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Pablo García Baena (Córdoba, 29 de junio de 1923-Córdoba, 14 de enero de 2018) fue un poeta español, perteneciente al Grupo Cántico.
Biografía
Asistió de niño al colegio Hermanos López Diéguez, en cuyo patio lo recuerda una lápida, y cursó el bachillerato en el colegio Francés, con los Maristas y en el colegio de la Asunción. Estudió pintura e historia del arte en la Escuela de Artes y Oficios de Córdoba, donde amistó con el pintor Ginés Liébana. A los 14 años leía ya a san Juan de la Cruz. Empieza a frecuentar la Biblioteca Provincial, donde conoce al también poeta Juan Bernier, quien le descubrió a Marcel Proust, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén y, sobre todo, Luis Cernuda. Empieza a publicar en la prensa local con poemas y dibujos, firmando a veces con una E mayúscula o con el seudónimo Luis de Cárdenas, en Caracola, en El Español y en La Estafeta Literaria. En 1942 estrenó en Córdoba una versión teatral de cuatro poemas de San Juan de la Cruz. Rumor oculto, su primer poemario, apareció en la revista Fantasía en enero de 1946. En 1947 él y su amigo Ricardo Molina concurrieron al Premio Adonáis de poesía, sin éxito, por lo cual decidieron crear su propia revista junto con los poetas Juan Bernier, Julio Aumente y Mario López y los pintores Miguel del Moral y Ginés Liébana: Cántico (Córdoba, 1947-1949 y 1954-1957), que será una de las más importantes de la Posguerra española. Estos autores serán conocidos desde entonces como Grupo Cántico. Cántico reivindicaba una mayor exigencia formal y estética y una mayor sensualidad, y enlazaba con la poesía de la Generación del 27, en especial con Luis Cernuda; barroca, exaltada y vitalista, su poesía influyó entre las generaciones más jóvenes sirviendo de puente entre los Novísimos y la Generación del 27. Entre Óleo, de 1958, y Almoneda (1971), sostuvo un largo silencio poético, roto ya definitivamente tras este último libro. En 1964, junto con otros amigos, viajó por la Costa Azul francesa, la Riviera italiana, Milán, Florencia, Venecia, Roma, Nápoles, Capri, Atenas, Delfos, Athos, El Cairo y Alejandría. También hizo viajes ocasionales a Florida y Nueva York. A su vuelta en 1965 fijó su residencia primero en Torremolinos y finalmente en Benalmádena (Málaga), donde residió trabajando como anticuario hasta 2004 en que volvió a Córdoba. Es colaborador de distintos diarios nacionales y realiza lecturas y conferencias en los centros culturales españoles.
En 1984 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y la Medalla de Oro de la Ciudad de Córdoba. Fue declarado Hijo Predilecto de Andalucía en 1988. Con Fieles guirnaldas fugitivas gana el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla de 1989, y el Premio Andalucía de las Letras en 1992. En 2004 recibió la Medalla de Oro de la Provincia de Málaga en la que pasó una gran parte de su vida. Fue director de la Comisión Asesora del Centro Andaluz de las Letras. Su poesía posee un acento gongorino y sensualidad, e incluye la temática religiosa de los ritos y las procesiones. Su obra poética hasta la fecha se halla reunida en Poesía completa (1940-2008) (Madrid, Visor, 2008). En mayo de 2008 gana el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. En octubre de 2012 ha recibido el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca.
Falleció en el hospital de la Cruz Roja de Córdoba por causas naturales el 14 de enero de 2018, a los 96 años.
El 27 de abril de 2018 recibió un homenaje en Benalmádena (Málaga), población en la que el poeta vivió durante largas temporadas. En el acto se descubrió una placa conmemorativa y estuvieron presentes diferentes personalidades del entorno literario que recitaron sus poemas.
En 2018 la Fundación Caballero Bonald le organizó un homenaje con motivo de la publicación del número 27 de la revista Campo de Agramante, que había dirigido Baena.
Falleció el 14 de enero de 2018, celebrándose el funeral en la iglesia de San Miguel y su inhumación en el cementerio de la Salud, en el panteón del marqués de Cabriñana.
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Algunos poemas de Pablo García Baena:
De Rumor oculto (1946):
RUMOR OCULTO
Quiero que sea mi verso
como luna de abril,
como las rosas blancas,
como las hojas nuevas.
Que mi cítara suene
como el agua en la yedra,
que mi canto sea nada
para que lo sea todo
y que a mis versos caigan
heridas las estrellas.
ECLIPSE
Y las nubes azules ocultaron tu rostro...
Jarrones decadentes
en un parque neoclásico,
el acanto acaricia
estatuas mutiladas.
Tritones coronados
con espuma de estrellas
en la verdina quieta
de un estanque sin agua.
Y las nubes azules ocultaron su rostro...
Alrededor de ti
la mirada sin vista
de los mármoles rotos.
TENTACIÓN EN EL AIRE
Sabía que vendrías a hablarme
y no te huía,
demonio, ángel mío, tentación en el aire.
Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos
cansados ya de largos horizontes de hastío
y de copiar tranquilos paisajes de remanso.
Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma,
como algún fauno joven que con su flauta báquica
avivara en mi carne
un fuego leve, quieto,
amenazado casi de apagarse algún día,
rodeado de hielos, engaños de mí mismo.
Al escuchar mi oído la brisa de tus voces,
ángel mío, demonio, tentación en el aire,
aquel día que el cielo brillaba y era agosto
sentí en mi alma un roce de blandas plumas blancas
como si frescas alas me nacieran de pronto,
y mi ser se llenara de pájaros cantores.
En silencio, callado, yo te entregué mi alma,
aquella que había sido espada victoriosa,
que había decapitado todas las tentaciones
a ti, mi ángel malo, te la entregué sin lucha,
y tú con tu sonrisa, ¡oh tu risa que hiere!,
arrancaste de mí los altivos laureles
y casi sin mirarlos, despreciastes a aquel
que alargando la mano te los daba vencidos.
Por seguir tus caminos
dejé en un lado a Cristo,
tentación en el aire, ángel mío, demonio;
deserté de las blancas banderas del ensueño
para seguir, descalzo, tus huellas que manchaban.
