HOMERO
LA ILIADA
CANTO IX
Embajada a Aquiles- Súplicas. Cont.
430. Así dijo, y todos enmudecieron, asombrados
de oírlo; pues fue mucha la vehemencia con
que se negó. Y el anciano jinete Fénix, que sentía
gran temor por las naves aqueas, dijo después
de un buen rato y saltándole las lágrimas:
434. -Si piensas en el regreso, preclaro Aquiles,
y te niegas en absoluto a defender del voraz
fuego las veleras naves, porque la ira penetró
en tu corazón, ¿cómo podría quedarme solo y
sin ti, hijo querido? El anciano jinete Peleo quiso
que yo te acompañase el día en que te envió
desde Ftía a Agamenón, todavía niño y sin experiencia
de la funesta guerra ni del ágora,
donde los varones se hacen ilustres; y me
mandó que te enseñara a hablar bien y a realizar
grandes hechos. Por esto, hijo querido, no
querría verme abandonado de ti, aunque un
dios en persona me prometiera rasparme la
vejez y dejarme tan joven como cuando salí de
la Hélade, de lindas mujeres, huyendo de las
imprecaciones de Amíntor Orménida, mi padre,
que se irritó conmigo por una concubina
de hermosa cabellera, a quien amaba con ofensa
de su esposa y madre mía. Ésta me suplicaba
continuamente, abrazando mis rodillas, que me
juntara con la concubina para que aborreciese
al anciano. Quise obedecerla y lo hice; mi padre,
que no tardó en conocerlo, me maldijo repetidas
veces pidió a las horrendas Erinias que
jamás pudiera sentarse en sus rodillas un hijo
mío, y los dioses -el Zeus subterráneo y la terrible
Perséfone -ratificaron sus imprecaciones.
[Pensé matar a mi padre con el agudo bronce;
mas alguno de los inmortales calmó mi cólera,
haciendo que a mi corazón se representara la
fama que tendría yo entre los hombres y los
muchos baldones que de ellos recibiría, a fin de
que no fuese llamado parricida entre los aqueos.]
Desde entonces no tuve ánimo para vivir
en el palacio con mi padre enojado. Amigos y
deudos querían retenerme allí y me dirigían
insistentes súplicas: degollaron gran copia de
pingües ovejas y flexípedes bueyes de retorcidos
cuernos; pusieron a asar muchos puercos
grasos sobre la llama de Hefesto; bebióse buena
parte del vino que las tinajas del anciano contenían;
y nueve noches seguidas durmieron
aquéllos a mi lado, vigilándome por turno y
teniendo encendidas dos hogueras, una en el
pórtico del bien cercado patio y otra en el vestíbulo
ante la puerta de la habitación. Al llegar
por décima vez la tenebrosa noche, salí del
aposento rompiendo las tablas fuertemente
unidas de la puerta; salté con facilidad el muro
del patio, sin que mis guardianes ni las sirvientas
lo advirtieran, y, huyendo por la espaciosa
Hélade, llegué a la fértil Ftía, madre de ovejas, a
la casa del rey Peleo. Este me acogió benévolo;
me amó como debe de amar un padre al hijo
unigénito que haya tenido en la vejez, viviendo
en la opulencia; enriquecióme y púsome al
frente de numeroso pueblo, y desde entonces
viví en un confín de la Ftía, reinando sobre los
dólopes. Y te crié hasta hacerte cual eres, oh
Aquiles semejante a los dioses, con cordial cariño;
y tú ni querías ir con otro al banquete, ni
comer en el palacio, hasta que, sentándote en
mis rodillas, te saciaba de carne cortada en pedacitos
y te acercaba el vino. ¡Cuántas veces
durante la molesta infancia me manchaste la
túnica en el pecho con el vino que devolvías!
Mucho padecí y trabajé por tu causa, y, considerando
que los dioses no me habían dado descendencia,
te adopté por hijo, oh Aquiles semejante
a los dioses, para que un día me librases
del cruel infortunio. Pero, Aquiles, refrena tu
ánimo fogoso; no conviene que tengas un corazón
despiadado, cuando los dioses mismos se
dejan aplacar, no obstante su mayor virtud,
dignidad y poder. Con sacrificios, votos agradables,
libaciones y vapor de grasa quemada
los desenojan cuantos infringieron su ley y pecaron.
