JUAN DE MAIRENA
JUAN DE MAIRENA EN HORA DE ESPAÑA
( 1937 - 1938)
LVIII
Algunas ideas de Juan de Mairena sobre la guerra y la
paz
II
Los futuros maestros de la paz, si algún día aparecen (sigue hablando
Mairena) no serán, claro está, propugnadores de ligas pacifistas entre
entidades polémicas. Ni siquiera nos hablarán de paz, convencidos de que
una paz entre matones de oficio es mucho más abominable que la guerra
misma. Ni habrán de perseguir la paz como un fin deseable sobre todas las
cosas. ¿Qué sentido puede tener esto? Pero serán maestros cuyo consejo,
cuyo ejemplo y cuya enseñanza no podrán impulsarnos a pelear sino por
causas justas, si estas causas existen, lo que esos maestros siempre pondrán
en duda.
¿Pensáis vosotros que de una clase como esta puede salir nadie dispuesto a
pelearse con su vecino, y mucho menos por motivos triviales? Perdonad que
me cite y proponga como ejemplo: no encuentro otro más a mano. Reparad
en que cuando yo elogio cosas o personas que dejan mucho que desear, como
en el caso mío, no elogio ni estas cosas ni a estas personas, sino las ideas
trascendentes de que ellas son copias borrosas, que pueden aclararse, o
imperfectas y, por ende, perfectibles.
Reparad en mi enseñanza. Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a contemplar.
¿El qué?, me diréis. El cielo y sus estrellas y la mar y el campo, y las ideas
mismas, y la conducta de los hombres. A crear la distancia en este continuo
abigarrado de que somos parte, esa distancia sin la cual los ojos —
cualesquiera ojos— no habrían de servirnos para nada. He aquí una actividad
esencialísima que por venturoso azar es incompatible con la guerra.
Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a meditar sobre todas las cosas
contempladas, y sobre vuestras mismas meditaciones. La paz se nos sigue
dando por añadidura.
Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a renunciar a las tres cuartas partes de
las cosas que se consideran necesarias. Y no por el gusto de someteros a
ejercicios ascéticos o a privaciones que os sean compensadas en paraísos
futuros, sino para que aprendáis por vosotros mismos cuánto más limitado es
de lo que se piensa el ámbito de lo necesario, cuánto más amplio, por ende, el
de la libertad humana, y en qué sentido puede afirmarse que la grandeza del
hombre ha de medirse por su capacidad de renunciación. Espero que de esta
enseñanza mía tampoco habréis de sacar ninguna consecuencia batallona.
Yo enseño, o pretendo enseñaros, a trabajar sin hurtar el cuerpo a las faenas
más duras, pero libres de la jactancia del trabajador y de la superstición del
trabajo. La superstición del trabajo consiste en pensar que el trabajo es por sí
mismo valioso, y en tal grado que si los fines que el trabajo persigue pudieran
realizarse sin él, tendríamos motivo de pesadumbre. Contra tamaño error de
esclavos os he puesto muchas veces en guardia. Que vuestro culto al trabajo
sea el culto a Hércules, a un semidiós, no a una plena deidad, porque los
dioses propiamente dichos no trabajan. Merced a mi enseñanza, amigos míos,
la palabra huelga, que tanto viene resonando en nuestro siglo —acaso sea ella
la gran palabra de nuestro siglo—, ha de perder en vuestros labios, si alguna
vez la proferís, parte de su carácter polémico para revelar su más honda
significación: tregua a las actividades necesarias para los capaces de
actividades libres. ¡Paz a los hombres de buena voluntad!
Yo os enseño, o pretendo enseñaros, oh amigos queridos, el amor a la
filosofía de los antiguos griegos, hombres de agilidad mental ya desusada, y
el respeto a la sabiduría oriental, mucho más honda que la nuestra y de
mucho más largo radio metafísico. Ni la una ni la otra podrán induciros a
pelear; ambas, en cambio, os harán perder el miedo al pensamiento,
mostrándoos hasta qué punto la mera espontaneidad pensante, bien
conducida, puede ser fecundada en el hombre.
Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a que dudéis de todo: de lo humano y de
lo divino, sin excluir vuestra propia existencia como objeto de duda, con lo
cual iréis más allá que Descartes. Descartes tenía enorme talento; ninguno de
nosotros le llegará nunca al zancajo. Pero nosotros podemos pensar mejor
que Descartes, porque las pocas centurias que nos separan de él nos han
hecho ver claramente que su célebre cogito ergo sum, que deduce el existir
del pensar, después de haber hecho del pensamiento un instrumento de duda,
de posible negación de toda existencia, es lógicamente inaceptable, una
verdadera birria lógica, digámoslo con todo respeto.
Claro es que Descartes —en el fondo— no deduce la existencia del
pensamiento, el sum del cogito, mucho menos del dubito, sino de todo lo
contrario: de lo que él llama representaciones claras y distintas, es decir, de
las cosas que él reputa evidentes —no sabemos, por qué— entre las cuales
incluye la substancia, que sería la existencia misma. Aquí ya no hay
contradicción, sino lo que suele llamarse círculo vicioso o viaje para el cual
no hacen falta alforjas.
Fue Cartesio —creo haberlo demostrado más de una vez— un gran
matemático que padecía el error propio de su oficio: la creencia en la
indubitabilidad de la matemática y en la claridad de sus proposiciones, sin
reparar en que si el hombre no pudiera dudar de la matemática, es decir, de su
propio pensamiento, no hubiera dudado nunca de nada. De tamaño error, el
más grave de la filosofía occidental, desde Platón a Kant, está perfectamente
limpia mi modesta enseñanza. Yo os enseño una duda sincera, nada
metódica, por ende, pues si yo tuviera un método, tendría un camino
conducente a la verdad y mi duda sería pura simulación. Yo os enseño una
duda integral, que no puede excluirse a sí misma, dejar de convertirse en
objeto de duda, con lo cual os señalo la única posible salida del lóbrego
callejón del escepticismo. Espero que de esta enseñanza no habréis de salir
armados para la camorra.
Yo os enseño —en fin—, o pretendo enseñaros, el amor al prójimo y al
distante, al semejante y al diferente y un amor que exceda un poco al que os
profesáis a vosotros mismos, que pudiera ser insuficiente.
No diréis, amigos míos, que os preparo en modo alguno para la guerra, ni que
a ella os azuzo y animo como anticipado jaleador de vuestras hazañas. Contra
el célebre latinajo, yo enseño: si quieres paz; prepárate a vivir en paz con
todo el mundo. Mas si la guerra viene, porque no está en vuestra mano
evitarla, ¿qué será de nosotros —me diréis— los preparados para la paz? Os
contesto: si la guerra viene vosotros también tomaréis partido sin vacilar por
los mejores, que nunca serán los que la hayan provocado, y al lado de ellos
sabréis morir con una elegancia de que nunca serán capaces los hombres de
vocación batallona.
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