Abandoné los quietos pensativos cipreses
levantados al cielo, místicos del paisaje,
para pisar el polvo y las ruines hierbas
que ocultan con sus verdes el agua cenagosa.
Robaste de mi cielo las piadosas estrellas,
aquellas que eran tenue revuelo de cristales
caído del regazo virginal de la tarde,
y sólo me dejaste a la impúdica Venus,
brillante de lujuria, y al ciego Amor,
el falso, el inconstante, el loco,
el que adorna su frente, no con la eterna yedra
sino con la guirnalda de los mirtos lascivos
y las rosas de un día;
aquél que con sus risas ha trastornado el mundo
sin ver nunca si el dardo que alegremente arroja
hiere sólo la carne o llega al hondo espíritu
hasta hundirlo en la muerte o en la locura acaso.
Quisiera ser la rota columna decadente,
aquel ángel mancebo perfecto entre sus bucles,
o mejor, el Apolo que ayer recibió culto,
y que hoy sepultado bajo la tierra espera
el día de volver a las nubes olímpicas,
mientras que las raíces se enroscan a su cuerpo
—a la gracia del niño tan sólo comparable,
ya las sencillas flores de los valles idílicos—
como viejas y obscuras serpientes milenarias.
Todo lo que a tu alma, tentación en el aire.
demonio, ángel mío, arranca de su frío
quisiera ser, y humilde, ofrecértelo todo,
para que ya pasado un momento de fuego
me despreciara más tu cruda indiferencia;
pero en ti hay algo que es mío y no lo sabes,
algo que entró de mí a pesar de ti mismo,
y es esa indiferencia que te hiela los labios
a la que yo amo más que a la amable sonrisa
que no pasa del rostro.
¿Qué sabes tú de esto?, ángel mío,
demonio, tentación en el aire. Del helado placer
de sentir el desprecio, y del llorar alegre,
¿qué sabes tú, qué sabes?
Aunque me hayas quitado a Cristo, el que perdona,
el comprensivo, el dulce, el manso Jesucristo,
un día volveré al alba, ya cansado,
con mis descalzos pies sangrantes de la senda
y lloraré las lágrimas, las que tú no ves nunca,
hasta borrar el último recuerdo del pecado.
ANDABAN ALLÁ LEJOS
Andaban allá lejos los pastores cantando.
Cantando entre los pinos cuando la tarde era
una llama gigante que la tierra incendiaba.
Veníamos cansados...
Pantaleón clavó su navaja en el tronco
de aquel árbol caído,
y Liébana pensaba quizás en Dulcinea
o en aquella campánula que encontró azul un día
sobre las piedras fúnebres de la calle Pompeyo.
Faustino iba callado. Escuchaba las voces
lejanas del pastor, o acaso, melodiosas
flautas sonaban para él tan sólo
cerca de los madroños
y un pájaro paróse en su bastón de campo.
Yo llevaba en las manos el olor de la jara,
y con un alfiler sobre una verde hoja
de encina dibujé la inicial de tu nombre.
Pero yo no pensaba en ti.
La tarde nos rizaba con sus llamas de oro,
y tendido en el suelo, yo busqué con mis labios
el oculto frescor de la tierra sombría,
sediento de besar las húmedas raíces.
Algún perro lejano
ladraba a la incipiente luna de primavera,
grácil como sonrisa de dulce adolescente.
Veníamos cansados...
Lejos, entre los pinos, los pastores cantaban.
SÓLO TU AMOR Y EL AGUA
Sólo tu amor y el agua... Octubre junto al río
bañaba los racimos dorados de la tarde,
y aquella luna odiosa iba subiendo, clara,
ahuyentando las negras violetas de la sombra.
Yo iba perdido, náufrago por mares de deseo,
cegado por la bruma suave de tu pelo.
De tu pelo que ahogaba la voz en mi garganta
cuando perdía mi boca en sus horas de niebla.
Sólo tu amor y el agua... El río, dulcemente,
callaba sus rumores al pasar por nosotros,
y el aire estremecido apenas se atrevía
a mover en la orilla las hojas de los álamos.
Sólo se oía, dulce como el vuelo de un ángel
al rozar con sus alas una estrella,
el choque fugitivo que quiere hacerse eterno,
de mis labios bebiendo en los tuyos la vida.
Lo puro de tus senos me mordía en el pecho
con la fragancia tímida de dos lirios silvestres,
de dos lirios mecidos por la inocente brisa
cuando el verano extiende su ardor por las colinas.
La noche se llenaba de olores de membrillo,
y mientras en mis manos tu corazón dormía,
perdido, acariciante, como un beso lejano,
el río suspiraba...
......Sólo tu amor y el agua...
De Mientras cantan los pájaros (1948):
LLANTO DE LA HIJA DE JEPHTÉ
A Vicente Aleixandre
Dadme una túnica de lino empapada en el agua más fría de los hontanares,
empapada a la sombra de los cedros,
allí donde el agua es clara y sin fondo como el ojo de una virgen enamorada,
allí donde se bañan los pastores sin encontrar jamás arena bajo sus pies,
donde se bañan cuando la siesta acaricia con sus labios resecos,
en besos sofocantes, la piel desnuda,
y los músculos tienen el latido de un pájaro expirante,
y hasta el fruto dulce de las zarzamoras es un ascua en la boca.
Dadme una túnica de lino que calme mis hogueras,
una túnica tejida con la nieve de la montaña,
no estas ropas pesadas de bordados,
no estas telas de oro que ahogan como el incienso quemado
en los braserillos de una estancia pequeña,
donde las celosías son velos espesos que no mueve la brisa.
Dadme una túnica que sea en mis caderas
como agua de lluvia en un huerto sin riegos.
Dadme sólo una túnica...
Porque mi padre hizo un voto al Señor y yo he de cumplir su palabra.
Y mi vida será ya como un río entre muros
que tiene marcada la ruta y nada le puede hacer que varíe su cauce.
Un río de crueles espejos helados
que sólo reflejará el amarillo egoísmo de la piedra que lo aprisiona,
sin que su agua gotee en el belfo de los bueyes
que bajan sedientos desde el monte a beber,
ni en sus ondas se clave la perfumada lanza de los juncos
que hiere con el acero impreciso de su aroma.
Un río donde se tienden las redes ambiciosamente para sacar la pesca
y sólo el agua escapa por las cuerdas entretejidas.
las redes que volverán al fondo de la barca avergonzadas como un vientre estéril.
