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Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 19 de julio de 1962) es un poeta y escritor español. Su novela más conocida es Ordesa (2018). Fue finalista del Premio Planeta 2019 por su novela Alegría y ganador del Premio Nadal en 2023 por su novela Nosotros.
Biografía
Estudió Filología Hispánica y ejerció durante más de veinte años como profesor de secundaria en diversos institutos.
En sus entrevistas ha explicado que a los trece años "quería formar una banda de rock and roll, pero como no tenía talento me dediqué a la literatura, que era lo más próximo que podía haber a lo que yo andaba buscando." Tras leer a Rimbaud y a Baudelaire empezó a escribir poesía e hizo inmersión en la literatura, asegurando que cree en la "literatura transmedia". Ha colaborado en diversos medios de comunicación, el Heraldo de Aragón y El Mundo, periódicos del grupo Vocento, así como de los suplementos literarios Magazine (La Vanguardia), Babelia (El País) y ABC Cultural (ABC). También es colaborador de El País (2019). Colabora también con la Cadena Ser.
(Sacado de https://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Vilas#Relato )
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Algunos poemas de Manuel Vilas:
De El cielo (2000):
EL ENAMORADO
Toda la noche soñando contigo, me he pasado la noche entera
soñando que te besaba en el patio de una iglesia junto al mar.
Qué enamorado estuve de ti, y no te lo dije nunca.
¿Lo adivinaste? ¿Lo deseaste? ¿Lo suplicaste?
Tenías seis años más que to, estabas más hecha a la vida,
no te ibas de la cabeza como yo, sino que eras moderada y prudente,
aunque llena de amor por dentro, amor hacia mí,
hacia mí, que era un tipo de lo más perdido, y eso sí
se notaba a la primera, y cómo me acuerdo de tus manos
y de tu sonrisa, todos los amantes se auerdan de lo mismo,
sólo que yo no me metí nunca en tu cama, años llevo imaginando
cómo se debía de estar en tu cama, un día me la enseñaste,
pero nada más. Y ahora me despierto y he soñado que te besaba,
y son las diez de la mañana de un verano monumental
y ya estoy bebiendo una ginebra, así, en ayunas, y salgo
a la terraza de mi habitación y veo a las turistas tumbarse
sobre la arena, y pienso que tú podrías estar aquí conmigo,
qué enamorado estuve de ti y cómo lo estuviste tú también,
y qué mal hicimos en no habernos revolcado mil veces
por mil camas, o qué bien hicimos, porque, conociéndome,
igual te hubiera pedido el matrimonio y tú hubieras aceptado,
y borracho como estoy todo el día, cuando me hubiera cansado
de joder todas las noches, a lo mejor me daba por darte un puñetazo
o tirarte a un río, o a ti por pegarme un tiro,
o envenenarme o pegármela con otro.
Cómo puedo decir todo esto de ti, que eras un ángel
y lo sigues siendo, y de mí, que te quise con inocencia.
Será mejor que siga bebiendo hasta que te borres de mi memoria,
y esto sí que me hace llorar, y soy un tipo que está llorando
a las diez y media de la mañana, sentado en la terraza de una habitación
para turistas, con una ginebra caliente en la mano -son los restos
de la noche-, llorando porque si te hecho de mi memoria,
verdaderamente entonces sí que ya no me quedará nada.
EL NADADOR
Se acerca un árabe negro en mitad de una terraza frente al mar.
Aún tiene la piel mojada, viene de bañarse y se sienta a mi lado
y me dice en un español envidiable, y en un tono secreto y sonoro:
sabes, no tengo nada, no poseo nada, y podría haberlo tenido todo,
los hombres se distinguen por lo que ambicionan: unos quieren
dinero y poder, otros renombre y méritos, triunfar, el éxito,
otros hombres buscan placeres, otros un trabajo honesto
y fundar una familia, otros ahorrar para cambiarse de coche,
otros quieren divorciarse y casarse con alguna más joven,
pero yo, créeme, sólo quiero hablarte a ti,
que tú sepas por mi boca que todo es mentira, que hasta el arte
y la música son mentira, que hasta el aire que respiras es una mentira,
y de eso me he dado cuenta ahora, cuando salía del agua;
he estado toda la mañana en el mar, fíjate cómo tengo las manos
de arrugadas, he nadado hasta muy lejos, y luego he vuelto, me podría
haber quedado allí, pero he vuelto y al salir del mar, cansado,
triste, te he visto en esta terraza y he mirado tus ojos
y me has dado pena porque sé que estás completamente solo,
que duermes solo, comes solo, bebes solo.
¿Qué más viste allá, cuando estabas en mitad del mar,
después de haber nadado toda la mañana?, le pregunto.
Y me contesta: ya te he dicho que podría haberme quedado allí,
muerto o vivo, ahogado o convertido en una ola de sangre,
vi que muerto importo lo mismo que vivo, y vivo lo que muerto,
y en ese instante, me vinieron a los ojos los ojos de mis padres
el día en que nací, y me sentí muy libre, demasiado libre.
Pero si quieres saber lo que me dijo el mar, bien,
esto es lo que me dijo: «Ninguno de entre vosotros fue mejor
que otro y todos moriréis. Todos carecisteis
de la mínima grandeza, ni uno sólo de entre los vuestros
fue excepcional, todos valéis lo mismo».
El árabe negro se levanta de la silla y se marcha. Yo pido una ginebra
con hielo y limón y bebo hasta que llega la noche, casi en ayunas.
Borracho, terriblemente borracho pido la llave de mi habitación
en la recepción de mi hotel, estoy muy mareado, salgo a la terraza
de mi habitación frente al mar —me costaron tarifa doble
las vistas al mar—, y me entran unas dolorosas ganas de joder
con tres mujeres juntas: será que me estoy muriendo
en medio del mar, pero, en efecto, todas las instituciones
de la tierra son una enervante mentira,
como el moro negro me dijo, aunque no me revelase lo peor.
Lo peor, sin duda, es que da igual, porque todo el mundo cree
firmemente en la mentira. Puede que los únicos que no creamos
en ella seamos él y yo, él en el agua, seis horas nadando,
como en la película aquella El nadador, de piscina en piscina,
de playa en playa, yo, bebiendo, de hotel en hotel,
ginebra tras ginebra, los dos completamente solos,
¿quién nos iba a querer, si no creemos en nada,
si estamos obsesionados con lo que fuimos, pensando
que en lo que fuimos se esconde la razón de esta falta de fe?
Ojalá no nos quiera nadie, y podamos seguir nadando,
porque nadar es bueno, porque nadar en el mar,
en el mes de julio, es muy hermoso.
De Resurrección (2005):
MUJERES
No las ves que están agotadas, que no se tienen en pie, que son ellas las que sostienen cualquier ciudad, todas las ciudades. Con el matrimonio, con la maternidad, con la viudedad, con los golpes, ellas cargan con este mundo, con este sábado por la noche donde ríen un poco frente a un vaso de vino blanco y unas olivas. Cargan con maridos infumables, con novios intratables, con padres en coma, con hijos suspendidos. Fuman más que los hombres. Tienen cánceres de pulmón, enferman, y tienen que estar guapas. Se ponen cremas, son una tiranía las cremas. Perfumes y medias y bragas finas y peinados y maquillajes y zapatos que torturan. Pero envejecen. No dejan las mujeres tras de sí nada, hijos, como mucho, hijos que no se acuerdan de sus madres. Nadie se acuerda de las mujeres. La verdad es que no sabemos nada de ellas. Las veo a veces en las calles, en las tiendas, sonriendo. Esperan a sus hijos a la salida del colegio. Trabajan en todas partes. Amas de casa encerradas en cocinas que dan a patios de luces. Sonríen las mujeres, como si la vida fuese buena. En muchos países las lapidan. En otros las violan. En el nuestro las maltratan hasta morir. Trabajan fuera de casa, y trabajan en casa, y trabajan en las pescaderías o en las fábricas o en las panaderías o en los bares o en los bingos. No sabemos en qué piensan cuando mueren a manos de los hombres.
