeraria aventura en que sucumbió. Este rumor fué aprovechado artísticamente por Juan García , introduciendo en la más culminante y dramática situación una linda paráfrasis del antiguo cuento de don Manuel de León y del guante arrojado por su dama entre los leones; página que se lee con encanto aun después de conocida la balada de Schiller ( Der Handschuh ) sobre el mismo argumento. Ni el carácter de Vivero, ni el de la marmórea y soberbia Laura, son tampoco creación arbitraria de la fantasía. El segundo, sobre todo, tiene tales toques de verdad en su inhumano y feroz egoísmo, que no puede dudarse de la existencia de un modelo vivo, acaso muy presente a los ojos o a la memoria del artista cuando trazó su vengador perfil, trasladándole a época algo más lejana.
Distinto género de interés, pero acaso algún misterioso parentesco moral ofrece con esta narración la titulada A flor de agua , donde casi todo pasa en el laboratorio de la conciencia; autopsia despiadada de un alma en momentos de honda perturbación y hasta de vértigo; que llamaríamos el Werther o el René de su autor, [p. 308] si pudiese ejercer nunca la tóxica influencia que aquellos libros ejercen en espíritus jóvenes y desprevenidos, y si las sanas y piadosas máximas en que abunda no fuesen ya bastante correctivo a lo que puede haber de excesivo o de peligroso en el devaneo o cavilación melancólica del protagonista. Es el único escrito de Juan García en que pareció bordear la sima de la desolación humana; no ciertamente para arrojarse a ella con desaliento cobarde, sino para escudriñarla hasta el fondo; operación de moralista lícita y aun loable en sí; pero de la cual pueden levantarse nieblas que ofusquen el ánimo mejor dispuesto para triunfar de las negras potencias del abismo que inducen a la desesperación a los mortales. Aquella crisis espiritual fué la última en la vida del poeta: la sombra maléfica, si es que la hubo, no hizo más que resbalar sobre el terso cristal de su alma, tan versada en los misterios del dolor y tan sumisa finalmente a la voluntad divina.
Así llegó a la cristiana y serena elevación de Ave Maris Stella , historia montañesa publicada en 1877, una de las mejores novelas históricas que se han compuesto en España; para mi gusto la más simpática, juntamente con El señor de Bambibre , de Enrique Gil, otro ingenio septentrional de la misma familia de espíritus que Amós de Escalante; pero cuya voz melodiosa tiene un timbre más apagado, así como los idílicos paisajes del Vierzo, descritos por él, difieren de la ceñuda y selvática majestad de nuestros montes.
Desde su primera juventud, casi diríamos desde su infancia, fué Escalante gran devoto de Walter Scott, a quien leía con delicia, no sólo en sus novelas, sino en sus poemas, mucho menos conocidos en España. En el presente tomo puede verse la gallarda traducción que hizo de El Palmero , dándole el tono y sabor de un viejo romance castellano. Entre las novelas, gustaba con preferencia de Waverley , de Old Mortality y de El Anticuario . A ellas y a todas alcanza esta brillante síntesis, que trazó al correr de la pluma en un artículo crítico de que guardo indeleble memoria por haber servido de cariñoso estímulo a mis primeros ensayos:
«Reinaba por entonces en los dominios de la imaginación, teniendo a su merced el universo leyente, uno de los más hábiles y poderosos magos, a quienes enseñó naturaleza el arte de evocar y hacer vivir generaciones muertas, levantar ruinas, poblar [p. 309] soledades, dar voz a lo mudo, voluntad a lo inerte, interrogar a los despojos de remotos siglos y hacer que a su curiosidad respondieran; aprendiendo de la espada rota en cuál batalla ganó sus mellas; del borrado libro, a cuál cerebro dió luz y a cuál corazón inquietudes; de la herramienta desconocida, los usos e industrias en que sirvió al hombre; del apolillado mueble, qué secretos encerró, qué vanidades lisonjeaba, qué necesidades entretenía; de la deslucida y harapienta tela, las desnudeces que disimuló y las maldades o las virtudes que vistiera; de la desbaratada joya, el lujo de que fué instrumento y cómplice; del cantar antiguo, los miedos que logró ahuyentar, las cóleras que supo encender, y de las leyes escritas, de las piedras labradas, del eco tenuísimo, sensible apenas, conservado en la memoria de la raza, los vicios y virtudes, las necesidades, las costumbres, el culto, el arte, la lengua; adivinando el modo de vivir del espíritu en la obra del entendimiento y el modo de vivir del cuerpo en la obra de las manos. Era esta mago Walter Scott.» [1]
Cabalmente el primero en fecha de sus imitadores españoles, que fueron legión bizarra y animosa, aunque todos más literatos que novelistas de vocación, había sido un ingenio santanderino, don Telesforo de Trueba y Cosío, que arrojado por las tempestades políticas a Inglaterra, donde se había educado, aprovechó su rara pericia en la lengua de aquella nación para escribir interesantes narraciones de asunto español, entre las cuales sobresale la titulada El Príncipe Negro en Castilla . Era Trueba ardiente patriota, y por puro patriotismo escribía en inglés, para que se difundieran más rápidamente por el mundo los cuadros y tradiciones heroicas de nuestra historia, el tesoro poético de nuestras crónicas y romanceros. Era escritor culto y discreto, y si le faltaban dotes de primer orden tuvo las suficientes para ser leído con agrado y obtener un éxito lisonjero, aunque efímero, siendo traducidas sus obras a las principales lenguas de Europa, incluso el ruso, y llevando a todas partes las primeras nuevas del despertar romántico de España.
