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    CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 22 Empty Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:30

    Devaneo y embriaguez de una muchacha

    Le parecía que por la habitación se cruzaban los autobuses eléctricos,
    estremeciendo su imagen reflejada. Estaba peinándose lentamente frente al
    tocador de tres espejos, los brazos blancos y fuertes se erizaban en el frescor de
    la tarde. Los ojos no se abandonaban, los espejos vibraban ora oscuros, ora
    luminosos. Allá afuera, desde una ventana más alta, cayó a la calle una cosa
    pesada y fofa. Si los niños y el marido estuvieran en casa, se le habría ocurrido la
    idea de que se debía a un descuido de ellos. Los ojos no se despegaban de la
    imagen, el peine trabajaba meditativo, la bata abierta dejaba asomar en los
    espejos los senos entrecortados de varias muchachas.
    «¡La Noche!», gritó el voceador al viento blando de la calle del Riachuelo, y
    algo presagiado se estremeció. Dejó el peine en el tocador, cantó absorta:
    «¡Quién vio al gorrioncito… pasó por la ventana… voló más allá del Miño!»,
    pero, colérica, se cerró en sí misma dura como un abanico.
    Se acostó; se abanicaba impaciente con el diario que susurraba en la
    habitación. Tomó el pañuelo, trató de estrujar el bordado áspero con los dedos
    enrojecidos. Comenzó a abanicarse nuevamente, casi sonriendo. Ay, ay, suspiró
    riendo. Tuvo la imagen de su sonrisa clara de muchacha todavía joven, y sonrió
    aún más cerrando los ojos, abanicándose más profundamente. Ay, ay, venía de la
    calle como una mariposa.
    «Buenos días, ¿sabes quién me vino a buscar a casa?», pensó como tema
    posible e interesante de conversación. «Pues no sé, ¿quién?», le preguntaron con
    una sonrisa galanteadora unos ojos tristes en una de esas caras pálidas que a
    cierta gente le hacen tanto mal. «María Quiteria, ¡hombre!», respondió
    alegremente, con la mano en el costado. «Si me lo permites, ¿quién es esa
    muchacha?», insistió galante, pero ahora sin rostro. «Tú», cortó ella con leve
    rencor la conversación, qué aburrimiento.
    Ay, qué cuarto agradable, ella se abanicaba en el Brasil. El sol, preso de las
    persianas, temblaba en la pared como una guitarra. La calle del Riachuelo se
    sacudía bajo el peso cansado de los autobuses eléctricos que venían de la calle
    Mem de Sá. Ella escuchaba curiosa y aburrida el estremecimiento de la vitrina en
    la sala de visitas. De impaciencia, se dio el cuerpo de bruces, y mientras
    tironeaba con amor los dedos de los pies pequeñitos, esperaba su próximo
    pensamiento con los ojos abiertos. «Quien encontró, buscó», dijo en forma de
    refrán rimado, lo que siempre le parecía una verdad. Hasta que se durmió con la
    boca abierta, la baba humedeciéndole la almohada.
    Despertó cuando el marido ya había vuelto del trabajo y entró en la
    habitación. No quiso comer ni salir de sus ensoñaciones, y se durmió de nuevo: el
    hombre que se las arreglara con las sobras del almuerzo.
    Y ya que los hijos estaban en la finca de las tías, en Jacarepaguá, ella
    aprovechó para amanecer rara: confusa y leve en la cama, uno de esos caprichos,
    ¡no se sabe por qué! El marido apareció ya vestido y ella no sabía qué había
    hecho para su desayuno; ni siquiera le miró el traje, si había o no que cepillarlo,
    poco le importaba si hoy era el día en que se ocupaba de negocios en la ciudad.
    Pero cuando él se inclinó para besarla, su levedad crepitó como una hoja seca.
    —¡Vete!
    —¿Qué tienes? —le preguntó el hombre, atónito, ensayando inmediatamente
    una caricia más eficaz.
