-¿Volviste a verla? -indaga Paquita, que escucha con recogida atención.
-¿A quién, a la desvirgada? -procuro centrar su pregunta-. Sí, pero en mi época de estudiante la relación que teníamos con las muchachas, dada la dificultad que había para obtener tan siquiera la gracia de poder acompañarlas, cobraba categoría de trofeo. Nuestro mayor orgullo como hombres era acreditar ante los compañeros el número de conquistas logrado. ¿Acaso fue José Zorrilla, achacándolo a Juan Tenorio, el precursor que elevó a grado de trofeo el poder disfrutar de la compañía de la mujer, y cuantas más mejor! -discurro. El éxito va in crescendo según puedas presumir de haberlas besado, acariciado las partes pudendas, o alcanzado la consumación del acto. Nuestro léxico era sumamente cuidado, nadie que se preciara, entre la gente culta, se valía en la conversación de blasfemias, expresiones soeces o empleaba el nombre vulgar de las cosas. En aquél entonces la urbanidad formaba parte del programa de estudios y el cumplimiento de sus normas se exigía con estricto rigor, de forma que el que las infringía se veía, indefectiblemente, rechazado por la demás. Pero, bajo su férula, crecía ¡falsedad, engaño y perfidia!, que preconizaba la relación existente entonces entre los jóvenes de distinto sexo, es decir, ¡imperaba la hipocresía!
"Fraude o Mala Fe, que constituyen divinidades alegóricas de la mitología, en la que figuran representadas con cabeza humana de fisonomía agradable, el cuerpo manchado de diferentes colores y el resto en forma de serpiente o cola de escorpión, y también con doble cabeza de mujer, mitad joven y mitad vieja y desnuda hasta la cintura, con dos corazones en la derecha y una máscara en la izquierda, ¡fueron las diosas a las que mi generación rindió mayor pleitesía!
Tal vez intrigada, Paquita interrumpe:
-¿Por qué dices que para tu generación, por cierto, no muy distante a la mía, prevaleció la hipocresía?
-¡Verás!, respecto a la similitud de generación, -le digo complacido,- bien sabes que te sobrepaso más de una década, por lo que te agradezco el cumplido. En lo concerniente a hipocresía, como explicarlo detalladamente me llevaría toda la tarde, -le arguyo- voy a ver si encuentro modo de resumirlo en un sorites progresivo. El clero, con su moral restrictiva, oscurantista y hermética, sin que pretenda con ello hacerme copartícipe de "El discurso inaugural de la Papisa americana " que transcribe Esther Vilar, ni mucho menos atacar a la religión, que respeto, ejerció manifiesta influencia en la política, y los gobernantes legislaron influidos por esa corriente eclesiástica, así encontramos en el código penal, vigente entonces, referido a los delitos contra la honestidad, que sancionaba una serie de conductas que ahora nos parecen anacrónicas. El temor a las penas previstas en el ordenamiento jurídico penal mediatizó el comportamiento de la sociedad. La familia, célula base de esa sociedad, se vio sojuzgada por el entorno de esa moral retrógrada, de tal forma que los padres y mentores se veían obligados a impartir una educación espartana para no sentirse criticados o rechazados por sus congéneres. Se cuenta de un niño de Esparta, que escondió a su gato debajo de la camisa porque el maestro no toleraba en clase la presencia de animales. El gato, molesto por el encierro arañó el pecho del niño hasta destrozarlo. Pues bien, el niño aguantó impertérrito sin proferir una queja. Esta educación es la que se pretendía aplicar en nosotros, de ahí que se nos infligiera fuertes castigos corporales y tenebrosos encierros en el "cuarto obscuro" o en el "de las ratas".
"De otra parte -sigo filosofando-, si bien algunas mujeres influidas por el movimiento sufragista que entonces cobraba vida en los países anglosajones, llegó a romper moldes independizándose, el común de ellas no encontró más salida que la de tomar estado: casada o monja, y a esos fines específicos se concentraba toda la educación que se les impartía, que difería en absoluto de la que recibían los jóvenes. Las mujeres que no lograban alcanzar cualquiera de esas situaciones se las distinguían con el peyorativo epíteto de "solterona".