EL INMADURO
Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid. Si estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión, me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que faltasen para la resurrección de la carne. Todo me persigue, ciudades, cines, casas, cementerios. Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría estar en casa durmiendo la siesta. Si me compro unos zapatos con cordones, en que salgo de la tienda y ando por la calle empiezo a envidiar a todos aquellos que llevan zapatos sin cordones. Y también me pasa con las camisas, las cazadoras, los pijamas, y las sandalias en el verano. Y también con las vidas: Si me pienso abogado, preferiría ser médico. Si médico, sacerdote. Si sacerdote, hombre casado y con siete hijos. Si casado, soltero. Si soltero, viudo muy apenado. Si viudo, monje. Si monje, matador de toros. Estés donde estés, no has acertado por completo. Siempre hay algo más barato y mejor por ahí. Siempre hay vistas desconocidas en el acantilado de la vida. Me está matando esto de vivir una sola vida. La gran muerte de vivir en una sola forma.
De Calor (2008):
LA LLUVIA
Madrid, 22 de mayo de 2004
Vimos el Rolls del año 53 con las ruedas blancas
(mil kilómetros en cincuenta años)
en las teles de los bares del barrio del Actur de Zaragoza.
Sostenía en mi mano una copa de vino blanco fría
y ya hacía calor en España,
los hoteles del Mediterráneo estaban de limpieza general,
habitaciones abiertas con camareras esmeradas, esperando
la llegada de setecientos mil ingleses,
un millón de alemanes, cuatrocientos mil franceses,
cien mil suizos y cien mil belgas.
Estábamos con un vino blanco en la mano y los cuellos
levantados hacia el televisor.
No vino Isabel II de Inglaterra; Isabel II
sólo aceptaría ir a la boda del Rey de Francia
y, como en Francia no hay Rey, Isabel II
se queda en palacio para siempre, reclinada sobre el mundo.
Son los súbditos de Isabel II los que aman el sol de España
y la cerveza barata,
los que exhiben la bandera británica
en las terrazas frente al mar.
Crepusculares casas reales venidas
de los rincones más oxidados de la historia
el 22 de mayo de 2004 surgieron en las televisiones de España,
países nórdicos, lejanos y prósperos, fríos, alejados
de este corazón inacabable.
Rouco Varela cantando la misa.
No vino el presidente de la República Francesa.
Los arzobispos, bicolores, felices.
El nombre de Dios dicho en voz alta muchas veces.
La terca obsesión en nombrar a Dios, nombrarlo
como quien nombra el poder, el dinero,
la resurrección, la guillotina, la cárcel, la esclavitud.
El emperador del mundo se quedó en América,
ajeno a los ritos menores de sus provincias.
Los enormes paraguas azules.
......................Levantarse a las seis de la mañana
para que te maquillen, te depilen, te hagan la manicura,
qué felicidad tan grande.
Los grandes desayunos, los cubiertos de plata,
los mejores vinos y las colonias bárbaras.
Las duchas gigantescas, las suites, los bombones suizos,
las zapatillas de oro, los eslips de platino,
el zumo de naranja con naranjas atroces.
El lujo y el servicio, siempre gente abriéndote las puertas.
La sonrisa permanente.
Los profesionales de la sonrisa permanente,
esa sonrisa representa el trabajo más inhóspito de la historia.
¿Sonreír? ¿Por qué?
Y Umbral, y Gala, y Bosé, y A., y J., y Ayala, y M. M.
entrando en la Catedral de la Almudena,
recompensados, elegidos,
a la diestra colocados, los jefes de la inteligencia española,
de la subida española, de la gran crecida.
La gran subida, la gran ascensión.
Y los ciento noventa quemados vivos tuvieron su homenaje,
el absurdo pueblo mutilado, el goyesco pueblo
elemental y monárquico,
el Rolls pasó ante ellos.
Y el expresidente del gobierno bebió Rioja Reserva del 94,
todos los expresidentes de España, con su chaqué,
y sus mujeres en un segundo plano,
protectoras, devoradas, confundidas
para siempre, pero felices de haber llegado allá,
allá lejos, allá donde el aire es de oro y la mano coge el mundo,
allá donde España entera quiso que estuviesen
y la legitimidad democrática es un fulgor definitivo.
Las pamelas iridiscentes, los yugos en la cabeza,
los yugos bajo el cielo oscuro.
Y José María Aznar y Jordi Pujol
y Felipe González, juntos de nuevo.
Y los tres se sintieron satisfechos viendo la obra bien hecha,
la sucesión de Franco, la mano europea, paternal,
sobre nuestras cabezas,
la sucesión de Franco, las mantillas del franquismo
metidas en los armarios,
chillando de envidia y respirando naftalina muy blanca.
Y Juan Carlos I cargando con España,
porque quién si no cargaría con España,
con la historia de España, el sello papal en el dedo meñique.
Y Zapatero con su Sonsoles, voluptuosa, sonriente,
su tipo le hubiera gustado a Baudelaire o a Julio Romero.
Sonsoles parecía un Delacroix:
la anatómica Libertad guiando al pueblo,
pamelas vistosas, el rito político,
la aburrida historia,
los pechos caídos.
Y socialistas y liberales y ultramontanos juntos,
la izquierda y la derecha maridadas,
las nóminas engrandecidas hasta la saciedad,
buscando lo mismo todos, un Delacroix parecía Sonsoles,
la nueva reina de España,
del reparto de los despachos, las glorias,
los largos viajes por el mundo en aviones oficiales,
los oros laicos.
Ateos convertidos bajo el fulgor de las pamelas,
creyentes con el billetero ateo.
El poder en todo tiempo siempre igual a sí mismo.
La historia humana en todo tiempo como ya fue hace tiempo.
El mismo tiempo siempre.
Repitiéndose la esencia de España, la esencia del mundo grande.
Y nosotros bebiendo en el Actur, al lado de las grúas y del Hipercor,
felices de que nos dejen beber este vino
frío en una copa medio limpia, felices
de poder pagar este vino y dos más.
Y la palidez privada de la reina Rania de Jordania.
Y la lluvia.
HU-4091-L
Adiós, hermano mío, la grúa fúnebre te conduce
al infierno del desguace.
Majestuoso, vas hacia la destrucción subido
en una grúa roja,
como si fueses Luis XVI camino de la guillotina,
y yo detrás.
Pareces un rey.
Soy el único que ha venido a tu entierro.
Te he querido.
Rezo por ti un padrenuestro y un avemaría.
Rezo por ti y me conmuevo.
Eras el mejor.
Y lo que vivimos juntos, y las ciudades que pisamos,
y las carreteras secundarias y los pueblos
y los mares que vimos,
y los párquings subterráneos y los túneles helados
de las carreteras de montaña, con afiladas
estalactitas a la entrada,
amenazando nuestra milagrosa inocencia,
y los mendigos en las avenidas,
..........................................pidiendo en los semáforos en rojo,
y lo que nos amamos en la oscuridad de las autopistas,
fundidos en un solo ser: confundida tu carne con mi chapa.
Me salvaste de la lluvia ácida y de la nieve sin ángeles.
Con tu aire acondicionado, que está intacto
después de doce años, impediste
que me quemara vivo en los veranos españoles.
