Aires de Libertad

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    Andrés Trapiello (1953-

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    Andrés Trapiello (1953- Empty Andrés Trapiello (1953-

    Mensaje por Pedro Casas Serra Mar 30 Mayo 2023, 08:14

    .


    Andrés Trapiello  (Manzaneda de Torío, León, 10 de junio de 1953) es un escritor y editor español. Autor del monumental Salón de pasos perdidos, calificado por su autor como novela en marcha, del que han aparecido veinticuatro tomos hasta la fecha.

    Biografía

    Andrés García Trapiello nació en Manzaneda de Torío, provincia de León, en 1953,​ uno de los nueve hijos de un campesino y comerciante falangista acomodado, Porfirio García, casado con Laura Trapiello. Dos años después la familia se trasladó a León para vivir en casa del abuelo paterno. Varios miembros de su familia han tenido inclinaciones humanísticas: un tío cura, César Trapiello, dibujante de historietas y periodista, de quien fue monaguillo, lo introdujo en la lectura; un tío abuelo, José Trapiello, fue poeta modernista; y su hermano Pedro García Trapiello es periodista.

    Estudió bachillerato interno en un colegio de dominicos y el PREU con los maristas de Palencia. Tras un viaje a Marsella, donde trabajó como camarero, ingresó a fines de 1970 en un monasterio dominico de Caleruega (Burgos), pero fue expulsado a los dos meses por descreído y por rechazar la autoflagelación. Su padre le echó de casa después cuando descubrió bajo su cama algunos números de Mundo Obrero. Estuvo luego cinco meses en Madrid con unos anarquistas y en una pensión, subsistiendo con empleos de mala muerte. Después hizo estudios incompletos de filología en la Universidad de Valladolid, atraído a esa ciudad por la falsa promesa de trabajar en la fábrica de un tío paterno suyo. Por entonces ingresó en la Joven Guardia Roja y ya escribía y colaboraba en la prensa. Militaba, según declara en una entrevista, en el maoísta Partido Comunista de España Internacional PCE(i),2​ del que fue purgado en 1974 por «revisionista y drogadicto».

    En 1975 marchó a Madrid, donde actualmente reside, contratado como redactor de una revista de arte, Guadalimar. Asimismo trabajó hasta 1979 en el programa cultural de TVE Encuentros con las letras; allí conoció a su mujer, Miriam Moreno (1954), con la que tiene dos hijos. Dirigió las revistas Entregas de la Ventura y Número, y en 1981 participó en la refundación de la editorial Trieste. También colabora con la editorial granadina Comares.​

    Conoció y estimó a Ramón Gaya, a quien considera su mentor:

       Era en cierto modo el padre y el maestro y el amigo que no habíamos tenido de jóvenes, sin pretender ser él para nosotros ninguna de las tres cosas. Con Gaya estabas al lado y tenías que entender por tu cuenta lo que era, lo que había sido, sus silencios y lo que decía, todo. Porque él no te lo iba a explicar. Al fin comprendimos que había una España de la que podíamos sentirnos orgullosos, de la que teníamos la obligación de formar parte, una España que debíamos conservar, cuidar y legar. La España de Cervantes y Velázquez, la de Galdós y la de JRJ, y yo hoy añadiría, la España de Gaya. Él lo llamó a eso «el milagro español». Nos señaló pintores, lecturas, ciudades, personas, actitudes. Nos enseñó a leer el pasado sin beatería ni resentimiento, con naturalidad, nos habló de la naturalidad como cualidad del sentimiento, y el sentimiento del arte como la propia naturaleza de este. Nos enseñó sobre todo a considerar el arte como vida y nos recordó que hay una cierta salvación en el arte, asunto este en el que ahora trabaja Miriam. A mí me enseñó también a mirar los años de la guerra como nadie lo había hecho antes.​

    Su novela El buque fantasma (1992) fue acogida con enorme hostilidad por la crítica literaria de izquierdas, a causa de haber editado poco antes al falangista Sánchez Mazas.​ Es sobre todo conocido por su diario (del que, hasta el momento, ha publicado 22 volúmenes, que reciben el nombre conjunto de Salón de Pasos Perdidos) y sus novelas. También se ha dedicado a la investigación de la historia literaria, especialmente centrada en algunos escritores recurrentes: Cervantes, Galdós, Juan Ramón Jiménez y Unamuno,​ además de ser autor de títulos abiertos al gran público. Más que como investigador académico al uso, se identificaría como un ávido lector.​

    En uno de sus ensayos, sin duda el más conocido y extenso, Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), estudia el comportamiento de los escritores e intelectuales en ese período, tanto entre quienes tomaron partido por los sublevados (como Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro, Rafael Sánchez Mazas o Agustín de Foxá) como por los republicanos (Antonio Machado, Rafael Alberti, Bergamín, Miguel Hernández, García Lorca, etc.), así como de los no alineados (Pío Baroja, Azorín, Unamuno, Manuel Chaves Nogales, Clara Campoamor).​ Interesado por el fascismo literario, ha rescatado la obra de algunos destacados autores falangistas, concluyendo que estos «ganaron la guerra, pero perdieron las páginas de los manuales de la literatura».​ Son apreciados sus conocimientos y su ingenio como escritor mordaz. Sin embargo, las principales críticas que recibe su modo de abordar la figura y obras de los escritores del periodo son una investigación poco rigurosa y la pobreza en el manejo de fuentes. El crítico José Luis García Martín, tras confesar su admiración por Andrés Trapiello, afirma que «ya sabemos que su rigor, a la hora de citar y de historiar la literatura española (una de sus aficiones) no resulta excesivo».​ El propio Trapiello anticipaba en 1993 la crítica, reconociendo que Las armas y las letras es un híbrido entre literatura, historia y política: «Para ser un libro de historia le faltan fechas; para serlo de crítica una visión de conjunto y maneras que no tiene. Quizá, como la vida sea un híbrido». ​

    Trapiello, que ha defendido que «no hay que politizar el pasado»,​ fue candidato al Senado por Madrid en las listas de UPyD para las elecciones generales del 2015​ y uno de los vocales, propuesto por Ciudadanos, del Comisionado de la Memoria Histórica, ente creado por el Ayuntamiento de Madrid en 2016, al que se le encomendó la elaboración de un informe acerca del cambio de denominación de viales del callejero de Madrid en aras del cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, de la que, no obstante, es un detractor.​

    El 13 de junio de 2021 leyó el manifiesto de la plataforma cívica Unión 78 en el escenario de la plaza de Colón de Madrid con motivo de la manifestación contra los indultos que el gobierno del PSOE iba a conceder a los catalanes independentistas presos desde el otoño de 2017 por el proceso soberanista de Cataluña de 2012-2021. Tras él intervinieron Yeray Mellado, presidente de la asociación S'ha Acabat!, y Rosa Díez, expresidenta de UPyD y fundadora de Unión 78.

