SIGLO XIX
ANTONIO ARNAO Y ESPINOSA DE LOS MONTEROS
( MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO)
Texto
NADIE parecía menos abonado para presentar al público un libro póstumo de don Antonio Arnao que el que va a firmar estas líneas. A un poeta, que era la corrección y el atildamiento en persona; exactísimo cumplidor de todos los preceptos y convenciones, así sociales como literarias, ha venido a tocarle de padrino, por mal destino póstumo, alguien que contra su voluntad, y deplorándolo amargamente, suele ser inexacto y desaliñado en todo y si no partidario de la incorrección, a lo menos extremadamente incorrecto en lo de cumplir a tiempo y bien, muy perentorias obligaciones. Por culpa mía, y no más que mía, este tomo que debía andar en manos de los lectores de buen gusto hace más de medio año, sale hoy tardíamente, si bien no a deshora, porque nunca son extemporáneos los felices productos del ingenio.
Mi conciencia me ha estado remordiendo, durante todo este largo plazo, de la aparente desidia con que he respondido a la honrosa invitación que las personas más allegadas al pulcro y simpático poeta tuvieron la bondad de hacerme, obligándome con ello a perpetuo agradecimiento. Yo quería escribir el prólogo de los versos póstumos del señor Arnao (aunque le escribiese tarde y mal) no por salir de uno de esos compromisos ineludibles en la vida literaria [p. 244] más modesta y oscura, sino por cumplir con la buena memoria del finado una obligación, no ya sólo de amigo y compañero, sino de quien le debió en los primeros pasos de su carrera aquel apoyo y estímulo que tan rara vez alcanzan los principiantes, y que suele ser germen de muy perseverantes voluntades. Malos o buenos, yo hice en otro tiempo bastantes versos, y una de las primeras personas que de ello se enteraron y tuvieron la tolerancia de oírlos o leerlos y aun de celebrarlos fué don Antonio Arnao, con quien años después tuve la honra de compartir las tareas de la Academia Española. Cuando de labios de don Antonio Arnao oí por primera vez alguna frase benévola, de las que en cierta edad de la vida valen y pesan tanto, yo era un estudiantillo oscuro y desconocido. Las vicisitudes humanas me han traído a puesto y consideración ciertamente modestos y no propios para excitar grandes envidias; pero que, en suma, pueden prestar alguna autoridad y cierto crédito a mis palabras. Una y otra cosa, en aquella medida leve en que puede creerse que las poseo, quisiera yo emplearlas ahora en obsequio de la buena memoria de don Antonio Arnao, no con huecas alabanzas, que tan mal cuadrarían al suave y delicado espíritu del poeta, sino con aquella recta estimación que, sin torcer la justicia, no excluye la simpatía.
Y ciertamente que esta obligación no es difícil tratándose de un poeta como el señor Arnao, que en lo que pudiéramos llamar crítica negativa, es decir, en la de vicios o defectos literarios palpables, la cual suele ser el principal alimento de aquellos entendimientos contrahechos y mal nacidos que con nombre de críticos quieren disimular su impotencia, muy poco o ningún asidero ofrece al más encarnizado perseguidor de ribetes y punticos gramaticales. Tienen las poesías del señor Arnao, no sólo aquel género de corrección, después de todo, no muy difícil y bastante vulgar, que consiste en no ofender groseramente los cánones de la gramática y las delicadezas del oído, sino también aquel otro género de corrección bastante más raro, que estriba en buscar y hallar continuamente la perfecta correspondencia entre el pensamiento y la expresión, de tal modo que el primero se transparente en la segunda, como si estuviese contenido en urna de cristal no empañada ni borrosa por ninguna de sus caras. Puede discutirse si el señor Arnao es más o menos profundo en sus ideas, más o menos personal [p. 245] e íntimo en sus afectos; pero lo que nadie puede poner en duda es que el señor Arnao expresa con nitidez perfecta cuanto quiere o puede expresar, y que jamás bajo su pluma quedan aquellas asperezas, aquellos puntos angulosos y salientes que tanto desagradan en ingenios dotados quizá de mayor virtualidad poética que él.