Ese aire frío que me subía por la pierna, ay.
Y eras blanco,
porque la santidad y el amor industrial y la velocidad son blancos.
Y cómo me gustaba tocarte las marchas,
y cómo te ponía la quinta, eh, y qué caña te metías,
narciso, que eras un narciso.
Y ahora todo ha acabado.
Doscientos sesenta y ocho mil kilómetros hemos estado juntos.
Fuimos felices.
Fuimos grandes y definitivos.
Te doy un beso delante del chatarrero
y de un negro
que lleva un chorreante radiador en una mano.
Te he amado más que a mis amantes,
más que a mi perro;
casi tanto, pero no tanto, eh, como al dinero.
Bueno, no te enfades,
tú también fuiste dinero,
y aún lo eres,
y yo también soy dinero.
Perdona que te humille haciendo recaer
sobre tu hermosa tapicería,
sobre tus ruedas, manguitos
y válvulas que han gloriosamente ardido,
la miseria de España:
el plan Prever, 400 euros sociales
(¿os molesta que hable de dinero o de tan poco dinero?),
para la clase media,
que ama la limosna.
Tú, que fuiste mi libertad, que me llevaste cerca del paraíso;
tú, que me hablabas por las noches y me decías
“hermano, qué bien conduces; hermano,
eres el mejor de los hombres”.
EL CREMATORIO
Les pregunté por el horno a aquellos dos tipos,
era la noche del 18 de diciembre del año 2005,
carretera de Monzón, que no sabes dónde está Monzón,
es un pueblo perdido en el desierto.
Aires de tormenta en lo Alto, sobre la nada desnuda
como una recién casada, luna abajo de las carreteras muertas.
Monzón, Barbastro, mis sitios de siempre.
Me dejaron ver por la mirilla y allí estaba ya el ataúd ardiendo,
resquebrajándose, la madera del ataúd al rojo vivo.
El termómetro marcaba ochocientos grados.
Imaginé cómo estaría mi padre allí dentro de la caja.
Y la caja dentro del fuego y mi corazón dentro del terror.
Hasta las ganas de odiar me estaban abandonando.
Esas ganas que me habían mantenido vivo tantos años.
Y mis ganas de amar, ¿qué fue de ellas? ¿Lo sabes tú,
Señor de las grandes defunciones que conduces
a tus presos políticos a la insaciabilidad, a la perdurabilidad,
a la eternidad sin saciedad, oh, bastardo,
Tú me arrancas,
amor de Dios, oh, bastardo?
Recoge a ese hombre en mitad del desierto.
O no lo recojas, a mí qué puede importarme
tu presencia heladora en esta noche del borracho
que he sido y seré, contra ti, o a tu favor,
es lo mismo, qué grandeza, es lo mismo.
El principio y el final, lo mismo, qué grandeza.
El odio y el amor, lo mismo; el beso y la nalga,
lo mismo; el coito esplendoroso en mitad de la juventud
y la putrefacción y la decrepitud de la carne,
lo mismo es, qué grandeza.
El horno funciona con gasoil, dijo el hombre.
Y miramos la chimenea,
y como era de noche,
las llamas chocaban
contra un cielo frío de diciembre,
descampados de Monzón,
cerca de Barbastro, helando en los campos,
tres grados bajo cero,
esos campos con brujas y vampiros y seres como yo,
“allí sube todo”, volvió a decir el hombre,
un hombre obeso y tranquilo,
mal abrigado pese a que estaba helando,
la espesa barriga casi al aire,
“dura dos o tres horas, depende del peso del difunto,
dijo difunto pero pensaba en fiambre o en saco de mierda,
antes hemos quemado a un señor de ciento veinte kilos,
y ha tardado un rato largo”, dijo.
“Muy largo, me parece”, añadió.
“Mi padre sólo pesaba setenta kilos”, dije yo.
“Bueno, entonces costará mucho menos tiempo”,
dijo el hombre. El ataúd ya eran pepitas de aire o humo.
Al día siguiente volvimos con mi hermano
y nos dieron la urna, habíamos elegido una urna barata,
se ve que las hay de hasta de seis mil euros,
eso dijo el hombre.
“Sólo somos esto”, sentenció el hombre de una forma ritual,
con ánimo de convertirse en un ser humano, no sabiendo
ni él ni nosotros qué es un ser humano,
y me dio la urna guardada dentro de una bolsa azul.
Y yo pensé en él, en lo gordo que estaba, en cuánto tardaría él
en arder en su propio horno. Y como si me hubiera oído
dijo “mucho más que su padre” y sonrió agriamente.
Entonces yo le dije “el que tardaría una eternidad
en arder soy yo, porque mi corazón
es una piedra maciza y mi carne acero salvaje
y mi alma un volcán
de sangre a tres millones de grados,
yo rompería su horno con solo tocarlo,
créame, yo sería su ruina absoluta,
más le vale que no me muera por aquí cerca”.
Por aquí cerca: descampados de Monzón,
caminos comarcales,
Barbastro a lo lejos, malas luces,
ya cuatro grados bajo cero.
Coja las cenizas de su padre, y márchese.
Sí, ya me voy, ojalá yo pudiera arder como ha ardido
mi padre, ojalá pudiera quemar
esta mano o lengua o hígado de Dios
que está dentro de mí,
esta vida de conciencia inextinguible
e irredimible;
la inextinción del mal y del bien,
que son lo mismo en Él.
La inextinción de lo que soy.
Ojalá su horno de ochocientos grados quemase lo que soy.
Quemase una carne de mil millones de grados inhumanos.
Ojalá existiera un fuego que extinguiese lo que soy.
Porque da igual que sea bueno o malo lo que soy.
Extinguir, extinguir, extinguir lo que soy, esa es la Gloria.
Coja las cenizas de su padre, y márchese.
No vuelva más por aquí, se lo ruego, rezaré
por su padre. Su padre era un buen hombre
y yo no sé qué es usted, no vuelva más por aquí,
Se lo ruego. Por favor, no me mire, por favor.
Tuvo un Seat 124 blanco, iba a Lérida,
visitaba a los sastres de Lérida y a los de Teruel,
comía con los sastres de Zaragoza,
pero ahora ya no hay sastres en ningún sitio,
dijo una voz.
Qué solo me he quedado, papá.
Qué voy a hacer ahora, papá.
Ya no verte nunca es ya no ver.
Dónde estás, ¿estás con Él?
Qué solo estoy yo, aquí, en la tierra.
Qué solo me he quedado, papá.
No me hagas reír, imbécil.
Oh, hijodeputa, has estado conmigo allí
donde yo estuve, sin moverte de las llamas.
He viajado mucho este año, mucho, mucho.
En todas las ciudades de la tierra, en sus hoteles memorables,
y también en los hoteles sucios y bien poco memorables,
en todas las calles, los barcos y los aviones,
en todas mis risas, allí estuviste, redondo
como la memoria trascendental, ecuménica y luminosa,
redondo como la misericordia, la compasión y la alegría,
redondo como el sol y la luna,
redondo como la gloria, el poder y la vida.
De Gran Vilas (2012):
AMOR
Una mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos.
Fue a las cajas de ahorro, fue a las compañías de seguros,
vendió su coche, anuló su plan de pensiones,
se lo llevó todo en efectivo, un buen fajo de billetes calientes.
Qué bien, dijo, qué fuerte,
y todos los empleados y los directores querían disuadirle
pero Vilas tenía unas ganas infinitas de pasarlo bien.
Y luego se fue a ver enfermos,
a ver emigrantes, incluso se fue a las cárceles.