Juan García , que estimaba en su justo precio a este modesto y olvidado precursor del romanticismo peninsular, encontraba entre [p. 310] el montañés de Escocia y el montañés de Cantabria afinidades de origen, por las cuales había sido conducido naturalmente el segundo a la imitación del primero. «Parécense las cunas de ambos poetas, regiones una y otra de montes y aguas, ásperas y sombrías, de suelo pobre, desdeñoso cielo, angostas hoces, hondos bosques, inexploradas cimas, terror misteriosos, padre de la superstición y la conseja, razas suspicaces y belicosas, fuente de tradiciones y leyendas.»
Pero a ingenios de otra valentía y de temple más castizo que el anglo-hispano Trueba y Cosío, estaba reservado el producir la genuina novela montañesa, descubriendo y aprovechando «la varia y generosa poesía esparcida, manifiesta u oculta, en las antiguas leyes, en las costumbres, en las memorias y el paisaje sublime de su nativa tierra». Bastóle a Pereda la observación de la siempre fiel naturaleza para hacer entrar en los dominios de la inmortalidad a la Cantabria agreste y marinera. Antes y después de este triunfo soberano de nuestra musa regional, buscaba Juan García en el subsuelo histórico las hondas raíces de aquel árbol de ruda corteza y savia infatigable y rica, que tan buena sombra había prestado siempre a los moradores de la llanura. Hubo un momento en que ambas intuiciones poéticas se encontraron sin confundirse. Pereda, refractario por temperamento a la curiosidad erudita, sentía vigorosamente la tradición como si de ella formase parte; no la aprendía, sino que la veía, en sí mismo primeramente, y en todo el círculo de sus ideas y afectos. Era el fondo de su vida psicológica, y dondequiera la encontraba reflejada: en las fiestas y regocijos populares; en ferias, romerías, hilas y deshojas ; en la viril cristiana democracia del cabildo de mareantes; en la benéfica tutela del patriarcado rural. De cómo habían vivido los montañeses de otras edades, nunca pensó en informarse despacio; pero adivinaba lo pasado por los recuerdos de su niñez, y creía vagamente en una edad de oro, tras de la cual había vendido la de plata, ya próxima a degenerar en la de hierro, pero que todavía conservaba intacto algún filón de la riqueza antigua.
Este filón era el que tenazmente explotaba Amós de Escalante, cuya imaginación retrospectiva, no de aquélla que suele descaminar como fuego fatuo a los eruditos livianos y presuntuosos, sino imaginación de poeta encariñado con las ruinas, no por ser [p. 311] ruinas, sino por ser bellas, completaba la visión de Cantabria, transportándola de las lejanías del ensueño al firme terreno de una realidad histórica y poética a la vez: histórica por lo sólidamente documentada, poética por la verdad eterna de los sentimientos.
Motivo de larga indecisión fué para Amós, no el escoger argumento para su novela, puesto que el sencillísimo que tiene (una discordia y rivalidad amorosa entre hermanos) se le ocurrió casi de improviso y es una situación de las más elementales, sino el fijar la época de la acción y el grupo de acontecimientos históricos que habían de combinarse con los incidentes de la fábula. Otros ensayos de novela histórica había hecho antes de éste; pero ninguno llegó a término, aunque de El Veredero , donde se proponía perpetuar algunos rasgos de la vida provincial en las postrimerías del siglo XVIII, llegó a escribir bastantes capítulos. Menos avanzó en Giles y Negretes , crónica de los bandos de Trasmiera en tiempo de Enrique IV, tema de su especial predilección, y sin duda el más novelesco y pavoroso que ofrecen los anales de la provincia. Por fin recayó su elección en el siglo XVII, lo cual ocasionalmente puede atribuirse a la lectura, atenta y meditada como todas las suyas, que por aquellos días hizo de los tomos entonces recientes del Memorial Histórico Español , que contienen las Memorias de don Diego Duque de Estrada, las cartas de los jesuítas y otros documentos relativos a la historia anecdótica del reinado de Felipe IV. Le interesaba el contraste entre el hervir bullidor de la vida militar, aventurera y cortesana, que en aquellos relatos se presenta, y la existencia quieta, oscura, todavía de Edad Media, pero de Edad Media pacificada y sumisa, que adivinaba su espíritu escudriñador en las crónicas monásticas, en los papeles de pleitos y linajes, en los cuadernos de hermandades, único archivo montañés de aquella centuria en que la Montaña no tuvo historia para los extraños.
Además, escribiendo de aquel período en que el arte español recogió su más alta corona como en desquite de las que dejaban caer sus monarcas, llevaba vencida de antemano la mayor dificultad de la novela histórica: la de dar al diálogo su propio y genuino sabor, sin esfuerzos de arcaísmo, sin taracea de vocablos viejos y nuevos, escollo inevitable en argumentos de la Edad Media, [p. 312] donde la representación, si es nimiamente fiel, puede tornarse en incomprensible para el vulgo, y si se moderniza demasiado, corre riesgo de hacerse trivial y desagradar a los entendidos. En el siglo XVII encontraba Amós su verdadera patria espiritual. Si de algo pecan sus personajes es de hablar demasiado bien, con una pureza de gusto más propia de los contemporáneos de Fr. Luis de Granada que de los de Gracián. Pero recuérdese que a provincias las modas solían llegar tarde, y es natural que en tierra tan fragosa como la que más de España y tan alejada del trato y comunicación forastera, no hubiesen penetrado mucho las quintas esencias del gusto palaciego y se hablase todavía llana y apaciblemente, aunque no de fijo con tanta sabiduría y discreción como la que muestran en sus pláticas los hidalgos y religiosos que Amós introduce en su libro. Él por su gusto participaba de ambos siglos, y era indulgente hasta con el abuso del ingenio; pero el sexcentismo , sólo por sus partes mejores y más sanas, pudo tener acción sobre él. Nunca su pluma resbaló en el culteranismo; pero como hombre de ingenio tan sutil fué alta y noblemente conceptuoso en prosa y en verso, declarando las agudezas de su pensar, no con palabras forasteras y peregrinas, sino con suave y graciosa elegancia que rodea amorosamente el concepto y en él se recrea hasta agotarle. Quevedo, tan gran mina en lo serio como en lo jocoso, aunque menos trabajada por los imitadores, le cautivaba por la valentía de las sentencias, y a veces le imitó en esto, pero no en su concisión áspera y ceñuda, que es de muy peligrosa imitación para quien no tenga su propio genio colérico, impaciente y adusto, que procede siempre como por saltos.