Nacía esta cualidad, por sí sola recomendable y digna de salvar del olvido el nombre de quien la tuvo, de varias condiciones que procuraremos desenvolver para que sea más íntegramente conocida la especial fisonomía del poeta, que por su misma modestia y por no presentar rasgos brutalmente acentuados, quizá no llegó a ser bien entendida de sus contemporáneos.
Era el alma de don Antonio Arnao, alma purísima, nacida para sentir y expresar con delicada pulcritud todos los afectos suaves; nacida también para comprender y expresar, sin nubes ni sombras, todas aquellas ideas rectas y sanas que suelen tacharse de lugares comunes, pero que precisamente por serlo son el pan cotidiano y sanísimo del espíritu humano.
Nadie advirtió en él jamás desigualdad ni desequilibrio en nada; lo que principalmente llamaba la atención de quien quiera que le tratase, era una perfecta templanza y armonía de facultades y condiciones, un suave y fácil ritmo interior, que se trasladaba sin esfuerzo a las palabras del poeta. Igual impresión sentirán siempre sus lectores. Arnao era, ante todo, un espíritu disciplinado; condición envidiable, condición rarísima, que le salvó de todo género de anarquías de palabra y de pensamiento, y que así como en vida le libró de tener ningún enemigo, así también a los ojos de la posteridad le hará invulnerable ante la crítica más severa.
No sé qué vientos de tempestad han pasado por las cabezas de todos los que hoy, a tuertas o a derechas, pensamos y escribimos. No cabe, ni parecería bien, el ser muy rígido en quien se confiesa reo de todos los pecados de la literatura de su tiempo. Pero baste aquí consignar el hecho de que todos, a la hora presente, somos, en mayor o menor grado, insurrectos literarios, empedernidos y algo groseros. Arnao no lo fué nunca. La cultura literaria era para él una segunda cultura social; y aunque su índole benévola le inclinase a ser indulgente con las transgresiones cuando venían acompañadas de algún relámpago de ingenio, su juicio incorruptible [p. 246] no dejaba de reprobarlas, y su gusto (que en la templada atmósfera en que se movía rara vez dejaba de acertar en el primer momento) le retraía de emplear en sus obras propias todos aquellos recursos que, por excéntricos, violentos o aparatosos, le repugnaban en las obras ajenas, si bien por las generosas condiciones de su carácter esta repugnancia suya se mostrase sólo de un modo tácito.
He dicho antes que lo que principalmente dominaba en el talento de don Antonio Arnao, era una cierta armonía y templanza de aptitudes poéticas. Eso que llaman hoy hyperesthesia cerebral era lo más ajeno que puede imaginarse a la placidez de su alma. Sano de cuerpo; no menos de alma; favorecido por la fortuna en aquel género de dones que no serán los más brillantes, pero sí los más apetecibles, y cuya posesión quieta y pacífica cuadraba tanto al temple de aquel espíritu; en paz con Dios, con el mundo y con su conciencia; en paz con su razón, donde jamás se levantó el tumulto de la duda; en paz con sus afectos, que nunca se emplearon sino en objeto digno de la elevación y pureza de aquel sanísimo corazón; en paz con los hombres, que nunca dejan de responder con un tributo de consideración, tanto más sincera y profunda cuanto más callada, al que digna y modestamente cumple con todas las obligaciones humanas, disfrutaba don Antonio Arnao de la más perfecta salud que puede imaginarse. Acerca de Dios, acerca del mundo, acerca del hombre, tenía, no por laborioso esfuerzo intelectual, sino por instinto poético, por tradición de familia honrada, por hábito de hombre de bien, y hasta por antipatía estética a todo lo feo y a todo lo depravado, soluciones clarísimas, infalibles, perpetuas.