Mirad ese carro en la noche que detiene sus ruedas en el camino.
Así es mi vida.
En el fango se han hundido las ruedas
y ya oigo la blasfemia del látigo,
el tardo resoplar sudoroso de las mulas,
el esfuerzo que hincha los torsos desnudos de los hombres,
y la rueda resbala sin avanzar,
resbala sin avanzar...
Y hay una voz que dice: Esperemos al alba.
Y los cuerpos caen rendidos sobre la hierba oscura,
sueñan sobre la hierba oscura que se mece en silencio.
Y con el día vuelve el anhelante jadeo de las respiraciones
y las enjalmas crujen
y la rueda no avanza
y el mercader grita por su carro perdido
cuando las mulas huyen enloquecidas por los golpes y el tábano,
mientras los ladrones descienden de lo alto como una lluvia negra,
como esos pájaros negros
que amparan con sus alas abiertas el aire de los muladares.
¡Oh doncellas, llorad conmigo por los montes!
Que la tarde se alce envuelta en el crespón suplicante de las flautas.
Sólo las flautas eleven nuestro llanto
en la columna humeante de su armonía
y lo desgranen en un surtidor de sufrimientos
sobre el estanque solitario de la luna
y tú, alma mía, cuéntame una vez más lo sucedido aquella noche
ahora que las palomas se paran sobre mis hombros desnudos,
sobre mis brazos desnudos, y picotean en la manzana virgen de mi pecho,
que yo resguardo con la inocencia cruzada de mis brazos,
igual que la campesina cubre con un lienzo la bandeja donde incitan granadas y membrillos.
Cuéntame una vez más lo sucedido aquella noche.
aquella noche que se abrazaba como un escarabajo brillante al estiércol de la tierra.
Inmóvil en mi sueño de blancura
desde la galería contemplaba aquel valle dormido
como un lago de quietos oleajes.
Yo era también de luna, casi mármol,
mi cuerpo era una brasa que se apaga entre las manos del relente.
La casa susurraba su silencio de remotos ruidos familiares,
una puerta entreabría su misterio ante la voz del aire,
en la madera noble de los muebles aún gemía la ilusión oculta de sostener nidos
y las pomas maduras
caían cuajando su eco sobre la tierra del jardín.
Era la noche un rezo soñoliento que me arrullaba igual desde mi infancia.
El umbral de mi puerta se poblaba de ensueños como todas las noches.
Como todas las noches
se consumía sola la subterránea lámpara de mi inquietud.
Yo no sé de qué mundos
surgió aquel sollozo acorde con la noche,
aquel canto lejano que tenía preparada desde siglos su respuesta en mi ser.
Yo no sé qué pasión, candente como un hierro sobre el yunque,
o qué tristeza mansa como cándida ola que recogiera un niño entre las manos
elevaba su chorro en aquella garganta.
Qué demonio süave o qué arcángel flamígero
obligaba implacable con espadas de dicha,
obligaba tirano aquel canto que hacía de mí una criatura estremecida,
un arpa ansiosa de vibrar entre los dedos solemnes de la noche.
Y la voz se alejaba...
Se perdía la voz entre las zarzarrosas...
Desfallecía la voz como un alhelí cárdeno en la tarde de estío
y en mi pecho sentía aquel canto como algo próximo y terrenal,
no un anuncio deslumbrante del Señor en su bermeja aurora,
no un sueño mensajero de la gloria de mi familia.
Aquel canto incendiaba mi piel como un sol descendido hasta mis manos,
como un sol de serpientes que enredara sus llamas en mi cuerpo,
sus llamas verdes, lívidas, que hacían palpitar mis entrañas
con el deliquio de las flores bajo el soplo del polen.
Era la voz de la tierra, dura como un pan amasado de varios días
y fresca también como un gajo de vid entre los labios,
pálidos por la fiebre, de un enfermo.
Era la voz enronquecida por una primavera caliente
que hincha de sangre la garganta de los muchachos.
La voz de algún guerrero de mi padre,
o de un pastor que recogiera su rebaño al son de su haz de flautillas.
Se alejaba la voz...
El canto se perdía entre las zarzarrosas,
desfallecía como lirios en un vaso de agua.
Se alejaba la voz,
se perdía en la noche la voz,
se alejaba...
¡Oh doncellas, llorad conmigo mi virginidad por los montes!
Cubrid vuestros cuerpos con los más rudos paños,
vuestros pies de la más basta sandalia,
para que yo no recuerde en vuestras groseras cinturas la cintura viva de los jóvenes,
en vuestro torpe andar sus gráciles pasos en el baile.
Venid, vaguemos por el monte.
Lloraremos bajo los abanicos perfumados de las palmas.
Armaremos nuestras tiendas para descansar
junto al arroyo que corre entre los granados.
Nuestras tiendas ornadas con el estandarte soberbio de la aflicción
donde ninguna mano amiga llegará para posarse en la aldaba de la puerta
ni dejará colgada una guirnalda de jazmines con rocío.
Venid.
Venid, que quiero olvidar la magnolia selvática de mi cuerpo
apenas entreabierta en la mañana.
Quiero liberarme de la sofocante red de los deseos.
Apagar toda lumbre, como el centinela apaga en el arroyo su antorcha escarlata
cuando la aurora despliega el livor de su clámide entre los árboles más lejanos.
Quiero desvanecerme en una lágrima,
desaparecer en la noche con mis manos abiertas en el viento
y el clamor angustioso de mi cabello golpeando en la espalda.
Disolverme en el mosto dorado de los crepúsculos
que embriaga los campos al compás de la música fácil de los insectos,
Desfallecer sobre la tierra tímida y ansiosa de primavera
como la mujer bajo el cuerpo del hombre deseado.
Adormecerme en la muerte,
cansada de tantas amapolas intactas,
de tantas espigas prohibidas a la furia de mi hoz.
¡Oh doncellas, llorad conmigo por los montes!
Conducid mi juventud pálida hasta que se abrace a la columna estriada de la muerte.
Llevadme, como la ternera que baja en el carro
desde la montaña hasta el lugar del sacrificio,
tendida en el carro sobre la fresca hierba
y atada con fuertes ligaduras que en vano se esfuerza en romper,
mientras el boyero indiferente eleva su canción entre los gritos de las pitas por el camino.