Quería ser un santo espectacular, tenía esa marcha,
tenía esa gran ilusión.
Quería ser Cristo, Lenin, San Pablo,
quería ir más allá del orden, de la naturaleza y de la vida.
Recorrió la ciudad de Zaragoza repartiendo dinero.
En Conde de Aranda, dio mil euros a tres árabes,
que le besaron los pies, y las manos, y se arrodillaron.
En el barrio de Delicias, en la calle Barcelona,
dio trescientos euros a una negra africana,
y ella quería comerle el sexo al buen Vilas,
pero Vilas dijo “no, nena, hoy soy un santo,
hoy soy San Vilas,
consérvate para tu marido, él te necesita,
y yo os bendigo; anda, nena, ve en paz”.
Y Vilas se echó a reír.
Fuego, qué fuego más grande,
y siguió repartiendo, a una vieja china
de un todo cien le dio seiscientos euros,
y la vieja le hizo una foto de diez millones de megapixels
y la amplió y la enmarco y la colgó
en mitad de su tienda con dos velas debajo.
A un vendedor de La Farola, ese periódico
de los pobres, le dio ochocientos euros.
Y el vendedor se echó a llorar y ardía
como una vela en mitad de las catedrales antiguas.
Vilas quería ser un santo, tenía esa marcha.
Toda la mañana y toda la tarde estuvo quemando su dinero.
Miró la atmósfera y se estaban abriendo los palacios celestiales.
Estaba enamorado de sus semejantes.
Nunca vimos a nadie tan enamorado.
EL ENAMORADO
Ya sabes, amor mío, porque te lo he contado varias veces, que la desesperación de los hombres maduros ante las mujeres jóvenes y nuevas, bendecidas por la vida, es el tema de Susana y los viejos, un célebre cuadro de Tintoretto.
Te fuiste con otros tantas veces.
Qué bien que te fueras con otros, porque mi amor es más extenso en el tiempo y en el espacio que tus infidelidades y ya es decir; mi amor está más allá, en las remotas regiones de una plenitud desconocida, sobre todo para ti, tan joven y tan guapa y tan dulce.
La destrucción, el deterioro y el alcoholismo final, eso me dejaste. Tres árboles negros, con flores rojas.
Tuyo era el poder y tuya mi vida.
Te adoraba.
Así que te fuiste con otros, con docenas, mejor no los cuentes, amor mío, y fuiste muy feliz con ellos. Y yo imaginaba esa felicidad y te concedía una rara bendición.
A mí me parecía que no valían nada esos chicos guapos, con los que te ibas hasta el amanecer, insípidos, jóvenes sí, pero inanes, y sí, altos, nueva raza de españoles a quienes la estatura física situó en la vanguardia de la evolución de la especie, aunque no sabían decirte nada bonito.
Eso solo sabía decírtelo tu novio maduro, o sea, yo. Las cosas bonitas te las decía yo y nunca las habías oído antes y nunca te las habían dicho esos chicos nuevos, y eso me daba pena, porque está claro que vienen tiempos feroces para el amor. Y cómo ardías en mis palabras. Mías eran las palabras, pero los besos duros se los dabas a ellos, a los otros.
Yo te exaltaba, pero a ti no te exaltaban los chicos a quienes amaste, tristemente.
Claro que envidiaba a esos chicos a quienes hacías cosas muy alejadas, pero que muy alejadas, de los abrazos casi fraternales que guardabas para mí. Y temía que te hiriesen, porque tú eres frágil, y esos chicos jóvenes, atléticos y musculosos, tienen vergas muy largas y racialmente ofensivas, y yo padecía, sufría por tu cuerpo delicado y suave. No podía soportar que te embistiesen como si fueses un animal perecedero.
Pero yo también fui un Rey. Gran Rey de mi derrota, que es un universo al que nunca estuviste invitada. Allí, planetas, continentes, soles radiantes, orquestas y bailes hasta el amanecer, océanos dorados, todo ocurre para mi solitario amor: El amor, única luz del mundo.
Y me dejabas solo en casa. Y te inundaba a sms que tú no contestabas.
Estabas con otros. Y yo quería abrazaros a ti y a ellos, porque me daba igual. La verdad es que da igual, ya acabarás comprendiendo que da igual, si el amor es grande.
Quería ver cómo abrazabas y besabas a esos chicos y hacías el amor con ellos y no conmigo, el hombre viejo.
Cuando tengas mi edad, amor mío, cuando seas vieja, cuando tus 27 años, por arte de magia, se conviertan en 72, imagínate lo muerto que estaré yo entonces, gracias a Dios y a su mismísimo hijo Jesucristo.
Qué bien no volver a verte hasta el Big Crunch, dentro de 72 mil millones de años, allí nos juntaremos todos otra vez y tus chicos serán igual de viejos que yo, será imposible distinguir nada, a ellos de mí.
Querrás besarlos, y me besarás a mí, finalmente.
Y a mí no me gustan las viejas decrépitas,
amor mío de 27 años.
Pero te quiero tanto.
Te adoro, tristemente.
Mi alma es tuya.
LA ESPAÑA DE LA TRANSICIÓN
El rey Juan Carlos I está algo hinchado,
y algo sordo, no oye a los periodistas.
Fue el dueño de un rato largo de la Historia.
Y ahora habla con los muertos mucho rato,
con su padre, a quien ya ha vuelto a ver en sus sueños.
El ex-presidente Adolfo Suárez
se convirtió en el hombre invisible.
Murió su esposa, se entristeció para siempre,
y envejece en un lugar desconocido.
No recuerda nada porque nada hay que recordar.
El escritor Camilo José Cela se murió
como muere la gente corriente.
Parecía inmortal y eterno, pero no lo era.
Su viuda aparece muy de tarde en tarde
en la prensa española, pero ya nadie la recuerda.
El ex-presidente Felipe González
se divorció y se fue con una más joven.
Sale de vez en cuando en las televisiones.
Parece un hombre bueno,
pero solo es un hombre envejeciendo.
Da consejos y opina de economía y de mercados.
La ex-miss del universo Amparo Muñoz
se disolvió tristemente
en un piso de Málaga.
Dijeron que era una drogadicta y que por sus venas
corría la España de los años setenta.
El actor Fernando Fernán Gómez
se murió de la misma forma
que Camilo José Cela.
Cuando murió,
murió una forma de ser español.
El gran Santiago Carrillo, el último comunista,
se morirá un día de estos,
tal vez ya esté muerto ahora mismo.
Resiste, porque el comunismo latió en su corazón
como una santa campana de penicilina.
La gente se muere o está apunto de morirse.
Se murieron poetas a quienes ya nadie lee
como Gerardo Diego y novelistas oscuros
como Torrente Ballester; y Gerardo y Torrente
parecen ahora mismo el mismo muerto,
el mismo fiambre, gemelos españoles.
El juez Baltasar Garzón ha engordado
y está envejeciendo.
Persigue a los fantasmas que no persiguieron
aquellos que ya también se volvieron fantasmas.
Fantasmas que no persiguieron
a otros fantasmas más antiguos,
porque entre los fantasmas la antigüedad
en el cargo se llama Historia de España.
Me dan pena los muertos españoles.
Oh, sí, qué pena dan los muertos españoles.
¿No te parece?, hermano mío, mi compatriota.
Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 19 de julio de 1962) es un poeta y escritor español. Su novela más conocida es Ordesa (2018). Fue finalista del Premio Planeta 2019 por su novela Alegría y ganador del Premio Nadal en 2023 por su novela Nosotros.
Biografía
Estudió Filología Hispánica y ejerció durante más de veinte años como profesor de secundaria en diversos institutos.