De las dos principales formas que la novela histórica tiene, ¿a cuál pertenece Ave Maris Stella ? Hay entre las obras de Walter Scott, algunas de las más brillantes y famosas, no de las más espontáneas ( Ivanhoe, Quentin Durward ...), en que la historia da, como dice muy bien nuestro Amós, «el esqueleto y trabazón del artificio literario, el color de los tiempos, el compás de la acción, la medida de los caracteres y aventuras». Tienen estas novelas el inconveniente de que la Historia se desborda en el campo de la poesía, con tan impetuoso raudal, que anula la acción del protagonista inventado y convierte sus personales aventuras en una especie de máquina teatral puesta al servicio del gran [p. 313] drama de las ambiciones y las catástrofes humanas. Sobre esta manera de narraciones histórico-anoveladas recaen principalmente las observaciones de Manzoni, que, después de haber compuesto su áureo libro de I Promessi Sposi , entró en escrúpulos literarios sobre el libro y sobre el género, y escribió su opúsculo De la novela histórica , en que expone largamente y con su ingenio y sagacidad acostumbrados, los inconvenientes de aquella forma poética y de las que con ella tienen alguna semejanza. En lo cual es de notar que Manzoni tildaba y corregía opiniones suyas anteriores, puesto que en su admirable Carta sobre las unidades dramáticas , había hecho la más profunda apología del drama histórico, tanto mejor, cuanto más fiel a la Historia; siendo doctrina de aquel sutil pensador y gran poeta que «las causas históricas de una acción son esencialmente las más dramáticas y las más interesantes, y que cuanto más conformes sean los hechos con la verdad material, tendrán en más alto grado la verdad poética que buscamos en la tragedia».
Si esta doctrina puede parecer extremada por lo mucho que restringe los derechos de la fantasía, todavía es más rígida la que luego sostuvo, condenando, como género contradictorio en sí mismo, toda mezcla de historia y ficción. La humanidad continúa recreándose con este género híbrido, y en la cúspide de él coloca precisamente un libro de Manzoni. Pero éste pertenece a la segunda categoría de novelas históricas, al grupo en que debemos colocar también las obras más amables y espontáneas de la primera manera de Walter Scott. En vano intentan hoy los críticos rebajar el mérito de este mago de la Historia, Homero de una nueva poesía heroica, acomodada al gusto de generaciones más prosaicas, y, en suma, uno de los grandes bienhechores de la humanidad, a quien dejó en la serie de sus libros una mina de honesto e inacabable deleite. La exactitud histórica completa es un sueño; y si por medio de procedimientos científicos no podemos llegar más que a una aproximación, ¿quién va a exigir más rigor en el arte? Walter Scott nunca tuvo la pretensión de que sus novelas sustituyesen a la Historia, y, sin embargo, grandes historiadores fueron los que, guiados por su método, comenzaron a resucitar la Edad Media con su genuino espíritu.
Para los grandes hechos históricos no hay como la historia; [p. 314] la fábula sirve sólo para oscurecer su grandeza. El único medio artístico de celebrarlos con dignidad es la efusión lírica. Pero ni la historia se compone tan sólo de peregrinos y encumbrados acaecimientos, ni sabe ni dice todo lo que puede decirse y saberse de ciertos períodos, hombres y razas, que por no haber influído eficazmente en el mundo, o porque de sus hechos no queda bastante memoria en papeles y libros, permanecen olvidados y silenciosos aguardando el son de la trompeta que los levante del sepulcro. Y entonces llega el arte, que entre sus excelencias tiene la de suplir con intuición potente las ignorancias de la ciencia, los olvidos y desdenes de la historia; y resucita hombres y épocas, nos hace penetrar hasta lo íntimo de la organización social, y nos da a conocer, no sólo la vida pública y ruidosa, sino la familiar y doméstica de nuestros progenitores. Que tal oficio está expuesto a quiebras en modo tal, que si esas generaciones despertasen, quizá no conocieran su propio retrato, puede ser cierto; pero cuando faltan modos de averiguarlo, importa poco, si el novelista lo es de veras, que haya sustituído la realidad histórica, mezquina y prosaica a veces, con otra realidad poética, dulce y halagadora, que, en medio de todo, es tan real como cualquiera otra de la vida. Pero ni aun ese cargo puede hacerse a los poetas eruditos que antes de escribir novelas se han internado en el laberinto de las pasadas edades con el hilo de la crítica, y han reconstruído, no simplemente adivinado, la historia, fundándola, antes que en vagas imaginaciones, en porfiada y diligente labor sobre antiguos documentos, sin desdeñar tradiciones y usanzas añejas, donde la historia vive vida tan persistente y tenaz como en los relatos de los cronistas. Tal hizo Walter Scott en aquellas novelas, para mí las mejores de su colección, en que describe costumbres escocesas que él y muchos de sus lectores habían alcanzado, odios de familia que aún duraban al tiempo de su infancia; tal realizó con suma conciencia Manzoni para restaurar aquella Lombardía semiespañola del siglo XVII, y tal fué, en su historia montañesa de la misma centuria, la empresa que acometió Juan García , discípulo de los más hábiles que en España han tenido ambos maestros.