Pensaba como sentía, y escribía como sentía y pensaba. Su espíritu era a modo de un arroyo transparente, en que no se descubrían grandes misterios ni temerosas profundidades; pero tampoco se advertía nada que.enturbiase la cristalina pureza de las aguas o manchase con torpe légamo el fondo de aquel apacible remanso. Ni de sus labios salió una palabra impura, ni de su lira brotó una nota que pudiese encender intempestivos ardores en el pecho de un mancebo o cubrir de rubor la frente de una virgen. Todos sus cantos fueron tan inmaculados como el alma del cantor.
A esta continua pureza de pensamiento añade el señor Arnao [p. 247] una no menos rara y loable pureza de dicción, lograda sin esfuerzo ni abuso de arcaísmos, y tan ingénita en el autor que parece don natural más que obra del estudio.
Y sin embargo, éste fué en él constante y pertinaz. Desde muy joven tuvo íntimo trato con todos los modelos de nuestra lírica, prefiriendo naturalmente aquellos que, como Fr. Luis de León y Rioja, se adaptaban más al temple de su inspiración. Y para penetrar en los misterios de nuestra lengua poética, y tentar si era posible sacar de ella nuevas armonías, acudió a la fuente donde nuestros grandes maestros del buen siglo solían beber, es decir, a la lengua italiana, de cuya prosodia, tan semejante a la nuestra, hizo particular estudio, hasta el punto de llegar a componer con elegancia y facilidad versos toscanos. Tal aprendizaje, que siempre será tan útil al versificador español cuanto puede serle dañosa la continua lectura, hoy tan en boga, de versos franceses, completamente extraños a los hábitos musicales de nuestra lengua (hasta el punto de no percibir ni sentir su armonía el de que desde niño no se ha educado con ellos), desarrolló y aguzó extraordinariamente una de las principales condiciones de poeta que debía el señor Arnao a la naturaleza, esto es, su oído finísimo, incapaz de dejar pasar inadvertida ninguna de las infracciones rítmicas que aun en los poetas más famosos de nuestros días suelen empañar la luz de la idea o la intensidad del pensamiento. No pasaré mucho los límites de la justa alabanza si llego a afirmar que, entre nuestros ingenios contemporáneos, quizá haya sido Arnao el único poeta músico o el único músico poeta; es decir, el único que no olvidó jamás el parentesco estrechísimo, y el enlace, no vago y genérico, sino sustancial, íntimo y de todos los instantes, que debe ligar el ritmo musical con el ritmo poético. No se limitó a borrar de sus versos, con rigor acaso nimio, toda aspereza, toda cacofonía, toda asonancia ilícita, toda acentuación desusada o viciosa, sino que quiso que sus versos cantasen , y lo consiguió muchas veces. Entre los que con más fe han prestado culto al ideal nada quimérico de la ópera española, nadie tan fecundo como Arnao, nadie tan inclinado como él a multiplicar las tentativas hasta cuando no encontraba maestros que secundasen sus inspiraciones. Corren de molde muchos libretos suyos, y uno de ellos mereció la honra de ser premiado en público certamen por la Academia Española. Quizá [p. 248] el ingenio de Arnao no era verdaderamente dramático, sino puro ingenio lírico, y por eso fracasó en su tentativa, no adecuada de todo en todo a las peculiares exigencias del poema escénico, que no por ir acampañado de la música pierde sus condiciones esenciales; pero bajo el aspecto de versos cantables, nadie puso a los suyos el menor reparo. Su bellísima traducción del libreto incomparable de Norma, bastaría en este punto a darle la palma. Y si alguien tacha de fácil el empeño que tal versión requiere, por tratarse de lengua tan afín a la nuestra y que contiene tanto número de palabras idénticas, pruebe hacer otro tanto con versos italianos, no ya de los compuestos para música, ni siquiera de los encadenados por la ley de la rima, sino de los libres y sueltos, y entonces comprenderá con cuánta razón deben tocar al traductor de Norma algunas de las hojas del laurel, todavía no marchito, que otorgaron nuestros mayores al traductor del Aminta. La semejanza íntima de las lenguas, lejos de allanar las dificultades, las acrece. Quien traduce de lengua totalmente extraña al genio y construcción de la lengua propia, puede y debe