En sus entrevistas ha explicado que a los trece años "quería formar una banda de rock and roll, pero como no tenía talento me dediqué a la literatura, que era lo más próximo que podía haber a lo que yo andaba buscando." Tras leer a Rimbaud y a Baudelaire empezó a escribir poesía e hizo inmersión en la literatura, asegurando que cree en la "literatura transmedia". Ha colaborado en diversos medios de comunicación, el Heraldo de Aragón y El Mundo, periódicos del grupo Vocento, así como de los suplementos literarios Magazine (La Vanguardia), Babelia (El País) y ABC Cultural (ABC). También es colaborador de El País (2019). Colabora también con la Cadena Ser.
(Sacado de https://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Vilas#Relato )
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Algunos poemas de Manuel Vilas:
De El cielo (2000):
EL ENAMORADO
Toda la noche soñando contigo, me he pasado la noche entera
soñando que te besaba en el patio de una iglesia junto al mar.
Qué enamorado estuve de ti, y no te lo dije nunca.
¿Lo adivinaste? ¿Lo deseaste? ¿Lo suplicaste?
Tenías seis años más que to, estabas más hecha a la vida,
no te ibas de la cabeza como yo, sino que eras moderada y prudente,
aunque llena de amor por dentro, amor hacia mí,
hacia mí, que era un tipo de lo más perdido, y eso sí
se notaba a la primera, y cómo me acuerdo de tus manos
y de tu sonrisa, todos los amantes se auerdan de lo mismo,
sólo que yo no me metí nunca en tu cama, años llevo imaginando
cómo se debía de estar en tu cama, un día me la enseñaste,
pero nada más. Y ahora me despierto y he soñado que te besaba,
y son las diez de la mañana de un verano monumental
y ya estoy bebiendo una ginebra, así, en ayunas, y salgo
a la terraza de mi habitación y veo a las turistas tumbarse
sobre la arena, y pienso que tú podrías estar aquí conmigo,
qué enamorado estuve de ti y cómo lo estuviste tú también,
y qué mal hicimos en no habernos revolcado mil veces
por mil camas, o qué bien hicimos, porque, conociéndome,
igual te hubiera pedido el matrimonio y tú hubieras aceptado,
y borracho como estoy todo el día, cuando me hubiera cansado
de joder todas las noches, a lo mejor me daba por darte un puñetazo
o tirarte a un río, o a ti por pegarme un tiro,
o envenenarme o pegármela con otro.
Cómo puedo decir todo esto de ti, que eras un ángel
y lo sigues siendo, y de mí, que te quise con inocencia.
Será mejor que siga bebiendo hasta que te borres de mi memoria,
y esto sí que me hace llorar, y soy un tipo que está llorando
a las diez y media de la mañana, sentado en la terraza de una habitación
para turistas, con una ginebra caliente en la mano -son los restos
de la noche-, llorando porque si te hecho de mi memoria,
verdaderamente entonces sí que ya no me quedará nada.
EL NADADOR
Se acerca un árabe negro en mitad de una terraza frente al mar.
Aún tiene la piel mojada, viene de bañarse y se sienta a mi lado
y me dice en un español envidiable, y en un tono secreto y sonoro:
sabes, no tengo nada, no poseo nada, y podría haberlo tenido todo,
los hombres se distinguen por lo que ambicionan: unos quieren
dinero y poder, otros renombre y méritos, triunfar, el éxito,
otros hombres buscan placeres, otros un trabajo honesto
y fundar una familia, otros ahorrar para cambiarse de coche,
otros quieren divorciarse y casarse con alguna más joven,
pero yo, créeme, sólo quiero hablarte a ti,
que tú sepas por mi boca que todo es mentira, que hasta el arte
y la música son mentira, que hasta el aire que respiras es una mentira,
y de eso me he dado cuenta ahora, cuando salía del agua;
he estado toda la mañana en el mar, fíjate cómo tengo las manos
de arrugadas, he nadado hasta muy lejos, y luego he vuelto, me podría
haber quedado allí, pero he vuelto y al salir del mar, cansado,
triste, te he visto en esta terraza y he mirado tus ojos
y me has dado pena porque sé que estás completamente solo,
que duermes solo, comes solo, bebes solo.
¿Qué más viste allá, cuando estabas en mitad del mar,
después de haber nadado toda la mañana?, le pregunto.
Y me contesta: ya te he dicho que podría haberme quedado allí,
muerto o vivo, ahogado o convertido en una ola de sangre,
vi que muerto importo lo mismo que vivo, y vivo lo que muerto,
y en ese instante, me vinieron a los ojos los ojos de mis padres
el día en que nací, y me sentí muy libre, demasiado libre.
Pero si quieres saber lo que me dijo el mar, bien,
esto es lo que me dijo: «Ninguno de entre vosotros fue mejor
que otro y todos moriréis. Todos carecisteis
de la mínima grandeza, ni uno sólo de entre los vuestros
fue excepcional, todos valéis lo mismo».
El árabe negro se levanta de la silla y se marcha. Yo pido una ginebra
con hielo y limón y bebo hasta que llega la noche, casi en ayunas.
Borracho, terriblemente borracho pido la llave de mi habitación
en la recepción de mi hotel, estoy muy mareado, salgo a la terraza
de mi habitación frente al mar —me costaron tarifa doble
las vistas al mar—, y me entran unas dolorosas ganas de joder
con tres mujeres juntas: será que me estoy muriendo
en medio del mar, pero, en efecto, todas las instituciones
de la tierra son una enervante mentira,
como el moro negro me dijo, aunque no me revelase lo peor.
Lo peor, sin duda, es que da igual, porque todo el mundo cree
firmemente en la mentira. Puede que los únicos que no creamos
en ella seamos él y yo, él en el agua, seis horas nadando,
como en la película aquella El nadador, de piscina en piscina,
de playa en playa, yo, bebiendo, de hotel en hotel,
ginebra tras ginebra, los dos completamente solos,
¿quién nos iba a querer, si no creemos en nada,
si estamos obsesionados con lo que fuimos, pensando
que en lo que fuimos se esconde la razón de esta falta de fe?
Ojalá no nos quiera nadie, y podamos seguir nadando,
porque nadar es bueno, porque nadar en el mar,
en el mes de julio, es muy hermoso.
De Resurrección (2005):
MUJERES
No las ves que están agotadas, que no se tienen en pie, que son ellas las que sostienen cualquier ciudad, todas las ciudades. Con el matrimonio, con la maternidad, con la viudedad, con los golpes, ellas cargan con este mundo, con este sábado por la noche donde ríen un poco frente a un vaso de vino blanco y unas olivas. Cargan con maridos infumables, con novios intratables, con padres en coma, con hijos suspendidos. Fuman más que los hombres. Tienen cánceres de pulmón, enferman, y tienen que estar guapas. Se ponen cremas, son una tiranía las cremas. Perfumes y medias y bragas finas y peinados y maquillajes y zapatos que torturan. Pero envejecen. No dejan las mujeres tras de sí nada, hijos, como mucho, hijos que no se acuerdan de sus madres. Nadie se acuerda de las mujeres. La verdad es que no sabemos nada de ellas. Las veo a veces en las calles, en las tiendas, sonriendo. Esperan a sus hijos a la salida del colegio. Trabajan en todas partes. Amas de casa encerradas en cocinas que dan a patios de luces. Sonríen las mujeres, como si la vida fuese buena. En muchos países las lapidan. En otros las violan. En el nuestro las maltratan hasta morir. Trabajan fuera de casa, y trabajan en casa, y trabajan en las pescaderías o en las fábricas o en las panaderías o en los bares o en los bingos. No sabemos en qué piensan cuando mueren a manos de los hombres.