    Premios

       Premio Internacional de Novela Plaza & Janés, 1992, por El buque fantasma
       Premio de la Crítica de poesía castellana, 1993, por Acaso una verdad
       Premio don Juan de Borbón, 1995, por Las armas y las letras. Literatura y guerra civil 1936-1939
       Premio de las Letras de la Comunidad de Madrid, 2002
       Premio Nadal, 2003, por Los amigos del crimen perfecto
       Premio a la mejor novela extranjera en China, 2005, por Los amigos del crimen perfecto
       Premio Fundación José Manuel Lara, 2005, por Al morir don Quijote
       Prix Européen Madeleine Zepter a la mejor novela extranjera, 2005, por Al morir don Quijote
       Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, 2005, por el artículo «El arca de las palabras», publicado en La Vanguardia el 23 de abril de 2005
       Premio Julio Camba, 2007
       Premio Francisco Valdés, 2009
       Premio Castilla y León de las Letras, 2010
       Mejor novela para los lectores de El País, 2012,23​ por Ayer no más
       Premio de los libreros 2021, en la categoría de ensayo, por la obra Madrid
       Premio Mariano de Cavia, 202225​

    (Sacado de https://es.wikipedia.org/wiki/Andr%C3%A9s_Trapiello )


    *


    Algunos poemas de Andrés Trapiello:


    De Las tradiciones (1982):


    COCHE DE LÍNEA

    Al fondo está la casa,
    entre almendros, en ruinas
    sobre los campos yermos.
    Di, tarde de febrero,
    ¿volveré a ver un día
    este lugar callado,
    bandadas de estorninos,
    el evónimo verde y las violetas,
    o moriré sin recordar la luz
    que vuelve esta tristeza casi alegre?
    Solo quiero quedarme en este sitio
    y ser para mi siglo
    nada más que el pasado,
    un era, alguien oscuro
    que deja que ese coche de línea
    pase
    lentamente de largo.




    De La vida fácil (1985):


    UNOS SOPORTALES

    Mi vida son ciudades sombrías, de otro tiempo.
    Como se acerca una caracola
    para escuchar el mar, así por ellas
    vago yo muchas tardes. Ya no tienen farolas
    con esa luz revuelta ni tampoco los coches
    antiguos de caballos. Todavía conservan
    sus negros soportales donde se huele a gato
    y donde aún se abren misteriosos comercios
    iluminados siempre con penumbra de velas.
    Son ciudades levíticas, sin porvenir y tristes,
    con cien zapaterías y tiendas de lenceros
    cada cincuenta metros. Todas tienen conventos
    con los muros muy altos donde crecen las hierbas,
    jaramagos y cosas así. No son modernas,
    pero querrían serlo. Yo las recorro solo,
    e igual que suenan olas en una caracola,
    así mis emociones me parecen eternas.



    CASINOS

    Casinos de esos pueblos en las tardes lluviosas
    llenos de aburrimiento. Penumbrosos salones
    donde se habla en hectáreas. Arañas. Polvorientos
    jarrones. Soñolencia. Tableros de ajedrez.
    Abecés atrasados con el papel ya flojo
    de haber sido leídos por demasiadas manos.
    Eternidades. Siempre la luz modesta. Grandes
    sillones con guatapercha roja. Cortinones
    espesos y testeros color café con leche.
    Socios. Conversaciones de adulterio o de duros.
    ¡Casinos de esos pueblos donde se huele a establo,
    a loción de barbero y a suelos con lejía!
    Solo tenéis de intacto la mesa de billar;
    su verde luminoso de pradera, las bolas
    buscándose infinitas, sin repartirse nunca
    como la vida humana, advierten al que llega
    a vosotros, que solo lo trascendente pasa,
    que solo lo fugitivo permanece y dura.



    EL RÍO

    Para mí qué encanto tiene un río
    con barcas en la orilla.
    Estarse junto al agua y ver correr
    voluptuosas nubes en su ancho caudal.
    Hacerse un sitio allí, en la maleza
    azulada, un hueco donde ver
    cómo es cosa de poco nuestra vida
    y no ser vistos. Y mirar las barcas
    tensando y destensando
    una cuerda de esparto en la verde
    corriente, con el agua de la lluvia
    pudriéndose en sus tablas. Esperar
    la tormenta y contemplar el cielo
    vagabundo y morado. Oír el ruido
    de gotas en el río, sus castillos
    como timbales delicados.
    Y pensar, si se puede,
    en quien amamos mucho
    o si entonces no amamos, no pensar,
    no pensar, no pensar.
    Y volver nuestros ojos
    a ese mudo transcurso, y vacíos
    quedar sin que sepamos
    cuánto tiene de sueño
    el frío y el dolor
    y esas barcas sin gente
    chocando unas con otras
    o si podemos despertar un día.



    E. D.

    Mírame aún. Creció musgo en mis labios
    y en los inviernos crudos me visita la nieve.
    Siéntate, viajero, a mi lado.
    Cuando la lluvia arranca plateadas
    coronas de la piedra y silenciosa
    en el ciprés muere la tarde, sólo
    de ti me acuerdo. Pero tú estás lejos.
    Pasa tu mano por mi nombre y quita
    las hojas amarillas que lo cubren,
    y los pétalos secos de esas flores
    antiguas. Llámame después y dime
    si el viento de esos campos lo ha borrado
    o si tiembla en el aire todavía
    como el romero verde.



    MAÑANA DE TORREJÓN

    Desde el tren
    margaritas menudas y la lluvia
    alejan la mañana.
    En la hierba hay un manto
    como de cardenillo
    al pie de las chabolas.
    ¿Qué le debe a la vida
    la niña que levanta,
    mientras pasa, un adiós
    con su manto sin ciencia?
    Pero sus ojos grandes,
    grises como la angora,
    un tren encuentran
    donde venir conmigo.




    De El mismo libro (1989):


    COMO UNA ALMENDRA, AMARGA Y BLANCA

    Allá abajo está La Vega,
    los verdes chopos del río,
    las columnatas del lúpulo
    y la cuerda del camino.

    Cae la tarde y mi memoria
    se queda contemplativa.
    La vieja casa de piedra,
    los manzanos, la mastina.

    Huele el campo a humo de roble,
    a tormenta y a silencio
    y a un oscuro azul la noche.
    ¡Qué lejos todo, qué lejos!



    RECLAMO DE PERDIZ

    En tu cajón de tablas mal clavadas
    y una tela metálica, también tú te revuelves.
    Las plumas de tu pecho tienen color de trigo
    y un azul de tormenta bordea tu mirada.
    Oh pájaro terrible que atraes hasta la muerte,
    por un destino cruel, lo que más has amado,
    porque si no cantaras, tú mismo morirías.
    Oh pájaro terrible de negro corazón:
    que nuestro canto sea no amargo0 ni fatídico,
    sino muy melodioso, como lo son los campos
    de mieses en verano y en la tormenta el oro.



    A UN TRICORNIO CUBISTA

    La procesión marcha lenta.
    Huele a pólvora la calle
    empedrada y polvorienta.
    La tarde cae sobre el valle.

    El santo en la coronilla
    trae la corona clavada
    y comida por polilla
    la bondadosa mirada.

    Hace calor. Un corchete
    abre la marcha. En el cielo
    el humo azul de un cohete
    se dora de caramelo.

    Es la hora. La alameda
    se entristece. Muere el sol
    y en el tricornio se queda
    un paisaje de charol.




    De Acaso una verdad (1993):


    UN CAFÉ DE MI INFANCIA

    Era un viejo café que se llamaba
    Nacional o Central o Universal.

    Había en todo él, como estrechándolo,
    un zócalo color confesionario
    de maderas clavadas, y en todos los testeros,
    así como en los techos,
    el humo inactual de la costumbre
    se había ya fijado bituminoso y rancio
    como en cuadro de historia.

    De una escayola gris, un rosetón de acantos
    estrellado en el techo (muy alto para el pueblo)
    colgaban las tres aspas,
    tres palas moteadas de excrementos de moscas,
    tres grandes aspas quietas, polvorientas, paradas
    desde Dios sabe cuándo.
    Aquel ventilador llevaba allí
    desde bastante antes
    de que el pueblo contara, el año diez,
    con suministro eléctrico.

