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He asistido, desconocido, al desfallecimiento gradual de mi vida, al zozobrar lento de todo cuanto he querido ser. Puedo decir, con esa verdad que no necesita flores para que se sepa que está muerta, que no hay cosa que yo haya querido, o en que haya puesto, aunque fuese un momento, el sueño solo de ese momento, que no se me haya deshecho debajo de las ventanas como polvo que pareciese piedra, caído de una maceta de un piso alto. Parece, incluso, que el Destino ha procurado siempre, primero, hacerme amar o querer aquello que él mismo había dispuesto para que al día siguiente viese que no lo tenía o tendría.
Espectador irónico de mí mismo, nunca, sin embargo, me he desanimado de asistir a la vida. Y desde que sé, hoy, por anticipación de cada vaga esperanza, que ha de ser desengañada, sufro el gozo especial de disfrutar ya la desilusión con la esperanza, como un amargo con dulce que vuelve lo dulce dulce contra lo amargo. Soy un estratega sombrío que, habiendo perdido todas las batallas, traza ya, en el papel de sus planes, disfrutando de su esquema, los pormenores de su retirada fatal, en la víspera de cada una de sus nuevas batallas.
Me ha perseguido, como un ente maligno, el destino de no poder desear sin saber que tendré que no tener. Si un momento veo en la calle un rostro núbil de muchacha y, aunque sea indiferentemente, disfruto de un momento de suponer lo que pasaría si fuese mío, es siempre cierto que, a diez pasos de mi sueño, esa muchacha encuentra a un hombre que veo que es su marido o su amante. Un romántico haría de esto una tragedia; un extraño sentiría esto como una comedia; yo, sin embargo, mezclo las dos cosas, pues soy romántico en mí y extraño a mí, y vuelvo la página hacia otra ironía.
Unos dicen que sin esperanza la vida es imposible, otros que con esperanza es vacía. Para mí, que hoy no espero ni desespero, es un simple cuadro exterior, que me incluye a mí, y al que asisto como a un espectáculo sin enredo, hecho tan sólo para divertir a los ojos: danza sin nexo, moverse de hojas al viento, nubes en que la luz del sol cambia de colores, trazados de calles antiguos, al acaso, en puntos inadecuados de la ciudad.
Soy, en gran parte, la misma prosa que escribo. Me desarrollo en períodos y parágrafos, me pongo puntuaciones y, en la distribución desencadenada de las imágenes, me visto, como los niños, de rey con papel de periódico o, en la manera como hago un ritmo de una serie de palabras, me adorno la cabeza, como los locos, con flores secas que continúan estando vivas en mis sueños. Y, por cima de todo, estoy tranquilo como un muñeco de serrín que, adquiriendo conciencia de sí mismo, sacudiese de vez en cuando la cabeza para que el cascabel de lo alto del gorro de pico (parte integrante de la misma cabeza) hiciese sonar algo, vida tañida del muerto, aviso mínimo del Destino.
¡Cuántas veces, sin embargo, en pleno día de esta insatisfacción sosegada, no me sube poco a poco a la emoción consciente el sentimiento del vacío y del tedio de pensar así! ¡Cuántas veces no me siento, como quien oye hablar a través de sonidos que cesan y vuelven a empezar, la amargura esencial de esta vida extraña a la vida humana: vida en que nada pasa salvo en la conciencia de ella! ¡Cuántas veces, al despertar de mí, no entreveo, desde el exilio que soy, cuánto mejor fuera ser el nadie de todos, el feliz que tiene al menos la amargura real, el contento que siente cansancio en vez de tedio, que sufre en vez de suponer que sufre, que se mata, sí, en vez de morirse!
Me he vuelto una figura de libro, una vida leída. Lo que siento es (sin que yo quiera) sentido para escribir que se ha sentido. Lo que pienso está luego en palabras, mezclado con imágenes que lo deshacen, abierto en ritmos que son otra cosa cualquiera. De tanto recomponerme, me he destruido. De tanto pensarme, soy ya mis pensamientos pero no yo. Me he sondeado y dejado caer la sonda; vivo pensando si soy hondo o no, sin otra sonda ahora que la mirada que me muestra, de claro a negro en el espejo del pozo alto, mi propio rostro que me contempla contemplarlo.
Soy una especie de carta de jugar, de naipe antiguo y desconocido, única que queda de la baraja perdida. No tengo sentido, no sé de mi valor, no tengo a qué compararme para encontrarme, no tengo a lo que sirva para que me conozca. Y así, en imágenes sucesivas en que me describo —no sin verdad, pero con mentiras—, voy quedando más en las imágenes que en mí, diciéndome hasta no ser, escribiendo con el alma como tinta, útil para nada más que para escribirse con ella. Pero cesa la reacción y de nuevo me resigno. Vuelvo en mí a lo que soy, aunque no sea nada. Y algo de lágrima sin llanto arde en mis ojos inmóviles, algo de una angustia que no he tenido me irrita ásperamente la garganta seca. Pero ay, no sé lo que había llorado, si es que hubiese llorado, ni por qué fue por lo que no lo lloré. La ficción me acompaña como mi sombra. Y lo que quiero es dormir.
2-9-1931.
(Continuará)
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