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“El mito y el desarrollo del individuo” (En busca de la felicidad. Mitología y transformación personal, de Joseph Campbell, Editorial Kairós, Barcelona 2014)
La función psicológica es, de las cuatro funciones del mito, la más constante a través de las culturas. Independientemente de que seamos sioux de las grandes praderas norteamericanas del siglo XVIII, congoleños de una antigua jungla africana o urbanitas contemporáneos sumidos en el entorno mecanizado en el que actualmente vivimos los occidentales, todos seguimos, desde la cuna hasta la tumba, un proceso de desarrollo psicológico muy parecido.
El primer rasgo característico de la especie humana es el nacimiento prematuro. El ser humano no puede cuidar de sí mismo hasta prácticamente los quince años. La pubertad llega en torno a los doce, pero la madurez física no lo hace hasta los veinte. Durante la mayor parte de este largo arco de vida, el individuo se encuentra en una situación de dependencia psicológica. Se nos enseña de pequeños a reaccionar a cada estímulo y a cada experiencia con un “¿Quién me ayudará?”. Y, como dependemos de nuestros padres, cada situación evoca imágenes parentales: “Qué querrían, papá y mamá, que hiciese?”. Fueron muchas las cosas que Freud dijo en este sentido.
Si queremos obtener un doctorado, por ejemplo, tenemos que permanecer sometidos a la autoridad hasta cumplidos los cuarenta y cinco años. Y ese proceso puede ser interminable. El número de notas a pie de página con que un autor adorna sus textos es un claro índice de su grado de dependencia. Uno debe tener el valor de asumir sus propias creencias y dejar que sean los demás quienes determinen, por sí mismos, nuestra autoridad.
Si comparamos, por ejemplo, los casos del profesor y del atleta que son entrevistados por televisión, veremos que el académico carraspea y vacila innumerables veces, hata que empezamos a preguntarnos: “”Pero ¿qué le pasa a este tipo? ¿Sabrá de verdad algo?”. El jugador de béisbol, por el contrario, responde sin ningún problema. Habla con autoridad. Habla con facilidad. Esto es algo que siempre me ha impresionado. El atleta abandonó el nido cuando, a los diecisiete o dieciocho años, empezó a destacar, mientras que el pobre profesor permaneció sometido a la autoridad hasta encanecer y ahora es demasiado tarde y casi está a punto de abandonar la escena.
Llega un momento en la vida en que la sociedad pide a esta criatura dependiente que, dejando de refugiarse en el nido, emprenda el vuelo y acabe convirtiéndose en papá y mamá.
Los ritos de pubertad de las culturas antiguas cumplían con la función de propiciar una transformación psicológica sin importar que el individuo supiese sumar 2 + 2 ó 962.000 + X. Lo importante era que asumiera, en un instante y sin vacilar, su responsabilidad. La persona que se halla a mitad de camino entre la dependencia y la responsabilidad, la persona que, cuando se encuentra en una encrucijada, no sabe decidir el camino que debe seguir, es el ambivalente, el neurótico.
Los neuróticos son personas que aún no han alcanzado ese umbral psicológico. Su primera respuesta, cuando tienen una experiencia, es: “¿Dónde está papá?”, hasta que súbitamente se dan cuenta de que: “¡Oh, pero si yo ya soy papá!”. Esos niños de cuarenta años, llorando en el diván freudiano, son personas cuya primera reacción es la dependencia y que solo después se dicen: “¡Oh, espera un segundo, pero si ya he crecido!”.
Son personas atrapadas en una actitud de sumisión a la autoridad y miedo al castigo, mirando siempre hacia arriba en busca de la aprobación o el reproche de los mayores. Luego, súbitamente, en la pubertad, se supone que nos convertimos en adultos y asumimos la responsabilidad de nuestra vida. Se supone que todas las respuestas automáticas que en alguien de veinte años revelan la sumisión a la autoridad acaban conduciendo a asumir la propia autoridad. El rito de iniciación a la pubertad representado por el cachete que, en el momento de la confirmación, da el obispo al niño significa: “Despierta, deja atrás a tu niño y despierta a la madurez”.
Entre los aborígenes aranda australianos, por ejemplo, cuando una madre tiene dificultades para controlar a un hijo, las mujeres se reúnen y le propinan una buena azotaina en las piernas con palos. A las pocas semanas, ocurre algo muy interesante, porque todos los hombres, ataviados con ropajes extraños de un aspecto similar al que se les enseña a todos los niños que llevan las divinidades, llegan con bramaderas (zumbadores) y todo tipo de instrumentos ruidosos y aterradores. Los niños corren entonces a refugiarse en sus madres, que simulan protegerlos hasta que llegan los hombres y se los llevan.
Así es como la madre deja de ser buena y el niño debe de enfrentarse solo a esa situación. Y debo advertir que la situación no es nada divertida. Llega un momento, por ejemplo, en el que los hombres colocan a los niños tras una fila de arbustos, con la orden explícita de no mirar. A mitad de la noche parece estar ocurriendo, al otro lado, algo muy interesante (danzas y similares),. ¿Y qué les ocurre a quienes, pese a esa prohibición, se atreven a mirar? ¡Son asesinados y devorados!