    También los parroquianos
    parecían sacados todos del año diez,
    el año de la luz,
    no más hombres que fichas de un dominó dormido,
    inmóviles también como los veladores.
    Vestían saharianas o, en su defecto,
    como era costumbre entre rentistas,
    pantalón de franela, zapatos de crepé y
    la cómoda chaqueta del pijama
    cortada por el sastre de la localidad;
    dicho en otras palabras: la conciencia
    como una querida.
    ¡Cuántas horas pasadas bajo aquellas tres aspas!
    ¡Cuántas horas mirando jugar al dominó,
    admirándose siempre de que los jugadores,
    al rematar con furia, no rompieran el mármol!...

    Era también una atalaya,
    un lugar de excepción
    para el último siglo y remirar las cosas
    que en la plaza del pueblo (a la que daban
    sus grandes cristaleras emplomadas)
    se secaban igual que crisantemos de un fanal.

    Como la plaza tampoco era gran cosa
    pues era irregular, soportalada a trozos,
    a trozos destrozada por maestros de obras
    que imitaban, pasadas ya de moda,
    modas de capital... Y una tristeza
    en todo muy sutil, venenosa lo justo,
    entre la metafísica y Leví.
    Es decir, un lugar hermoso y admirable.

    Desde allí se veía
    la puerta de «El Buen Gusto» y de la fonda
    que un rótulo de blanca porcelana
    anunciaba como «La Favorita»,
    y las negras arcadas del viejo Ayuntamiento,
    cuyo reloj marcaba cada hora a su hora,
    y ese era justamente su encanto y su poesía,
    dar constancia del tiempo donde nada pasaba,
    y advertirnos tal vez
    no, digamos, de su fugacidad,
    sino de lo contrario: de que todo
    está llamado a ser, a formar parte
    de la inmovilidad, como el ventilador
    y aquellos veladores, como la luz, quizá,
    antes del año diez.

    Un poco más allá también estaba
    el estanco en que, aparte de tabacos,
    dispensaban al público
    pliegos de papel barba, igual que este
    en que estoy escribiendo, comprado hace una hora
    a la misma mujer a quien compraba
    de niño golosinas y sellos de colores.

    ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quién está
    mirando ahora esa plaza? ¿Yo? ¿El que fui?
    ¿Esta huida que soy? ¿El sueño acaso
    que nunca abandonó mis oscuras pupilas?
    ¿Todo lo que en mí triunfa de la muerte,
    del olvido, de todas esas cosas
    que ocupan a un poeta?
    Hace un momento esa mujer
    se me quedó mirando. Era evidente
    que algo de mí llamaba en su pasado,
    pero no supo qué. Su boca desdichada
    y su mirar sin fuerza, como entonces,
    me dijeron adiós y sonrió
    a todo lo que ella ha renunciado, ahí,
    en su cubil metida, un mirar sin juzgarse,
    un renunciar sin pena.

    Quién sabe cuánto hace
    que cambiaron su nombre y la decoración.
    Los viejos veladores, el gran ventilador
    y el mostrador de zinc, y los clientes,
    como las hojas secas, ardieron o se hundieron
    algo más en la tierra.
    El tiempo, incluso, es otro.
    De todo lo que miro solo el Ayuntamiento
    permanece en su sitio, solo que ahora está
    parado su reloj, ahora que la vida
    se precipita y huye...

    Y sin embargo... De todo el espejismo
    reconozco este pliego,
    el olor del papel mezclándose al olor
    del café recién hecho, y me basta tener
    delante un vaso de agua igual que los de entonces,
    uno de aquellos vasos con agua solo fresca
    que conservaba aún el sabor de la arcilla,
    me basta solo eso
    para sobrevivir al tiempo, es decir, a uno mismo,
    de modo que me digo:
    «No debes lamentarte. A nadie importa
    que alguna vez hubiera aquí mismo un café
    con un nombre armonioso, Central o Nacional,
    Universal acaso...
    Que todo vuelva a su inmovilidad,
    como el vaso de agua que desde aquí refleja
    el reloj de la plaza, inmóviles agujas
    de un cielo retenido en el reflejo
    inmóvil de este vaso... No ha nacido ninguno
    que pueda hacer por ti
    este largo viaje».

    Escuchad todavía las lentas campanadas,
    reloj o corazón marcan la misma hora,
    inmóviles también como las rosas.



    ACABOSE

    Encima de mi cabeza
    va royendo la carcoma
    tiempo y viga. La certeza
    de vivir se me desploma

    como si fuera una casa
    vieja y grande. Adiós, verano,
    tristeza de lo que pasa
    flotando como el vilano.



    UN OTOÑO

    No he de morir si este jardín ya viejo
    sigue como hasta hoy, viejo y oscuro,
    pudriendo sus membrillos de oro puro
    y haciendo de la fuente un negro espejo.

    Ni morirán tampoco los rosales
    ni el ciprés morirá, por más que muera.
    Todo lo que una vez fue primavera
    jamás conocerá restos mortales.

    Qué dulce a la terraza llega el viento
    a consolar el alma entristecida
    y a decir que la muerte nada trunca.

    Pero sé que me engaño y que me miento
    lo mismo en el soneto que en la vida:
    nada de cuanto muere vuelve nunca.



    RIPIOS PARA UN AMIGO Y TRES
    VIEJOS MAESTROS

    Es de noche hace rato y ha llovido
    en un Madrid dormido y otoñal.
    En cada gota del cristal
    se refleja mi lámpara y me reflejo yo,
    y un rincón de este cuarto y del buró
    que fue de Valentín,
    y este muerto papel en el que escribo
    se refleja también como un recibo
    donde llevo las cuentas de mi spleen.
    El cielo de mi calle iluminado y rosa
    también abre un lugar de este reflejo,
    parecido a la boca de una fosa
    que besara a la muerte en un espejo.
    Son ya las nueve, y llueve.
    Que nadie te sorprenda preocupado
    por saber si esta lluvia es muy distinta
    de la que vio Unamuno una vez en Bilbao,
    negra como la tinta,
    o aquella que hace un siglo a Pimentel en Lugo
    tanto al hombre le plugo,
    o la suya, que vio en París Verlaine,
    del color de los charcos
    o de los tristes barcos
    o cual adiós que nos arranca un tren.
    Tampoco te preocupe saber si este poema
    antes que aquí se ha escrito.
    No es esa la cuestión ni es el problema.
    No quieras ser maldito.
    Busca, por el contrario,
    las fuentes de su lluvia y su calvario,
    las fuentes de Unamuno, Verlaine y Pimentel.
    Busca en ellos la hiel. Busca su miel.
    Que la lluvia de entonces
    llora ahora en sus tumbas.
    Es dulce y es amarga
    y eternamente interminable y larga.
    Es la lluvia de siempre. La actual.
    Que en lo tocante a lluvias
    es un absurdo ser original.



    LA VENTANA DE KEATS

    Para Manuel Borrás


    Apartado de todo, vuelto a mí
    en silencio egoísta, en soledad
    de campos y de encinas y callejas
    que el otoño volvió más taciturnas;
    asilado a esta sombra y sin más patria
    que una vieja edición de tus poemas;
    sentado en berroqueña piedra gris
    y leyendo tus versos, oigo cómo
    de pronto un ruiseñor se eleva y canta.
    Todo lo dejo entonces, mi lectura,
    mis leves pensamientos, mi silencio.
    Todo por escucharle. Es él, él mismo.
    El dulce ruiseñor que tú supiste
    distinguir entre todas las demás
    criaturas, por ser no melodioso,
    que lo era, sino por ser el tuyo,
    el a ti destinado desde siempre,
    desde el día en que Dios de mansas fieras
    ocupó el Paraíso y dijo: «Hágase
    también el ruiseñor, para que Keats,
    en la umbría Inglaterra, al escucharlo
    embelesado, alcance esta verdad:
    que el canto es sólo uno, siempre el mismo,
    y que la rama cambia y cambia el pájaro,
    mas no la melodía. Esta será
    de país a país siempre la misma,
    de un continente a otro y desde un siglo
    a otro siglo, la misma melodía,
    igual que en el estanque van las ondas
    cuando alguien en él escribió un nombre».

