Historia del regreso del arcángel
Montón estaba en plena celebración del maleficio de los mosquitos,
bailando en el aire, carnavaleando la vida, cuando un día escuchó
que alguien tosía a sus espaldas. Se dio vuelta, no vio a nadie.
—Date preso.
Cuando bajó la mirada, Montón se echó a reír a las carcajadas. Allí había
un enano ajado y feo, vestido de policía. El arcángel le cortó la risa en seco:
—Me manda Dios —dijo—. ¿Te suena? Tengo orden de llevarte.
Palideció el desventurado, ante la atroz evidencia. Hasta ese momento la
muerte había sido, como la enfermedad, como la vejez, una cosa que sólo
ocurría a los demás.
La despedida —balbuceó, y su mano temblorosa sirvió dos vasos de
ron clarín.
—No debería —musitó el diminuto, vaciando su vaso de un sorbo.
Y después, trago va, trago viene:
—Uno es un momentito nomás, cosa de nada —suspiró Montón. Y al rato
sentenció el arcángel, meneando la cabeza:
—El miedo manda.
La luz de la vela multiplicaba el cuerpo de Montón, cuerpo del color de
su sombra, que con su sombra crecía.
Cuando abrió la segunda botella, el negro viejo verde se animó a
preguntar:
—¿Y hace mucho que está en esto, usted?
El emisario del Señor chasqueó la lengua y calló.
Pero mientras la botella bajaba, las palabras fueron subiendo, fueron
saliendo. El arcángel evocó los tiempos aquellos de Comayagua, vida buena
de vivir, gloriosa fugacidad, y contó que los alados agentes del Más Allá lo
habían secuestrado:
—Me volvieron.
Ahora tenía prohibidas las misiones de redención; y sólo podía visitar el
mundo para llevarse a los condenados a muerte.
En medio de sus cuitas, se quedó dormido.
Cuando despertó, ya clareaba el día. El arcángel recordó súbitamente
su trabajo:
—Polvo, cenizas, nada —advirtió la voz del deber, ronca de
resaca.
Montón, que no había huido, se balanceaba tranquilamente en una
mecedora.
—Si usted quiere llevarme, tendrá que desatarme —dijo.
Y alzó con dos dedos un pelo de mujer, que no era de la cabeza ni de la
axila.
—Córtelo —exigió— que yo no puedo.
El arcángel lo intentó. Probó con los dientes, y ni modo, y tampoco pudo
partir ese pelo con el filo del cuchillo ni a golpes de hacha.
Pidió instrucciones a las alturas.
En pleno ataque de furia, san Miguel se arrancó las plumas.
Sus gritos aturdieron a las galaxias: el arcángel jefe maldecía al
idiota éste que había caído en una trampa vieja como el mundo, un truco que
cualquiera conoce, y anunciaba que mandaría al muy inútil de una patada al
infierno.
Pero la jerarquía celeste mandó archivar el asunto. Satanás no aceptaba
huéspedes sin la firma de Dios; y nadie se atrevía a molestar a Nuestro Señor
con esta bochornosa historia digna de olvido. Nuevas guerras y revoluciones
estallaban cada día en el universo infinito y turbulento, y Dios no estaba para
disgustos.
El reincidente funcionario, que tantas muestras había dado de negligencia,
inepcia y corrupción, fue encadenado a una nube y condenado a escuchar,
por toda la eternidad, los ensayos del coro de ángeles que canta en alabanza
de la gloria del Creador y de su insaciable sed de lágrimas.
Cuando el arcángel voló y se fue para siempre de esta tierra, se borró
el horizonte. Todo el cielo fue mar y se descargó la tormenta. Montón
caminó, a través de la lluvia, por el mundo que la lluvia despertaba.
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