Le parecía que por la habitación se cruzaban los autobuses eléctricos,
estremeciendo su imagen reflejada. Estaba peinándose lentamente frente al
tocador de tres espejos, los brazos blancos y fuertes se erizaban en el frescor de
la tarde. Los ojos no se abandonaban, los espejos vibraban ora oscuros, ora
luminosos. Allá afuera, desde una ventana más alta, cayó a la calle una cosa
pesada y fofa. Si los niños y el marido estuvieran en casa, se le habría ocurrido la
idea de que se debía a un descuido de ellos. Los ojos no se despegaban de la
imagen, el peine trabajaba meditativo, la bata abierta dejaba asomar en los
espejos los senos entrecortados de varias muchachas.
«¡La Noche!», gritó el voceador al viento blando de la calle del Riachuelo, y
algo presagiado se estremeció. Dejó el peine en el tocador, cantó absorta:
«¡Quién vio al gorrioncito… pasó por la ventana… voló más allá del Miño!»,
pero, colérica, se cerró en sí misma dura como un abanico.
Se acostó; se abanicaba impaciente con el diario que susurraba en la
habitación. Tomó el pañuelo, trató de estrujar el bordado áspero con los dedos
enrojecidos. Comenzó a abanicarse nuevamente, casi sonriendo. Ay, ay, suspiró
riendo. Tuvo la imagen de su sonrisa clara de muchacha todavía joven, y sonrió
aún más cerrando los ojos, abanicándose más profundamente. Ay, ay, venía de la
calle como una mariposa.
«Buenos días, ¿sabes quién me vino a buscar a casa?», pensó como tema
posible e interesante de conversación. «Pues no sé, ¿quién?», le preguntaron con
una sonrisa galanteadora unos ojos tristes en una de esas caras pálidas que a
cierta gente le hacen tanto mal. «María Quiteria, ¡hombre!», respondió
alegremente, con la mano en el costado. «Si me lo permites, ¿quién es esa
muchacha?», insistió galante, pero ahora sin rostro. «Tú», cortó ella con leve
rencor la conversación, qué aburrimiento.
Ay, qué cuarto agradable, ella se abanicaba en el Brasil. El sol, preso de las
persianas, temblaba en la pared como una guitarra. La calle del Riachuelo se
sacudía bajo el peso cansado de los autobuses eléctricos que venían de la calle
Mem de Sá. Ella escuchaba curiosa y aburrida el estremecimiento de la vitrina en
la sala de visitas. De impaciencia, se dio el cuerpo de bruces, y mientras
tironeaba con amor los dedos de los pies pequeñitos, esperaba su próximo
pensamiento con los ojos abiertos. «Quien encontró, buscó», dijo en forma de
refrán rimado, lo que siempre le parecía una verdad. Hasta que se durmió con la
boca abierta, la baba humedeciéndole la almohada.
Despertó cuando el marido ya había vuelto del trabajo y entró en la
habitación. No quiso comer ni salir de sus ensoñaciones, y se durmió de nuevo: el
hombre que se las arreglara con las sobras del almuerzo.
Y ya que los hijos estaban en la finca de las tías, en Jacarepaguá, ella
aprovechó para amanecer rara: confusa y leve en la cama, uno de esos caprichos,
¡no se sabe por qué! El marido apareció ya vestido y ella no sabía qué había
hecho para su desayuno; ni siquiera le miró el traje, si había o no que cepillarlo,
poco le importaba si hoy era el día en que se ocupaba de negocios en la ciudad.
Pero cuando él se inclinó para besarla, su levedad crepitó como una hoja seca.
—¡Vete!
—¿Qué tienes? —le preguntó el hombre, atónito, ensayando inmediatamente
una caricia más eficaz.
Obstinada, ella no sabía responder, estaba tan tonta y principesca que no
había siquiera dónde buscarle una respuesta.
—¡Cuidado con molestarme! ¡No vengas a rondarme como un gato viejo!
Él pareció pensarlo mejor y aclaró:
—Muchacha, estás enferma.
Ella lo aceptó, sorprendida, lisonjeada. Durante todo el día se quedó en la
cama, escuchando la casa tan silenciosa, sin el bullicio de los niños, sin el
hombre que hoy comería su cocido en la ciudad. Durante todo el día se quedó en
la cama. Su cólera era tenue, ardiente. Sólo se levantaba para ir al baño, de donde
volvía noble, ofendida.
La mañana se volvió una larga tarde inflada que se volvió noche sin fin,
amaneciendo inocente por toda la casa.