Eliminar a quienes no cooperen con las sociedad que les está apoyando es una forma drástica de acabar con la delincuencia juvenil. Lo malo de este método, obviamente, es que solo sobreviven los buenos chicos y priva a la comunidad de talentos originales.
Al cabo de un rato, se permite que esos niños asustados de doce o trece años vean la llegada, desde más allá de los arbustos, de un hombre extraño, ejecutando el mito del Canguro Cósmico, y luego aparece el Perro Cósmico y ataca al canguro. Toda esta representación forma parte de la mitología del ancestro totémico. Y, cuando más tranquilo parece estar contemplando el niño el espectáculo, los dos personajes empiezan a abalanzarse una y otra vez sobre él.
Ahora ya no olvidará nunca más al Canguro y al Perro Cósmico. Es cierto que no es un asunto muy sofisticado, pero una vez que el niño entiende esto, no quedan muchas cosas más por entender. Todas las imágenes tempranas depositadas en el padre y la madre se ven así transferidas a las imágenes ancestrales de la tribu.
Hay otros ritos que también son muy interesantes. Cuando el niño es circuncidado, por ejemplo, se le entrega un objeto especial llamado churinga, una especie de amuleto personal que se supone que le protegerá y curará sus heridas. Los hombres alimentan al niño con su propia sangre, le hacen cortes en los brazos y en otras partes y vive sumido en la sangre (come pasteles de sangre, sopa de sangre y acaba cubierto también de sangre).
El niño que atraviesa este ritual ya no es el mismo que quien lo comenzó. Son muchas las cosas que han pasado. Su cuerpo ha cambiado, su psique ha cambiado y se le envía donde están las chicas. Entonces se le asigna una esposa, la hija del hombre que le circuncidó. No tiene otra alternativa. No tiene posibilidad alguna de elegir. No puede decir: “Esta no me gusta. Prefiero aquella.”. Ahora es un pequeño hombre y se comportará como debe hacerlo un hombre de su tribu.
Estas sociedades se enfrentan a un problema de supervivencia y el individuo que accede al orden social debe ser iniciado para que sus respuestas espontáneas sirvan a las necesidades de esa sociedad. Es la sociedad la que impone el orden y le obliga a convertirse en un órgano de cierto organismo. Y no cabe, fuera de ese orden, independencia alguna.
La madurez, en las sociedades tradicionales, consiste en aprender a vivir dentro del marco establecido por la tradición cultural. Así es como uno acaba convirtiéndose en un eslabón más de la cadena de transmisión del orden moral. Nos lo imponen, creemos en ello y acabamos imponiéndolo.
En nuestra cultura, tenemos exigencias diferentes. Nosotros esperamos que nuestros alumnos y nuestros hijos sean críticos, utilicen su cabeza, se conviertan en individuos y asuman la responsabilidad de sus vidas. Y aunque haya quienes, en mi opinión, empiezan demasiado pronto, se trata de una situación que alienta una gran potencia creativa. Pero eso también genera, con respecto a nuestras mitologías, un problema nuevo. Y es que, a diferencia de lo que sucede en las culturas tradicionales, nosotros no pretendemos estampar, en la persona, la tradición con tal fuerza que el individuo se convierta en un mero estereotipo. La idea, muy al contrario, consiste en desarrollar la personalidad individual, una cuestión que, por más sorprendente que pueda parecer, constituye un rasgo contemporáneo característico de Occidente.
En la India, por ejemplo, se espera que el individuo haga lo que la tradición espera de una persona de su casta. El rito de satf, tan terrorífico para nuestra sensibilidad, que obliga a la viuda a arrojarse a la pira funeraria en que arde el cuerpo de su esposo fallecido, se deriva de la palabra sánscrita sat, la forma femenina del verbo “ser”. La mujer, pues, que cumple con su obligación como esposa es algo precisamente por ser esposa. Y quien desobedece este dharma, este sat, es asat, es decir,”no ser”.
Esta es una visión diametralmente opuesta a la de Occidente, porque para nosotros la persona que vive sometida a la autoridad, se identifica con su rol social y no se sale del marco establecido por la tradición es considerada anticuada y retrógrada, es decir, “sin personalidad”.
Más tarde, tiene lugar una transformación psicológica a la que todo el mundo debe enfrentarse; el paso de la madurez a la senilidad y el declive de las capacidades. Debido a la soficisticación de la ciencia médica, esta es una transición que, en nuestro caso, ocurre más tarde que en las sociedades primitivas y en las culturas arcaicas superiores. Resulta sorprendente lo temprano que se presenta, en la mayoría de las sociedades, la crisis de la vejez. En cualquiera de los casos, se trata de una crisis que, más pronto o más tarde, siempre llega.