Discípulo de Manzoni más que de Walter Scott, si se atiende al espíritu, no sólo moral, sino austeramente religioso, de positivo y práctico cristianismo, que se difunde por todas las venas de [p. 315] la obra; arte severo e inmaculado que no admite, ni a título de contraste, ninguna emoción desordenada. Discípulo por la sencillez de la acción que no sale de los términos de la vida ordinaria, ni ofrece complicación alguna de las que por excelencia se les llaman novelescas, ni busca tampoco los aspectos más brillantes de la historia al injertarse en su tronco. Discípulo también, pero no imitador ni copista servil, en los dos principales caracteres, don Diego Pérez de Ongayo y Fr. Rodrigo. ¿Quién al contemplar el verdadero desenlace de nuestra novela en la cristiana y resignada muerte de aquel desalmado solariego, Caín de sus hermanos, amansado ya y traído a penitencia por la solemne, a par que cariñosa voz de su hermano el fraile, no se acuerda involuntariamente del Innominato y de Fra Cristóforo ?
Otros caracteres entran más en el género de Walter Scott. Casto y gentilísimo, con delicados toques de pasión, es el tipo de doña Mencía; grave y austeramente señoril el de su madre doña Brianda; arrebatado y generoso el del Capitán que vuelve de Flandes; noble y fiel el del Rebezo; iracundo y pronto a la venganza el del catalán, como aquellos paisanos suyos cuyos hechos nos refirió en estilo de Tácito don Francisco Manuel de Melo. Ninguno de estos personajes es convencional; todos tienen rasgos de época finamente estudiados. Pero aunque entre ellos se teja principalmente la trama de la novela, todavía valen más otros personajes episódicos: el hidalgo e Binueva, tan sano y entero de alma como descompuesto, extraordinario y brusco en actos y modales; el ladino y cortesano abad de Santillana, que tan discretamente camina al logro de sus ambiciones; el taimado político de campanario Agustín Calderón; el licenciado de Ruiseñada, rico en argucias y pedanterías jurídicas; los dos hermanos Gómez de la Torre, deliciosamente cómicos en su galantería infantil y trasnochada, en la perpetua comunidad de sus pareceres y en la impertinencia de sus discursos. Y tras ellos todo el coro de montañeses, que bien muestran ser abuelos genuinos de los de Pereda y parientes próximos de los escoceses pintados por Walter Scott, sin que haya en esto imitación, sino absoluta y perfecta coincidencia: económicos, pacientes, cautelosos, astutos, obligados a serlo por la pobreza de la tierra y por el hábito de vivir en perpetua contienda forense.
[p. 316] El escenario histórico en que toda esta gente se mueve está admirablemente elegido. Quedaba en las Asturias de Santillana, y persistió por lo menos hasta el tiempo de Carlos III, un resto importante de las antiguas libertades comunales: las Juntas de los nueve valles, que se reunían en el Puente de San Miguel, lugar del valle de Reocín. «Desde allí (como dice Escalante) fué largos años gobernada y regida por sus procuradores, parte muy principal y considerable de aquella antigua tierra en Castilla llamada de Peñas-al-mar, tierra tan fatigada por el ánimo inquieto de sus naturales, los derechos encontrados, las jurisdicciones varias, las leyes muchas y confusas, mal obedecidas las nuevas y olvidadas las antiguas.»
Hallábase aquel humilde Capitolio montañés, del cual no quedan ni ruinas, en la margen izquierda del Saja. El archivo de las Juntas se guardaba y no sé si se guarda todavía en la vecina ermita románica de San Miguel. Atentamente le había explorado Amós de Escalante, para quien eran tan conocidos aquellos parajes como los rincones de su nativa casa. Cuanto en el libro se escribe de aquella rústica congregación de los procuradores de los valles es historia pura fundada en el texto de las Ordenanzas confirmadas en 1645 por Felipe IV, y en otros varios documentos que en los apéndices se mencionan. Histórico es el orden de presidencia y asiento; históricos los nombres de los justicias, procuradores y escribano que en la Junta figuran; histórico el mandamiento o convocatoria a los valles, y todos los demás papeles que en el mismo texto de la novela se ponen íntegros o en extracto, como Manzoni intercaló los bandos de los gobernadores de Milán. Este escrúpulo de nimia exactitud diplomática contribuye al prestigio de la ilusión poética, haciendo al lector verdaderamente contemporáneo de los sucesos que se narran. El cuadro de las Juntas es acaso el mejor de la novela, y la brava pendencia con que terminan recuerda, con desenlace menos sangriento, la lucha de los dos clanes rivales en The fair maid of Perth .
Reparos harto livianos han puesto a Ave Maris Stella los pocos críticos que se han fijado en ella. Dicen que la acción, aunque dulce y simpática, es pobre y algo desleída. No puede llamarse pobre una acción que tiene todo lo necesario para su integridad, y además en Ave Maris Stella , como en todas las buenas novelas [p. 317] históricas, el interés es doble: uno el personal de los protagonistas; otro el interés colectivo, el interés de la historia en que ellos van envueltos y que los arrastra en sus tortuosos giros. Atender al primero y no al segundo, que en la intención del autor es casi siempre el capital, equivale a desconocer la verdadera índole de este género narrativo, cuya mayor eficacia y virtud poética consiste precisamente en mostrar la acción del destino histórico sobre el destino individual; empresa de mucha más consecuencia que las manifestaciones del puro realismo. Entendida de este modo la novela histórica, viene a ser una transformación moderna de la epopeya. Así en la novela única e insuperable de Manzoni, una inocente pareja de sencillos contadini , Renzo y Lucía, pasea sus contrastados amores a través del hambre, del tumulto y de la peste, y viene a reflejarse en aquellas humildes existencias todo el movimiento de la sociedad lombarda del siglo XVII en todas sus clases y condiciones, desde los bravos asalariados y tiranuelos feudales, hasta el santo Arzobispo Federico Borromeo. Así, en El Señor de Bembibre , novela dignísima de ser citada en primera línea entre las nuestras, el gran drama de la caída de los Templarios y la visión imponente del Castillo de Cornatel, se sobreponen en mucho al interés que, sin duda, despiertan las cuitas amorosas de don Álvaro y doña Beatriz, tan delicadamente interpretadas por el alma ardiente y soñadora del poeta.