EL INMADURO
Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid. Si estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión, me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que faltasen para la resurrección de la carne. Todo me persigue, ciudades, cines, casas, cementerios. Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría estar en casa durmiendo la siesta. Si me compro unos zapatos con cordones, en que salgo de la tienda y ando por la calle empiezo a envidiar a todos aquellos que llevan zapatos sin cordones. Y también me pasa con las camisas, las cazadoras, los pijamas, y las sandalias en el verano. Y también con las vidas: Si me pienso abogado, preferiría ser médico. Si médico, sacerdote. Si sacerdote, hombre casado y con siete hijos. Si casado, soltero. Si soltero, viudo muy apenado. Si viudo, monje. Si monje, matador de toros. Estés donde estés, no has acertado por completo. Siempre hay algo más barato y mejor por ahí. Siempre hay vistas desconocidas en el acantilado de la vida. Me está matando esto de vivir una sola vida. La gran muerte de vivir en una sola forma.
De Calor (2008):
LA LLUVIA
Madrid, 22 de mayo de 2004
Vimos el Rolls del año 53 con las ruedas blancas
(mil kilómetros en cincuenta años)
en las teles de los bares del barrio del Actur de Zaragoza.
Sostenía en mi mano una copa de vino blanco fría
y ya hacía calor en España,
los hoteles del Mediterráneo estaban de limpieza general,
habitaciones abiertas con camareras esmeradas, esperando
la llegada de setecientos mil ingleses,
un millón de alemanes, cuatrocientos mil franceses,
cien mil suizos y cien mil belgas.
Estábamos con un vino blanco en la mano y los cuellos
levantados hacia el televisor.
No vino Isabel II de Inglaterra; Isabel II
sólo aceptaría ir a la boda del Rey de Francia
y, como en Francia no hay Rey, Isabel II
se queda en palacio para siempre, reclinada sobre el mundo.
Son los súbditos de Isabel II los que aman el sol de España
y la cerveza barata,
los que exhiben la bandera británica
en las terrazas frente al mar.
Crepusculares casas reales venidas
de los rincones más oxidados de la historia
el 22 de mayo de 2004 surgieron en las televisiones de España,
países nórdicos, lejanos y prósperos, fríos, alejados
de este corazón inacabable.
Rouco Varela cantando la misa.
No vino el presidente de la República Francesa.
Los arzobispos, bicolores, felices.
El nombre de Dios dicho en voz alta muchas veces.
La terca obsesión en nombrar a Dios, nombrarlo
como quien nombra el poder, el dinero,
la resurrección, la guillotina, la cárcel, la esclavitud.
El emperador del mundo se quedó en América,
ajeno a los ritos menores de sus provincias.
Los enormes paraguas azules.
......................Levantarse a las seis de la mañana
para que te maquillen, te depilen, te hagan la manicura,
qué felicidad tan grande.
Los grandes desayunos, los cubiertos de plata,
los mejores vinos y las colonias bárbaras.
Las duchas gigantescas, las suites, los bombones suizos,
las zapatillas de oro, los eslips de platino,
el zumo de naranja con naranjas atroces.
El lujo y el servicio, siempre gente abriéndote las puertas.
La sonrisa permanente.
Los profesionales de la sonrisa permanente,
esa sonrisa representa el trabajo más inhóspito de la historia.
¿Sonreír? ¿Por qué?
Y Umbral, y Gala, y Bosé, y A., y J., y Ayala, y M. M.
entrando en la Catedral de la Almudena,
recompensados, elegidos,
a la diestra colocados, los jefes de la inteligencia española,
de la subida española, de la gran crecida.
La gran subida, la gran ascensión.
Y los ciento noventa quemados vivos tuvieron su homenaje,
el absurdo pueblo mutilado, el goyesco pueblo
elemental y monárquico,
el Rolls pasó ante ellos.
Y el expresidente del gobierno bebió Rioja Reserva del 94,
todos los expresidentes de España, con su chaqué,
y sus mujeres en un segundo plano,
protectoras, devoradas, confundidas
para siempre, pero felices de haber llegado allá,
allá lejos, allá donde el aire es de oro y la mano coge el mundo,
allá donde España entera quiso que estuviesen
y la legitimidad democrática es un fulgor definitivo.
Las pamelas iridiscentes, los yugos en la cabeza,
los yugos bajo el cielo oscuro.
Y José María Aznar y Jordi Pujol
y Felipe González, juntos de nuevo.
Y los tres se sintieron satisfechos viendo la obra bien hecha,
la sucesión de Franco, la mano europea, paternal,
sobre nuestras cabezas,
la sucesión de Franco, las mantillas del franquismo
metidas en los armarios,
chillando de envidia y respirando naftalina muy blanca.
Y Juan Carlos I cargando con España,
porque quién si no cargaría con España,
con la historia de España, el sello papal en el dedo meñique.
Y Zapatero con su Sonsoles, voluptuosa, sonriente,
su tipo le hubiera gustado a Baudelaire o a Julio Romero.
Sonsoles parecía un Delacroix:
la anatómica Libertad guiando al pueblo,
pamelas vistosas, el rito político,
la aburrida historia,
los pechos caídos.
Y socialistas y liberales y ultramontanos juntos,
la izquierda y la derecha maridadas,
las nóminas engrandecidas hasta la saciedad,
buscando lo mismo todos, un Delacroix parecía Sonsoles,
la nueva reina de España,
del reparto de los despachos, las glorias,
los largos viajes por el mundo en aviones oficiales,
los oros laicos.
Ateos convertidos bajo el fulgor de las pamelas,
creyentes con el billetero ateo.
El poder en todo tiempo siempre igual a sí mismo.
La historia humana en todo tiempo como ya fue hace tiempo.
El mismo tiempo siempre.
Repitiéndose la esencia de España, la esencia del mundo grande.
Y nosotros bebiendo en el Actur, al lado de las grúas y del Hipercor,
felices de que nos dejen beber este vino
frío en una copa medio limpia, felices
de poder pagar este vino y dos más.
Y la palidez privada de la reina Rania de Jordania.
Y la lluvia.
HU-4091-L
Adiós, hermano mío, la grúa fúnebre te conduce
al infierno del desguace.
Majestuoso, vas hacia la destrucción subido
en una grúa roja,
como si fueses Luis XVI camino de la guillotina,
y yo detrás.
Pareces un rey.
Soy el único que ha venido a tu entierro.
Te he querido.
Rezo por ti un padrenuestro y un avemaría.
Rezo por ti y me conmuevo.
Eras el mejor.
Y lo que vivimos juntos, y las ciudades que pisamos,
y las carreteras secundarias y los pueblos
y los mares que vimos,
y los párquings subterráneos y los túneles helados
de las carreteras de montaña, con afiladas
estalactitas a la entrada,
amenazando nuestra milagrosa inocencia,
y los mendigos en las avenidas,
..........................................pidiendo en los semáforos en rojo,
y lo que nos amamos en la oscuridad de las autopistas,
fundidos en un solo ser: confundida tu carne con mi chapa.
Me salvaste de la lluvia ácida y de la nieve sin ángeles.
Con tu aire acondicionado, que está intacto
después de doce años, impediste
que me quemara vivo en los veranos españoles.
Ese aire frío que me subía por la pierna, ay.
Y eras blanco,
porque la santidad y el amor industrial y la velocidad son blancos.
Y cómo me gustaba tocarte las marchas,
y cómo te ponía la quinta, eh, y qué caña te metías,
narciso, que eras un narciso.