Guiadme en mi ceguera hasta la muerte
antes que el día escape como un pájaro ígneo.
Guiadme, que presiento su augusto poderío rozando por mi carne.
Soltad mi cabellera de sus cintas.
Desceñid mis sandalias.
Rasgad mis vestiduras, que quiero ir a sus brazos desnuda como un templo
al son de los adufes.
¡Oh virgen que sonríes entre los duros pliegues de tu manto,
amante del silencio y la quietud,
dame tu calma!
LA FUENTE DEL ARCO
A Camilo Torrellas
He venido de nuevo al retorcido olivo
donde una E me aguarda grabada en su corteza
hace un año. Noviembre, como ahora, extendía
un pálido fulgor de amarillas verdinas.
La alberca, como entonces, deshace en su agonía
nubes rojas y azules, nubes blancas, ahogadas
y las hierbas acuáticas que crecen en el fondo
son como yertas manos que pidieran auxilio.
Esta E que grabada en la vieja corteza
me espera con su mundo pequeño y solitario
ha visto, mientras yo la olvidaba lejos,
todo un año tenderse sobre la tierra virgen.
Ha visto estas montañas que nos cercan borrarse
en la envoltura gris y ágil de la lluvia
y escuchó las palabras iracundas o tiernas
del viento que estrechaba el pinar temeroso.
Las horas de la siesta adormecieron lentas
el paisaje... Silencio... Sólo un gallo a lo lejos.
Y una noche en que el cielo era un ángel desnudo
escuchó desmayada de un ruiseñor el canto.
Todo es igual ahora: la fuente fluye mansa,
las cabras, el caldero, el olivo y noviembre
que derrama el consuelo de su amarillo bálsamo
por la tarde aromada de diamelas marchitas.
Sólo yo soy extraño en la quietud intacta
de estos campos y miro áspero y distraído
la dulzura lejana que apenas si recuerdo
de esta E que me aguarda en la vieja corteza.
LA MUCHACHA DESNUDA ENTRE VIDRIOS
A Manolo Hidalgo
Muchacha ¿qué llevas en tu frente?
Anoche todavía era pálida…
La mesa estaba sola como el bosque
y la lámpara ardía para el llanto.
Por el espejo en niebla, los rincones
se llenaban de telas destrozadas.
¡Oh, deja que me ría!
Había tabaco y sangre.
de una rota botella, sobre el suelo,
escapaba en silencio la serpiente del día.
llamaron en la puerta. Unos nudillos tercos
golpeaban sin descanso la madera.
No preguntadme nada.
Hay un violín que aquieta los leones.
Muchacha ¿qué llevas en tus ojos?
Anoche todavía eran ciegos…
Paseaba con mi cesto de frutas por la acera
despidiendo las horas que clavaban sus dientes
en el bronce mortal de los crepúsculos.
Pasó, con su gabán raído, sin mirarme
y su mano estrujaba hasta el perfume
el limón del destino.
Dormía entre su boca el trofeo del desdén
como si hubiera bebido en el cáliz de un dios
un licor de amargura y paraíso
o tuviera la llave de algún jardín prohibido.
Y tras él se arrastraba el grito de los raptos
en la hora más bella del estío
y la crencha de una reina implorante en un templo.
Desnuda entre sus vidrios
la noche alzaba su severa frente
y la vieja mendiga del otoño
recogía las hojas en su saco.
Corrí para ofrecerle de mis frutas:
manzanas, sí, manzanas serían sus preferidas.
Grité hasta encontrarlo: ¡Ay, espera!,
y ahora un dogal de tristeza estrangula mi cuello.
¿No veis que resplandezco. ¿Para qué preguntar?
Muchacha ¿qué llevas en tus labios?
Anoche todavía no tenía color…
la calle desgarraba el vestido en mis hombros
con sus mil manos torpes
y una joya inapreciable,
un collar de miradas insomnes y marchitas
me ceñía desnuda todo el cuerpo.
Había ojos voraces en mis rodillas
que subían por mis brazos con el frío de los reptiles
y mi pecho apenas si respiraba
bajo murientes ascuas.
Una llama trémula de alientos
como el petróleo que incendia la sombra de las galerías
deslizaba sus lenguas por mi vientre.
La lluvia con sus pliegues me detuvo en un atrio
y un brazo de dominio estrechó mi cintura.
Me sentía tan débil que apenas si en la escalera puede recordar:
«Era el campo y bebí leche tibia en un vaso.
Había fresas».
Más tarde, al levantarme,
vi el hoyo de mi cuerpo sobre la sucia sábana
y ahogadas sus palabras en la roja marea de la fiebre
el murmuraba: Tus labios, ah, tus labios…
cuando yo recogía del mantel las monedas
¿Por qué me preguntáis? No sé nada.
Arrodíllate.
Llevo en mis labios el beso que se compra.
PINAR DE LA PIEDRA
A Antonio García-Pantaleón
Hay una débil música enredada en mis dedos
como indolentes, verdes algas dormidas,
cuando Mayo desnuda de negros pabellones
mi errante pensamiento.
Hay un tejido espeso como aroma de mieles y de trigo,
que envuelve adormeciendo roca y nube.
Es temprano en la tarde.
El arroyo abandona su flauta entre la hierba.
Me inclino reverente para beber y el agua
pone en mis cerrados párpados su húmeda caricia.
Sobre la tierra extiendo mi pereza
y Mayo me despoja de la corteza gris y extraña de mi traje
ciñéndome triunfal con la guirnalda azul de sus ramajes lánguidos
y en el silencio olvido el remolino inquieto de mi alma.
Ahora soy complacido todo tierra,
sólo un montón de tierra donde crecen florecillas salvajes
como desnudas piernas deseadas
y hay un himno en mis labios,
un himno que levanta su corola
como la púrpura de la diana en un alba con lluvia.
Por el pinar en sombra se difunden sonrisas de armonía
cuando la tarde estruja jacintos olorosos
en el cáliz temblante de los árboles.
La montaña se aleja en éxtasis de humo...
Yo espero confiado que tu inicial escrita en la piedra callada
vuelva a hablarme en la noche con tu voz,
con la voz del agua en el venero,
de ese agua que rompe su líquido alabastro
en el silencio verde de las hierbas.