inventar nuevo molde para el pensamiento ajeno, haciendo obra de creador más que de intérprete. No ya el ritmo, que es totalmente diverso, sino hasta el enlace y progresión de las ideas, hasta la forma íntima del pensar, tiene que resultar original en el que traduce, no ya de lenguas totalmente exóticas y de diversa familia, como lo son las semíticas respecto de las llamadas indo-europeas, sino en lenguas unidas por parentesco no enteramente remoto, como las neo-latinas y las germánicas. Mayor libertad y mayores ensanches se toleran siempre a quien traduce del alemán o del inglés, que al que traduce del italiano, del portugués o del catalán. Por lo mismo que las lenguas derivadas del latín son entre sí poco más que dialectos (salvo el francés actual, que es el que más se ha alejado de su madre, especialmente en la parte fonética), se impone al intérprete la dura obligación de seguir paso a paso los giros del original, sin amplificar, desleir ni abreviar, y al mismo tiempo conservando la energía y vida poética que el original tiene; y se le obliga además a una lucha perpetua con lenguas que, como la italiana, logran, merced al sistema de las contracciones y a innumerables licencias poéticas, un número de palabras cortas incomparablemente mayor que el de la nuestra, sin contar con otras ventajas, [p. 249] tales como la mayor variedad de acentuaciones y la riqueza de esdrújulos.
Pero si en tal empresa se mostró verdaderamente maestro don Antonio Arnao, debiendo contarse, no solamente su traducción de Romani, sino las muchas que hizo de diversos líricos italianos, tales como Stecchetti, Panzacchi, Errico y otros, entre los más felices ensayos de su género en nuestra literatura moderna, todavía salió airoso de empresa más difícil, cual era la de componer letras originales para música ya escrita. Todo el mundo sabe o debe saber que son del señor Arnao las palabras que entre nosotros acampañan a las melodías de Schubert, sin contar con las letras traducidas de otras innumerables melodías (más de ciento) de diversos autores. El servicio que con todo ello prestó a nuestra educación estética, tan descuidada en este punto, todavía no ha sido rectamente apreciado; pero, sin duda, sabrán tasarle en su justo valor los venideros.
Aunque el señor Arnao no hubiera hecho otra cosa que cultivar con tanto amor y tanto esmero la parte musical del idioma, y aclimatar entre nosotros tal número de obras maestras, ya habría hecho bastante para que ni en la historia de la música ni en la de la poesía se olvidase su nombre. Como fiel y acrisolado traductor de los poetas italianos, bien merece el puesto de honor que acaba de concederle mi amigo Juan Luis Estelrich en la Antología de líricos de aquella nación, que acaba de publicar en Palma de Mallorca.
Pero fué, además, un poeta lírico original, y notablemente fecundo. Sus colecciones impresas son nueve por lo menos (sin contar un largo poema o novela en verso), y a ellas pueden añadirse la que hoy se da a la estampa y otra que ha de seguirla inmediatamente. Tal número de versos parece contradecir a la idea, que antes hemos inculcado, del primor y atildamiento que en todas sus obras ponía Arnao, y, sin embargo, más bien lo confirma. Arnao escribió mucho porque no cultivaba su arte a ratos perdidos, o por frívolo pasatiempo, sino como una de las primordiales necesidades de su espíritu, que sólo encontraba expansión en la forma poética. Pero el escribir mucho, aun en la lírica, no es sinónimo de escribir mal, cuando se escribe con respeto a sí mismo y al arte, y cuando esta abundancia procede, no de facilidad desaliñada, sino de un estado poético más o menos intenso y vivo, pero, en suma, [p. 250] continuado y habitual. Este es el caso de don Antonio Arnao. Su hogar poético no lanzaría rojas llamaradas; pero él se calentaba a la llama tibia y apacible de su hogar. Los temas que habitualmente trató se prestaban a muchas variaciones; y si acaso las multiplicó demasiado, nadie pudo decir nunca que su inspiración desfalleciese, ni que sus últimas obras fueran en nada inferiores a las primeras; antes al contrario, pareció que ganaba por días en corrección y en armonía. Considerados métricamente, sus últimos cantos son casi intachables.