    Pues bien. Conmigo está, frente a este Gredos,
    el ruiseñor menudo de tus versos,
    frente a ese abstracto Gredos, calmo y duro
    y hecho de pura abstracta lejanía.
    y están también los prados y colinas
    por los que tú anduviste. Están conmigo
    ahora, aquí. Y las viejas mansiones
    que el campo inglés conoce, venerables,
    cubiertas por la yedra, iluminadas
    con quinqués y bujías cuya luz
    llenaba las ventanas de dorada
    quietud e invitación al sueño,
    de modo que de lejos, si pasaba
    un viajero, se decía: «¡Quién
    pudiera estar allí, junto a esa lámpara,
    dentro de aquella casa, allí sentado
    en cómodo sillón leyendo un libro
    o bebiendo los vinos de Madeira
    y escuchando un piano, o ni siquiera,
    sólo como esa sombra que es el tiempo!
    ¡Sólo como la sombra de aquel hombre
    que se asoma al balcón para mirarme!
    ¡Quién pudiera quedarse en esa casa
    y no tener, cerrada ya la noche,
    que andar por estos fúnebres caminos
    y exponerse a morir en soledades
    que harían de la muerte algo aún más triste»...
    Eso diría el viajero errante,
    eso mismo diría al contemplar
    la vieja casa solitaria y grande.
    Y luego seguiría su camino
    sin dejar de mirar de vez en cuando
    atrás, hasta perder aquella luz,
    aquel temblor de oro entre las ramas
    oscuras de los tejos, sin haber
    siquiera sospechado que eras tú,
    John Keats, la sombra.

    .....................................
    Y que le viste
    llegar por el camino, y que dijiste:
    «Al Sur marcha ese hombre.
    ¡Quién pudiera con él perderse lejos!
    Ahora mismo. Sin equipaje alguno.
    ¡Cómo envidio su suerte y qué tristeza
    languidecer aquí llevando una
    vida que ni siquiera de infeliz
    puedo calificarla! Mira, parte
    de nuevo, se va. Empieza ya la luna
    a vadear el río. ¡Cuánto debe
    compadecer mis años!»...

    .................................Y que luego,
    para apagar la sed de tu acedía,
    tomaste una vez más un papel nuevo
    sin dejar de pensar en aquel hombre
    que viste peregrino. Quizás ese
    fue el día en que escribiste aquel poema
    que empieza así: «Feliz es Inglaterra..."
    ¿Quién podría saberlo? Ahora otra vez
    lo leo en este viejo libro tuyo,
    y al leer me parece que tu otoño
    es este otoño mío y que también
    es mío el ruiseñor que ya ha callado,
    y me confundo y creo
    que aquellos claros ríos entre hayales
    son nuestro pedregal, cuna de víboras.
    Y así, miro estos bíblicos olivos
    y alcornoques ascéticos, la tierra
    de la que brotan zarzas sólo, ortigas,
    pestilente cenizo o amargas hierbas,
    y ebrio de gratitud, no siento ya
    ni abrasador el sol ni amargo el aire
    ni severos los pardos y los negros,
    que son colores nuestros metafísicos,
    sino que cierro el libro y miro lejos,
    porque tus versos hacen que yo vea
    este lugar como lugar del alma,
    y vuelto a mí, comienzo a recorrer
    de nuevo este paisaje silencioso
    y a verlo de otro modo ya sentirlo
    y a desear también la dulce muerte,
    hermana zarza, hermanos alcornoques,
    ortigas, alimañas, sequedades.



    TESTAMENTO

    He muerto ya, paisaje que yo he amado
    tantas veces aquí, rincón del alma.
    Una vez más vengo por verte. A un lado,
    encinares y olivos, y la calma

    de ver, al otro, olivos y encinares.
    Algunos caserones con jardines
    llenos de ortigas ya, viejos lagares
    con aspecto de viejos polvorines.

    Un camino con olmos en hilera,
    una majada, una almazara en ruinas,
    musical, perezosa, la palmera,
    y un Gredos azulado entre neblinas.

    Nada de cuanto miro está en mis ojos
    ni el olor del jazmín lo lleva el viento.
    He muerto ya. Contempla mis despojos:
    te dejo este paisaje en testamento.



    VIRGEN DEL CAMINO

    Estas noches de invierno hace frío en la casa,
    los techos son muy altos y las paredes viejas,
    cierran mal los balcones y la ventisca entra
    hasta la misma cama donde espero
    a que me venza el sueño y a que el sueño
    me arrebate de golpe el libro de las manos,
    y así, sobresaltado, me despierto
    en medio de las sombras.
    Y es entonces cuando comienzo un rito,
    un viejo rito íntimo, igual todas las noches:
    rezo un avemaría mentalmente.
    Durante muchos años esto me avergonzaba.
    «Qué buscas», me decía, «en oración tan simple.
    Eres un hombre ya, no crees hace mucho
    que el destino del hombre obedezca a unas leyes
    divinas ni que el orbe, engastado de estrellas
    en las ruedas del sol y de la luna
    sea la maquinaria de un reloj,
    al que un ser bondadoso
    da cuerda cada noche en su vasto castillo,
    esa vieja mansión que Nietzsche llamó Nada
    y Bergson llamó Tiempo.
    Es tarde para ti, me digo. Déjale
    esa oración a otros, a tus hijos tal vez,
    ignorantes aún de lo que sean
    las palabras antiguas del arcángel
    que anunciaron el Verbo y su silencio
    en misterioso griego, según cuenta San Lucas.
    No pienses otra cosa. Estás cansado.
    Ya es bastante de un día
    conocer su final y conocerlo en paz.
    Deja, pues, de rezar. Ese viático
    no puedes usurparlo, porque, di,
    ¿de qué te serviría? De qué sirve una llave
    de la que no sabemos a dónde pertenece».
    Son razones que habré dicho mil veces,
    pero al llegar la noche,
    me acuerdo de otras noches
    y el frío de mis pies entre las sábanas
    es un frío de infancia, de internado,
    cuando oía a mi lado el dulce respirar
    en otras camas, y en el cristal la escarcha.
    Y al recordar aquellas ya lejanas
    noches de la meseta, tan largas,
    oscuras y sin fondo,
    recuerdo las palabras de los frailes:
    «La Virgen del Camino
    guiará vuestros pasos donde quiera que estéis:
    No dejéis de rezarle y el camino
    no será tan difícil. Será para vosotros
    linterna en alta mar o una noche de luna».
    Y recuerdo que yo, para dormirme,
    imaginaba, acurrucado,
    debajo de las mantas que pesaban
    pero que calentaban poco,
    sin moverme siquiera de la parte más tibia
    que había caldeado con esfuerzo,
    incluso con mi aliento, imaginaba, digo,
    qué sería de mí, y qué lejanos mares
    habría de cruzar, qué extrañas tierras.
    Otras veces pensaba si la muerte
    habría de llegarme
    como a aquel que labrando
    un buen día su viña, ni siquiera
    de recoger su manto tuvo tiempo,
    o en medio de una fiesta, o en el sueño...
    Al llegar a este punto
    recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen,
    de modo que mis labios desgranaban
    aquel Ave María, gratia plena
    con el que yo me hacía
    un lecho de hojas secas,
    y luego me dormía... para llegar
    muchos años después,
    a noches como esta,
    noches frías de invierno
    donde a solas conmigo voy pensando
    y dejando en mi boca, una a una,
    las palabras antiguas
    de la Salutación, como si fueran
    el óbolo que habrá de franquearme
    los portales del manto hospitalario
    que unos llamaron Tiempo
    y otros llamaron Nada.