Cuando hemos aprendido lo que nuestros instructores nos han enseñado y erradicamos todos los movimientos del espíritu incompatibles con el orden de nuestra sociedad particular, cuando ya sabemos cómo funcionan las cosas, cómo movernos y cómo dirigir, empezamos a perder el control. Es entonces cuando comienzan a presentarse los problemas de memoria, las cosas se nos caen de las manos, nos sentimos mucho más cansados al finalizar el día, y el sueño empieza a parecernos mucho más atractivo que la acción o, dicho en otras palabras, comenzamos a pensar en la jubilación. Además, uno ve llegar una nueva generación muy vigorosa con un aspecto diferente y piensa: “Bueno, habrá que dejarles paso”. De esta situación de desamparo se hacen cargo las mitologías.
Cuando descubrimos que los objetivos a los que un determinado orden social nos habían pedido que dedicásemos nuestra energía han cambiado o han dejado de responder a nuestras acciones, entramos en una suerte de picado psicológico. Las energías de la psique vuelven entonces a una profundidad para las que la sociedad no nos ha preparado, la misma profundidad que se cerró cuando accedimos a la madurez.
Y entonces es cuando aflora lo que Freud denomina “líbido disponible” y cobran súbitamente interés las cosas que antes no se nos permitía hacer. Esa es la historia, por ejemplo, del hombre de mediana edad que ha aprendido a hacer todo lo que le dijeron y él creía que debía hacer. Y, como no tiene dificultad alguna para hacer las cosas, dispone de mucho tiempo libre.
¿Qué hace ahora con el tiempo libre? Súbitamente piensa: “¡De cuántas cosas me he privado para conseguir esto!”. Los logros, además, le parecen cada vez menos interesantes. No me gusta decir esto a mis alumnos universitarios, pero en realidad no merece la pena. Entonces es cuando uno piensa: “¡A cuántas cosas he renunciado!”.
Sea como fuere, papá empieza a ver cosas en las que antes ni siquiera había reparado. Las jóvenes le parecen más hermosas de lo que le parecían en su juventud y la familia empieza a preguntarse: “Pero ¿qué diablos le está pasando a papá?”.
O quizás había planeado ahorrar algo de dinero y retirarse. ¿Qué hará cuando se retire? Se dedicará a algo que le había gustado en su juventud como, por ejemplo, pescar. Entonces se pertrecha de todo el instrumental necesario para llevar a cabo el ritual, como el sombrero, la caña (“¡No le llames hilo, llámale sedal!”), los anzuelos y todos los tipos de mosca que caben en su sombrero. Ahora lo tiene todo. Dejémosle que tenga lo que le gusta y haga lo que quiera. Dejémosle que tenga incluso su propio pabellón de caza.
¿Qué está haciendo? Pesca, que es lo que hacía la última vez que le gustó algo, cuando tenía doce años. ¿Lo que ahora le motiva es pescar? ¿Y qué es lo que inconscientemente espera pescar? ¡Sirenas!
Pero entonces experimenta una crisis nerviosa… y no estoy hablando en broma, porque este es un fenómeno que se reproduce millones de veces en los Estados Unidos. El hombre que creía saber para qué estaba trabajando, lo hacía para poder ir a pescar. Luego se da súbitamente cuenta de que está casado, de que tiene hijos, de que tiene que trabajar muy duro y dee que hacía todo eso con la esperanza de que un buen día se retiraría y podría dedicarse a lo que quisiera. Entretanto, en su interior ha ido creciendo algo que antes no había. No está preparado para pescar, todavía quiere chicas, pero ya no están a su alcance. Así es como acaba recluido en un manicomio, en donde asistirá a la emergencia, de su propio inconsciente, de sirenas con forma muy poco atractivas.
Tal es el poder de la líbido disponible.
Y qué decir de la madre. Todos conocemos a la madre. Ella nos lo ha dado todo, nos ha dado la vida. Quizás haya tenido también algún amante además de ese viejo bastardo al que llamamos papá. Pero llega un momento en que los chicos se van. Y, cuando el nido queda vacío, se agarra a la vida con toda su fuerza. Todo aquello a lo que se había entregado, todo aquello a lo que había dedicado la vida y en lo que había depositado su líbido se desvanece.
Entonces enloquece y se convierte en lo que se conoce como “suegra”. Cría a nuestro hijo, nos dice cuándo tenemos que cerrar la ventana, cuándo tenemos que abrir la ventana, cómo tenemos que freír los huevos…; nos lo die todo. Se trata de una terrible crisis en la que irrumpen -de manera habitualmente compulsiva- los poderes internos de la psique, sin que uno pueda hacer nada por impedirlo. A veces casi podemos ver a la persona pensando: “No debería hacer esto”, cuando, sin darse cuenta, ya está volviendo a hacerlo.
