RAMÓN DE CAMPOAMOR (1817-1901)
DOLORAS.
Sr. D. Ramón de Campoamor.
Mi querido amigo: Han transcurrido dieciocho años desde que lancé al mundo de los envidiosos la noticia de que había usted intercalado en sus versos algunos pensamientos de Víctor Hugo.
La noticia era cierta; sobre esto no cabía discusión. Rotschild robaba; ¡qué patente de honradez para los que nada poseían! El sol tenía manchas; ¡qué descubrimiento tan halagüeño para los topos! Así es que mi artículo produjo gran efecto entre los literatos más o menos eunucos.
Lo ataqué a usted con furia, con saña... No podía ser de otro modo. Aparte de que los pequeños somos implacables, ¡usted monárquico, yo republicano! ¡usted famoso, yo desconocido! ¡usted un gran poeta, yo un gran don Nadie! ¡Cualquiera resistía a la tentación! No resistí, y cada día me alegro más. Sin esto, quizás nadie me conocería aún.
Tiempos de odios terribles eran aquéllos. La República muerta, el trono restaurado por un golpe de mano, las conquistas revolucionarias perdidas, la prensa amordazada, todo lo derribado irguiéndose, por tierra todo lo edificado, y, por lo que a mí tocaba, vivos deseos de adquirir un nombre para luchar por lo caído... ¿Qué más quise sino enterarme de que usted, uno de los partidarios de lo que yo odiaba, y que además había combatido mucho a la democracia, y en forma ruda, tenía un flaco por donde atacarle? Aquélla era mi ocasión... Me olvidé de todo y de todos, para pensar en lo mío y en mí. El poeta que admiraba desapareció ante el partidario de la restauración; comprendí además que podía sacar mi nombre de la oscuridad atacándolo a usted, y no vacilé un momento. El hambre de notoriedad es muy punzante.
Lanzado el artículo, aguardé... Pasaban los días, y nadie rechistaba. En los círculos y teatros donde se reunían literatos o aspirantes a literatos, se discutía con calor, aplaudiendo unos y condenando otros mi atrevimiento, pero nada más.
Al ver la clase de gentes que se alegraba, comencé a estar descontento de lo que había hecho. Mis móviles, ya los he expuesto: odio político y ansia por ser conocido; pero los de aquellas gentes. ¿cuáles podían ser sino los de la envidia rastrera, sin valor para manifestarse, e impotente para convertirse en emulación noble y fecunda? La alegría de los imbéciles produce tristeza.
Pero, a todo esto, nada; ni cuatro líneas en favor de usted. Era para desesperarse. Sus amigos, todos los literatos de renombre, callaban prudentemente; acaso los detenía el justo temor a que la piedra diese de rebote en su tejado; la conciencia no es una palabra vana, y todos sabemos las cuentas que puede ajustarnos la nuestra; quizás saboreaban modestamente la alegría que nos produce siempre el mal ajeno, aun sin tomar parte nuestra voluntad. Por fin, ¡oh dicha! un escritor renombrado, Fernández Bremón, publicó un artículo defendiéndolo a usted. No era lo que yo había soñado, pero ya era mucho. Le repliqué en un estilo que buscaba escándalo.
Por una debilidad que aún no me explico, descendió usted al terreno de la defensa. Mi sueño se realizaba por completo. Como pleiteaba por pobre, es decir, como no tenía bagaje literario que pudieran decomisarme en la aduana de la crítica, fui inflexible, duro en la contestación. Los ratones literarios tuvieron bien donde roer.
Aunque apartado de los grandes centros, no por esto dejaba de llegar a mí algo de lo que en ellos se decía. Como no se me conocía y mi apellido era extraño, muchos lo creyeron un seudónimo, y hubo necios que achacaron mis escritos a Valera, Núñez de Arce, Fernández de los Ríos otros de bastante talla literaria. Ceguedades de la maledicencia, que, sin embargo, me halagaban. No hay hombre insensible en absoluto a la vanidad.
Aquello pasó, como pasa todo, y cada cual quedó en el lugar que merecía; usted arriba, y sus envidiosos abajo: sólo yo varié de puesto; desde entonces no fui enteramente desconocido.Si no, resultase cursi por lo repetida, aquí sí que encajaba la frase del sándalo que perfuma el hacha que lo hiere. Al atacar a usted, salí de la oscuridad.