Y ahora todo ha acabado.
Doscientos sesenta y ocho mil kilómetros hemos estado juntos.
Fuimos felices.
Fuimos grandes y definitivos.
Te doy un beso delante del chatarrero
y de un negro
que lleva un chorreante radiador en una mano.
Te he amado más que a mis amantes,
más que a mi perro;
casi tanto, pero no tanto, eh, como al dinero.
Bueno, no te enfades,
tú también fuiste dinero,
y aún lo eres,
y yo también soy dinero.
Perdona que te humille haciendo recaer
sobre tu hermosa tapicería,
sobre tus ruedas, manguitos
y válvulas que han gloriosamente ardido,
la miseria de España:
el plan Prever, 400 euros sociales
(¿os molesta que hable de dinero o de tan poco dinero?),
para la clase media,
que ama la limosna.
Tú, que fuiste mi libertad, que me llevaste cerca del paraíso;
tú, que me hablabas por las noches y me decías
“hermano, qué bien conduces; hermano,
eres el mejor de los hombres”.
EL CREMATORIO
Les pregunté por el horno a aquellos dos tipos,
era la noche del 18 de diciembre del año 2005,
carretera de Monzón, que no sabes dónde está Monzón,
es un pueblo perdido en el desierto.
Aires de tormenta en lo Alto, sobre la nada desnuda
como una recién casada, luna abajo de las carreteras muertas.
Monzón, Barbastro, mis sitios de siempre.
Me dejaron ver por la mirilla y allí estaba ya el ataúd ardiendo,
resquebrajándose, la madera del ataúd al rojo vivo.
El termómetro marcaba ochocientos grados.
Imaginé cómo estaría mi padre allí dentro de la caja.
Y la caja dentro del fuego y mi corazón dentro del terror.
Hasta las ganas de odiar me estaban abandonando.
Esas ganas que me habían mantenido vivo tantos años.
Y mis ganas de amar, ¿qué fue de ellas? ¿Lo sabes tú,
Señor de las grandes defunciones que conduces
a tus presos políticos a la insaciabilidad, a la perdurabilidad,
a la eternidad sin saciedad, oh, bastardo,
Tú me arrancas,
amor de Dios, oh, bastardo?
Recoge a ese hombre en mitad del desierto.
O no lo recojas, a mí qué puede importarme
tu presencia heladora en esta noche del borracho
que he sido y seré, contra ti, o a tu favor,
es lo mismo, qué grandeza, es lo mismo.
El principio y el final, lo mismo, qué grandeza.
El odio y el amor, lo mismo; el beso y la nalga,
lo mismo; el coito esplendoroso en mitad de la juventud
y la putrefacción y la decrepitud de la carne,
lo mismo es, qué grandeza.
El horno funciona con gasoil, dijo el hombre.
Y miramos la chimenea,
y como era de noche,
las llamas chocaban
contra un cielo frío de diciembre,
descampados de Monzón,
cerca de Barbastro, helando en los campos,
tres grados bajo cero,
esos campos con brujas y vampiros y seres como yo,
“allí sube todo”, volvió a decir el hombre,
un hombre obeso y tranquilo,
mal abrigado pese a que estaba helando,
la espesa barriga casi al aire,
“dura dos o tres horas, depende del peso del difunto,
dijo difunto pero pensaba en fiambre o en saco de mierda,
antes hemos quemado a un señor de ciento veinte kilos,
y ha tardado un rato largo”, dijo.
“Muy largo, me parece”, añadió.
“Mi padre sólo pesaba setenta kilos”, dije yo.
“Bueno, entonces costará mucho menos tiempo”,
dijo el hombre. El ataúd ya eran pepitas de aire o humo.
Al día siguiente volvimos con mi hermano
y nos dieron la urna, habíamos elegido una urna barata,
se ve que las hay de hasta de seis mil euros,
eso dijo el hombre.
“Sólo somos esto”, sentenció el hombre de una forma ritual,
con ánimo de convertirse en un ser humano, no sabiendo
ni él ni nosotros qué es un ser humano,
y me dio la urna guardada dentro de una bolsa azul.
Y yo pensé en él, en lo gordo que estaba, en cuánto tardaría él
en arder en su propio horno. Y como si me hubiera oído
dijo “mucho más que su padre” y sonrió agriamente.
Entonces yo le dije “el que tardaría una eternidad
en arder soy yo, porque mi corazón
es una piedra maciza y mi carne acero salvaje
y mi alma un volcán
de sangre a tres millones de grados,
yo rompería su horno con solo tocarlo,
créame, yo sería su ruina absoluta,
más le vale que no me muera por aquí cerca”.
Por aquí cerca: descampados de Monzón,
caminos comarcales,
Barbastro a lo lejos, malas luces,
ya cuatro grados bajo cero.
Coja las cenizas de su padre, y márchese.
Sí, ya me voy, ojalá yo pudiera arder como ha ardido
mi padre, ojalá pudiera quemar
esta mano o lengua o hígado de Dios
que está dentro de mí,
esta vida de conciencia inextinguible
e irredimible;
la inextinción del mal y del bien,
que son lo mismo en Él.
La inextinción de lo que soy.
Ojalá su horno de ochocientos grados quemase lo que soy.
Quemase una carne de mil millones de grados inhumanos.
Ojalá existiera un fuego que extinguiese lo que soy.
Porque da igual que sea bueno o malo lo que soy.
Extinguir, extinguir, extinguir lo que soy, esa es la Gloria.
Coja las cenizas de su padre, y márchese.
No vuelva más por aquí, se lo ruego, rezaré
por su padre. Su padre era un buen hombre
y yo no sé qué es usted, no vuelva más por aquí,
Se lo ruego. Por favor, no me mire, por favor.
Tuvo un Seat 124 blanco, iba a Lérida,
visitaba a los sastres de Lérida y a los de Teruel,
comía con los sastres de Zaragoza,
pero ahora ya no hay sastres en ningún sitio,
dijo una voz.
Qué solo me he quedado, papá.
Qué voy a hacer ahora, papá.
Ya no verte nunca es ya no ver.
Dónde estás, ¿estás con Él?
Qué solo estoy yo, aquí, en la tierra.
Qué solo me he quedado, papá.
No me hagas reír, imbécil.
Oh, hijodeputa, has estado conmigo allí
donde yo estuve, sin moverte de las llamas.
He viajado mucho este año, mucho, mucho.
En todas las ciudades de la tierra, en sus hoteles memorables,
y también en los hoteles sucios y bien poco memorables,
en todas las calles, los barcos y los aviones,
en todas mis risas, allí estuviste, redondo
como la memoria trascendental, ecuménica y luminosa,
redondo como la misericordia, la compasión y la alegría,
redondo como el sol y la luna,
redondo como la gloria, el poder y la vida.
De Gran Vilas (2012):
AMOR
Una mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos.
Fue a las cajas de ahorro, fue a las compañías de seguros,
vendió su coche, anuló su plan de pensiones,
se lo llevó todo en efectivo, un buen fajo de billetes calientes.
Qué bien, dijo, qué fuerte,
y todos los empleados y los directores querían disuadirle
pero Vilas tenía unas ganas infinitas de pasarlo bien.
Y luego se fue a ver enfermos,
a ver emigrantes, incluso se fue a las cárceles.
Quería ser un santo espectacular, tenía esa marcha,
tenía esa gran ilusión.
Quería ser Cristo, Lenin, San Pablo,
quería ir más allá del orden, de la naturaleza y de la vida.
Recorrió la ciudad de Zaragoza repartiendo dinero.
En Conde de Aranda, dio mil euros a tres árabes,
que le besaron los pies, y las manos, y se arrodillaron.
