[Cuento - Texto completo.]
J. M. Machado de Assis
(Conferencia del canónigo Vargas)
Señores míos:
Antes de comunicaros un descubrimiento, que reputo de algún lustre para nuestro país, dejad que os agradezca la prontitud con la que acudieron a mi llamado. Sé que un interés superior os trajo aquí; pero no por eso ignoro – ya que sería ingratitud ignorarlo – que un poco de simpatía personal se mezcla con vuestra legítima curiosidad científica. Ojalá pueda corresponder a ambas.
Mi descubrimiento no es reciente; data de fines del año 1876. No lo divulgué entonces –y, a no ser por El Globo, interesante diario de esta capital, no lo divulgaría tampoco ahora- por una razón que tendría fácil entrada en vuestro espíritu. Esta obra de las que vengo a hablaros, carece de retoques finales, de verificaciones y experiencias complementarias. Pero El Globo informó que un sabio inglés descubrió el lenguaje fónico de los insectos y cita el estudio realizado con moscas. Escribí inmediatamente a Europa y aguardo la respuesta con ansiedad. Como es cierto que, por la navegación aérea, invento del Padre Bartolomeu, es glorificado el nombre extranjero, mientras al de nuestro compatriota apenas se le puede considerar recordado por sus connaturales, decidí eludir la suerte del insigne volador, viniendo hasta esta tribuna a proclamar alto y sonoramente, ante la faz del universo, que mucho antes que aquel sabio, y fuera de las islas británicas, un modesto naturalista descubrió cosa idéntica e hizo de ella obra superior.
Señores, voy a asombraros, como habría asombrado a Aristóteles, si le preguntase: ¿Crees que es posible dar régimen social a las arañas? Aristóteles respondería negativamente, como todos vosotros, porque es imposible creer que jamás se podría llegar a organizar socialmente este articulado arisco, solitario, apenas dispuesto al trabajo y difícilmente al amor. Pues bien, ese imposible lo logré yo.
Oigo una risa, en medio del susurro de curiosidad. Señores, cabe vencer los preconceptos. La araña os parece inferior, justamente porque no la conocéis. Aman al perro, aprecian al gato y a la gallina, y no advierten que la araña no salta ni ladra como el perro, no maúlla como el gato, no cacarea como la gallina, no zumba ni muerde como el mosquito, no nos roba la sangre y el sueño como la pulga. Todos estos bichos son el modelo acabado del vagabundeo y el parasitismo. La misma hormiga, tan alabada por ciertas cualidades buenas, pulula en nuestra azúcar y en nuestras plantaciones, y funda su propiedad saqueando la ajena. La araña, señores, no nos aflige ni defrauda; se apodera de las moscas, nuestras enemigas; hila, teje, trabaja y muere. ¿Qué mejor ejemplo de paciencia, de orden, de previsión, de respeto y de humanidad? En cuanto a sus talentos, no hay dos opiniones. Desde Plinio hasta Darwin, los naturalistas del mundo entero forman un solo coro de admiración en torno a ese bichito, cuya maravillosa tela suele ser destruida, en menos de un minuto, por la escoba inconsciente de su criado. Yo repetiría ahora esos juicios, si me sobrase el tiempo; los materiales, empero, exceden el plazo del que dispongo por lo que me veo obligado a resumirlos. Aquí los tengo; aunque no a todos, sí a muchos; entre ellos, está esa excelente monografía de Büchner, quien con tanta sutileza estudió la vida psíquica de los animales. Citando a Darwin y a Büchner, queda claro que restrinjo el homenaje que corresponde a dos sabios de primer orden, sin, de ningún modo, absolver (y mis vestes lo proclaman) las teorías gratuitas y erróneas del materialismo.
Sí, señores, descubrí una especie aracnidea que dispone del uso del habla; reuní algunos, después muchos de los nuevos articulados, y los organicé socialmente. El primer ejemplar de esta araña maravillosa se me apareció el día 15 de diciembre de 1876. Era tan vasta, tan colorida, tan rubia, con líneas azules, transversales, tan rápida en los movimientos, y a veces tan alegre, que atrapó totalmente mi atención. Al día siguiente vinieron otras tres, y las cuatro se apoderaron de un rincón de mi granja. Las estudié largamente; me resultaron admirables. Nada, sin embargo, puede compararse al asombro que me produjo el descubrimiento del idioma aracnideo: una lengua, señores, nada menos que una lengua rica y variada, con su estructura sintáctica, sus verbos, conjugaciones, declinaciones, casos latinos y formas onomatopéyicas; una lengua que estoy codificando gramaticalmente para uso de las academias, como lo hice sumariamente para mi propio uso. Y lo hice, notáoslo bien, venciendo dificultades aspérrimas con una paciencia extraordinaria. Veinte veces me desanimé pero el amor a la ciencia me daba fuerzas para acometer un trabajo que, hoy lo declaro, no llegaría a ser hecho dos veces en la vida del mismo hombre.
continuará
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