MÉXICO
MARCO ANTONIO MONTES DE OCA
A LA CUSTODIA DEL REINO NATURAL
Termina la hilandera con su hilo
y sigue con sus manos,
tejiendo sólo tejiendo
doradas guirnaldas para las sienes sin medida.
Y sonríe la joya entre las comisuras del cofre,
cunde su fabuloso esplendor de nebulosa a nebulosa,
de civilización a civilización abriendo
como un ariete sin reposo
o una impávida corriente de miradas,
el camino que enardece al girasol enamorado.
Porque es el turno de la realidad
y a ella toca vendarse las pupilas
y adivinar a quien la vive;
dígalo si no cada milagro,
cada letra incrustada más allá de donde el hierro
la grabó,
la pena evaporada
como la frescura del vino entre la mancha y el mantel,
la piedra y el silencio que se esfuerzan en la misma
estatua.
Dígalo si no
la fuerza del sueño que transforma herraduras en
anillos de Saturno,
la fuerza del sueño que abre pavorreales de jade entre
las olas.
Alta es nuestra fábula sin duendes,
invisible el espejo que ningún moribundo empaña;
breve la noche en que habremos de pulir
la faz de las constelaciones,
con la estopa, la prisa
y la eficiencia de los ángeles.
Talada por un aletazo la fuente se desploma.
Alanceados por la música divina
los charcos, como si fueran monedas de plata se
incorporan y se ponen a rodar en plena calle.
Trepada sobre los zancos del ingenuo papalote
el alma se para de puntillas y profiere su secreto al éter
memorable.
Sobrevive el viento al molino
y en el ojo aplanado de la ventana
los rostros pasan, el vidrio queda;
queda la fugaz maravilla atrapada en el rabillo del ojo del
profeta,
entre la espesura queda el rumbo ilustre que han
tomado nuestros sueños,
la estrella que ilumina su propia ciudad,
la estrella que contra el cielo se vuelve y lo refleja.
*
No importa, de veras no importa adivinar
en este momento para qué sirve la cabeza;
no importa dónde nos pongamos el sombrero,
no importa si me tomo una cucharada de perfume
en vez de la medicina de las cuatro.
Algo terrible pasa
cuando los dioses demasiada confianza nos otorgan,
cuando los hombres vuelan,
queman, encabezan terribles minerías;
sombras de materia igual
vomitadas por distintos cráteres.
Al arribo de la noche el tigre se ha manchado por
completo,
ruedan los huesos del lecho, malheridos,
y ya nada quiero en esta fúnebre extensión
que ofrece una guadaña para cada hormiga.
Nada, ni relucientes arados para quien ha terminado
el surco con las uñas,
ni la sarta de águilas en el cuello de la estación
degollada,
ni cortinajes de cascada en el umbral de un paraíso
demolido.
Sólo quiero la rebanada aleteante de un crespón,
murciélago de trapo anunciando muerte
a la entrada del planeta.
Sobre los túneles que como una boa de argamasa
parecen devorar al ferrocarril,
y en todas partes, en cada pie de ciempiés, en cada
anillo del gusano,
en los hoyos del salero,
en cada hexágono de la piel del caimán,
entre el filo y el resto del cuchillo,
entre la alfombra y la madera polvorienta,
se encuentra la señal que nos veda el paso,
el tatuaje floreciente que azulea
incendiando la transparencia y volviendo suya nuestra
piel.
Y cerca del invierno donde he plantado hierba
demacrada
y expuesto llanuras a otras mortales palideces,
pasa el serafín comido por sus alas,
pasa el hombre que es una hebra más,
un rabo en la agitación de estiércoles,
un blanco, un abisinio más contrario al ala.
Mi mano ya es comba todo el tiempo,
pide intensamente lo perdido,
tal escudilla que pongo bajo la luna generosa,
desarmado y triste,
mientras mi suerte se esconde
en un seto gris tupido de ásperos fantasmas.
¿A dónde vamos, alma, cuerpo,
siameses unidos por un tridente,
si un sol atizado con miradas
apenas nos sostiene?
Día vendrá en que a fuerza de cargar el cuerpo terrible
de la belleza
los hombres del crepúsculo cedan.
Será el día en que los hijos nazcan a pocos minutos de
los padres
y con los cartílagos todavía muy endebles
asuman su puesto en las barricadas.
Bajo un rayo lento
o una estalactita sin prisa por el suelo,
la madurez para la muerte nos oprime.
Y entre todos, el afanoso demente civilizado
descuella por su fervor al fuego negro:
por los intestinos de cristal del alambique se interna,
por los agudos túneles del serpentín se desliza;
todo lo investiga el minucioso infame,
busca la cuadatrura del milagro
en la vacía infinidad tranquila;
a bordo de cabalgatas lunares se desplaza,
hurga entrañas de la constelación remota
y aún más allá:
donde ni baldosas de viento existen
ni existe el grueso blindaje de los conquistadores,
ni grutas que el silbo de una distante flecha desmorona.