    UNA ODA

    Dichoso aquel que busca un lugar como éste
    y contempla las zarzas que estrechan el camino
    cuajadas de racimos de un negro y rojo agreste,
    y a lo lejos la tierna brusquedad del espino.

    Aquel que ya no dice: «voy a contar mi historia»,
    sino que sale al campo como un impresionista
    en busca de un paisaje o una luz ilusoria
    y no hace mal a nadie, sencillo y egoísta.

    Aquel que por las noches olvida que ha sufrido
    y deja a un lado todo su corazón herido
    para mirar la luna y sus cepos de plata.

    Dichoso él, que llora sin preguntar la fuente
    de esas lágrimas puras, que está solo y doliente
    y sin juzgar se entrega a esa vida beata.

    Pedro Casas Serra
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    Andrés Trapiello (1953- Empty Re: Andrés Trapiello (1953-

    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 31 Mayo 2023, 05:32

    .


    De Rama desnuda (2001):


    FLORES, GALAS

    Tú quedarás entre esas flores rojas,
    con la blusa del aire y la mirada
    brillante de un deseo
    todavía en semilla, y tú, galán,
    con ese traje nuevo que te hizo
    sin duda, al menos las primeras veces,
    presumir de apostura, a imitación
    de algún actor engominado y serio.
    Mujer, ¿qué flores cortas?
    ¿Son rosas? ¿Dalias? La posteridad
    también las ha alcanzado. En cuanto a ti,
    ¿dejaste ya asistido el ganado en la cuadra,
    picada la guadaña y recogida
    la hierba por correr hasta tu traje
    con la ilusión de un mozo?
    La del vestido que es a un tiempo prado
    y la brisa que en él ablanda el heno,
    ¿no podrías al menos sonreírnos
    a los que aquí quedamos?
    ¿No piensas que tus labios
    serán eternamente limpios, jóvenes,
    como granos de uva y con olor a lúpulo?
    Y tú, tan orgulloso de tan blanca
    camisa y de ese nudo, ¿nada dices?
    Llévatela de aquí al plantío, al soto
    umbrío de los chopos, junto al río
    que es vuestro gozo y a la vez secreto
    y símbolo de todo lo que pasa
    y ya no vuelve... Sí, y ya no vuelve.
    Ésa será vuestra posteridad.
    La mía, estos cuarenta y cinco años
    que se han quedado atrás.
    La vuestra, estas dos fotos que ahora miro
    con los ojos nublados por las lágrimas
    sin ver ni comprender cómo de un tiempo
    de flores y de galas ha podido
    la muerte levantarse, justamente
    contra vosotros dos, invulnerables
    hasta ayer mismo, que erais padre y madre.
    Sólo dos viejas fotos que esperan a su vez
    un reparto entre hijos, un olvido
    de nietos y una nada, flores, galas.



    RAMA DESNUDA

    ¿Qué es este engaño, di, rama desnuda?
    Yo mismo te corté este invierno. Sola,
    despojada de cielo, te quedaste
    en la tierra, caída como el cuerpo
    exangüe de un extraño. Allí seguiste
    bajo los fríos soles y las ciegas
    estrellas, en inerme y retraído
    abandono, a merced de los temperos
    más aciagos y extremos. No eras más
    que un trozo de madera cada vez
    menos visible en la materia activa
    de la naturaleza. Para el ciclo,
    para cerrarlo al fin, sólo esperabas
    acabar algún día como fuego
    en nuestra chimenea y ser ceniza
    y ennoblecido símbolo del tiempo.
    Pero algo ha pasado: has florecido.
    Desoyendo la lógica del mundo
    y de tu propia historia, te has llenado
    de brotes y de flores, desdichada.
    No serán fruto ni serán promesa,
    pero sueñan tal vez con nueva vida
    esperando quizá que a ese reclamo
    acuda el ruiseñor y en ti construya
    su nido como antaño, reviviendo
    tus viejas primaveras y las noches
    de venturosa y perfumada brisa,
    mi pobre rama, soñadora y muerta.
    ¿Qué burla es ésta, di, rama podada?
    Y tú, mi viejo corazón, ¿no aprendes?



    LUNA EN EL RASTRO

    Luna traspapelada de la noche,
    como una oblea frágil, transparente,
    ¿adónde quieres irte?
    En un instante fuiste troquel de todo un siglo
    y más duraste en sólo dos segundos.
    La cochambre en el suelo y tú allá arriba,
    celeste sumidero que derrama
    como el cuerno de la abundancia dones
    siempre inéditos: el sillón barbero,
    un zapato sin par, el trozo del periódico
    amarillento, la muñeca manca,
    el libro en que aprendimos a leer
    y la misma pelota que perdimos
    de niños… Iluminas sólo lo que es real,
    para eso resistes antes de disolverte
    en el límpido azul de la mañana:
    este afán de buscar en los despojos
    nuestras futuras huellas
    y esta dulce nostalgia de la vida
    cuando ya hayamos muerto.



    ANTE UN MANUSCRITO DE L. P.

    Por su mano copiados y zurcidos,
    en papeles mal doblados y viejos,
    voy leyendo de un poema melancólico
    los balbucientes versos.

    El azar, que no existe, hace diez años
    los puso en mi camino, y ahora el viento
    piadoso de la vida levantó
    la llama que hay en ellos.

    Con qué voz vacilante va el poeta
    recordando las sombras de un paseo
    por la grave Baeza, tras las huellas
    de don Antonio el bueno.

    Las callejas sombrías, los huraños
    portales, el templete, los vencejos,
    el acre olor de bestias y alpechines,
    los negros limoneros.

    Yo mismo estoy ahora en esa plaza,
    en medio de la noche y del silencio
    bajo la luna llena. ¿Oís mis pasos
    sobre las piedras huecos?

    Mis manos van pasando estas cuartillas
    que una noche Panero, en duro lecho
    de sábanas heladas, tembloroso
    de vida fue escribiendo.

    Entonces no sabía que la muerte
    cuatro meses después iría verlo
    sin aviso a Castrillo de las Piedras,
    frente al hosco Teleno.

    El azar, que no existe, hasta mi mesa
    ha traído las huellas de aquel sueño.
    ¿Cuánto tiempo me queda? ¿Es corto o largo
    todavía mi trecho?

    Y el paso provinciano se detiene
    en un dolor que aquí busca consuelo:
    soportales, campanas, olivares
    ... y su misterio.



    EL VOLADOR DE COMETAS

    Si sólo del dolor, como es probado,
    un poco de verdad nos nace
    y un poco de alegría,
    ¿qué es esa escena
    en que está Rafael con su cometa
    tensando y destensando treinta metros
    de nuevo corazón
    que amarra al hondo cielo?
    ¿Cómo puede verdad
    manar tan sin esfuerzo y fácil?
    En la clave del cielo,
    sin otro viento que el azul de agosto
    compacto e inamovible,
    mira cómo gobierna su ilusión,
    la mecánica ingrávida que se reparte
    con el milano inmóvil
    el espacio infinito
    de estas oscuras sierras y lagares.
    Con qué silencio eleva a lo más alto
    su mirada,
    con cuánto mimo van sus largos dedos
    ya de hombre
    recogiendo o soltando
    la nave de los sueños.
    Ya no es un niño,
    ni siquiera un muchacho, y sin embargo
    ha vuelto a serlo.
    Vedle tan serio interrogando al aire
    que de pura quietud casi ni existe,
    mientras nos sube a todos,
    desde la misma entraña,
    alegría y congoja al comprender
    que realidad es siempre más
    que eso que vemos.
    Algo muy verdadero duerme en esa industria
    que sostiene el milagro
    como una llama viva,
    en esas huecas cañas, en el hilo
    que a veces se le enreda
    entre las ramas negras de un olivo.
    Quizá no vuelva nunca a volar su cometa.
    Es lo que pienso.
    Para él han pasado
    los años más felices de su vida
    sin que lo sepa aún,
    y yo alcanzo a saber lo que hace un rato
    creí que no sabía,
    que sólo de dolor puede nacer,
    de lo que tiene ya de olvido y de pasado,
    tan perdurable escena, mientras viva
    cualquiera de nosotros.



