HOMERO
LA ILIADA
CANTO XI
Principalía de Agamenón. Cont
648. -No puedo sentarme, anciano alumno de
Zeus; no lograrás convencerme. Respetable y
temible es quien me envía a preguntar a qué
guerrero trajiste herido; pero ya lo sé, pues estoy
viendo a Macaón, pastor de hombres. Voy a
llevar, como mensajero, la noticia a Aquiles.
Bien sabes tú, anciano alumno de Zeus, lo violento
que es aquel hombre y cuán pronto culparía
hasta a un inocente.
655. Respondióle Néstor, caballero gerenio:
656. -¿Cómo es que Aquiles se compadece de los
aqueos que han recibido heridas? ¡No sabe en
qué aflicción está sumido el ejército! Los más
fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos,
yacen en las naves. Con arma arrojadiza fue
herido el poderoso Tidida Diomedes; con la
pica, Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón;
a Eurípilo flecháronle en el muslo, y acabo de
sacar del combate a este otro, herido también
por una saeta que un arco despidió. Pero Aquiles,
a pesar de su valentía, ni se cura de los
dánaos ni se apiada de ellos. ¿Aguarda acaso
que las veleras naves sean devoradas por el
fuego enemigo en la orilla del mar, sin que los
argivos puedan impedirlo, y que unos en pos
de otros sucumbamos todos? Ya el vigor de mis
ágiles miembros no es el de antes. ¡Ojalá fuese
tan joven y mis fuerzas tan robustas como
cuando en la contienda levantada entre los eleos
y nosotros por el robo de bueyes, maté a
Itimoneo, al valiente Hiperóquida, que vivía en
la Elide, y tomé represalias! Itimoneo defendía
sus vacas, pero cayó en tierra entre los primeros,
herido por el dardo que le arrojó mi mano,
y los demás campesinos huyeron espantados.
En aquel campo logramos un espléndido botín:
cincuenta vacadas, otras tantas manadas de
ovejas, otras tantas piaras de cerdos, otros tantos
rebaños copiosos de cabras y ciento cincuenta
yeguas bayas, muchas de ellas con sus
potros. Aquella misma noche lo llevamos a
Pilos, ciudad de Neleo, y éste se alegró en su
corazón de que me correspondiera una gran
parte, a pesar de ser yo tan joven cuando fui al
combate. Al alborear, los heraldos pregonaron
con voz sonora que se presentaran todos aquéllos
a quienes se les debía algo en la divina Élide,
y los caudillos pilios repartieron el botín.
Con muchos de nosotros estaban en deuda los
epeos, pues, como en Pilos éramos pocos, nos
ofendían; y en años anteriores había venido el
fornido Heracles, que nos maltrató y dio muerte
a los principales ciudadanos. De los doce
hijos del irreprensible Neleo, tan sólo yo quedé
con vida; todos los demás perecieron. Engreídos
los epeos, de broncíneas corazas, por tales
hechos, nos insultaban y urdían contra nosotros
inicuas acciones.-El anciano Neleo tomó entonces
un rebaño de bueyes y otro grande de cabras,
escogiendo trescientas de éstas con sus
pastores, por la gran deuda que tenía que cobrar
en la divina Élide: había enviado cuatro
corceles, vencedores en anteriores juegos, uncidos
a un carro, para aspirar al premio de la
carrera, el cual consistía en un trípode; y Augías,
rey de hombres, se quedó con ellos y despidió
al auriga, que se fue triste por lo ocurrido.
Airado por tales insultos y acciones, el anciano
escogió muchas cosas y dio lo restante al pueblo,
encargando que se distribuyera y que nadie
se viese privado de su respectiva porción.
Hecho el reparto, ofrecimos en la ciudad sacrificios
a los dioses.- Tres días después se presentaron
muchos epeos con carros tirados por solípedos
caballos y toda la hueste reunida; y entre
sus guerreros se hallaban ambos Molión, que
entonces eran niños y no habían mostrado aún
su impetuoso valor. Hay una ciudad llamada
Trioesa, en la cima de un monte contiguo al
Alfeo, en los confines de la arenosa Pilos: los
epeos quisieron destruirla y la sitiaron. Mas así
que hubieron atravesado la llanura, Atenea
descendió presurosa del Olimpo, cual nocturna
mensajera, para que tomáramos las armas, y no
halló en Pilos un pueblo indolente, pues todos
sentíamos vivos deseos de combatir. A mí Neleo
no me dejaba vestir las armas y me escondió
los caballos, no teniéndome por suficientemente
instruido en las cosas de la guerra. Y con
todo eso, sobresalí, siendo infante, entre los
nuestros, que combatían en carros; pues fue
Atenea la que dispuso de esta suerte el combate.
Hay un río nombrado Minieo, que desemboca
en el mar cerca de Arene: allí los caudillos
de los pilios aguardamos que apareciera la divina
Aurora, y en tanto afluyeron los infantes.