    Obstinada, ella no sabía responder, estaba tan tonta y principesca que no
    había siquiera dónde buscarle una respuesta.
    —¡Cuidado con molestarme! ¡No vengas a rondarme como un gato viejo!
    Él pareció pensarlo mejor y aclaró:
    —Muchacha, estás enferma.
    Ella lo aceptó, sorprendida, lisonjeada. Durante todo el día se quedó en la
    cama, escuchando la casa tan silenciosa, sin el bullicio de los niños, sin el
    hombre que hoy comería su cocido en la ciudad. Durante todo el día se quedó en
    la cama. Su cólera era tenue, ardiente. Sólo se levantaba para ir al baño, de donde
    volvía noble, ofendida.
    La mañana se volvió una larga tarde inflada que se volvió noche sin fin,
    amaneciendo inocente por toda la casa.
    Ella todavía estaba en la cama, tranquila, improvisada. Ella amaba… Estaba
    amando previamente al hombre que un día iba a amar. Quién sabe, eso a veces
    sucedía, y sin culpas ni dolores para ninguno de los dos. Allí estaba en la cama,
    pensando, pensando, casi riendo como ante un folletín. Pensando, pensando. ¿En
    qué? No lo sabía. Y así se dejó estar.
    De un momento a otro, con rabia, se puso de pie. Pero en la flaqueza del
    primer instante parecía loca y delicada en la habitación que daba vueltas, daba
    vueltas hasta que ella consiguió a ciegas acostarse otra vez en la cama,
    sorprendida de que tal vez fuera verdad. «¡Oh, mujer, mira que si de veras te
    enfermas!», se dijo, desconfiada. Se llevó la mano a la frente para ver si tenía
    fiebre.
    Esa noche, hasta que se durmió, fantaseó, fantaseó: ¿cuánto tiempo?, hasta que
    cayó: adormecida, roncando con el marido.
    Despertó con el día atrasado, las papas por pelar, los niños que regresarían
    por la tarde de casa de las tías, ¡ay, me he faltado al respeto!, día de lavar ropa y
    zurcir calcetines, ¡ay, qué haragana me saliste!, se censuró curiosa y satisfecha, ir
    de compras, no olvidar el pescado, el día atrasado, la mañana presurosa de sol.
    Pero el sábado por la noche fueron a la tasca de la plaza Tiradentes,
    atendiendo a la invitación de un comerciante muy próspero, ella con el vestidito
    nuevo que aunque no demasiado adornado era de muy buena tela, de esas que iban
    a durar toda la vida. El sábado por la noche, embriagada en la plaza Tiradentes,
    embriagada pero con el marido a su lado para protegerla, y ella ceremoniosa
    frente al otro hombre mucho más fino y rico, procurando darle conversación,
    porque ella no era ninguna charlatana de aldea y había vivido en la capital. Pero
    borracha a más no poder.
    Y si su marido no estaba borracho era porque no quería faltarle al respeto al
    comerciante y, lleno de empeño y humildad, le dejaba al otro el cantar del gallo.
    Lo que quedaba bien para esa ocasión tan distinguida, pero le daba, al mismo
    tiempo, muchos deseos de reír. ¡Y desprecio! ¡Miraba al marido con su traje
    nuevo y le hacía una gracia! Borracha a más no poder, pero sin perder el brío de
    muchachita. Y el vino verde se le derramaba por el cuerpo.
    Y cuando estaba embriagada, como en una abundante comida de domingo,
    todo lo que por la propia naturaleza está separado —olor a aceite en un lado,
    hombre en otro, sopa en un lado, camarero en el otro— se unía raramente por la
    propia naturaleza, y todo no pasaba de ser una sinvergüenzada solamente, una
    bellaquería.
    Y si estaban brillantes y duros los ojos, si sus gestos eran etapas difíciles
    hasta conseguir finalmente alcanzar el palillero, en verdad por dentro estaba hasta
    muy bien, era una nube plena trasladándose sin esfuerzo. Los labios ensanchados
    y los dientes blancos, y el vino hinchándola. Y aquella vanidad de estar
    embriagada facilitándole un gran desdén por todo, tornándola madura y redonda
    como una gran vaca.