No es pobre la acción de Ave Maris Stella , si se atiende a los dos elementos que en ella fundó sin violencia Juan García ; pero es cierto que pudo desenlazarla por medios menos rápidos y bruscos que aquella riada del Saja, por otra parte admirablemente descrita, y que parece luchar con estos soberanos versos de Lucrecio (I, 286-290), que tan presentes tenía:
Nec validei possunt pontes venientis aquae
Vim subitam tolerare; ita magno turbidus imbri
Molibus incurrit, validis cum viribus, amnis;
Dat sonitu magno stragem; volvitque sub undis
Grandia saxa; ruit, qua quidquam fluctibus obstat.
Pero ya he dicho que para mí el verdadero desenlace no está en el accidente fortuito y material que arrastra a don Álvaro, sino en la conversión moral de su hermano don Diego.
[p. 318] Con ligereza se ha dicho también que el novelista se desentiende de las situaciones más culminantes para pintar un paisaje o una marina con verdadera delectación morosa. Precisamente nuestro Amós conocía muy bien este punto flaco del arte de Walter Scott, «el cual, con tanto amor y deleite se detiene a veces en detallar y pulir sus cuadros de la Naturaleza, en hacer correr sobre ellos, ya la luz, ya la sombra, que parece olvidarse de que le aguardan sus héroes para hablar o moverse, y con mayor impaciencia el lector, puesto en sus manos por la afición o el capricho». El capítulo titulado Puerto Calderón con que empieza la novela montañesa, es el único que adolece de este defecto, y hubiera ganado con ser más breve, aunque en ello se perdiesen algunos primores de forma; pero no puede decirse que en él se distraiga el autor de nada, puesto que todavía no ha comenzado su relato. Lo que sí puede y debe decirse es que tarda en entrar en materia, y que esta novela, al revés de otras muchas, va ganando interés conforme avanza.
No necesito encarecer de nuevo las dotes de paisajista que Escalante tuvo y que no podían menos de ser para él una tentación perpetua. Pero debo notar que, en este último libro, la Naturaleza visible está sentida y representada de un modo muy diverso que en sus relaciones de viajes y en sus impresiones de la playa. El paisaje de Ave Maris Stella está empapado de emoción moral, si vale la frase. Guarda misteriosa consonancia con los estados de alma de los personajes y con las escenas en que intervienen. Es, por decirlo así, un lenguaje simbólico en que la tierra madre habla a sus hijos. Fácil sería puntualizar esto, si los límites del presente estudio lo consintiesen. Tampoco responderé de nuevo a las acusaciones de afectada cultura en el lenguaje. Suponiendo, lo cual estoy muy lejos de conceder, que para los españoles sea arcaica la lengua que hablaron sus mayores prosistas y poetas, siempre estaría legitimado su empleo en un argumento del siglo XVII y en la pluma de un escritor que podía decir de sí mismo, como Tito Livio, que escribiendo de cosas antiguas sentía que su alma se hacía antigua también: Vetustas res scribenti nescio quo pacto antiquus fit animus .
Legítimo poeta en prosa don Amós de Escalante, hizo también muchos y excelentes versos, teniéndoles en tal predilección, que [p. 319] sólo en ellos estampó su nombre verdadero, reservando el pseudónimo para las obras en prosa. Con algunos de los más selectos formó en 1890 un precioso tomito, cuya edición privada, y de cortísimo número de ejemplares, apenas traspasó el círculo de su familia y amigos. Hoy se reimprime acrecentado con otros de mérito no inferior que se han encontrado entre sus papeles. Muchos más condenó a la oscuridad, y acaso a la destrucción, su acendrado gusto, que tratándose de cosas propias se pasaba de nimio y meticuloso. Basta con los coleccionados para que el tomo quede el más cabal que del poeta montañés tenemos, y uno de los más personales y simpáticos de la lírica española de nuestros días.
Muchas veces se ha repetido, siempre con airada protesta de la gente del Norte, aquella sentencia atribuída a don Alberto Lista: «Del Duero allá no nacen poetas.» Injusta era ya cuando dicen que se pronunció, puesto que sin remontarnos a la antigua poesía épica y a los Santillanas y Manriques del siglo XV, del lado acá del Duero había nacido Zorrilla, el mayor poeta narrativo y legendario de toda la literatura romántica. Pero si en vez del Duero se hubiese dicho del Ebro allá , no hubiese sido tan fácil impugnar la proposición. Asturias misma, fecunda en excelentes prosistas, apenas contaba, antes de la aparición de Campoamor, más títulos de relativa gloria poética que las comedias de Bances Candamo y las sátiras y epístolas de Jovellanos. La musa gallega, primogénita entre las peninsulares, [1] no había reverdecido aún sus laureles de la Edad Media. Y nuestra comarca, que había dado a la corte del Emperador Carlos V el más brillante e ingenioso de sus retóricos y moralistas, el de mayor celebridad e influencia en Europa, sólo puede citar en el siglo XVII un poeta más conocido y más digno de serlo como dramático que como lírico; dos o tres harto adocenados en el XVIII; cuatro o cinco muy dignos de estima en el XIX, ninguno tan selecto en la dicción, tan rico de savia propia y de intensa cultura como Escalante. Evaristo Silió, prematuramente malogrado, tuvo la inspiración melancólica y gris de nuestro paisaje otoñal, pero algo monótona y enfermiza. Fernando Velarde, mucho más conocido en América que en [p. 320] España, alma vehemente, apasionada y triste, ingenio grande e indisciplinado, versificador grandilocuente y estrepitoso, semejaba un pájaro tropical de vistoso y abigarrado plumaje. Casimiro Collado, espléndido poeta descriptivo en la oda a México , hondamente elegíaco en Liendo o el valle paterno , era un diestro cincelador de versos clásicos, que llegó a la perfección en dos o tres composiciones, sin desentonar en ninguna. [1]
Dos poetas idealistas y melancólicos nacidos en otra provincias del Norte de España tienen con nuestro Amós más estrecho parentesco que los de su tierra. Uno es el tierno y melodioso cantor de La Niebla , de La gota de rocío y de La violeta , Enrique Gil, a quien ya hemos recordado como novelista. Otro es Pastor Díaz, más sombrío y nebuloso, más acerbamente triste, más gráfico en la dicción, más vibrante y enérgico. En sus versos sonó por primera vez el arpa de nácar de la Sirena del Norte . y las huellas de su radiante aparición no se han borrado todavía:
No más oí de la gentil Sirena
El concierto divino,
Sino el tumbo del mar sobre la arena,
Y el bronco són del caracol marino.