Ella todavía estaba en la cama, tranquila, improvisada. Ella amaba… Estaba
amando previamente al hombre que un día iba a amar. Quién sabe, eso a veces
sucedía, y sin culpas ni dolores para ninguno de los dos. Allí estaba en la cama,
pensando, pensando, casi riendo como ante un folletín. Pensando, pensando. ¿En
qué? No lo sabía. Y así se dejó estar.
De un momento a otro, con rabia, se puso de pie. Pero en la flaqueza del
primer instante parecía loca y delicada en la habitación que daba vueltas, daba
vueltas hasta que ella consiguió a ciegas acostarse otra vez en la cama,
sorprendida de que tal vez fuera verdad. «¡Oh, mujer, mira que si de veras te
enfermas!», se dijo, desconfiada. Se llevó la mano a la frente para ver si tenía
fiebre.
Esa noche, hasta que se durmió, fantaseó, fantaseó: ¿cuánto tiempo?, hasta que
cayó: adormecida, roncando con el marido.
Despertó con el día atrasado, las papas por pelar, los niños que regresarían
por la tarde de casa de las tías, ¡ay, me he faltado al respeto!, día de lavar ropa y
zurcir calcetines, ¡ay, qué haragana me saliste!, se censuró curiosa y satisfecha, ir
de compras, no olvidar el pescado, el día atrasado, la mañana presurosa de sol.
Pero el sábado por la noche fueron a la tasca de la plaza Tiradentes,
atendiendo a la invitación de un comerciante muy próspero, ella con el vestidito
nuevo que aunque no demasiado adornado era de muy buena tela, de esas que iban
a durar toda la vida. El sábado por la noche, embriagada en la plaza Tiradentes,
embriagada pero con el marido a su lado para protegerla, y ella ceremoniosa
frente al otro hombre mucho más fino y rico, procurando darle conversación,
porque ella no era ninguna charlatana de aldea y había vivido en la capital. Pero
borracha a más no poder.
Y si su marido no estaba borracho era porque no quería faltarle al respeto al
comerciante y, lleno de empeño y humildad, le dejaba al otro el cantar del gallo.
Lo que quedaba bien para esa ocasión tan distinguida, pero le daba, al mismo
tiempo, muchos deseos de reír. ¡Y desprecio! ¡Miraba al marido con su traje
nuevo y le hacía una gracia! Borracha a más no poder, pero sin perder el brío de
muchachita. Y el vino verde se le derramaba por el cuerpo.
Y cuando estaba embriagada, como en una abundante comida de domingo,
todo lo que por la propia naturaleza está separado —olor a aceite en un lado,
hombre en otro, sopa en un lado, camarero en el otro— se unía raramente por la
propia naturaleza, y todo no pasaba de ser una sinvergüenzada solamente, una
bellaquería.
Y si estaban brillantes y duros los ojos, si sus gestos eran etapas difíciles
hasta conseguir finalmente alcanzar el palillero, en verdad por dentro estaba hasta
muy bien, era una nube plena trasladándose sin esfuerzo. Los labios ensanchados
y los dientes blancos, y el vino hinchándola. Y aquella vanidad de estar
embriagada facilitándole un gran desdén por todo, tornándola madura y redonda
como una gran vaca.
Naturalmente que ella conversaba. Porque no le faltaban temas ni habilidad.
Pero las palabras que una persona pronunciaba cuando estaba embriagada eran
como si estuvieran preñadas; palabras sólo en la boca, que poco tenían que ver
con el centro secreto que era como una gravidez. Ay, qué rara estaba. El sábado
por la noche el alma diaria estaba perdida, y qué bueno era perderla, y como
recuerdo de los otros días apenas quedaban las manos pequeñas tan maltratadas, y
ahora ella con los codos sobre el mantel de la mesa a cuadros rojos y blancos,
como sobre una mesa de juego, profundamente lanzada a una vida baja y
convulsionante. ¿Y esta carcajada? Esa carcajada que le estaba saliendo
misteriosamente de una garganta llena y blanca, en respuesta a la delicadeza del
comerciante, carcajada venida de las profundidades de aquel sueño, y de la
profundidad de aquella seguridad de quien tiene un cuerpo. Su carne blanca
estaba dulce como la de una langosta, las piernas de una langosta viva
moviéndose lentamente en el aire. Y aquella pequeña maldad de quien tiene un
cuerpo.