"Todo lo tocante al sexo tenía connotaciones escatológicas, en sentido fecal. Por lo qué abordar ese tema en la sociedad de aquél entonces era cosa sucia, además de constituir el pecado capital por excelencia. Con esta concatenación de proposiciones es fácil llegar a la conclusión del sorites: el clero ejercía poder omnímodo sobre el comportamiento de la mujer; este poder le atribuía la misión de celar la virtud, cuya guarda ejercía mediante el sacramento de la confesión. Según nos cuenta Gonzalo Torrente Malvido en el prólogo de "Escenas amatorias": la iglesia procuró mantener el sentido pecaminoso del placer siempre que no estuviera encauzado por el mandato divino de "crecer y multiplicaros", según el cual sólo es lícito el coito mondo y lirondo, lo más a obscuras, o sea tenebroso, posible, y cualquier otro entendimiento del mismo es pecado mortal.
Me doy un respiro para tomar aliento, y prosigo:
-Acercarse a una chica suponía para el galán, sobre todo luchar contra el prejuicio consustancial que la mujer arrostraba por las enseñanzas que recibía, de que el macho-hombre era un ser peligroso. El varón, según vertía el clero en la conciencia femenina con categoría de axioma, es la tentación y máximo exponente de pecado, de modo que cualquiera fuera el contacto o trato que con él tenga, estaba en la obligación de confesarlo. Vulnerar el sexto mandamiento ha sido durante siglos y aún ahora, aunque con menos virulencia, el pecado por antonomasia de acuerdo con las prédicas del clero. Para soslayar este escollo, el enamorado no tenía mas opción que la de granjearse la confianza de la escogida, lo cual comportaba días y hasta semanas de trato circunspecto. Esta continencia premeditada devenía normalmente en que la heroína deparase al galanteador la condescendencia de permitirle rozar la mano, detalle que si bien ahora nos parece baladí, entonces revestía trascendental importancia, por la machacona insistencia de las madres en advertir a las jóvenes que el hombre inicia su conquista por el dedo, sigue por el brazo y acaba tomando posesión de todo el cuerpo. Llegar al beso, ¡era adquirir compromiso de noviazgo! Azuzarla en un descampado, en un rincón recoleto, en que con estudiada pericia de avezado engatusador lograbas apartarla con engaño, indefectiblemente suponía recibir el bofetón de ritual, Era, cumplido por su parte ese requisito ineludible para salvaguardar su íntima estimación y acallar un tanto su conciencia en razón de haber sido forzada, y puesto por su parte los medios convenientes para defender su pudor, cuando podías aventurarte a mayores licencias, que con hartas dificultades, ruegos, y llorar lástimas de inminente orquitis que te dejarían impotente, toleraba fugaces incursiones a sus partes íntimas, las qué, salvo el orgullo de haberlas obtenido, apenas te proporcionaba places, por el esfuerzo que te costaba obtenerlo y la falta de cooperación que ella te negaba, Tan sólo en raras ocasiones, alguna permitía incursiones similares a aquellas que recrea la Biblia, cuando cuenta: "entraron" los hijos de Dios a las hijas de los hombres. En todos los casos, idéntica es la causa que motiva en la mujer la resistencia a claudicar ante el acoso del varón: la imperiosa necesidad de confesar el pecado y la consustancial influencia que ejercen las madres que desde la más tierna infancia le advierte a la neófita que cualquier libertad que permita al seductor revertirá en su contra, ya que, según le repite una y mil veces, el hombre jamás se casa con mujer floja de voluntad o que claudica permisiva a veleidades amorosas. En consecuencia, el varón, con la carga sexual que desde el inicio de la creación le caracteriza, tenía que valerse de engaño, perfidia y mentira para lograr que la mujer, seducida por falaces promesas, aceptara y participase en el juego "pecaminoso", según la moral de aquél entonces, del amor.
Sin valerme de las manos, doy atlético salto en la cama, poniéndome de pie. Dentro del catálogo de presunciones de que alardeo, ¡faltaría más!, no hiciese gala de mis aptitudes gimnásticas
-¡Bueno, Paquita, se acabó la disertación! Anda, arréglate y vamos de tiendas -le propongo alegre, sabiendo le hago el ofrecimiento que, en general, mas complace a las mujeres.