Por todas estas buenas prendas suyas mereció y obtuvo el señor Arnao la estimación del público y de la crítica. Durante un tiempo bastante largo, es decir, próximamente en el período que va desde 1854 a 1868, fué uno de los poetas líricos más leídos, dado lo poco que en España se leen comúnmente los versos líricos. Sólo Selgas, Trueba y Ruiz Aguilera eran tan populares como él. Hasta los que hoy nos parecen defectos o imperfecciones en la manera del poeta murciano, debían agradar y agradaron, en efecto, a una generación fatigada por los excesos del romanticismo. Gustó Arnao, por su mismo candor no afectado, por la modestia de sus aspiraciones, por el aspecto aniñado de su musa. Vinieron luego tiempos de contradicción y de lucha, en que las pasiones buenas y malas se exaltaron hasta el delirio, solicitando alimento más fuerte que el que podían suministrarles el siempre glorioso, pero ya exhausto romanticismo, y el ideal de realismo honrado y un tanto casero que le había sustituído. Entonces aparecieron nuevos cantores, y comenzó a desprenderse de entre las nieblas acumuladas un nuevo ideal artístico, todavía algo confuso y borroso, y sobre cuyo valor y consecuencias sólo los venideros podrán fallar cuando haya recorrido completamente su ciclo.
Pero el resultado inmediato fué, como en toda reacción y en toda transformación literaria, un injusto olvido cuando no un precipitado fallo, sobre todos los ingenios de la época anterior. Arnao supo, por experiencia propia, algo de esto; pero tuvo el valor y la constancia de seguir escribiendo conforme a su dogma estético y conforme a su temperamento, y hoy se presenta al público en sus obras póstumas, tal como se mostró en los Ecos del Táder , en Himnos y quejas , en Melancolías o en La Vox del creyente .
[p. 251] El autor permanece fiel a las que él llama en su advertencia preliminar exigencisas de buena crianza literaria ; pero sabe arrancar de su lira sones quizá más valientes y enérgicos que los que arrancó nunca. Véase por ejemplo esta estrofa, tomada del himno manzoniano A Grecia , que tuvo la bondad de dedicarme:
Y acaso en su marmórea
Desconocida entraña,
La mole del Pentélico,
Cuando tu ardor la baña,
Bajo tu imperio trémula
Se siente palpitar.
Avaloran este tomo algunas magistrales versiones de poetas extranjeros, especialmente italianos. Entre ellas merece la palma la de los versos de Stecchetti, Cuando seas vieja , remedo o más bien transformación feliz y delicada de una oda de Horacio, a la cual ha añadido el poeta toscano un matiz de ternura enteramente moderno.
Notas
[p. 243]. [1] . Nota del Colector.— Prólogo al libro Soñar despierto , por don Antonio Arnao. Madrid, Imp . Tello, 1891.
Se colecciona por primera vez en Estudios de Crítica Literaria .
Hoy a las 00:25 por Lluvia Abril
» POESÍA SOCIAL XX. . CUBA. (Cont.)
Hoy a las 00:22 por Lluvia Abril
» Poetas murcianos
Ayer a las 23:53 por Lluvia Abril
» POETAS LATINOAMERICANOS
Ayer a las 19:08 por Maria Lua
» LA POESIA MÍSTICA DEL SUFISMO. LA CONFERENCIA DE LOS PÁJAROS.
Ayer a las 19:05 por Maria Lua
» LA POESÍA PORTUGUESA - LA LITERATURA PORTUGUESA
Ayer a las 19:00 por Maria Lua
» Rabindranath Tagore (1861-1941)
Ayer a las 18:52 por Maria Lua
» Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273)
Ayer a las 18:51 por Maria Lua
» EDUARDO GALEANO (1940-2015)
Ayer a las 18:45 por Maria Lua
» DOSTOYEVSKI
Ayer a las 18:42 por Maria Lua