Conversaba, y escuchaba con curiosidad lo que ella misma estaba
respondiendo al comerciante próspero que en tan buena hora los invitaba y
pagaba la comida. Escuchaba intrigada y deslumbrada lo que ella misma estaba
respondiendo: lo que dijera en ese estado valdría para el futuro como augurio
(ahora ya no era una langosta, era un duro signo: escorpión. Porque había nacido
en noviembre).
Un reflector que mientras se duerme recorre la madrugada: tal era su
embriaguez errando por las alturas.
Al mismo tiempo, ¡qué sensibilidad!, ¡pero qué sensibilidad!, cuando miraba
el cuadro tan bien pintado del restaurante, de inmediato le nacía la sensibilidad
artística. Nadie podría sacarle la idea de que había nacido para otras cosas. A
ella siempre le gustaron las obras de arte.
¡Pero qué sensibilidad!, ahora ya no a causa del cuadro de uvas y peras y
pescado muerto brillando en las escamas. Su sensibilidad la molestaba sin serle
dolorosa, como una uña rota. Y siquiera podría permitirse el lujo de volverse aún
más sensible, podría ir más adelante todavía: porque estaba protegida por una
situación, protegida como toda la gente que había alcanzado una posición en la
vida. Como una persona a quien le impiden tener su propia desgracia. Ay, qué
infeliz soy, madre mía. Si quisiera aún podría echar más vino en su cuerpo y,
protegida por la posición que había alcanzado en la vida, emborracharse todavía
más, siempre y cuando no perdiera la fuerza. Y así, más borracha aún, recorría
con los ojos el restaurante, y qué desprecio sentía por las personas secas del
restaurante, ningún hombre que fuese un hombre de verdad, que fuese realmente
triste. Qué desprecio por las personas secas del restaurante, mientras ella estaba
gorda y pesada, generosa a más no poder. Y todos tan distantes en el restaurante,
separados uno del otro como si jamás uno pudiera hablar con el otro. Cada uno
para sí, y Dios para todos.
Sus ojos se fijaron de nuevo en aquella muchacha que ya, de entrada, le
hiciera subir la mostaza a la nariz. De entrada la había visto, sentada a una mesa
con su hombre, toda llena de sombreros y adornos, rubia como un escudo falso,
toda santurrona y fina —¡qué lindo sombrero tenía!—, seguro que ni siquiera era
casada, y ponía esa cara de santa. Y con su lindo sombrero bien puesto. ¡Pues que
le aprovechara bien la santidad!, ¡y que no se le cayera la aristocracia en la sopa!
Las más santitas eran las que estaban más llenas de desvergüenza. Y el camarero,
el gran estúpido, sirviéndola lleno de atenciones, el ladino: y el hombre amarillo
que la acompañaba haciendo la vista gorda. Y la santurrona muy envanecida de su
sombrero, muy modesta por su cinturita pequeña, seguro que ni siquiera era capaz
de parirle un hijo a su hombre. Claro que ella no tenía nada que ver con eso, por
cierto: pero de entrada le habían dado ganas de llenarle esa cara de santa rubia de
unos buenos sopapos, junto con la aristocracia del sombrero. Que ni siquiera era
rolliza, porque era plana de pecho. Van a ver que, con todos sus sombreros, no
dejaba de ser una verdulera haciéndose pasar por gran dama.
Oh, estaba muy humillada por haber ido a la tasca sin sombrero, ahora la
cabeza le parecía desnuda. Y la otra, con sus aires de señora, haciéndose pasar
por delicada. ¡Bien sé lo que te falta, damisela, y a tu hombre amarillo! Y si
piensas que te envidio tu pecho plano, puedes ir sabiendo que no me importa
nada, que me río de tus sombreros. A desvergonzadas como tú, haciéndose las
importantes, yo las lleno de sopapos.
En su sagrada cólera, extendió con dificultad la mano y tomó un palillo.
Pero finalmente la dificultad de llegar a casa desapareció: se movía ahora
dentro de la realidad familiar de su habitación, sentada en el borde de la cama
con la chinela balanceándose en el pie.
Y cuando entrecerró los ojos nublados, todo quedó de carne, el pie de la cama
de carne, la ventana de carne, en la silla el traje de carne que el marido había
arrojado, y todo, casi, le producía dolor. Y ella cada vez más grande, vacilante,
temblorosa, gigantesca. Si consiguiera llegar más cerca de sí misma se vería más
grande. Cada brazo podría ser recorrido por una persona, en la ignorancia de que
se trataba de un brazo, y en cada ojo podría sumergirse y nadar sin saber que era
un ojo. Y alrededor doliendo todo, un poco. Las cosas estaban hechas de carne
con neuralgia. Había sido el frío que pescó al salir del restaurante.