-¿A quién, a la desvirgada? -procuro centrar su pregunta-. Sí, pero en mi época de estudiante la relación que teníamos con las muchachas, dada la dificultad que había para obtener tan siquiera la gracia de poder acompañarlas, cobraba categoría de trofeo. Nuestro mayor orgullo como hombres era acreditar ante los compañeros el número de conquistas logrado. ¿Acaso fue José Zorrilla, achacándolo a Juan Tenorio, el precursor que elevó a grado de trofeo el poder disfrutar de la compañía de la mujer, y cuantas más mejor! -discurro. El éxito va in crescendo según puedas presumir de haberlas besado, acariciado las partes pudendas, o alcanzado la consumación del acto. Nuestro léxico era sumamente cuidado, nadie que se preciara, entre la gente culta, se valía en la conversación de blasfemias, expresiones soeces o empleaba el nombre vulgar de las cosas. En aquél entonces la urbanidad formaba parte del programa de estudios y el cumplimiento de sus normas se exigía con estricto rigor, de forma que el que las infringía se veía, indefectiblemente, rechazado por la demás. Pero, bajo su férula, crecía ¡falsedad, engaño y perfidia!, que preconizaba la relación existente entonces entre los jóvenes de distinto sexo, es decir, ¡imperaba la hipocresía!
"Fraude o Mala Fe, que constituyen divinidades alegóricas de la mitología, en la que figuran representadas con cabeza humana de fisonomía agradable, el cuerpo manchado de diferentes colores y el resto en forma de serpiente o cola de escorpión, y también con doble cabeza de mujer, mitad joven y mitad vieja y desnuda hasta la cintura, con dos corazones en la derecha y una máscara en la izquierda, ¡fueron las diosas a las que mi generación rindió mayor pleitesía!
Tal vez intrigada, Paquita interrumpe:
-¿Por qué dices que para tu generación, por cierto, no muy distante a la mía, prevaleció la hipocresía?
-¡Verás!, respecto a la similitud de generación, -le digo complacido,- bien sabes que te sobrepaso más de una década, por lo que te agradezco el cumplido. En lo concerniente a hipocresía, como explicarlo detalladamente me llevaría toda la tarde, -le arguyo- voy a ver si encuentro modo de resumirlo en un sorites progresivo. El clero, con su moral restrictiva, oscurantista y hermética, sin que pretenda con ello hacerme copartícipe de "El discurso inaugural de la Papisa americana " que transcribe Esther Vilar, ni mucho menos atacar a la religión, que respeto, ejerció manifiesta influencia en la política, y los gobernantes legislaron influidos por esa corriente eclesiástica, así encontramos en el código penal, vigente entonces, referido a los delitos contra la honestidad, que sancionaba una serie de conductas que ahora nos parecen anacrónicas. El temor a las penas previstas en el ordenamiento jurídico penal mediatizó el comportamiento de la sociedad. La familia, célula base de esa sociedad, se vio sojuzgada por el entorno de esa moral retrógrada, de tal forma que los padres y mentores se veían obligados a impartir una educación espartana para no sentirse criticados o rechazados por sus congéneres. Se cuenta de un niño de Esparta, que escondió a su gato debajo de la camisa porque el maestro no toleraba en clase la presencia de animales. El gato, molesto por el encierro arañó el pecho del niño hasta destrozarlo. Pues bien, el niño aguantó impertérrito sin proferir una queja. Esta educación es la que se pretendía aplicar en nosotros, de ahí que se nos infligiera fuertes castigos corporales y tenebrosos encierros en el "cuarto obscuro" o en el "de las ratas".
"De otra parte -sigo filosofando-, si bien algunas mujeres influidas por el movimiento sufragista que entonces cobraba vida en los países anglosajones, llegó a romper moldes independizándose, el común de ellas no encontró más salida que la de tomar estado: casada o monja, y a esos fines específicos se concentraba toda la educación que se les impartía, que difería en absoluto de la que recibían los jóvenes. Las mujeres que no lograban alcanzar cualquiera de esas situaciones se las distinguían con el peyorativo epíteto de "solterona".