    Naturalmente que ella conversaba. Porque no le faltaban temas ni habilidad.
    Pero las palabras que una persona pronunciaba cuando estaba embriagada eran
    como si estuvieran preñadas; palabras sólo en la boca, que poco tenían que ver
    con el centro secreto que era como una gravidez. Ay, qué rara estaba. El sábado
    por la noche el alma diaria estaba perdida, y qué bueno era perderla, y como
    recuerdo de los otros días apenas quedaban las manos pequeñas tan maltratadas, y
    ahora ella con los codos sobre el mantel de la mesa a cuadros rojos y blancos,
    como sobre una mesa de juego, profundamente lanzada a una vida baja y
    convulsionante. ¿Y esta carcajada? Esa carcajada que le estaba saliendo
    misteriosamente de una garganta llena y blanca, en respuesta a la delicadeza del
    comerciante, carcajada venida de las profundidades de aquel sueño, y de la
    profundidad de aquella seguridad de quien tiene un cuerpo. Su carne blanca
    estaba dulce como la de una langosta, las piernas de una langosta viva
    moviéndose lentamente en el aire. Y aquella pequeña maldad de quien tiene un
    cuerpo.
    Conversaba, y escuchaba con curiosidad lo que ella misma estaba
    respondiendo al comerciante próspero que en tan buena hora los invitaba y
    pagaba la comida. Escuchaba intrigada y deslumbrada lo que ella misma estaba
    respondiendo: lo que dijera en ese estado valdría para el futuro como augurio
    (ahora ya no era una langosta, era un duro signo: escorpión. Porque había nacido
    en noviembre).
    Un reflector que mientras se duerme recorre la madrugada: tal era su
    embriaguez errando por las alturas.
    Al mismo tiempo, ¡qué sensibilidad!, ¡pero qué sensibilidad!, cuando miraba
    el cuadro tan bien pintado del restaurante, de inmediato le nacía la sensibilidad
    artística. Nadie podría sacarle la idea de que había nacido para otras cosas. A
    ella siempre le gustaron las obras de arte.
    ¡Pero qué sensibilidad!, ahora ya no a causa del cuadro de uvas y peras y
    pescado muerto brillando en las escamas. Su sensibilidad la molestaba sin serle
    dolorosa, como una uña rota. Y siquiera podría permitirse el lujo de volverse aún
    más sensible, podría ir más adelante todavía: porque estaba protegida por una
    situación, protegida como toda la gente que había alcanzado una posición en la
    vida. Como una persona a quien le impiden tener su propia desgracia. Ay, qué
    infeliz soy, madre mía. Si quisiera aún podría echar más vino en su cuerpo y,
    protegida por la posición que había alcanzado en la vida, emborracharse todavía
    más, siempre y cuando no perdiera la fuerza. Y así, más borracha aún, recorría
    con los ojos el restaurante, y qué desprecio sentía por las personas secas del
    restaurante, ningún hombre que fuese un hombre de verdad, que fuese realmente
    triste. Qué desprecio por las personas secas del restaurante, mientras ella estaba
    gorda y pesada, generosa a más no poder. Y todos tan distantes en el restaurante,
    separados uno del otro como si jamás uno pudiera hablar con el otro. Cada uno
    para sí, y Dios para todos.
    Sus ojos se fijaron de nuevo en aquella muchacha que ya, de entrada, le
    hiciera subir la mostaza a la nariz. De entrada la había visto, sentada a una mesa
    con su hombre, toda llena de sombreros y adornos, rubia como un escudo falso,
    toda santurrona y fina —¡qué lindo sombrero tenía!—, seguro que ni siquiera era
    casada, y ponía esa cara de santa. Y con su lindo sombrero bien puesto. ¡Pues que
    le aprovechara bien la santidad!, ¡y que no se le cayera la aristocracia en la sopa!