Pero el numen que inspira a Escalante no es tan tétrico y gemebundo como el que dictó los versos a la Luna y La Mariposa negra ; el que había susurrado al oído del poeta gallego cuando apenas tenía diez y siete años:
De ébano y concha ese laúd te entrego
Que en las playas de Albión [2] hallé caído;
No empero de él recobrará su fuego
Tu espíritu abatido.
El rigor de la suerte
Cantarás sólo, inútiles ternuras,
La soledad, la noche y las dulzuras
De apetecida muerte.
[p. 321] También Escalante recibió de manos de la triste maga el laúd de ébano y concha, alto consolador de sus melancolías. Pero atento a la voz del paisaje, atento a la voz de la historia, nunca pudo contarle entre sus víctimas el subjetivismo romántico, ni cantó sólo estériles ternuras. Su alma se difundía sobre las cosas exteriores, y después de abarcarlas con serena contemplación, parecíale pequeña cosa su dolor comparado con el dolor universal. Y como la ley del dolor no estaba escrita para él en las tablas de diamante de la fatalidad, sino que sentía en ella el gemido que lanzan las criaturas violentamente apartadas del centro de su vida e inquietas y desasosegadas hasta que tornen a él, pronto la paz de Señor tocaba su alma, ahuyentando los fantasmas del desaliento y de la duda. Su pensamiento constante profundo, aun en las composiciones que parecen más frívolas, lanzaba destellos de purísima luz en sus versos religiosos, que son de los más bellos que hay en nuestra literatura moderna, poco fecunda en este género, que, por ser el más excelso de todos, no consiente vulgaridad ni medianía.
Si poeta ha de llamarse al que ha tenido un modo propio de sentir, un modo personal de interpretar la naturaleza y la vida, y ha encontrado para expresar este sentir y esta visión suya aquella forma íntima y solitaria, ajena cuanto cabe del razonamiento prosaico, a la cual llamamos forma lírica, no hay duda que Amós de Escalante es todavía más poeta en sus versos que en su prosa, porque su alma se pone en más directa comunicación con sus lectores, y además la rapidez y concentración del estilo poético le impide caer en el único defecto que puede notarse en su manera, algún exceso de amplificación, cierta tendencia a desleir las ideas y a pararse cariñosamente en cada una. Él mismo decía que el soneto le había «disciplinado», y los hizo primorosos de todos géneros. En verso propendió siempre a la sobriedad, y quizá por exceso de ella parece alguna vez oscuro y premioso. Era robusto artífice de endecasílabos: sus cláusulas rítmicas tienen gran sonoridad y empuje; pero todavía se [p. 322] aventaja a sí mismo en el primor y ligereza de los versos cortos. No diré que, a pesar de todo su estudio, llegase a vencer siempre las asperezas de la rima; descuidos técnicos podrá tener, que desde luego entregamos a la voracidad de los pedantes, si es que son capaces de discernirlos, porque esa crítica menuda suele dar palos de ciego.
Para las almas dignas de comprender el alma de su autor, estas poesías no necesitan encarecimiento; necesitaban, sí, un comentario, y he procurado ponérsele en todo lo que llevo escrito sobre la persona de Juan García , tal como la veo reflejada en sus libros; tal como la vi, siempre fiel a sí misma, en muchos años de constante y respetuosa comunicación. He procurado señalar las fuentes de su inspiración; descubrir sus procedimientos artísticos; leer en su alma, tarea grata para mi corazón, que durante largas horas ha creído escuchar su plática docta, insinuante y aguda. Ahora ya puede el lector, libre del fárrago de mi prosa, espaciar la vista por sus marinas , perderse con él por los caminos de la Montaña y aspirar el silvestre olor de las flores campesinas recogidas por él en búcaro gentil, digno de albergar, no sólo las que cultivaba en su plácido huertecillo el injustamente olvidado Selgas, sino las que dieron lecciones y documentos de moral sabiduría en las inmortales Silvas de Rioja.