Estaba sentada en la cama, tranquila, escéptica.
Y eso todavía no era nada. Que en ese momento le estaban sucediendo cosas
que sólo más tarde le irían realmente a doler mucho: cuando ella volviera a su
tamaño corriente, el cuerpo anestesiado estaría despertándose, latiendo, y ella iba
a pagar por las comilonas y los vinos.
Entonces, ya que eso terminaría por suceder, tanto se me hace abrir ahora
mismo los ojos, lo hizo, y todo quedó más pequeño y más nítido, pero sin ningún
dolor. Todo, en el fondo, estaba igual, sólo que menor y familiar. Estaba sentada,
bien tiesa, en su cama, el estómago muy lleno, absorta, resignada, con la
delicadeza de quien espera sentado que otro despierte. «Te atiborraste de comida,
ahora a pagar el pato», se dijo melancólica, mirándose los deditos blancos del
pie. Miraba alrededor, paciente, obediente. Ay, palabras, palabras, objetos de
habitación alineados en orden de palabras formando aquellas frases turbias y
aburridas, que quien sepa leer, leerá. Aburrimiento, aburrimiento, ay, qué fastidio.
Qué pesadez. En fin, que sea lo que Dios quiera. Qué es lo que se habría de hacer.
Ay, me da una cosa tan rara que ni sé siquiera cómo explicarla. En fin, que sea lo
que Dios quiera. ¡Y decir que se había divertido tanto esta noche!, ¡y decir que
había sido tan lindo todo, tan a su gusto el restaurante, ella sentada tan fina a la
mesa! ¡Mesa!, le gritó el mundo. Pero ella ni siquiera respondió, alzando los
hombros en un gesto de disgusto, importunada, ¡que no me vengan a fastidiar con
cariños!, desilusionada, resignada, harta de comida, casada, contenta, con una
vaga náusea.
Fue en aquel instante cuando quedó sorda: le faltó un sentido. Envió a la oreja
una palmada con la mano abierta, con lo que sólo consiguió un mayor trastorno: el
oído se le llenó de un rumor de ascensor, la vida de repente se hizo sonora y
aumentaba en los menores movimientos. Una de dos: estaba sorda o escuchaba
demasiado (reaccionó a esta nueva solicitud con una sensación maliciosa e
incómoda, con un suspiro de saciedad). Que los parta un rayo, dijo suavemente,
aniquilada.
«Y cuando en el restaurante…», recordó de repente. Cuando estuvo en el
restaurante, el protector de su marido le había arrimado un pie al suyo debajo de
la mesa, y por encima de la mesa estaba la cara de él. ¿Porque se había callado, o
había sido a propósito? El diablo. Una persona que, para decir la verdad, era muy
interesante. Se encogió de hombros.
¿Y cuando en su escote redondo, en plena plaza Tiradentes —pensó ella
moviendo la cabeza con incredulidad—, se había posado una mosca sobre su piel
desnuda? Ay, qué malicia.
Había ciertas cosas buenas porque eran casi nauseabundas: el ruido como el
de un ascensor en la sangre, mientras el hombre roncaba a su lado, los hijos
gorditos durmiendo amontonados en la otra habitación, los pobres. ¡Ay, qué cosa
me viene!, pensó desesperada. ¿Habría comido demasiado? ¡Ay, qué cosa me
viene, santa madre mía!
Era la tristeza.
Los dedos del pie jugaron con la chinela. El piso no estaba demasiado limpio.
Qué descuidada y perezosa me saliste. Mañana no, porque no estaría muy bien de
las piernas. Pero pasado mañana habría que ver cómo estaría su casa: la
restregaría con agua y jabón hasta arrancarle toda la suciedad, ¡toda!, ¡habría que
ver su casa!, amenazó colérica. Ay, qué bien se sentía, qué áspera, como si
todavía tuviese leche en las mamas, tan fuerte. Cuando el amigo del marido la vio
tan bonita y gorda, de inmediato sintió respeto por ella. Y cuando ella se sentía
avergonzada no sabía dónde tenía que fijar los ojos. Ay, qué tristeza. Qué habría
de hacer. Sentada en el borde de la cama, pestañeaba con resignación. Qué bien
se veía la luna en esas noches de verano. Se inclinó un poquito, desinteresada,
resignada. La luna. Qué bien se veía. La luna alta y amarilla deslizándose por el
cielo, pobrecita. Deslizándose, deslizándose… Alta, alta. La luna. Entonces la
grosería explotó en súbito amor; perra, dijo riéndose.
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