Cuando más tarde hablé con usted y me convencí de lo que era público, esto es, que el hombre resultaba superior al poeta, con valer tanto éste, me prometí darme algún día la satisfacción de decir en alta voz que sigo admirando a usted como siempre, que lo considero el mejor poeta de este siglo en España, por ser el más humano, el más original, el único que ha reflejado con valentía nuestras dudas, nuestras luchas, nuestras pasiones, nuestros desmayos...
Pero a pesar de haberme prometido darme la satisfacción que le he dicho, el tiempo, duro siempre para mí; la exigencia de la labor diaria; los empeños políticos y revolucionarios; la tristeza de las injusticias que también me han alcanzado; el cansancio que produce la lucha por el ideal en estos tiempos de indiferencia cuando esa lucha no se entabla en un terreno práctico; todo esto me ha hecho ir demorando la realización de mi buen propósito, sin dejar de pensar en él un solo día. Cuando estuvo usted enfermo hace dos años, tuve un gran pesar; podía usted haber desaparecido materialmente del planeta sin que yo hubiera cumplido este propósito, que ya consideraba como un deber, y esto me habría dejado algún remordimiento. Claro es que hubiera dicho todo esto después, pero no era lo mismo: siempre he querido decirlo por usted y para usted. El trasladarlo al público únicamente es por mí.
Aun cuando transcurren las medias docenas de años sin vernos, nada de lo que usted hace pasa inadvertido para mí, ni dejo de leer una línea de lo que escribe, ni de lo que otros escriben acerca de usted; y cada vez estoy más envanecido de haberle obligado a confundir por un momento su nombre con el mío.
Una de las cosas que me han encantado más en estos últimos tiempos, ha sido su negativa a que le honren en vida, como a tantos otros. Por una sola razón me habría alegrado de que usted se ablandase ante los ruegos de sus admiradores: la de que el hombre superior debe de hacer alguna que otra tontería para no estar humillando constantemente a los demás; fuera de esto, aplaudo de todas veras su resolución, máxime cuando me explico perfectísimamente que no tenga usted para la gloria las atenciones y miramientos que tendría con cualquiera otra hembra: al fin se trata de su mujer propia
Y no sólo estoy ahora conforme con usted en eso, sino en otras muchas cosas. Algunas de las ideas vertidas por usted en su defensa me escandalizaron entonces, por la soberbia que, según mi leal saber y entender, revelaban; hoy me parece usted el prototipo de la modestia, dado lo mucho que vale, al recordar las arrogancias que otros se permiten, y las que yo mismo me he permitido sin valer nada: verdad es que ahora tengo la soberbia por una cualidad hermosa.
También me indignaban sus ideas sobre la propiedad literaria; mas hoy, al ver al extremo que se llevan, y que muchos escritores parecen tenderos con vistas a la usura, y que se disputa ante los tribunales el derecho a explotar una obra que se ha robado, o que se ha comprado con el producto de robos anteriores, hoy me siento inclinado al anarquismo en literatura, y a exclamar como cualquier compañero: «todo es de todos». Y creo que no andaría descaminado el que aplicara esa frase a la propiedad literaria; porque ¿quién es el guapo que se atreve a decir, en el cambio mutuo de pensamientos que la imprenta ha establecido, que éste o aquél ha brotado exclusivamente en su cerebro? A la ley de propiedad literaria, dictada con espíritu asaz estrecho, débese la nueva raza de literatos de mostrador, que han convertido en oficio lo que fue siempre la primera y la más noble de las profesiones. Una cosa es que viva de sus obras el que las produzca, y otra bien distinta el que se ponga hasta al pie de un artículo de media columna esta frase mercantil: Prohibida la reproducción.
Mas ¿por qué hablo de esto? ¡Ah! sí. Por patentizar que estoy conforme con muchas de las ideas de usted que en 1876 combatí. ¡Qué terrible cosa es el tiempo! Nos hace envejecer y tener razón, como ha dicho no recuerdo quién.
Resumiendo, don Ramón, que me voy poniendo pesado, contra mi deseo y costumbre.