En el barrio de Delicias, en la calle Barcelona,
dio trescientos euros a una negra africana,
y ella quería comerle el sexo al buen Vilas,
pero Vilas dijo “no, nena, hoy soy un santo,
hoy soy San Vilas,
consérvate para tu marido, él te necesita,
y yo os bendigo; anda, nena, ve en paz”.
Y Vilas se echó a reír.
Fuego, qué fuego más grande,
y siguió repartiendo, a una vieja china
de un todo cien le dio seiscientos euros,
y la vieja le hizo una foto de diez millones de megapixels
y la amplió y la enmarco y la colgó
en mitad de su tienda con dos velas debajo.
A un vendedor de La Farola, ese periódico
de los pobres, le dio ochocientos euros.
Y el vendedor se echó a llorar y ardía
como una vela en mitad de las catedrales antiguas.
Vilas quería ser un santo, tenía esa marcha.
Toda la mañana y toda la tarde estuvo quemando su dinero.
Miró la atmósfera y se estaban abriendo los palacios celestiales.
Estaba enamorado de sus semejantes.
Nunca vimos a nadie tan enamorado.
EL ENAMORADO
Ya sabes, amor mío, porque te lo he contado varias veces, que la desesperación de los hombres maduros ante las mujeres jóvenes y nuevas, bendecidas por la vida, es el tema de Susana y los viejos, un célebre cuadro de Tintoretto.
Te fuiste con otros tantas veces.
Qué bien que te fueras con otros, porque mi amor es más extenso en el tiempo y en el espacio que tus infidelidades y ya es decir; mi amor está más allá, en las remotas regiones de una plenitud desconocida, sobre todo para ti, tan joven y tan guapa y tan dulce.
La destrucción, el deterioro y el alcoholismo final, eso me dejaste. Tres árboles negros, con flores rojas.
Tuyo era el poder y tuya mi vida.
Te adoraba.
Así que te fuiste con otros, con docenas, mejor no los cuentes, amor mío, y fuiste muy feliz con ellos. Y yo imaginaba esa felicidad y te concedía una rara bendición.
A mí me parecía que no valían nada esos chicos guapos, con los que te ibas hasta el amanecer, insípidos, jóvenes sí, pero inanes, y sí, altos, nueva raza de españoles a quienes la estatura física situó en la vanguardia de la evolución de la especie, aunque no sabían decirte nada bonito.
Eso solo sabía decírtelo tu novio maduro, o sea, yo. Las cosas bonitas te las decía yo y nunca las habías oído antes y nunca te las habían dicho esos chicos nuevos, y eso me daba pena, porque está claro que vienen tiempos feroces para el amor. Y cómo ardías en mis palabras. Mías eran las palabras, pero los besos duros se los dabas a ellos, a los otros.
Yo te exaltaba, pero a ti no te exaltaban los chicos a quienes amaste, tristemente.
Claro que envidiaba a esos chicos a quienes hacías cosas muy alejadas, pero que muy alejadas, de los abrazos casi fraternales que guardabas para mí. Y temía que te hiriesen, porque tú eres frágil, y esos chicos jóvenes, atléticos y musculosos, tienen vergas muy largas y racialmente ofensivas, y yo padecía, sufría por tu cuerpo delicado y suave. No podía soportar que te embistiesen como si fueses un animal perecedero.
Pero yo también fui un Rey. Gran Rey de mi derrota, que es un universo al que nunca estuviste invitada. Allí, planetas, continentes, soles radiantes, orquestas y bailes hasta el amanecer, océanos dorados, todo ocurre para mi solitario amor: El amor, única luz del mundo.
Y me dejabas solo en casa. Y te inundaba a sms que tú no contestabas.
Estabas con otros. Y yo quería abrazaros a ti y a ellos, porque me daba igual. La verdad es que da igual, ya acabarás comprendiendo que da igual, si el amor es grande.
Quería ver cómo abrazabas y besabas a esos chicos y hacías el amor con ellos y no conmigo, el hombre viejo.
Cuando tengas mi edad, amor mío, cuando seas vieja, cuando tus 27 años, por arte de magia, se conviertan en 72, imagínate lo muerto que estaré yo entonces, gracias a Dios y a su mismísimo hijo Jesucristo.
Qué bien no volver a verte hasta el Big Crunch, dentro de 72 mil millones de años, allí nos juntaremos todos otra vez y tus chicos serán igual de viejos que yo, será imposible distinguir nada, a ellos de mí.
Querrás besarlos, y me besarás a mí, finalmente.
Y a mí no me gustan las viejas decrépitas,
amor mío de 27 años.
Pero te quiero tanto.
Te adoro, tristemente.
Mi alma es tuya.
LA ESPAÑA DE LA TRANSICIÓN
El rey Juan Carlos I está algo hinchado,
y algo sordo, no oye a los periodistas.
Fue el dueño de un rato largo de la Historia.
Y ahora habla con los muertos mucho rato,
con su padre, a quien ya ha vuelto a ver en sus sueños.
El ex-presidente Adolfo Suárez
se convirtió en el hombre invisible.
Murió su esposa, se entristeció para siempre,
y envejece en un lugar desconocido.
No recuerda nada porque nada hay que recordar.
El escritor Camilo José Cela se murió
como muere la gente corriente.
Parecía inmortal y eterno, pero no lo era.
Su viuda aparece muy de tarde en tarde
en la prensa española, pero ya nadie la recuerda.
El ex-presidente Felipe González
se divorció y se fue con una más joven.
Sale de vez en cuando en las televisiones.
Parece un hombre bueno,
pero solo es un hombre envejeciendo.
Da consejos y opina de economía y de mercados.
La ex-miss del universo Amparo Muñoz
se disolvió tristemente
en un piso de Málaga.
Dijeron que era una drogadicta y que por sus venas
corría la España de los años setenta.
El actor Fernando Fernán Gómez
se murió de la misma forma
que Camilo José Cela.
Cuando murió,
murió una forma de ser español.
El gran Santiago Carrillo, el último comunista,
se morirá un día de estos,
tal vez ya esté muerto ahora mismo.
Resiste, porque el comunismo latió en su corazón
como una santa campana de penicilina.
La gente se muere o está apunto de morirse.
Se murieron poetas a quienes ya nadie lee
como Gerardo Diego y novelistas oscuros
como Torrente Ballester; y Gerardo y Torrente
parecen ahora mismo el mismo muerto,
el mismo fiambre, gemelos españoles.
El juez Baltasar Garzón ha engordado
y está envejeciendo.
Persigue a los fantasmas que no persiguieron
aquellos que ya también se volvieron fantasmas.
Fantasmas que no persiguieron
a otros fantasmas más antiguos,
porque entre los fantasmas la antigüedad
en el cargo se llama Historia de España.
Me dan pena los muertos españoles.
Oh, sí, qué pena dan los muertos españoles.
¿No te parece?, hermano mío, mi compatriota.
Hoy a las 09:40 por Maria Lua
» CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE (Brasil, 31/10/ 1902 – 17/08/ 1987)
Hoy a las 09:38 por Maria Lua
» Stéphan Mallarmé (1842-1897)
Hoy a las 09:36 por Maria Lua
» Luís Vaz de Camões (c.1524-1580)
Hoy a las 09:33 por Maria Lua
» VICTOR HUGO (1802-1885)
Hoy a las 09:31 por Maria Lua
» Rabindranath Tagore (1861-1941)
Hoy a las 08:37 por Maria Lua
» Khalil Gibran (1883-1931)
Hoy a las 08:33 por Maria Lua
» Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273)
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