De este problema se ocupaban también las viejas mitologías. Tenían que acompañar a las personas desde ser el sostén del mundo hasta convertirse en alguien con el que ya no se cuenta. Y esto era algo que las sociedades antiguas resolvían con una elegancia extraordinaria: los viejos son sabios. De este modo, la gente se les acercaba y les pedía consejo y aprobación, algo que ellos no tenían ningún problema en conceder. Así era como las sociedades tradicionales mantenían activos a los viejos mediante el senado o consejo de ancianos.
Desde hace unos años he estado ligado, de un modo u otro, al Departamento de Estado (equivalente estadounidense al Ministerio de Asuntos Exteriores). Uno de sus grandes problemas, según me dice gente que trabaja allí, consiste en conseguir nohacer lo que los embajadores, el presidente y el Consejo de Ministros les piden. El Departamento de Estado es un grupo de personas muy cultas que saben lo que tienen que hacer. Pero no son más que funcionarios, porque las directrices de los donantes de dinero a los partidos demócrata o republicano para la elección de las personas que acabarán convirtiéndose en embajadores en uno u otro destino. Estos son, pues, los ancianos, los que dicen a los profesionales de la diplomacia lo que tienen que hacer. Y debo añadir que son muchas las personas del Departamento de Estado a las que he escuchado decir que el principal problema al que se enfrentan es el de trabajar lo suficientemente despacio para hacer el menor daño posible.
Las autoridades son personas mayores. Nosotros no hemos descubierto cómo manejarlas, pero las viejas sociedades tradicionales sabían cómo hacerlo porque, de una generación a la siguiente, las cosas no cambiaban mucho en esos tiempos. Las cosas pasaban entonces al igual que ahora, de manera que se podía preguntar a los ancianos cómo había que hacer tal o cual cosa, y su respuesta se aplicaba también a la nueva generación. Pero eso ha dejado ya de ser así.
Hay una última transición para la que el orden mitológico debe también prepararnos: el viaje que conduce a la puerta más oscura.
Una vez escuché una historia sobre Barnum y el Circo Bailey, que solía dedicar una carpa especial a su conocida “galería de horrores”. Bastaba con pagar cincuenta centavos para poder ver todos los monstruos ahí congregados, desde “la mujer barbuda” hasta “el hombre más alto del mundo”, “el esqueleto viente”, etc. Había tantas cosas que ver que la gente nunca salía y la carpa siempre estaba abarrotada. ¿Y cómo resolvieron ese problema? Alguien tuvo la maravillosa idea de remplazar el cartel de “salida” por otro que decía “la gran salida”. ¿Quién iba a perderse ese espectáculo?
Nosotros también tenemos, para ayudar a la gente a morir, una historia parecida a esa.
¿Qué podemos hacer cuando la sociedad empieza a decirnos “No, aquí no te necesitamos y tampoco te necesitamos ahí”? ¿Qué podemos hacer cuando las energías regresan de nuevo a la psique?
Recientemente estuve en Los Ángeles y, en una esquina, vi a muchas personas reunidas haciendo cola. “Están esperando el autobús para ir a Disneylandia”, me dijeron, cuando pregunté qué estaba ocurriendo.
Bueno. Esa es una forma de cuidar a la gente. Disneylandia es una proyección externa de la fenomenología de la imaginación. Y es que siempre podemos, si hemos perdido el acceso a nuestra propia imaginación, recurrir a la de Walt Disney para que nos ayude.
Esta ha sido una tarea de la que siempre se han ocupado las religiones, proporcionar algo que pensar sobre seres divinos, ángeles y el modo de evadirnos de aquí. Proporciona mucho entretenimiento e impide molestar a nuestra nuera o a quienquiera que se ocupe de nosotros. Esa función la cumple hoy la televisión.
Ahora bien, existe un principio mitológico básico conocido, en el ámbito de la mitología, como “otro mundo”, pero que, en términos psicológicos, se refiere realmente al “mundo interior”. Y lo que, en tal caso, se dice sobre el “futuro”, hay que entenderlo, en realidad, como referente al “ahora”.
Una vez escuche a un sacerdote decir a la pareja, en una boda anglicana, algo así como: “Vivid vuestra vida como quisierais que fuese en el futuro vuestra vida eterna”. Pero esa frase no me pareció correcta porque lo que, en mi opinión, debió haber dicho era: “Vivid vuestra vida y vuestro matrimonio como si en este mismo instante experimentaseis la vida eterna”.
Porque la eternidad no es un tiempo muy largo. La eternidad no es el futuro ni el pasado. La eternidad es una dimensión del ahora, una dimensión del espíritu humano, que es eterno. Cuando descubrimos en nosotros mismos esa dimensión eterna, cabalgamos todos nuestros días a lomos del tiempo. Y lo que nos ayuda a reflexionar en el conocimiento de esta dimensión transpersonal y transhistórica de nuestro ser y de nuestra experiencia son los arquetipos mitológicos, los símbolos eternos que viven en las mitologías de todo el mundo y siempre han servido de modelos a la vida humana.