Repito que lo considero el mejor poeta español de este siglo, porque ha dicho más cosas originales que ninguno, y en forma más sencilla, y por lo tanto más bella, sin que esto le haya impedido ser tierno y delicado, epigramático e irónico, robusto y varonil como el que más, y demostrado a la vez que no es preciso apelar al tono solemne y aparatoso para decir sublimidades. Su musa, si a veces retozona y en ocasiones cáustica, ha sido siempre elegante, pudorosa; por eso conserva aún el vello del melocotón, signo de frescura, en el rostro: sus últimas composiciones en nada se diferencian de las primeras; es usted el de siempre: hombre en el pensar; niño en el sentir. En su cuerpo únicamente la corteza ha envejecido: el corazón y el cerebro, no.
Se ha hablado mucho de su escepticismo, y aun creo que yo también he incurrido en esa vulgaridad. ¿Escéptico el hombre que ha creído en todo lo elevado y todo lo bello? Más bien pudiera decirse que ha sido usted un gran creyente. Ha visto los lunares de sus ídolos pero los ha seguido adorando. La contradicción entre algunas de sus ideas, resulta más aparente que real.
Como no se ha fabricado usted un mundo a su capricho para sacar de él los seres que pinta y las pasiones que describe, sino que ha aceptado usted el que existe tal cual es, sólo ha cantado lo que ha visto y sentido; y como ha sentido mucho y hondo, y visto muy claro, de ahí la verdad y el encanto de sus obras. Ha hecho brotar agua de la peña informe, pero agua fresca y cristalina, mejor que la llovida del cielo. Sus mujeres, sobre todo, son encantadoras, adorables, porque son humanas; de carne y hueso. Se inmolan y engañan; rezan y pecan; mueren de amor y por amor matan; palpitan, respiran, besan, muerden y ahogan; tienen nervios, sangre y músculos para la pasión, y a la vez perfumes para el corazón, rocío para el alma, ilusiones, ansia de lo ideal...
Pero me salgo del programa que me tracé al tomar la pluma, que no fue el de juzgar sus obras, porque dejo tan hermosa tarea a los que saben hacerlo. Además, esta carta es sólo un desahogo de mi corazón. Sila coloco al frente de esta nueva edición de las Doloras, es por el orgulloso deseo de que alguien sepa que he existido, lo que sucederá mientras un ejemplar de esta edición quede. ¡Contrastes que abundan! Usted desprecia la gloria, que irá siempre unida a su nombre; yo, que no puedo aspirar ni a ver su rostro de lejos, busco el medio de unir mi nombre al de usted, para tener la remota probabilidad de que algún Menéndez Pelayo del porvenir diga al tropezar con un tomo de esta edición; «a falta de inteligencia, este señor Nakens tenía un gran instinto para practicar el adagio de 'el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija.'»
¿Qué por qué publico esta edición de las Doloras? Por la razón ya expuesta, y también por contribuir cuanto pueda a que se difundan, convencido cada vez más de la verdad de aquello que dijo usted al contestarme: «Las Doloras son una obra de misericordia literaria, que enseña a pensar al que no sabe», concepto que entonces rechacé brutalmente; y digo brutalmente, porque, aun cuando no me arrepiento de lo que hice, borraría de buen grado algunas palabras que empleé; todas las que no eran absolutamente necesarias para expresar mi pensamiento, y las que se distinguían por su dureza.
Y aquí si que voy a terminar, repitiendo que cada día me alegro más de haberme atrevido con usted, porque todos hemos salido ganando en ello; usted, porque pudo convencerse de que su fama y su gloria estaban ya templadas para recibir sin peligro todos los ataques; yo, porque desde aquel día fui conocido de alguien más que de mi familia; y el público, porque escribió usted mucho a raíz de aquel suceso en demostración de que no necesitaba, como así era, copiar pensamientos de nadie para hacer obras imperecederas. Los únicos que perdieron aquel día fueron sus detractores, porque se convencieron de que no había manera de oscurecer la gloria del que, por lo mismo que la tiene segura, se permite el lujo de despreciarla.
Un abrazo, mi querido don Ramón, y excuso encarecerle lo mucho que he gozado al escribir estos mal pergeñados renglones. Me complacería el saber que no le había desagradado nada de lo que le digo.
De usted siempre amigo y admirador
q. b. s. m.
José Nakens.
Madrid 8 de septiembre de 1894.
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