Reunidos todos y vestida la armadura, marchamos,
llegando al mediodía a la sagrada corriente
del Alfeo. Hicimos hermosos sacrificios
al prepotente Zeus, inmolamos un toro al Alfeo,
otro a Posidón y una gregal vaca a Atenea,
la de ojos de lechuza; cenamos sin romper las
filas, y dormimos, con la armadura puesta, a
orillas del río. Los magnánimos epeos estrechaban
el cerco de la ciudad, deseosos de destruirla;
pero antes de lograrlo se les presentó una
gran acción de Ares. Cuando el resplandeciente
sol apareció en lo alto, trabamos la batalla, después
de orar a Zeus y a Atenea. Y en la lucha de
los pilios con los epeos, fui el primero que mató
a un hombre, al belicoso Mulio, cuyos solípedos
corceles me llevé. Era éste yerno de Augías,
por estar casado con la rubia Agamede, la hija
mayor, que conocía cuantas drogas produce la
vasta tierra. Y, acercándome a él, le envasé la
broncínea lanza, lo derribé en el polvo, salté a
su carro y me coloqué entre los combatientes
delanteros. Los magnánimos epeos huyeron en
desorden, aterrorizados de ver en el suelo al
hombre que mandaba a los que combatían en
carros y tan fuerte era en la batalla. Lancéme a
ellos cual obscuro torbellino; tomé cincuenta
carros, venciendo con mi lanza y haciendo
morder la tierra a los dos guerreros que en cada
uno venían; y hubiera matado a entrambos Molión
Actorión, si su padre, el poderoso Posidón,
que conmueve la tierra, no los hubiese salvado,
envolviéndolos en espesa niebla y sacándolos
del combate. Entonces Zeus concedió a los pilios
una gran victoria. Perseguimos a los eleos
por la espaciosa llanura, matando hombres y
recogiendo magníficas armas, hasta que nuestros
corceles nos llevaron a Buprasio, fértil en
trigo, la roca Olenia y Alesio, al sitio llamado la
colina, donde Atenea hizo que el ejército se volviera.
Allí dejé tendido al último hombre que
maté. Cuando desde Buprasio dirigieron los
aqueos los rápidos corceles a Pilos, todos daban
gracias a Zeus entre los dioses y a Néstor entre
los hombres. Tal era yo entre los guerreros, si
todo no ha sido un sueño.- Pero del valor de
Aquiles sólo se aprovechará él mismo, y creo
que ha de ser grandísimo su llanto cuando el
ejército perezca. ¡Oh amigo! Menecio le hizo un
encargo el día en que lo envió desde Ftía a
Agamenón, estábamos dentro del palacio yo y
el divino Ulises y oímos cuanto aquél le encargó.
Nosotros, que entonces reclutábamos
tropas en la fértil Acaya, habíamos llegado a la
bien habitada casa de Peleo, donde encontramos
al héroe Menecio, a ti y a Aquiles. Peleo, el
anciano jinete, quemaba dentro del patio pingües
muslos de buey en honor de Zeus, que se
complace en lanzar rayos; y con una copa de
oro vertía el negro vino en la ardiente llama del
sacrificio, mientras vosotros preparabais carnes
de buey. Nos detuvimos en el vestíbulo; Aquiles
se levantó sorprendido, y cogiéndonos de la
mano nos introdujo, nos hizo sentar y nos ofreció
presentes de hospitalidad, como se acostumbra
hacer con los forasteros. Satisficimos de
bebida y de comida el apetito, y empecé a exhortaros
para que os vinierais con nosotros;
ambos lo anhelabais y vuestros padres os daban
muchos consejos. El anciano Peleo recomendaba
a su hijo Aquiles que descollara
siempre y sobresaliera entre los demás, y a su
vez Menecio, hijo de Áctor, lo aconsejaba así:
«¡Hijo mío! Aquiles te aventaja por su abolengo,
pero tú le superas en edad; aquél es mucho
más fuerte, pero hazle prudentes advertencias,
amonéstalo e instrúyelo y te obedecerá para su
propio bien.» Así lo aconsejaba el anciano, y tú
lo olvidas. Pero aún podrías recordárselo al
aguerrido Aquiles y quizás lograras persuadirlo.
¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios
conmoverías su corazón? Gran fuerza tiene la
exhortación de un amigo. Y si se abstiene de
combatir por algún vaticinio que su madre,
enterada por Zeus, le ha revelado, que a lo menos
te envíe a ti con los demás mirmidones, por
si llegas a ser la aurora de salvación de los
dánaos, y te permita llevar en el combate su
magnífica armadura para que los troyanos te
confundan con él y cesen de pelear, los belicosos
aqueos que tan abatidos están se reanimen,
y la batalla tenga su tregua, aunque sea por
breve tiempo. Vosotros, que no os halláis extenuados
de fatiga, rechazaríais fácilmente de las
naves y tiendas hacia la ciudad a esos hombres
que de pelear están cansados.
Cont.
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