Pablo García Baena (Córdoba, 29 de junio de 1923-Córdoba, 14 de enero de 2018) fue un poeta español, perteneciente al Grupo Cántico.
Biografía
Asistió de niño al colegio Hermanos López Diéguez, en cuyo patio lo recuerda una lápida, y cursó el bachillerato en el colegio Francés, con los Maristas y en el colegio de la Asunción. Estudió pintura e historia del arte en la Escuela de Artes y Oficios de Córdoba, donde amistó con el pintor Ginés Liébana. A los 14 años leía ya a san Juan de la Cruz. Empieza a frecuentar la Biblioteca Provincial, donde conoce al también poeta Juan Bernier, quien le descubrió a Marcel Proust, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén y, sobre todo, Luis Cernuda. Empieza a publicar en la prensa local con poemas y dibujos, firmando a veces con una E mayúscula o con el seudónimo Luis de Cárdenas, en Caracola, en El Español y en La Estafeta Literaria. En 1942 estrenó en Córdoba una versión teatral de cuatro poemas de San Juan de la Cruz. Rumor oculto, su primer poemario, apareció en la revista Fantasía en enero de 1946. En 1947 él y su amigo Ricardo Molina concurrieron al Premio Adonáis de poesía, sin éxito, por lo cual decidieron crear su propia revista junto con los poetas Juan Bernier, Julio Aumente y Mario López y los pintores Miguel del Moral y Ginés Liébana: Cántico (Córdoba, 1947-1949 y 1954-1957), que será una de las más importantes de la Posguerra española. Estos autores serán conocidos desde entonces como Grupo Cántico. Cántico reivindicaba una mayor exigencia formal y estética y una mayor sensualidad, y enlazaba con la poesía de la Generación del 27, en especial con Luis Cernuda; barroca, exaltada y vitalista, su poesía influyó entre las generaciones más jóvenes sirviendo de puente entre los Novísimos y la Generación del 27. Entre Óleo, de 1958, y Almoneda (1971), sostuvo un largo silencio poético, roto ya definitivamente tras este último libro. En 1964, junto con otros amigos, viajó por la Costa Azul francesa, la Riviera italiana, Milán, Florencia, Venecia, Roma, Nápoles, Capri, Atenas, Delfos, Athos, El Cairo y Alejandría. También hizo viajes ocasionales a Florida y Nueva York. A su vuelta en 1965 fijó su residencia primero en Torremolinos y finalmente en Benalmádena (Málaga), donde residió trabajando como anticuario hasta 2004 en que volvió a Córdoba. Es colaborador de distintos diarios nacionales y realiza lecturas y conferencias en los centros culturales españoles.
En 1984 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y la Medalla de Oro de la Ciudad de Córdoba. Fue declarado Hijo Predilecto de Andalucía en 1988. Con Fieles guirnaldas fugitivas gana el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla de 1989, y el Premio Andalucía de las Letras en 1992. En 2004 recibió la Medalla de Oro de la Provincia de Málaga en la que pasó una gran parte de su vida. Fue director de la Comisión Asesora del Centro Andaluz de las Letras. Su poesía posee un acento gongorino y sensualidad, e incluye la temática religiosa de los ritos y las procesiones. Su obra poética hasta la fecha se halla reunida en Poesía completa (1940-2008) (Madrid, Visor, 2008). En mayo de 2008 gana el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. En octubre de 2012 ha recibido el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca.
Falleció en el hospital de la Cruz Roja de Córdoba por causas naturales el 14 de enero de 2018, a los 96 años.
El 27 de abril de 2018 recibió un homenaje en Benalmádena (Málaga), población en la que el poeta vivió durante largas temporadas. En el acto se descubrió una placa conmemorativa y estuvieron presentes diferentes personalidades del entorno literario que recitaron sus poemas.
En 2018 la Fundación Caballero Bonald le organizó un homenaje con motivo de la publicación del número 27 de la revista Campo de Agramante, que había dirigido Baena.
Falleció el 14 de enero de 2018, celebrándose el funeral en la iglesia de San Miguel y su inhumación en el cementerio de la Salud, en el panteón del marqués de Cabriñana.
(Sacado de [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] )
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Algunos poemas de Pablo García Baena:
De Rumor oculto (1946):
RUMOR OCULTO
Quiero que sea mi verso
como luna de abril,
como las rosas blancas,
como las hojas nuevas.
Que mi cítara suene
como el agua en la yedra,
que mi canto sea nada
para que lo sea todo
y que a mis versos caigan
heridas las estrellas.
ECLIPSE
Y las nubes azules ocultaron tu rostro...
Jarrones decadentes
en un parque neoclásico,
el acanto acaricia
estatuas mutiladas.
Tritones coronados
con espuma de estrellas
en la verdina quieta
de un estanque sin agua.
Y las nubes azules ocultaron su rostro...
Alrededor de ti
la mirada sin vista
de los mármoles rotos.
TENTACIÓN EN EL AIRE
Sabía que vendrías a hablarme
y no te huía,
demonio, ángel mío, tentación en el aire.
Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos
cansados ya de largos horizontes de hastío
y de copiar tranquilos paisajes de remanso.
Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma,
como algún fauno joven que con su flauta báquica
avivara en mi carne
un fuego leve, quieto,
amenazado casi de apagarse algún día,
rodeado de hielos, engaños de mí mismo.
Al escuchar mi oído la brisa de tus voces,
ángel mío, demonio, tentación en el aire,
aquel día que el cielo brillaba y era agosto
sentí en mi alma un roce de blandas plumas blancas
como si frescas alas me nacieran de pronto,
y mi ser se llenara de pájaros cantores.
En silencio, callado, yo te entregué mi alma,
aquella que había sido espada victoriosa,
que había decapitado todas las tentaciones
a ti, mi ángel malo, te la entregué sin lucha,
y tú con tu sonrisa, ¡oh tu risa que hiere!,
arrancaste de mí los altivos laureles
y casi sin mirarlos, despreciastes a aquel
que alargando la mano te los daba vencidos.
Por seguir tus caminos
dejé en un lado a Cristo,
tentación en el aire, ángel mío, demonio;
deserté de las blancas banderas del ensueño
para seguir, descalzo, tus huellas que manchaban.