    CUANDO ERAS JOVEN

    Quiero pensar en ti cuando eras joven,
    cuando lo era yo,
    en tu pelo tan negro que dejaba
    anunciada la noche,
    en cómo al sonreír lo hacías
    a un tiempo con los ojos, las manos y la boca
    en gestos sólo tuyos, que jamás
    ni antes ni después he visto en nadie,
    y también en tu espalda
    que tanto disfrutaba quedándose desnuda...
    Pienso en aquel tiempo, mucho antes
    que a tus manos vinieran a posarse,
    como en troncos y hojas, las manchas del otoño,
    y en todas las ciudades descubiertas,
    y en los frutos probados por primera
    vez contigo, que juventud es eso,
    una primera vez en tantas cosas
    y en cómo el corazón me abrías
    como si fuese cofre
    y en el amor, que luego, en la pureza,
    al cerrarlo ponías
    igual que años después pondrías al salir
    para no despertarlos, del dormir de tus hijos;
    pienso en aquel tiempo, y sin embargo
    al acabar la tarde, la que nace
    debajo de mis párpados, soñada,
    es la misma que está sentada junto a mí.
    Una o dos canas a su pelo bajan, y silencio
    en sus ojos asoma, cuando ausente
    parece meditar en aquel tiempo
    en que el hombre que tiene junto a sí
    fue joven, y le brota quizá de tal recuerdo
    esa sonrisa que no he visto en nadie,
    ni antes ni después, no siendo en sueño.



    VEINTE PENIQUES

    Para Guillermo

    De todos los regalos que has traído
    de la pequeña Irlanda
    –unas jarras de guinness en verdad ominosas,
    ideadas sin duda por una mente enferma
    para ponerlas juntas (son pareja, de hecho)
    en esa boiserie que no tenemos,
    o ese bate de hurley arrancado
    al corazón de un olmo,
    o el frasco de perfume que al final
    te avergonzó comprar en la free shop
    del aeropuerto–,
    de todos los regalos, te decía,
    ninguno igualará jamás a esta moneda.
    Cada vez que la mire
    me acordaré de ti,
    de aquel día en que fuisteis tú y tu amigo
    paseando aburridos a la vía del tren,
    junto a Landsdown Road,
    y encima de un raíl la colocaste,
    por ver lo que quedaba.
    Ya lo has visto tú mismo:
    el perfil de un caballo y el de un arpa
    laminados y suaves a los dedos,
    una cara que es cruz y una cruz que es ya música
    de catorce silencios.
    Podría parecer un sol sin brillo
    o el metal melancólico de un lago,
    o el oro que cayó desde poniente
    o el final de tu infancia,
    y en su oval superficie de algún modo
    están las chucherías que con ella
    pudiste haber comprado y no compraste.
    Por eso es mucho más que la moneda
    que en realidad dejó de ser entonces,
    cuando curiosidad y tedio juntos,
    y un poco de renuncia,
    a las ruedas de hierro la entregaron.
    Ya no tiene valor, eso es verdad,
    el valor que los hombres un día le asignaran,
    pero podré comprar con ella todo
    lo que no tiene precio:
    tiempo en primer lugar, pues cada vez
    que mis dedos la rocen, me acordaré de hoy,
    que me la diste, y de ti mismo,
    de tu viaje a Irlanda, y de tu edad
    trenzada todavía de sueños y de asombro,
    de donde nace siempre plenitud y belleza.
    Acordarme podría incluso de mí mismo,
    de los días lejanos en que también ponía
    sobre la vía monedas de diez céntimos
    (un caballo al galope y un ibero
    que portaba una lanza)
    en idénticas tardes aburridas
    y en iguales ejidos desconchados.
    Mas no sólo recuerdos podré comprar con ella,
    no sólo el tiempo ido
    sino esta alegría que jamás morirá,
    la de tu vuelta a casa,
    la de abrir tus maletas e ir sacando
    para todos nosotros los regalos,
    esas jarras de guinness y la pala de hurley
    mientras ibas contando
    inspirado sin duda por Irlanda,
    que jamás abandona a sus poetas,
    tus ingenuas andanzas en Dublín,
    como esa de poner, sobre las vías,
    en la estación de Landsdown Road,
    en unas horas de infinito vacío
    estos veinte peniques inservibles
    unidos para siempre ya a la vida.



    ELEGÍA

    Para Miriam

    Recuerdas aquel tiempo en que oler una rosa,
    una rosa tan sólo, ni siquiera perfecta,
    te arrancaba las lágrimas? Te acercabas despacio
    al rosal preferido y, a resguardo del mundo,
    como quien lleva dentro el tesoro más hondo
    podías estar horas a su lado esperando
    sin atreverte apenas a confesar tu dicha,
    sabedor de que nadie te igualaba en fortuna.

    Ibas buscando ávido los temblores simbólicos,
    la estrella que caía de lo negro en lo negro,
    o sus ojos oscuros o el ruido que en la noche
    trenzaban los insectos en el astro bombilla
    mientras de la majada volvían los acordes
    truncos de las esquilas a su caja de música,
    todo lo que temblando nacía o se acostaba.

    Mientras atardecía ibais por las callejas.
    ¿Recuerdas el olor del hinojo y la menta?
    ¿Recuerdas que decías «como puñal lo noto
    que me abrasara aquí», y el vientre señalabas?
    Apenas si podíais articular palabra
    por temor a estropear aquellos sentimientos
    nombrándolos en alto, y habríais escogido
    disolveros entonces en el aire anisado,
    conscientes de que nunca estaríais tan cerca.

    Cuando pienso que yo de joven cultivaba
    momentos melancólicos cual gusanos de seda,
    qué lejos me encontraba de sospechar que alguno
    nacería deforme y me devoraría
    justo cuando añorase la alegría de entonces,
    la juventud perdida, aquel sutil talento
    para hablar de la muerte al tiempo que llenaba
    de caricias un cuerpo ceñido por la gracia.

    Quién podía decirte que aquellas que trenzabas
    guirnaldas primitivas se te marchitarían
    tan pronto entre las manos. Hablabas de finales,
    de viejos caserones y de ruinosas casas,
    de sonidos oscuros y nidos de otro tiempo,
    de calles provinciales y sonatas de Czerny,
    pero eran entonces palabras solamente,
    la muerte y la desdicha palabras nada más,
    como lo fueran sombra, ruiseñor o ciprés.

    Han pasado los años y ya nada es igual.
    A tu rosal el tiempo le dio un tronco leñoso,
    pero sus rosas siempre en cada primavera
    vuelven a florecer. Sólo tú te haces viejo
    de veras, sólo tú has oído hace un rato
    delante de esa rosa un silencio inhumano
    y has sentido miedo, y te has puesto a llorar,
    no lágrimas estéticas como aquellas antiguas,
    sino un lloro dañino, pues todo cuanto entonces
    pensabas que sería como ruina armoniosa,
    con su bonita yedra y su viejo jardín,
    no es más que un trozo informe de mineral silencio,
    el dolor de ser piedra suelta por un camino.

    Pedro Casas Serra
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    Andrés Trapiello (1953- Empty Re: Andrés Trapiello (1953-

    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 31 Mayo 2023, 10:59

    .