Joseph Campbell (En busca de la felicidad. Mitología y transformación personal, Editorial Kairós, Barcelona 2014)
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“El mito y el desarrollo del individuo” (En busca de la felicidad. Mitología y transformación personal, de Joseph Campbell, Editorial Kairós, Barcelona 2014)
La función psicológica es, de las cuatro funciones del mito, la más constante a través de las culturas. Independientemente de que seamos sioux de las grandes praderas norteamericanas del siglo XVIII, congoleños de una antigua jungla africana o urbanitas contemporáneos sumidos en el entorno mecanizado en el que actualmente vivimos los occidentales, todos seguimos, desde la cuna hasta la tumba, un proceso de desarrollo psicológico muy parecido.
El primer rasgo característico de la especie humana es el nacimiento prematuro. El ser humano no puede cuidar de sí mismo hasta prácticamente los quince años. La pubertad llega en torno a los doce, pero la madurez física no lo hace hasta los veinte. Durante la mayor parte de este largo arco de vida, el individuo se encuentra en una situación de dependencia psicológica. Se nos enseña de pequeños a reaccionar a cada estímulo y a cada experiencia con un “¿Quién me ayudará?”. Y, como dependemos de nuestros padres, cada situación evoca imágenes parentales: “Qué querrían, papá y mamá, que hiciese?”. Fueron muchas las cosas que Freud dijo en este sentido.
Si queremos obtener un doctorado, por ejemplo, tenemos que permanecer sometidos a la autoridad hasta cumplidos los cuarenta y cinco años. Y ese proceso puede ser interminable. El número de notas a pie de página con que un autor adorna sus textos es un claro índice de su grado de dependencia. Uno debe tener el valor de asumir sus propias creencias y dejar que sean los demás quienes determinen, por sí mismos, nuestra autoridad.
Si comparamos, por ejemplo, los casos del profesor y del atleta que son entrevistados por televisión, veremos que el académico carraspea y vacila innumerables veces, hata que empezamos a preguntarnos: “”Pero ¿qué le pasa a este tipo? ¿Sabrá de verdad algo?”. El jugador de béisbol, por el contrario, responde sin ningún problema. Habla con autoridad. Habla con facilidad. Esto es algo que siempre me ha impresionado. El atleta abandonó el nido cuando, a los diecisiete o dieciocho años, empezó a destacar, mientras que el pobre profesor permaneció sometido a la autoridad hasta encanecer y ahora es demasiado tarde y casi está a punto de abandonar la escena.
Llega un momento en la vida en que la sociedad pide a esta criatura dependiente que, dejando de refugiarse en el nido, emprenda el vuelo y acabe convirtiéndose en papá y mamá.
Los ritos de pubertad de las culturas antiguas cumplían con la función de propiciar una transformación psicológica sin importar que el individuo supiese sumar 2 + 2 ó 962.000 + X. Lo importante era que asumiera, en un instante y sin vacilar, su responsabilidad. La persona que se halla a mitad de camino entre la dependencia y la responsabilidad, la persona que, cuando se encuentra en una encrucijada, no sabe decidir el camino que debe seguir, es el ambivalente, el neurótico.
Los neuróticos son personas que aún no han alcanzado ese umbral psicológico. Su primera respuesta, cuando tienen una experiencia, es: “¿Dónde está papá?”, hasta que súbitamente se dan cuenta de que: “¡Oh, pero si yo ya soy papá!”. Esos niños de cuarenta años, llorando en el diván freudiano, son personas cuya primera reacción es la dependencia y que solo después se dicen: “¡Oh, espera un segundo, pero si ya he crecido!”.
Son personas atrapadas en una actitud de sumisión a la autoridad y miedo al castigo, mirando siempre hacia arriba en busca de la aprobación o el reproche de los mayores. Luego, súbitamente, en la pubertad, se supone que nos convertimos en adultos y asumimos la responsabilidad de nuestra vida. Se supone que todas las respuestas automáticas que en alguien de veinte años revelan la sumisión a la autoridad acaban conduciendo a asumir la propia autoridad. El rito de iniciación a la pubertad representado por el cachete que, en el momento de la confirmación, da el obispo al niño significa: “Despierta, deja atrás a tu niño y despierta a la madurez”.
Entre los aborígenes aranda australianos, por ejemplo, cuando una madre tiene dificultades para controlar a un hijo, las mujeres se reúnen y le propinan una buena azotaina en las piernas con palos. A las pocas semanas, ocurre algo muy interesante, porque todos los hombres, ataviados con ropajes extraños de un aspecto similar al que se les enseña a todos los niños que llevan las divinidades, llegan con bramaderas (zumbadores) y todo tipo de instrumentos ruidosos y aterradores. Los niños corren entonces a refugiarse en sus madres, que simulan protegerlos hasta que llegan los hombres y se los llevan.
Así es como la madre deja de ser buena y el niño debe de enfrentarse solo a esa situación. Y debo advertir que la situación no es nada divertida. Llega un momento, por ejemplo, en el que los hombres colocan a los niños tras una fila de arbustos, con la orden explícita de no mirar. A mitad de la noche parece estar ocurriendo, al otro lado, algo muy interesante (danzas y similares),. ¿Y qué les ocurre a quienes, pese a esa prohibición, se atreven a mirar? ¡Son asesinados y devorados!