Abandoné los quietos pensativos cipreses
levantados al cielo, místicos del paisaje,
para pisar el polvo y las ruines hierbas
que ocultan con sus verdes el agua cenagosa.
Robaste de mi cielo las piadosas estrellas,
aquellas que eran tenue revuelo de cristales
caído del regazo virginal de la tarde,
y sólo me dejaste a la impúdica Venus,
brillante de lujuria, y al ciego Amor,
el falso, el inconstante, el loco,
el que adorna su frente, no con la eterna yedra
sino con la guirnalda de los mirtos lascivos
y las rosas de un día;
aquél que con sus risas ha trastornado el mundo
sin ver nunca si el dardo que alegremente arroja
hiere sólo la carne o llega al hondo espíritu
hasta hundirlo en la muerte o en la locura acaso.
Quisiera ser la rota columna decadente,
aquel ángel mancebo perfecto entre sus bucles,
o mejor, el Apolo que ayer recibió culto,
y que hoy sepultado bajo la tierra espera
el día de volver a las nubes olímpicas,
mientras que las raíces se enroscan a su cuerpo
—a la gracia del niño tan sólo comparable,
ya las sencillas flores de los valles idílicos—
como viejas y obscuras serpientes milenarias.
Todo lo que a tu alma, tentación en el aire.
demonio, ángel mío, arranca de su frío
quisiera ser, y humilde, ofrecértelo todo,
para que ya pasado un momento de fuego
me despreciara más tu cruda indiferencia;
pero en ti hay algo que es mío y no lo sabes,
algo que entró de mí a pesar de ti mismo,
y es esa indiferencia que te hiela los labios
a la que yo amo más que a la amable sonrisa
que no pasa del rostro.
¿Qué sabes tú de esto?, ángel mío,
demonio, tentación en el aire. Del helado placer
de sentir el desprecio, y del llorar alegre,
¿qué sabes tú, qué sabes?
Aunque me hayas quitado a Cristo, el que perdona,
el comprensivo, el dulce, el manso Jesucristo,
un día volveré al alba, ya cansado,
con mis descalzos pies sangrantes de la senda
y lloraré las lágrimas, las que tú no ves nunca,
hasta borrar el último recuerdo del pecado.
ANDABAN ALLÁ LEJOS
Andaban allá lejos los pastores cantando.
Cantando entre los pinos cuando la tarde era
una llama gigante que la tierra incendiaba.
Veníamos cansados...
Pantaleón clavó su navaja en el tronco
de aquel árbol caído,
y Liébana pensaba quizás en Dulcinea
o en aquella campánula que encontró azul un día
sobre las piedras fúnebres de la calle Pompeyo.
Faustino iba callado. Escuchaba las voces
lejanas del pastor, o acaso, melodiosas
flautas sonaban para él tan sólo
cerca de los madroños
y un pájaro paróse en su bastón de campo.
Yo llevaba en las manos el olor de la jara,
y con un alfiler sobre una verde hoja
de encina dibujé la inicial de tu nombre.
Pero yo no pensaba en ti.
La tarde nos rizaba con sus llamas de oro,
y tendido en el suelo, yo busqué con mis labios
el oculto frescor de la tierra sombría,
sediento de besar las húmedas raíces.
Algún perro lejano
ladraba a la incipiente luna de primavera,
grácil como sonrisa de dulce adolescente.
Veníamos cansados...
Lejos, entre los pinos, los pastores cantaban.
SÓLO TU AMOR Y EL AGUA
Sólo tu amor y el agua... Octubre junto al río
bañaba los racimos dorados de la tarde,
y aquella luna odiosa iba subiendo, clara,
ahuyentando las negras violetas de la sombra.
Yo iba perdido, náufrago por mares de deseo,
cegado por la bruma suave de tu pelo.
De tu pelo que ahogaba la voz en mi garganta
cuando perdía mi boca en sus horas de niebla.
Sólo tu amor y el agua... El río, dulcemente,
callaba sus rumores al pasar por nosotros,
y el aire estremecido apenas se atrevía
a mover en la orilla las hojas de los álamos.
Sólo se oía, dulce como el vuelo de un ángel
al rozar con sus alas una estrella,
el choque fugitivo que quiere hacerse eterno,
de mis labios bebiendo en los tuyos la vida.
Lo puro de tus senos me mordía en el pecho
con la fragancia tímida de dos lirios silvestres,
de dos lirios mecidos por la inocente brisa
cuando el verano extiende su ardor por las colinas.
La noche se llenaba de olores de membrillo,
y mientras en mis manos tu corazón dormía,
perdido, acariciante, como un beso lejano,
el río suspiraba...
......Sólo tu amor y el agua...
De Mientras cantan los pájaros (1948):
LLANTO DE LA HIJA DE JEPHTÉ
A Vicente Aleixandre
Dadme una túnica de lino empapada en el agua más fría de los hontanares,
empapada a la sombra de los cedros,
allí donde el agua es clara y sin fondo como el ojo de una virgen enamorada,
allí donde se bañan los pastores sin encontrar jamás arena bajo sus pies,
donde se bañan cuando la siesta acaricia con sus labios resecos,
en besos sofocantes, la piel desnuda,
y los músculos tienen el latido de un pájaro expirante,
y hasta el fruto dulce de las zarzamoras es un ascua en la boca.
Dadme una túnica de lino que calme mis hogueras,
una túnica tejida con la nieve de la montaña,
no estas ropas pesadas de bordados,
no estas telas de oro que ahogan como el incienso quemado
en los braserillos de una estancia pequeña,
donde las celosías son velos espesos que no mueve la brisa.
Dadme una túnica que sea en mis caderas
como agua de lluvia en un huerto sin riegos.
Dadme sólo una túnica...
Porque mi padre hizo un voto al Señor y yo he de cumplir su palabra.
Y mi vida será ya como un río entre muros
que tiene marcada la ruta y nada le puede hacer que varíe su cauce.
Un río de crueles espejos helados
que sólo reflejará el amarillo egoísmo de la piedra que lo aprisiona,
sin que su agua gotee en el belfo de los bueyes
que bajan sedientos desde el monte a beber,
ni en sus ondas se clave la perfumada lanza de los juncos
que hiere con el acero impreciso de su aroma.
Un río donde se tienden las redes ambiciosamente para sacar la pesca
y sólo el agua escapa por las cuerdas entretejidas.
las redes que volverán al fondo de la barca avergonzadas como un vientre estéril.