No faltará quien tache o recuse por parcial y apasionada esta apología de un escritor tan poco sonado en los papeles críticos, tan peregrino en los oídos de la generación presente. Mi entusiasmo por él es grande, sin duda, pero razonado y reflexivo. Creo de todas veras que Amós de Escalante era un clásico en vida, y que por clásico han de estimarle los venideros, a no ser que acaben de perderse en España todas las buenas tradiciones de lengua y estilo. No soy de los que se entregan al fácil juego de ensalzar autores de segundo orden con el secreto designio de abatir a los de primero. No soy iconoclasta, ni trato de levantar altar contra altar. Lo que lleva el sello del asentimiento universal tiene para mí grandes y serios motivos de creencia. Tengo horror invencible a la paradoja y a la afectación de originalidad, que es las más veces impotencia disimulada. Afirmo, por consiguiente, que la generación que admiró a Tamayo y Ayala, a Pereda y Alarcón, a Campoamor y Núñez de Arce, al único e incomparable Valera, [p. 323] tuvo grandes razones para admirarlos, y que estas razones se irán viendo más claras conforme pase el tiempo. Pero creo que estos nombres no están solos, y que el campo de la literatura que para nosotros fué contemporánea y de la cual debemos informar a los venideros para que no padezcan engaño, es mucho más vasto que lo que pudieran hacer creer historias superficiales en que hombres como don José María Quadrado o don Amós de Escalante no ocupan más que una sola y menguada página o no están mencionados siguiera. No confío en que Escalante llegue a ser popular nunca: su amor grave y profundo a la belleza, su arte complicado y laborioso, le apretarán siempre del vulgo; pero no dudo que si la juventud se fija en sus obras, inéditas todavía para la mayor parte de los españoles, llegará a tener un grupo selecto de admiradores, y triunfará después de muerto, como triunfaron otros espiritus suaves y distinguidos: el solitario soñador Sénancour, el fino moralista Joubert [1] y los dos Guérin, nobile par fratrum . Y espero también que esta rehabilitación ha de comenzar entre los jóvenes de su tierra natal, que tiene una gran deuda de agradecimiento con este hijo suyo, que se lo sacrificó todo, hasta la esperanza de la gloria, siempre tardía y perezosa para quien se aleja del centro donde la multitud reparte sus favores.
Decía un amigo suyo que Amós tenía dos grandes devociones: el mar y los frailes de San Francisco. Una y otra le acompañaron hasta la tumba. Puede decirse que murió asido al cordón franciscano de que habla en un soneto. Desde las casas de Becedo, donde había nacido, levantadas por los de su linaje junto al arroyo donde cayó herido de un ballestazo Fernando de Escalante en la victoriosa resistencia que la villa de Santander opuso en 1466 a la gente de armas del segundo Marqués de Santillana, pudo oír, hasta la hora en que acompañaron su tránsito, las campanas del convento [p. 324] de San Francisco, edificado en el solar de aquel otro cuya fundación había descrito en una página digna de Ozanam. En aquella amplia y pobre iglesia, huérfana ya de sus antiguos moradores y amenazada de total ruina, que la Providencia quiso dilatar, sin duda, para que sus ojos entornados por la muerte la pudiesen contemplar hasta el fin, sonaron por él las preces funerales; y si el ánimo de los que las escuchábamos hubiese estado menos sobrecogido de religiosa emoción, y más libre para recrearse con memorias viejas, quizá hubiéramos visto cruzar la sombra de aquel terrible Juan Ruiz de Escalante, caudillo de los Giles, que sucumbió a manos de ingleses en la isla de Wight, y a quein trajeron los de su nao a enterrar en San Francisco, guardando sus barbas en un pañizuelo . De tal modo la historia doméstica de la familia de Amós estaba mezclada con la historia de la ciudad de que él fué ornamento y gloria.
En las noches tormentosas del mes en que salió de esta vida, los roncos alaridos del mar, encrespado y furioso como nunca, nos parecían formidables endechas con que plañía a su cantor excelso; pero en su alma purificada por el dolor, limpia por la contrición, en paz con Dios y con los hombres, debieron de sonar como clarines triunfales que festejaban su arribo a las playas de la eternidad. ¡Dichoso quien así había vivido! ¡Dichoso quien moría así!
¡Dichoso tú que en la ganada cumbre,
Al derribar del hombro fatigado
La vida y su gloriosa pesadumbre,
Podrás decir: «A tu mandato llego:
Esto, Señor, me diste; esto he logrado:
Tuyos lucro y caudal, te los entrego!»
Notas
[p. 269]. [1] Nota del Colector.-Estudio Preliminar al libro: Poesías de don Amós de Escalonte. Edición Póstuma. Madrid, Imp. Tello, 1907.
[p. 270]. [1] Don Amós de Escalante y Prieto nació en Santander el 31 de marzo de 1831, y murió en la misma ciudad el 6 de enero de 1902.
Sus obras son:
- Del Manzanares al Darro. Relación de viaje por «Juan García» . Madrid, imprenta de C. González, 1863; 8.º, 321 págs. y dos hojas más sin foliar.
- Del Ebro al Tíber. Recuerdos por «Juan García» . Madrid, imp. de C. González, 1864; 8.º, 410 págs. y tres hojas sin foliar, con el índice y erratas.
- Costas y montañas. (Libro de un caminante), por «Juan García» . Madrid, imp. de M. Tello, 1871; 8.º, 719 págs., y dos hojas más sin foliar.
- En la playa (Acuarelas).-Marina.-Un cuento viejo.-Bromas y veras.-A flor de agua.-La Luciérnaga . Madrid, imp. de M. Tello, 1873; 8.º, 306 págs.
- Ave Maris Stella. Historia montañesa del siglo XVIII, por «Juan García» . Madrid. imp. de M. Tello, 1877, 8.º, 497 págs.
- Amós de Escalante. (Poesías). Santander, imp. y litogr. de El Atlántico , 1890 (así en la portada exterior; en la interior dice: Marinas.-Flores. En la Montaña ); 8.º, 214 págs. y dos hojas sin foliar de índice. (Edición privada).
Quedan muchos artículos suyos, dignos de ser coleccionados, en El Día, La Epoca, La Ilustración Española y Americana y otros periódicos de Madrid, y en casi todos los que en su tiempo se publicaron en Santander, especialmente en el Boletín de Comercio, El Atlántico, La Tertulia y su continuación la Revista Cántabro-Asturiana , etc.
[p. 271]. [1] Artículo de Enrique Menéndez y Pelayo, en el libro De Cantabria , Santander, 1890, págs. 15-17.
[p. 279]. [1] Conoció bastante la lengua alemana y sus poetas para traducir con elegancia versos de Koerner, de Rückert y de Uhland, que están en el tomo de sus Poesías . Pero otros estudios le distrajeron de éste, en que perseveró más su íntimo amigo Adolfo de Aguirre.