Eliminar a quienes no cooperen con las sociedad que les está apoyando es una forma drástica de acabar con la delincuencia juvenil. Lo malo de este método, obviamente, es que solo sobreviven los buenos chicos y priva a la comunidad de talentos originales.
Al cabo de un rato, se permite que esos niños asustados de doce o trece años vean la llegada, desde más allá de los arbustos, de un hombre extraño, ejecutando el mito del Canguro Cósmico, y luego aparece el Perro Cósmico y ataca al canguro. Toda esta representación forma parte de la mitología del ancestro totémico. Y, cuando más tranquilo parece estar contemplando el niño el espectáculo, los dos personajes empiezan a abalanzarse una y otra vez sobre él.
Ahora ya no olvidará nunca más al Canguro y al Perro Cósmico. Es cierto que no es un asunto muy sofisticado, pero una vez que el niño entiende esto, no quedan muchas cosas más por entender. Todas las imágenes tempranas depositadas en el padre y la madre se ven así transferidas a las imágenes ancestrales de la tribu.
Hay otros ritos que también son muy interesantes. Cuando el niño es circuncidado, por ejemplo, se le entrega un objeto especial llamado churinga, una especie de amuleto personal que se supone que le protegerá y curará sus heridas. Los hombres alimentan al niño con su propia sangre, le hacen cortes en los brazos y en otras partes y vive sumido en la sangre (come pasteles de sangre, sopa de sangre y acaba cubierto también de sangre).
El niño que atraviesa este ritual ya no es el mismo que quien lo comenzó. Son muchas las cosas que han pasado. Su cuerpo ha cambiado, su psique ha cambiado y se le envía donde están las chicas. Entonces se le asigna una esposa, la hija del hombre que le circuncidó. No tiene otra alternativa. No tiene posibilidad alguna de elegir. No puede decir: “Esta no me gusta. Prefiero aquella.”. Ahora es un pequeño hombre y se comportará como debe hacerlo un hombre de su tribu.
Estas sociedades se enfrentan a un problema de supervivencia y el individuo que accede al orden social debe ser iniciado para que sus respuestas espontáneas sirvan a las necesidades de esa sociedad. Es la sociedad la que impone el orden y le obliga a convertirse en un órgano de cierto organismo. Y no cabe, fuera de ese orden, independencia alguna.
La madurez, en las sociedades tradicionales, consiste en aprender a vivir dentro del marco establecido por la tradición cultural. Así es como uno acaba convirtiéndose en un eslabón más de la cadena de transmisión del orden moral. Nos lo imponen, creemos en ello y acabamos imponiéndolo.
En nuestra cultura, tenemos exigencias diferentes. Nosotros esperamos que nuestros alumnos y nuestros hijos sean críticos, utilicen su cabeza, se conviertan en individuos y asuman la responsabilidad de sus vidas. Y aunque haya quienes, en mi opinión, empiezan demasiado pronto, se trata de una situación que alienta una gran potencia creativa. Pero eso también genera, con respecto a nuestras mitologías, un problema nuevo. Y es que, a diferencia de lo que sucede en las culturas tradicionales, nosotros no pretendemos estampar, en la persona, la tradición con tal fuerza que el individuo se convierta en un mero estereotipo. La idea, muy al contrario, consiste en desarrollar la personalidad individual, una cuestión que, por más sorprendente que pueda parecer, constituye un rasgo contemporáneo característico de Occidente.
En la India, por ejemplo, se espera que el individuo haga lo que la tradición espera de una persona de su casta. El rito de satf, tan terrorífico para nuestra sensibilidad, que obliga a la viuda a arrojarse a la pira funeraria en que arde el cuerpo de su esposo fallecido, se deriva de la palabra sánscrita sat, la forma femenina del verbo “ser”. La mujer, pues, que cumple con su obligación como esposa es algo precisamente por ser esposa. Y quien desobedece este dharma, este sat, es asat, es decir,”no ser”.
Esta es una visión diametralmente opuesta a la de Occidente, porque para nosotros la persona que vive sometida a la autoridad, se identifica con su rol social y no se sale del marco establecido por la tradición es considerada anticuada y retrógrada, es decir, “sin personalidad”.
Más tarde, tiene lugar una transformación psicológica a la que todo el mundo debe enfrentarse; el paso de la madurez a la senilidad y el declive de las capacidades. Debido a la soficisticación de la ciencia médica, esta es una transición que, en nuestro caso, ocurre más tarde que en las sociedades primitivas y en las culturas arcaicas superiores. Resulta sorprendente lo temprano que se presenta, en la mayoría de las sociedades, la crisis de la vejez. En cualquiera de los casos, se trata de una crisis que, más pronto o más tarde, siempre llega.