Y mientras revientan sin explosivos los continentes
y una roja escarcha de jueves santo
hiere el muro tibio de las frentes,
tú, afanoso demente, necesitas más:
blanquear nuestras venas con la harina
que a los gusanos embellece
y ver si en Marte son posibles nuestras tumbas.
Tal una procesión descontenta de difuntos
cambiando su definitiva muerte
por otra, en apariencia más profunda.
Pero todo esto es cosa del diablo de la palabra.
Del omnímodo diablo que en las infinitas recámaras de
arena se recuesta
para urdir cepos llameantes, húmedas mazmorras
empapeladas de lama,
trampas de poderosas sílabas y cerrojos,
helados rascacielos de palabras.
El discurso patrulla el aire con su invisible langosta de
sonidos
y con pájaros que por falta de espacio,
turbiamente, unos a otros se acuchillan con las alas.
La palabra está ennegrecida como el pasamanos
que las razas frecuentan.
Manoseada, cargada de creencias,
lustrada hasta la desaparición de sus bellísimas
láminas de esplendor,
se hincha la palabra como un huesudo armario
que en vez de camisas contuviera
larvas como puntas de taladro
para ahuecar el corazón de la luz.
¿Y para esto, sólo para hincharnos de huecas promesas
escribimos sobre el vidrio más enrarecido
y desechamos la pluma quebradiza, el gis del alcatraz,
y usamos en su lugar la garra viva de alguna pantera,
el mástil de naves imposibles,
la piedra más entusiasta del cráter más furioso?
¿Sólo para que las trompas de caza no fueran
presentidas por el ciervo
y creciera la traición y nuestras más sagradas heridas
se voltearan para mordernos,
hundimos el relámpago
en la yugular de una noche que duraba demasiado?
Sí, nada más para el olvido hemos escrito,
nada más para el olvido
hemos atrapado lucientes migraciones con la sombra
del muñón
y dispuesto que nuestra mente sea un eterno
invernadero de centellas
y un secreto hospital que envarille las patas
de la garza rota.
Para eso nada más, para soltar andanadas que nadie
escucha
hemos descuidado el jardín de nuestra casa,
el gozo entre recién nacidos,
cuyas manos tan breves, pueden jugar a las canicas
con los frutos del pirú,
cuyos cuerpos tan breves, pueden refugiarse en una
hoja de parra
como detrás de un biombo.
Todo fue tan inútil como adornarse
con satélites de humo
y con las negras palabras inconsistentes;
fue ensangrentarse la cara con betún, fingir,
emplumarse el cabello con aureolas enmohecidas y
rajar las perlas
en busca de un tesoro más hondo.
¿Te acuerdas?
Luciérnagas había que deslumbraban al incendio.
El aguacero caía sobre el barco de papel sin desdoblarlo
y vanamente sola, triste, nunca vuelta
sobre el hombro y orgullosa,
al compás de ciertos címbalos
la doncella daba clases de frialdad al páramo
sin que el fervor de sus amantes decayera.
Ahora, en cambio, gimen estatuas acribilladas por la
nieve;
dondequiera hay, existe,
la conspiración de ruiseñores en voz baja.
Pero el mar conviene a todos.
*
En el mar la voz comienza por el eco.
El mar exhorta navíos con suaves empellones de bestia
maternal,
orientando sus travesías hacia playas donde, son piedras
las piedras;
no fetiches esculpidos con el tallido supersticioso de las
uñas,
tampoco losas frías en pugna con la espiga, ni piedras
de sacrificio;
sino piedras surgidas a la custodia del reino natural.
En este reino seremos un dios fragmentado en
muchas almas.
En ti, paraíso abrumador
habrá la luz de siempre celebrando el natalicio de los bosques
y aniversarios de la aparición de un pájaro más alto que su vuelo;
ahí los trozos de mezclilla desteñida serán como
banderas,
ahí tu imagen futura se pone túnica de espejos,
se abre paso en la noche con un gusano de fósforo en
la mano
y tira del cordel de la luz hasta que el día se viene abajo.
Cuando te ausentas, el velo de la cascada se parte en dos
y el río que pule guijas, frotándolas con el pálido
reverso de su sangre,
en su diezmada soledad esconde el rostro.
Pero si te quedas a dormir a nuestro lado,
el arpa de cabellos más blancos es siempre la más pura
y el árbol y la noche crecen juntos.
Háse encumbrado la ilusión hasta ella sola.
Contraria a todo,
nacida al revés como el vástago difícil o la lluvia o el
milagro,
nos promete ahora la tierra prometida,
que es la de antes,
la nunca abandonada,
la que nos guarda cuando los entorchados de lujo
crecen hasta volverse alas,
o cuando una astilla de silencio atraviesa para siempre
los amargos labios del poeta.
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