Mirad ese carro en la noche que detiene sus ruedas en el camino.
Así es mi vida.
En el fango se han hundido las ruedas
y ya oigo la blasfemia del látigo,
el tardo resoplar sudoroso de las mulas,
el esfuerzo que hincha los torsos desnudos de los hombres,
y la rueda resbala sin avanzar,
resbala sin avanzar...
Y hay una voz que dice: Esperemos al alba.
Y los cuerpos caen rendidos sobre la hierba oscura,
sueñan sobre la hierba oscura que se mece en silencio.
Y con el día vuelve el anhelante jadeo de las respiraciones
y las enjalmas crujen
y la rueda no avanza
y el mercader grita por su carro perdido
cuando las mulas huyen enloquecidas por los golpes y el tábano,
mientras los ladrones descienden de lo alto como una lluvia negra,
como esos pájaros negros
que amparan con sus alas abiertas el aire de los muladares.
¡Oh doncellas, llorad conmigo por los montes!
Que la tarde se alce envuelta en el crespón suplicante de las flautas.
Sólo las flautas eleven nuestro llanto
en la columna humeante de su armonía
y lo desgranen en un surtidor de sufrimientos
sobre el estanque solitario de la luna
y tú, alma mía, cuéntame una vez más lo sucedido aquella noche
ahora que las palomas se paran sobre mis hombros desnudos,
sobre mis brazos desnudos, y picotean en la manzana virgen de mi pecho,
que yo resguardo con la inocencia cruzada de mis brazos,
igual que la campesina cubre con un lienzo la bandeja donde incitan granadas y membrillos.
Cuéntame una vez más lo sucedido aquella noche.
aquella noche que se abrazaba como un escarabajo brillante al estiércol de la tierra.
Inmóvil en mi sueño de blancura
desde la galería contemplaba aquel valle dormido
como un lago de quietos oleajes.
Yo era también de luna, casi mármol,
mi cuerpo era una brasa que se apaga entre las manos del relente.
La casa susurraba su silencio de remotos ruidos familiares,
una puerta entreabría su misterio ante la voz del aire,
en la madera noble de los muebles aún gemía la ilusión oculta de sostener nidos
y las pomas maduras
caían cuajando su eco sobre la tierra del jardín.
Era la noche un rezo soñoliento que me arrullaba igual desde mi infancia.
El umbral de mi puerta se poblaba de ensueños como todas las noches.
Como todas las noches
se consumía sola la subterránea lámpara de mi inquietud.
Yo no sé de qué mundos
surgió aquel sollozo acorde con la noche,
aquel canto lejano que tenía preparada desde siglos su respuesta en mi ser.
Yo no sé qué pasión, candente como un hierro sobre el yunque,
o qué tristeza mansa como cándida ola que recogiera un niño entre las manos
elevaba su chorro en aquella garganta.
Qué demonio süave o qué arcángel flamígero
obligaba implacable con espadas de dicha,
obligaba tirano aquel canto que hacía de mí una criatura estremecida,
un arpa ansiosa de vibrar entre los dedos solemnes de la noche.
Y la voz se alejaba...
Se perdía la voz entre las zarzarrosas...
Desfallecía la voz como un alhelí cárdeno en la tarde de estío
y en mi pecho sentía aquel canto como algo próximo y terrenal,
no un anuncio deslumbrante del Señor en su bermeja aurora,
no un sueño mensajero de la gloria de mi familia.
Aquel canto incendiaba mi piel como un sol descendido hasta mis manos,
como un sol de serpientes que enredara sus llamas en mi cuerpo,
sus llamas verdes, lívidas, que hacían palpitar mis entrañas
con el deliquio de las flores bajo el soplo del polen.
Era la voz de la tierra, dura como un pan amasado de varios días
y fresca también como un gajo de vid entre los labios,
pálidos por la fiebre, de un enfermo.
Era la voz enronquecida por una primavera caliente
que hincha de sangre la garganta de los muchachos.
La voz de algún guerrero de mi padre,
o de un pastor que recogiera su rebaño al son de su haz de flautillas.
Se alejaba la voz...
El canto se perdía entre las zarzarrosas,
desfallecía como lirios en un vaso de agua.
Se alejaba la voz,
se perdía en la noche la voz,
se alejaba...
¡Oh doncellas, llorad conmigo mi virginidad por los montes!
Cubrid vuestros cuerpos con los más rudos paños,
vuestros pies de la más basta sandalia,
para que yo no recuerde en vuestras groseras cinturas la cintura viva de los jóvenes,
en vuestro torpe andar sus gráciles pasos en el baile.
Venid, vaguemos por el monte.
Lloraremos bajo los abanicos perfumados de las palmas.
Armaremos nuestras tiendas para descansar
junto al arroyo que corre entre los granados.
Nuestras tiendas ornadas con el estandarte soberbio de la aflicción
donde ninguna mano amiga llegará para posarse en la aldaba de la puerta
ni dejará colgada una guirnalda de jazmines con rocío.
Venid.
Venid, que quiero olvidar la magnolia selvática de mi cuerpo
apenas entreabierta en la mañana.
Quiero liberarme de la sofocante red de los deseos.
Apagar toda lumbre, como el centinela apaga en el arroyo su antorcha escarlata
cuando la aurora despliega el livor de su clámide entre los árboles más lejanos.
Quiero desvanecerme en una lágrima,
desaparecer en la noche con mis manos abiertas en el viento
y el clamor angustioso de mi cabello golpeando en la espalda.
Disolverme en el mosto dorado de los crepúsculos
que embriaga los campos al compás de la música fácil de los insectos,
Desfallecer sobre la tierra tímida y ansiosa de primavera
como la mujer bajo el cuerpo del hombre deseado.
Adormecerme en la muerte,
cansada de tantas amapolas intactas,
de tantas espigas prohibidas a la furia de mi hoz.
¡Oh doncellas, llorad conmigo por los montes!
Conducid mi juventud pálida hasta que se abrace a la columna estriada de la muerte.
Llevadme, como la ternera que baja en el carro
desde la montaña hasta el lugar del sacrificio,
tendida en el carro sobre la fresca hierba
y atada con fuertes ligaduras que en vano se esfuerza en romper,
mientras el boyero indiferente eleva su canción entre los gritos de las pitas por el camino.