Pues las Súplicas son hijas del gran Zeus,
y aunque cojas, arrugadas y bizcas, cuidan de ir
tras de Ofuscación: ésta es robusta, de pies ligeros,
y por lo mismo se adelanta, y, recorriendo
la tierra, ofende a los hombres: y aquéllas reparan
luego el daño causado. Quien acata a las
hijas de Zeus cuando se le presentan, consigue
gran provecho y es por ellas atendido si alguna
vez tiene que invocarlas. Mas si alguien las
desatiende y se obstina en rechazarlas, se dirigen
a Zeus Cronida y le piden que Ofuscación
acompañe siempre a aquél para que con el daño
sufra la pena. Concede tú también a las hijas
de Zeus, oh Aquiles, la debida consideración,
por la cual el espíritu de otros valientes se
aplacó. Si el Atrida no te brindara esos presentes,
ni te hiciera otros ofrecimientos para lo futuro,
y conservara pertinazmente su cólera, no
te exhortaría a que, deponiendo la ira, socorrieras
a los argivos, aunque es grande la necesidad
en que se hallan. Pero te da muchas cosas, te
promete más y te envía, para que por él rueguen,
varones excelentes, escogiendo en el ejército
aqueo los argivos que te son más caros. No
desprecies las palabras de éstos, ni dejes sin
efecto su venida, ya que no se te puede reprender
que antes estuvieras irritado. Todos hemos
oído contar hazañas de los héroes de antaño, y
sabemos que, cuando estaban poseídos de feroz
cólera, eran placables con dones y exorables a
los ruegos. Recuerdo lo que pasó en cierto caso,
no reciente, sino antiguo, y os lo voy a referir a
vosotros, que sois todos amigos míos. Curetes y
bravos etolios combatían en torno de Calidón y
unos a otros se mataban, defendiendo los etolios
su hermosa ciudad y deseando los curetes
asolarla por medio de Ares. Había promovido
esta contienda Ártemis, la de áureo trono, enojada
porque Eneo no le dedicó los sacrificios de
la siega en el fértil campo: los otros dioses regaláronse
con las hecatombes, y sólo a la hija
del gran Zeus dejó aquél de ofrecerlas, por olvido
o por inadvertencia, cometiendo una gran
falta. Airada la deidad que se complace en tirar
flechas, hizo aparecer un jabalí, de albos dientes,
que causó gran destrozo en el campo de
Eneo, desarraigando altísimos árboles y echándolos
por tierra cuando ya con la llor prometían
el fruto. Al fin lo mató Meleagro, hijo de Eneo,
ayudado por cazadores y perros de muchas
ciudades -pues no era posible vencerlo con poca
gente, ¡tan corpulento era!, y ya a muchos los
había hecho subir a la triste pira-, y la diosa
suscitó entonces una clamorosa contienda entre
los curetes y los magnánimos etolios por la cabeza
y la hirsuta piel del jabalí. Mientras Meleagro,
caro a Ares, combatió, les fue mal a los
curetes, que no podían, a pesar de ser tantos,
acercarse a los muros. Pero el héroe, irritado
con su madre Altea, se dejó dominar por la
cólera que perturba la mente de los más cuerdos
y se quedó en el palacio con su linda esposa
Cleopatra, hija de Marpesa Evenina, la de
hermosos tobillos, y de Idas, el más fuerte de
los hombres que entonces poblaban la tierra.
(Atrevióse Idas a armar el arco contra el soberano
Febo Apolo, a causa de la joven de hermosos
tobillos, y desde entonces pusiéronle a
Cleopatra su padre y su veneranda madre el
sobrenombre de Alcíone, porque la madre, sufriendo
la suerte del sufridísimo alción, deshacíase
en lágrimas mientras Febo Apolo, que hiere
de lejos, se la Ilevaba.) Retirado, pues, con su
esposa, devoraba Meleagro la acerba cólera que
le causaron las imprecaciones de su madre; la
cual, acongojada por la muerte violenta de un
hermano, oraba mucho a los dioses, y, puesta
de rodillas y con el seno bañado en lágrimas,
golpeaba mucho el fértil suelo invocando a
Hades y a la terrible Perséfone para que dieran
muerte a su hijo. Erinias, que vaga en las tinieblas
y tiene un corazón inexorable, la oyó desde
el Érebo, y en seguida creció el tumulto y la
gritería ante las puertas de la ciudad, las torres
fueron atacadas y los etolios ancianos enviaron
a los eximios sacerdotes de los dioses para que
suplicaran a Meleagro que saliera a defenderlos,
ofreciéndole un rico presente: donde el suelo
de la amena Calidón fuera más fértil, escogería
él mismo un hermoso campo de cincuenta
yugadas, mitad viña y mitad tierra labrantía.
Presentóse también en el umbral del alto aposento
el anciano jinete Eneo; y, llamando a la
puerta, dirigió a su hijo muchas súplicas. Rogáronle
asimismo muchas veces sus hermanas
y su venerable madre. Pero él se negaba cada
vez más. Acudieron sus mejores y más caros
amigos, y tampoco consiguieron mover su corazón,
ni persuadirlo a que no aguardara, para
salir del cuarto, a que llegaran hasta él los enemigos.
Y los curetes escalaron las torres y empezaron
a pegar fuego a la gran ciudad. Entonces
la esposa, de bella cintura, instó a Meleagro
llorando y refiriéndole las desgracias que padecen
los hombres, cuya ciudad sucumbe: Matan
a los varones, le decía; el fuego destruye la ciudad,
y son reducidos a la esclavitud los niños y
las mujeres de estrecha cintura. Meleagro, al oír
estos males, sintió que se le conmovía el corazón;
y, dejándose llevar por su ánimo, vistió
las lucientes armas y libró del funesto día a los
etolios; pero ya no le dieron los muchos y hermosos
presentes, a pesar de haberlos salvado
de la ruina. Y ahora tú, amigo, no pienses de
igual manera, ni un dios te induzca a obrar así;
será peor que difieras el socorro para cuando
las naves sean incendiadas; ve, pues, por los
regalos, y los aqueos te venerarán como a un
dios, porque, si intervinieres en la homicida
guerra cuando ya no te ofrezcan dones, no alcanzarás
tanta honra aunque rechaces a los
enemigos.
Cont.
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