"Todo lo tocante al sexo tenía connotaciones escatológicas, en sentido fecal. Por lo qué abordar ese tema en la sociedad de aquél entonces era cosa sucia, además de constituir el pecado capital por excelencia. Con esta concatenación de proposiciones es fácil llegar a la conclusión del sorites: el clero ejercía poder omnímodo sobre el comportamiento de la mujer; este poder le atribuía la misión de celar la virtud, cuya guarda ejercía mediante el sacramento de la confesión. Según nos cuenta Gonzalo Torrente Malvido en el prólogo de "Escenas amatorias": la iglesia procuró mantener el sentido pecaminoso del placer siempre que no estuviera encauzado por el mandato divino de "crecer y multiplicaros", según el cual sólo es lícito el coito mondo y lirondo, lo más a obscuras, o sea tenebroso, posible, y cualquier otro entendimiento del mismo es pecado mortal.
Me doy un respiro para tomar aliento, y prosigo:
-Acercarse a una chica suponía para el galán, sobre todo luchar contra el prejuicio consustancial que la mujer arrostraba por las enseñanzas que recibía, de que el macho-hombre era un ser peligroso. El varón, según vertía el clero en la conciencia femenina con categoría de axioma, es la tentación y máximo exponente de pecado, de modo que cualquiera fuera el contacto o trato que con él tenga, estaba en la obligación de confesarlo. Vulnerar el sexto mandamiento ha sido durante siglos y aún ahora, aunque con menos virulencia, el pecado por antonomasia de acuerdo con las prédicas del clero. Para soslayar este escollo, el enamorado no tenía mas opción que la de granjearse la confianza de la escogida, lo cual comportaba días y hasta semanas de trato circunspecto. Esta continencia premeditada devenía normalmente en que la heroína deparase al galanteador la condescendencia de permitirle rozar la mano, detalle que si bien ahora nos parece baladí, entonces revestía trascendental importancia, por la machacona insistencia de las madres en advertir a las jóvenes que el hombre inicia su conquista por el dedo, sigue por el brazo y acaba tomando posesión de todo el cuerpo. Llegar al beso, ¡era adquirir compromiso de noviazgo! Azuzarla en un descampado, en un rincón recoleto, en que con estudiada pericia de avezado engatusador lograbas apartarla con engaño, indefectiblemente suponía recibir el bofetón de ritual, Era, cumplido por su parte ese requisito ineludible para salvaguardar su íntima estimación y acallar un tanto su conciencia en razón de haber sido forzada, y puesto por su parte los medios convenientes para defender su pudor, cuando podías aventurarte a mayores licencias, que con hartas dificultades, ruegos, y llorar lástimas de inminente orquitis que te dejarían impotente, toleraba fugaces incursiones a sus partes íntimas, las qué, salvo el orgullo de haberlas obtenido, apenas te proporcionaba places, por el esfuerzo que te costaba obtenerlo y la falta de cooperación que ella te negaba, Tan sólo en raras ocasiones, alguna permitía incursiones similares a aquellas que recrea la Biblia, cuando cuenta: "entraron" los hijos de Dios a las hijas de los hombres. En todos los casos, idéntica es la causa que motiva en la mujer la resistencia a claudicar ante el acoso del varón: la imperiosa necesidad de confesar el pecado y la consustancial influencia que ejercen las madres que desde la más tierna infancia le advierte a la neófita que cualquier libertad que permita al seductor revertirá en su contra, ya que, según le repite una y mil veces, el hombre jamás se casa con mujer floja de voluntad o que claudica permisiva a veleidades amorosas. En consecuencia, el varón, con la carga sexual que desde el inicio de la creación le caracteriza, tenía que valerse de engaño, perfidia y mentira para lograr que la mujer, seducida por falaces promesas, aceptara y participase en el juego "pecaminoso", según la moral de aquél entonces, del amor.
Sin valerme de las manos, doy atlético salto en la cama, poniéndome de pie. Dentro del catálogo de presunciones de que alardeo, ¡faltaría más!, no hiciese gala de mis aptitudes gimnásticas
-¡Bueno, Paquita, se acabó la disertación! Anda, arréglate y vamos de tiendas -le propongo alegre, sabiendo le hago el ofrecimiento que, en general, mas complace a las mujeres.
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