Cuando hemos aprendido lo que nuestros instructores nos han enseñado y erradicamos todos los movimientos del espíritu incompatibles con el orden de nuestra sociedad particular, cuando ya sabemos cómo funcionan las cosas, cómo movernos y cómo dirigir, empezamos a perder el control. Es entonces cuando comienzan a presentarse los problemas de memoria, las cosas se nos caen de las manos, nos sentimos mucho más cansados al finalizar el día, y el sueño empieza a parecernos mucho más atractivo que la acción o, dicho en otras palabras, comenzamos a pensar en la jubilación. Además, uno ve llegar una nueva generación muy vigorosa con un aspecto diferente y piensa: “Bueno, habrá que dejarles paso”. De esta situación de desamparo se hacen cargo las mitologías.
Cuando descubrimos que los objetivos a los que un determinado orden social nos habían pedido que dedicásemos nuestra energía han cambiado o han dejado de responder a nuestras acciones, entramos en una suerte de picado psicológico. Las energías de la psique vuelven entonces a una profundidad para las que la sociedad no nos ha preparado, la misma profundidad que se cerró cuando accedimos a la madurez.
Y entonces es cuando aflora lo que Freud denomina “líbido disponible” y cobran súbitamente interés las cosas que antes no se nos permitía hacer. Esa es la historia, por ejemplo, del hombre de mediana edad que ha aprendido a hacer todo lo que le dijeron y él creía que debía hacer. Y, como no tiene dificultad alguna para hacer las cosas, dispone de mucho tiempo libre.
¿Qué hace ahora con el tiempo libre? Súbitamente piensa: “¡De cuántas cosas me he privado para conseguir esto!”. Los logros, además, le parecen cada vez menos interesantes. No me gusta decir esto a mis alumnos universitarios, pero en realidad no merece la pena. Entonces es cuando uno piensa: “¡A cuántas cosas he renunciado!”.
Sea como fuere, papá empieza a ver cosas en las que antes ni siquiera había reparado. Las jóvenes le parecen más hermosas de lo que le parecían en su juventud y la familia empieza a preguntarse: “Pero ¿qué diablos le está pasando a papá?”.
O quizás había planeado ahorrar algo de dinero y retirarse. ¿Qué hará cuando se retire? Se dedicará a algo que le había gustado en su juventud como, por ejemplo, pescar. Entonces se pertrecha de todo el instrumental necesario para llevar a cabo el ritual, como el sombrero, la caña (“¡No le llames hilo, llámale sedal!”), los anzuelos y todos los tipos de mosca que caben en su sombrero. Ahora lo tiene todo. Dejémosle que tenga lo que le gusta y haga lo que quiera. Dejémosle que tenga incluso su propio pabellón de caza.
¿Qué está haciendo? Pesca, que es lo que hacía la última vez que le gustó algo, cuando tenía doce años. ¿Lo que ahora le motiva es pescar? ¿Y qué es lo que inconscientemente espera pescar? ¡Sirenas!
Pero entonces experimenta una crisis nerviosa… y no estoy hablando en broma, porque este es un fenómeno que se reproduce millones de veces en los Estados Unidos. El hombre que creía saber para qué estaba trabajando, lo hacía para poder ir a pescar. Luego se da súbitamente cuenta de que está casado, de que tiene hijos, de que tiene que trabajar muy duro y dee que hacía todo eso con la esperanza de que un buen día se retiraría y podría dedicarse a lo que quisiera. Entretanto, en su interior ha ido creciendo algo que antes no había. No está preparado para pescar, todavía quiere chicas, pero ya no están a su alcance. Así es como acaba recluido en un manicomio, en donde asistirá a la emergencia, de su propio inconsciente, de sirenas con forma muy poco atractivas.
Tal es el poder de la líbido disponible.
Y qué decir de la madre. Todos conocemos a la madre. Ella nos lo ha dado todo, nos ha dado la vida. Quizás haya tenido también algún amante además de ese viejo bastardo al que llamamos papá. Pero llega un momento en que los chicos se van. Y, cuando el nido queda vacío, se agarra a la vida con toda su fuerza. Todo aquello a lo que se había entregado, todo aquello a lo que había dedicado la vida y en lo que había depositado su líbido se desvanece.
Entonces enloquece y se convierte en lo que se conoce como “suegra”. Cría a nuestro hijo, nos dice cuándo tenemos que cerrar la ventana, cuándo tenemos que abrir la ventana, cómo tenemos que freír los huevos…; nos lo die todo. Se trata de una terrible crisis en la que irrumpen -de manera habitualmente compulsiva- los poderes internos de la psique, sin que uno pueda hacer nada por impedirlo. A veces casi podemos ver a la persona pensando: “No debería hacer esto”, cuando, sin darse cuenta, ya está volviendo a hacerlo.