[p. 279]. [2] Los estudios de latinidad y humanidades, que fueron capitales en su desarrollo como en el de todo literato digno de este nombre, los había hecho en Santander, en el Instituto Cántabro, del cual fué uno de los primeros y más aventajados alumnos. Véase el cariñoso recuerdo que le dedica en Costas y Montañas , págs. 276-280.
[p. 279]. [3] Tal es la verdadera fecha de las cartas que forman el libro Del Ebro al Tíber, aunque no se coleccionaron hasta 1864.
[p. 280]. [1] Del Ebro al Tíber, pág. 141.
[p. 295]. [1] Bajo este nombre se comprendía, no todo el territorio de la actual provincia de Santander, como equivocadamente han creído algunos, sino sólo los nueve valles del Alfoz de Lloredo, Reocín, Piélagos, Camargo, Villaescusa, Penagos, Cayón, Cabezón y Cabuérniga.
[p. 297]. [1] Natural de Ruiseñada.
[p. 297]. [2] De Ucieda.
[p. 297]. [3] De Tanarrio.
[p. 297]. [4] De Colindres.
[p. 299]. [1] Artículo de don Amós de Escalante sobre antigüedades montañesas, en el Homenaje a M. y P. en el año vigésimo de su profesorado : Madrid, 1899, tomo 1, pág. 856.
[p. 299]. [2] Claro es que prescindo aquí de todos los trabajos posteriores al de Juan García , y aun de los anteriores sólo he citado los que cuadran a mi intento. Quien desee lograr noticia cabal de todos ellos, llame a las puertas del rico Archivo y Biblioteca montañesa que ha formado en Santander el diligente coleccionista don Eduardo de la Pedraja.
[p. 301]. [1] Acrecen el valor de Costas y Montañas , como libro de erudición histórica, varios documentos interesantes que se publican por apéndice: el Fuero de Santander , conforme al texto del libro I.º de Privilegios y Donaciones de nuestra Iglesia, más correcto y cabal que la copia impresa por Llorente; Una carta de los Reyes Católicos a la villa de Santander , sobre elecciones municipales; el original del famoso Voto de San Matías , hecho por la misma villa con motivo de la pestilencia de 1503; Una relación inédita de Francisco Carreño, sobre el recibimiento y fiestas que se hicieron en Santander a la Reina doña Ana, cuarta mujer de Felipe II, en 1570; las Cartas de desafío que mediaron entre el Almirante don Lope de Hoces y el Arzobispo de Burdeos en 1639, y una detallada relación, también inédita, de la expedición pirática de aquel Prelado francés contra las villas de Laredo y Santoña; finalmente, catálogos de los abades de Santander y Santillana, que en la segunda edición aparecerán muy corregidos.
[p. 302]. [1] Esta voz, inventada acaso por Quevedo, tiene en todos los autores del siglo XVII, no el sentido honorífico que ahora disparatadamente le aplican muchos, sino el sentido despectivo de «hombre fatuo y presumido de su alcurnia».
[p. 302]. [2] «Facilitó esta resolución y levantó esta cantera el presidente Acevedo, a quien yo era desapacible, porque, siendo yo montañés, nunca le fuí a regalar la ambición que tenía de mostrarse, por su calidad, superior a los que en aquellos solares no reconocemos a nadie.» ( Grandes Anales de quince días , en las Obras de Quevedo , edición Rivadeneyra, tomo I, pág. 202).
Quevedo, aunque nacido en Madrid, gustó siempre de apellidarse montañés, y alguna vez añadió este calificativo a su firma; por ejemplo, en el autógrafo de su traducción de Anacreonte.
[p. 302]. [3] Véase la letra al abad de San Pedro de Cardeña , que es la 34 de la primera serie de las Epístolas familiares de Guevara.
[p. 305]. [1] Artaserse , att. III, sce. I.
[p. 305]. [2] And I have loved thee, Ocean! and my joy
Of youthful sports was on thy breast to be
Borne, like thy bubbles, on ward: from a boy
I wantoned with thy breakers-they to me
Were a delight; and if the freshening sea
Made them a terror - twas a pleasing fear,
For I was as it were a Child of thee,
And trusted to thy billows far and near,
And laid my hand upon thy mane - as I’do here
[p. 309]. [1] Artículo publicado en La Epoca sobre mi biografía de Trueba y Cosío en 1876.
[p. 319]. [1] Entiéndase de la poesía lírica, no de la épica, que es castellana desde sus orígenes, y el mayor timbre poético de Castilla juntamente con el teatro.
[p. 320]. [1] Hablo sólo de los que han cultivado la poesía lírica exclusivamente o con preferencia, no de los que, sin ser poetas de profesión, escribieron a veces elegantes y sentidos versos, como el docto catedrático Laverde Ruiz y otros.
[p. 320]. [2] Es notable, en efecto, el parentesco moral de estos poetas del Septentrión de España con algunos ingleses. Quizá Pastor Diaz, cuando escribió estos versos, no había pasado del falso Ossian. Cuando aparecieron las primeras composiciones de Enrique Gil, algún crítico notó analogías, que no encuentro fundadas, con las Irish Melodies , de Tomás Moore. En Amós la influencia inglesa fué constante, y se ejercitó, no sólo por medio de Byron, sino también de los poetas lakistas .
[p. 323]. [1] A Amós de Escalante puede aplicarse punto por punto lo que el excelente crítico inglés Matthew Arnold dice de Joubert:
«Vivió en los días de los filisteos, cuando toda idea corriente en literatura tenía el sello de Dagón, y no el sello de los hijos de la luz... Pero hubo unos pocos que, aleccionados por alguna tradición secreta, o iluminados quizá por divina inspiración, se libraron de las supersticiones reinantes, y no doblaron la rodilla ante los ídolos de Canaán, y uno de estos pocos se llamaba Joubert.»
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