    De Un sueño en otro (2004):


    MENOS QUE NADA

    Ayer mismo tejías con tu afán
    en las ramas desnudas de los árboles
    el lino de los sueños,
    o subías al cable, y allí filosofabas
    mirando desde arriba nuestras cuitas,
    estos afanes nuestros, hechos también de ramas
    que han perdido y ganado tantas veces
    como el mundo sus hojas. De qué modo
    sostenías tristezas y alegrías
    trabajando con mimo tanto aire,
    panadero celeste, levadura
    de un pensar insaciable
    que miraba tus vuelos y revuelos
    y tus alegaciones y tus algarabías
    como trajín humano.
    Ay, pequeño gorrión, cuánta materia
    había en tu jornada, cuánto peso
    en ese corazón. Más qué columna
    era tu pulso, sosteniendo el sol
    o metiendo la noche bajo el ala
    donde tú la ordenabas con el pico,
    o con el pico en alto
    esparcías estrellas a lo ancho
    como el que escoge trigo.
    Si a mi mano viniste alguna vez,
    pude dar fe de tu increíble vida,
    que quemaba en los dedos como un ascua.
    Estas negras heladas o la vejez o el hambre,
    hambre de ser y sed de tantas hambres,
    te llenaron de frío, y hoy has muerto,
    como hoja también, al pie de un árbol.
    Al levantar tu cuerpo daba miedo
    lo poco que pesabas habiendo sido tanto,
    menos que plumas solo,
    menos que nada
    y esa nada también, mas de otro modo,
    me ha quemado las manos.
    Ay, mi pobre pardal, dime tú ahora
    en este desamparo
    qué hará con tales manos tu poeta,
    que ni siquiera a él le sirven ya
    para pedir limosna.



    YA ES AYER

    Caminamos de niños por las calles
    sombrías de León, en plena noche.
    Hasta la luz es eco, y nuestros pasos.
    Los lóbregos portales, tan angostos.
    Hepáticas farolas. Nuestras sombras.
    Tan estrechas y largas. Nos creemos
    bantusis, y jugamos. A pisar
    nuestra sombra, saltando por encima.
    A quedarnos sin sombra, y ser felices.
    A montar nuestra sombra en la de al lado,
    y entre los niños, oscuramente,
    ha comprendido acaso que los hombres
    podrían ser iguales y fundirse
    sin daño, de ser sombra. En tales, rúas,
    las más tristes del mundo, las más lúgubres.
    Y seguimos jugando. Por delante,
    hacia la mar, que es el morir, las sombras
    cada vez más en fuga, como ríos.
    Y corremos tras ellas. Y reímos
    al ver que nuestras sombras son un huso
    que va hilando los sueños silenciosos.
    Igual que un horizonte. Inalcanzables.
    Jugamos a que nunca llegaría
    un día como hoy, pero ha llegado.
    Y son más nuestras sombras que nosotros.



    MI PADRE SALE A BUSCAR SU MUERTE

    Faltaban todavía doce días
    para que se muriera,
    pero ¿cómo saberlo o sospecharlo?
    Murió entonces un viejo conocido
    y a velarlo acudió, según costumbre.
    Menudo temporal, iba pensando.
    Pensó también que el muerto
    más o menos sería de su quinta.
    Y pensó en regresar rápido a casa
    para evitar huyendo en lo posible
    el buido relente de los páramos
    y las nieblas insanas del Bernesga.
    Pensó que a cierta edad ha de cuidarse
    un hombre si es que quiere
    trasponer el invierno.
    Pensando en tantas cosas se distrajo,
    no supo dónde estaba, tan extrañas
    le parecieron casas, plazas, calles.
    Nada reconoció de su ciudad,
    y tuvo miedo. Acaso pensó que él era el muerto.
    Todo duró un segundo, nos diría,
    sin saber qué pasaba, como un perro.
    Encontró el tanatorio, el mismo que
    doce días después le acogería,
    deslizó su tarjeta en la bandeja
    por bien labrados usos provincianos,
    y deshizo el camino. «Me he perdido»,
    repetía asustado, y encontraba
    insólito aquel hecho,
    sin comprender que era la muerte la que
    empezaba a borrarle de los ojos,
    sin duda por piedad, todo lo que los ojos
    durante ochenta años bien cumplidos
    por amor, como un pan, habían amasado.



    MISERIA

    Como toda mañana, a tu jornada partes
    para volver después de doce horas,
    como todas las noches.
    Mas de pronto he sentido
    que acaso en esa rueda
    de rutina y costumbre pudieras no volver
    y tal angustia el corazón me parte
    como un laberinto
    que fuese torbellino al mismo tiempo.
    Y ocurren a la vez, contradictorias,
    tantas sumas de ausencias.
    Mi pobre corazón, que cree a un tiempo
    y sucesivamente
    que has muerto, que has huido o que no encuentras
    el camino de vuelta por la tarde,
    pasa así todo el día, hasta que vuelves.
    Y entonces, como un perro
    que apenas puede contener su gozo
    al regreso del amo y salta y corre
    y vuelve con gañidos y moviendo su rabo,
    mi pobre corazón siente su amor
    tan animal como animal sufrió
    la larga espera. Así que no te extrañe
    tanta alegría. Has vuelto para él
    de un lugar más remoto que la muerte:
    de su miseria.



    ESTRELLA DE LA MAÑANA

    ¿Cuántos días llevabas en la parte
    alta de la ventana
    brillando sin que yo me diera cuenta
    sobre viejas antenas y tejados?
    ¿Durante cuánto tiempo, vigilante
    de la noche y la aurora en tus cuarteles,
    has estado en silencio?
    ¿Cuántos suman los días
    en que miré sin verte, como un pródigo
    que arruina su fortuna, ese tu sitio?
    Sólo quiero saber cómo es posible
    no haberte descubierto por azar,
    no reparar en ti ni siquiera un momento
    en todos estos años en los que
    por la mañana abría el balcón a la vida.
    Ha sido tanta tu belleza
    de estrella solitaria, elemental y única,
    de perla entre las valvas inhóspitas del mundo,
    de verdad a destiempo, casi póstuma,
    que no puede uno por menos que pensar
    en lo errado de todo, y en lo absurdo.
    Mientras escribo ahora este poema,
    has ido poco a poco como hielo fundiéndote
    en un azul universal, sin fondo.
    No queda ya de ti rastro en el cielo,
    y no me queda a mí tampoco sino
    esperar a mañana,
    pensar en nuestra cita a todas horas
    como el muchacho que por fin a descubierto
    el más ferviente amor en su vecina,
    y sólo vive ya para volver
    a verla en la escalera,
    aunque sea un instante únicamente,
    el del temblor y lo desconocido.



    ALEGRÍA

    ¿Dónde sientes el canto de ese pájaro
    tan melodioso, persuasivo y puro?
    Parece que saliera de la fronda
    vestido de hojas verdes,
    envuelto con la brisa. ¿Dónde suena,
    que te suena tan cerca? Está invitándote
    a un sueño así, si acaso de él no nace.
    Ya nada le interrumpe. Entre los coches
    puedes oírlo, en el café, en tu casa
    abiertos los balcones a la calle,
    unas veces en forma de vencejos,
    otras de ruiseñor o de jilguero,
    en verano, en invierno, en compañía
    o solo, se levanta sabes dónde.
    De ti, como de idea virgen, nace
    adivinando allí donde los otros
    tratan de deducir. No es más que eso,
    la alegría bastándose a sí misma.