Guiadme en mi ceguera hasta la muerte
antes que el día escape como un pájaro ígneo.
Guiadme, que presiento su augusto poderío rozando por mi carne.
Soltad mi cabellera de sus cintas.
Desceñid mis sandalias.
Rasgad mis vestiduras, que quiero ir a sus brazos desnuda como un templo
al son de los adufes.
¡Oh virgen que sonríes entre los duros pliegues de tu manto,
amante del silencio y la quietud,
dame tu calma!
LA FUENTE DEL ARCO
A Camilo Torrellas
He venido de nuevo al retorcido olivo
donde una E me aguarda grabada en su corteza
hace un año. Noviembre, como ahora, extendía
un pálido fulgor de amarillas verdinas.
La alberca, como entonces, deshace en su agonía
nubes rojas y azules, nubes blancas, ahogadas
y las hierbas acuáticas que crecen en el fondo
son como yertas manos que pidieran auxilio.
Esta E que grabada en la vieja corteza
me espera con su mundo pequeño y solitario
ha visto, mientras yo la olvidaba lejos,
todo un año tenderse sobre la tierra virgen.
Ha visto estas montañas que nos cercan borrarse
en la envoltura gris y ágil de la lluvia
y escuchó las palabras iracundas o tiernas
del viento que estrechaba el pinar temeroso.
Las horas de la siesta adormecieron lentas
el paisaje... Silencio... Sólo un gallo a lo lejos.
Y una noche en que el cielo era un ángel desnudo
escuchó desmayada de un ruiseñor el canto.
Todo es igual ahora: la fuente fluye mansa,
las cabras, el caldero, el olivo y noviembre
que derrama el consuelo de su amarillo bálsamo
por la tarde aromada de diamelas marchitas.
Sólo yo soy extraño en la quietud intacta
de estos campos y miro áspero y distraído
la dulzura lejana que apenas si recuerdo
de esta E que me aguarda en la vieja corteza.
LA MUCHACHA DESNUDA ENTRE VIDRIOS
A Manolo Hidalgo
Muchacha ¿qué llevas en tu frente?
Anoche todavía era pálida…
La mesa estaba sola como el bosque
y la lámpara ardía para el llanto.
Por el espejo en niebla, los rincones
se llenaban de telas destrozadas.
¡Oh, deja que me ría!
Había tabaco y sangre.
de una rota botella, sobre el suelo,
escapaba en silencio la serpiente del día.
llamaron en la puerta. Unos nudillos tercos
golpeaban sin descanso la madera.
No preguntadme nada.
Hay un violín que aquieta los leones.
Muchacha ¿qué llevas en tus ojos?
Anoche todavía eran ciegos…
Paseaba con mi cesto de frutas por la acera
despidiendo las horas que clavaban sus dientes
en el bronce mortal de los crepúsculos.
Pasó, con su gabán raído, sin mirarme
y su mano estrujaba hasta el perfume
el limón del destino.
Dormía entre su boca el trofeo del desdén
como si hubiera bebido en el cáliz de un dios
un licor de amargura y paraíso
o tuviera la llave de algún jardín prohibido.
Y tras él se arrastraba el grito de los raptos
en la hora más bella del estío
y la crencha de una reina implorante en un templo.
Desnuda entre sus vidrios
la noche alzaba su severa frente
y la vieja mendiga del otoño
recogía las hojas en su saco.
Corrí para ofrecerle de mis frutas:
manzanas, sí, manzanas serían sus preferidas.
Grité hasta encontrarlo: ¡Ay, espera!,
y ahora un dogal de tristeza estrangula mi cuello.
¿No veis que resplandezco. ¿Para qué preguntar?
Muchacha ¿qué llevas en tus labios?
Anoche todavía no tenía color…
la calle desgarraba el vestido en mis hombros
con sus mil manos torpes
y una joya inapreciable,
un collar de miradas insomnes y marchitas
me ceñía desnuda todo el cuerpo.
Había ojos voraces en mis rodillas
que subían por mis brazos con el frío de los reptiles
y mi pecho apenas si respiraba
bajo murientes ascuas.
Una llama trémula de alientos
como el petróleo que incendia la sombra de las galerías
deslizaba sus lenguas por mi vientre.
La lluvia con sus pliegues me detuvo en un atrio
y un brazo de dominio estrechó mi cintura.
Me sentía tan débil que apenas si en la escalera puede recordar:
«Era el campo y bebí leche tibia en un vaso.
Había fresas».
Más tarde, al levantarme,
vi el hoyo de mi cuerpo sobre la sucia sábana
y ahogadas sus palabras en la roja marea de la fiebre
el murmuraba: Tus labios, ah, tus labios…
cuando yo recogía del mantel las monedas
¿Por qué me preguntáis? No sé nada.
Arrodíllate.
Llevo en mis labios el beso que se compra.
PINAR DE LA PIEDRA
A Antonio García-Pantaleón
Hay una débil música enredada en mis dedos
como indolentes, verdes algas dormidas,
cuando Mayo desnuda de negros pabellones
mi errante pensamiento.
Hay un tejido espeso como aroma de mieles y de trigo,
que envuelve adormeciendo roca y nube.
Es temprano en la tarde.
El arroyo abandona su flauta entre la hierba.
Me inclino reverente para beber y el agua
pone en mis cerrados párpados su húmeda caricia.
Sobre la tierra extiendo mi pereza
y Mayo me despoja de la corteza gris y extraña de mi traje
ciñéndome triunfal con la guirnalda azul de sus ramajes lánguidos
y en el silencio olvido el remolino inquieto de mi alma.
Ahora soy complacido todo tierra,
sólo un montón de tierra donde crecen florecillas salvajes
como desnudas piernas deseadas
y hay un himno en mis labios,
un himno que levanta su corola
como la púrpura de la diana en un alba con lluvia.
Por el pinar en sombra se difunden sonrisas de armonía
cuando la tarde estruja jacintos olorosos
en el cáliz temblante de los árboles.
La montaña se aleja en éxtasis de humo...
Yo espero confiado que tu inicial escrita en la piedra callada
vuelva a hablarme en la noche con tu voz,
con la voz del agua en el venero,
de ese agua que rompe su líquido alabastro
en el silencio verde de las hierbas.
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