De este problema se ocupaban también las viejas mitologías. Tenían que acompañar a las personas desde ser el sostén del mundo hasta convertirse en alguien con el que ya no se cuenta. Y esto era algo que las sociedades antiguas resolvían con una elegancia extraordinaria: los viejos son sabios. De este modo, la gente se les acercaba y les pedía consejo y aprobación, algo que ellos no tenían ningún problema en conceder. Así era como las sociedades tradicionales mantenían activos a los viejos mediante el senado o consejo de ancianos.
Desde hace unos años he estado ligado, de un modo u otro, al Departamento de Estado (equivalente estadounidense al Ministerio de Asuntos Exteriores). Uno de sus grandes problemas, según me dice gente que trabaja allí, consiste en conseguir nohacer lo que los embajadores, el presidente y el Consejo de Ministros les piden. El Departamento de Estado es un grupo de personas muy cultas que saben lo que tienen que hacer. Pero no son más que funcionarios, porque las directrices de los donantes de dinero a los partidos demócrata o republicano para la elección de las personas que acabarán convirtiéndose en embajadores en uno u otro destino. Estos son, pues, los ancianos, los que dicen a los profesionales de la diplomacia lo que tienen que hacer. Y debo añadir que son muchas las personas del Departamento de Estado a las que he escuchado decir que el principal problema al que se enfrentan es el de trabajar lo suficientemente despacio para hacer el menor daño posible.
Las autoridades son personas mayores. Nosotros no hemos descubierto cómo manejarlas, pero las viejas sociedades tradicionales sabían cómo hacerlo porque, de una generación a la siguiente, las cosas no cambiaban mucho en esos tiempos. Las cosas pasaban entonces al igual que ahora, de manera que se podía preguntar a los ancianos cómo había que hacer tal o cual cosa, y su respuesta se aplicaba también a la nueva generación. Pero eso ha dejado ya de ser así.
Hay una última transición para la que el orden mitológico debe también prepararnos: el viaje que conduce a la puerta más oscura.
Una vez escuché una historia sobre Barnum y el Circo Bailey, que solía dedicar una carpa especial a su conocida “galería de horrores”. Bastaba con pagar cincuenta centavos para poder ver todos los monstruos ahí congregados, desde “la mujer barbuda” hasta “el hombre más alto del mundo”, “el esqueleto viente”, etc. Había tantas cosas que ver que la gente nunca salía y la carpa siempre estaba abarrotada. ¿Y cómo resolvieron ese problema? Alguien tuvo la maravillosa idea de remplazar el cartel de “salida” por otro que decía “la gran salida”. ¿Quién iba a perderse ese espectáculo?
Nosotros también tenemos, para ayudar a la gente a morir, una historia parecida a esa.
¿Qué podemos hacer cuando la sociedad empieza a decirnos “No, aquí no te necesitamos y tampoco te necesitamos ahí”? ¿Qué podemos hacer cuando las energías regresan de nuevo a la psique?
Recientemente estuve en Los Ángeles y, en una esquina, vi a muchas personas reunidas haciendo cola. “Están esperando el autobús para ir a Disneylandia”, me dijeron, cuando pregunté qué estaba ocurriendo.
Bueno. Esa es una forma de cuidar a la gente. Disneylandia es una proyección externa de la fenomenología de la imaginación. Y es que siempre podemos, si hemos perdido el acceso a nuestra propia imaginación, recurrir a la de Walt Disney para que nos ayude.
Esta ha sido una tarea de la que siempre se han ocupado las religiones, proporcionar algo que pensar sobre seres divinos, ángeles y el modo de evadirnos de aquí. Proporciona mucho entretenimiento e impide molestar a nuestra nuera o a quienquiera que se ocupe de nosotros. Esa función la cumple hoy la televisión.
Ahora bien, existe un principio mitológico básico conocido, en el ámbito de la mitología, como “otro mundo”, pero que, en términos psicológicos, se refiere realmente al “mundo interior”. Y lo que, en tal caso, se dice sobre el “futuro”, hay que entenderlo, en realidad, como referente al “ahora”.
Una vez escuche a un sacerdote decir a la pareja, en una boda anglicana, algo así como: “Vivid vuestra vida como quisierais que fuese en el futuro vuestra vida eterna”. Pero esa frase no me pareció correcta porque lo que, en mi opinión, debió haber dicho era: “Vivid vuestra vida y vuestro matrimonio como si en este mismo instante experimentaseis la vida eterna”.
Porque la eternidad no es un tiempo muy largo. La eternidad no es el futuro ni el pasado. La eternidad es una dimensión del ahora, una dimensión del espíritu humano, que es eterno. Cuando descubrimos en nosotros mismos esa dimensión eterna, cabalgamos todos nuestros días a lomos del tiempo. Y lo que nos ayuda a reflexionar en el conocimiento de esta dimensión transpersonal y transhistórica de nuestro ser y de nuestra experiencia son los arquetipos mitológicos, los símbolos eternos que viven en las mitologías de todo el mundo y siempre han servido de modelos a la vida humana.
Joseph Campbell (En busca de la felicidad. Mitología y transformación personal, Editorial Kairós, Barcelona 2014)
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