    RAMA DE CEREZO EN FLOR

    Ni católico templo ni pagoda
    podrían comparársele.
    Ningún haikú tampoco
    resistiría un solo instante al lado
    de esas pequeñas flores que tutean
    a Dios como los niños cuando dicen
    en su orfanato al rey que les visita:
    «¿vas a quedarte aquí ya para siempre?»
    No hay travesía humana comparable
    a su dulce perfume, ni fragata
    que mejor desplegara tanto trapo
    por darle alcance en el azul del cielo.
    Y aunque mucha dialéctica asombrosa
    de sistemas oscuros fatiguemos,
    no se hallará filósofo
    que mejor armonice los contrarios:
    en la casi podrida y vieja rama,
    en lo que solo es ruina, liquen, leña,
    han abierto las flores su camisa
    y doncellas se dan en cuerpo y alma
    a quien quiera gozar tal lozanía.
    Allí las he dejado. Si quisiera
    traerlas a tus ojos,
    en el papel verías solo pétalos
    para siempre caídos, no una rama
    inexpugnable a todo, sino frágiles
    y mutilados pétalos sin vida.


    ANDRÉS TRAPIELLO, El volador de cometas (Antología poética), Renacimiento 2006

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    Mensaje por cecilia gargantini Miér 31 Mayo 2023, 15:11

    Mi vida son ciudades sombrías, de otro tiempo.
    Como se acerca una caracola
    para escuchar el mar, así por ellas
    vago yo muchas tardes.
    ----------------------------------------------------
    Huele el campo a humo de roble,
    a tormenta y a silencio
    y a un oscuro azul la noche.
    ¡Qué lejos todo, qué lejos!
    -----------------------------------------------------
    ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quién está
    mirando ahora esa plaza? ¿Yo? ¿El que fui?
    ¿Esta huida que soy? ¿El sueño acaso
    que nunca abandonó mis oscuras pupilas?
    ¿Todo lo que en mí triunfa de la muerte,
    del olvido, de todas esas cosas
    que ocupan a un poeta?
    -------------------------------------------------------
    El azar, que no existe, hasta mi mesa
    ha traído las huellas de aquel sueño.
    ¿Cuánto tiempo me queda? ¿Es corto o largo
    todavía mi trecho?


    Marqué algunos versos que me pegaron más fuerte...uno siempre encuentra identificaciones en algunos escritores y es lo que me ha pasado acá. Tienen la virtud de lo universal.
    Gracias Pedro!!!!!!!! Besossssssss
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Jue 01 Jun 2023, 03:11

    Gracias por tus palabras, Cecilia. (En mí se ha producido una cierta saturación al leer tanta poesía últimamente, pero me falta poco para acabar de repasar las antologías de poetas contemporáneos españoles que he encontrado en la biblioteca Mercè Rodoreda, y creo que luego me tomaré un descanso.)

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 01 Sep 2024, 14:08

    .


    Otros poemas de Andrés Trapiello:


    De El mismo libro, 1989:


    PARA UN COMBATIENTE DEL EBRO

    A Soledad
    Un instante de luz es más que un alma

    ¿Qué sabemos nosotros
    de los viejos caminos llenos de barro y lodo?
    ¿Qué podemos nosotros recordar
    de la pasada guerra,
    de esos pueblos pequeños rodeados de viñas?
    ¿De esos bailes de pueblo
    sobre las verdes eras y a la luz del carburo,
    cuando el sagrado azul, el azul del crepúsculo
    se queda entre las tumbas, viejas y abandonadas?

    Otoño, otoño mío,
    ¿Qué sabemos nosotros de la guerra?
    Dime por qué el azul, sagrado azul,
    es el color de los que nunca vuelven,
    de aquellos que partieron
    una mañana antigua
    por los viejos caminos llenos de barro y lodo.




    De Acaso una verdad, 1993:


    ESPAÑA

    Más que una piel de toro, una sotana.
    Eso es verdad. Pero con todo era
    para mí aquella patria una bandera
    de vida pueblerina y virgiliana.

    ¿Y ahora? Un mapa sólo de colores
    que igual que unas cenizas llevó el viento
    a ciudades vulgares de cemento
    y a este paisaje de marchitas flores.

    No más que la memoria de una guerra
    que a mi padre dejaba pensativo,
    y aquella copla en el recuerdo incierto

    que yo oía en la radio. Es de esta tierra:
    «Sólo para olvidarte sigo vivo,
    sólo de recordarte no me he muerto.


    ANDRÉS TRAPIELLO, Poesía española reciente (1980-2000), Cátedra, 2001.

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 08 Sep 2024, 05:20

    .


    De Las tradiciones, 1982:


    ES ESTO

    Es esto
    la temible muerte.
    Ha llegado el final
    y no tienes respuesta.
    El vaso de cristal,
    la flor sobre la mesa,
    el dolor de partir
    sin que tu corazón conozca
    una sola razón
    de estas tres cosas
    sencillas.




    De La vida fácil, 1985:


    LA CARTA

    He encontrado la casa
    donde te llevaré a vivir. Es grande.
    como las casas viejas. Tiene altos
    los techos y en el suelo,
    de tarima de enebro, duerme siempre
    un rumor de hojas secas
    que los pasos avivan. A los ocres
    de las paredes nada ya parece
    retenerles aquí. Igual que frágiles
    pétalos, largo tiempo olvidados
    en un libro, amarillean todos.
    Entre rejas, trenzado,
    un rosal sin podar.
    En el jardín pequeño, una fuente
    y un fauno. Y me dicen
    que también unos mirlos.
    Cuando en los meses fríos de otoño,
    al escuchar sus silbos
    cobren vida tus ojos, en el verde
    del agua miraré contigo
    cómo mueren los días.
    Cómo se vuelve polvo en los muebles
    oscuros tu silencio
    que azotará la lluvia
    allí donde te encuentres.




    De El mismo libro, 1989:


    LA CASA DE LA VIDA

    Mi corazón es una vieja casa.
    Tiene un jardín y en el jardín un pozo
    y túneles de yedra y hojarasca.
    En esa casa a la que tiran piedras
    los niños cuando pasan al volver de la escuela,
    después de haber robado de su huerta
    magro botín de unas manzanas agrias.
    En su tejado hay nidos de pájaros que cantan
    y de noche un cuartel de escandalosas ratas.
    La glicina cubrió los viejos arcos
    y una verja de lanzas
    y una terraza alta a donde llega
    la copa de un granado con granadas
    y un palomar y en ruinas unas cuadras.
    Y un trozo de camino y la lejana
    claridad del mundo.
    Está fuera del pueblo y es indiana
    su arquitectura, ya sabéis:
    todo un poco mezclado, pero es blanca,
    es grande, es vieja, es solitaria.



    RUE DES ROSIERS

    Era la calle una experiencia estrecha.
    Mil años y mil años de viejas sinagogas
    y angostos cementerios donde el musgo se seca.
    Estaba todo igual que en una vieja foto,
    la tienda de un luthier,
    con ese lujo rojo de maderas
    trabajadas y raras, tres o cuatro fonduchos,
    alguna librería y una pequeña imprenta
    en cuyo escaparate había
    unas cuantas tarjetas de visita
    y albaranes escritos en hebreo,
    llenos de polvo y entre moscas muertas.
    Vimos a un hombre que barría,
    con escoba de brezo, la tahona
    donde ellos amasan su pan ácimo.
    Un hombre era como rama
    que lleva la corriente
    o legajo que duerme en un registro.
    Casi no era ni un hombre,
    tan encorvado estaba.
    Sólo que al levantar la frente
    se oscureció una estrella, azul y tatuada,
    y de un dolor así brotó el silencio,
    ese don necesario para oír
    que una rosa se ha abierto o se ha secado.


    ANDRÉS TRAPIELLO, Los poetas tranquilos. Antología de la poesía realista del fin de siglo, Diputación de Granada, 1996.


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