    Las más santitas eran las que estaban más llenas de desvergüenza. Y el camarero,
    el gran estúpido, sirviéndola lleno de atenciones, el ladino: y el hombre amarillo
    que la acompañaba haciendo la vista gorda. Y la santurrona muy envanecida de su
    sombrero, muy modesta por su cinturita pequeña, seguro que ni siquiera era capaz
    de parirle un hijo a su hombre. Claro que ella no tenía nada que ver con eso, por
    cierto: pero de entrada le habían dado ganas de llenarle esa cara de santa rubia de
    unos buenos sopapos, junto con la aristocracia del sombrero. Que ni siquiera era
    rolliza, porque era plana de pecho. Van a ver que, con todos sus sombreros, no
    dejaba de ser una verdulera haciéndose pasar por gran dama.
    Oh, estaba muy humillada por haber ido a la tasca sin sombrero, ahora la
    cabeza le parecía desnuda. Y la otra, con sus aires de señora, haciéndose pasar
    por delicada. ¡Bien sé lo que te falta, damisela, y a tu hombre amarillo! Y si
    piensas que te envidio tu pecho plano, puedes ir sabiendo que no me importa
    nada, que me río de tus sombreros. A desvergonzadas como tú, haciéndose las
    importantes, yo las lleno de sopapos.
    En su sagrada cólera, extendió con dificultad la mano y tomó un palillo.
    Pero finalmente la dificultad de llegar a casa desapareció: se movía ahora
    dentro de la realidad familiar de su habitación, sentada en el borde de la cama
    con la chinela balanceándose en el pie.
    Y cuando entrecerró los ojos nublados, todo quedó de carne, el pie de la cama
    de carne, la ventana de carne, en la silla el traje de carne que el marido había
    arrojado, y todo, casi, le producía dolor. Y ella cada vez más grande, vacilante,
    temblorosa, gigantesca. Si consiguiera llegar más cerca de sí misma se vería más
    grande. Cada brazo podría ser recorrido por una persona, en la ignorancia de que
    se trataba de un brazo, y en cada ojo podría sumergirse y nadar sin saber que era
    un ojo. Y alrededor doliendo todo, un poco. Las cosas estaban hechas de carne
    con neuralgia. Había sido el frío que pescó al salir del restaurante.
    Estaba sentada en la cama, tranquila, escéptica.
    Y eso todavía no era nada. Que en ese momento le estaban sucediendo cosas
    que sólo más tarde le irían realmente a doler mucho: cuando ella volviera a su
    tamaño corriente, el cuerpo anestesiado estaría despertándose, latiendo, y ella iba
    a pagar por las comilonas y los vinos.
    Entonces, ya que eso terminaría por suceder, tanto se me hace abrir ahora
    mismo los ojos, lo hizo, y todo quedó más pequeño y más nítido, pero sin ningún
    dolor. Todo, en el fondo, estaba igual, sólo que menor y familiar. Estaba sentada,
    bien tiesa, en su cama, el estómago muy lleno, absorta, resignada, con la
    delicadeza de quien espera sentado que otro despierte. «Te atiborraste de comida,
    ahora a pagar el pato», se dijo melancólica, mirándose los deditos blancos del
    pie. Miraba alrededor, paciente, obediente. Ay, palabras, palabras, objetos de
    habitación alineados en orden de palabras formando aquellas frases turbias y
    aburridas, que quien sepa leer, leerá. Aburrimiento, aburrimiento, ay, qué fastidio.
    Qué pesadez. En fin, que sea lo que Dios quiera. Qué es lo que se habría de hacer.
    Ay, me da una cosa tan rara que ni sé siquiera cómo explicarla. En fin, que sea lo
    que Dios quiera. ¡Y decir que se había divertido tanto esta noche!, ¡y decir que
    había sido tan lindo todo, tan a su gusto el restaurante, ella sentada tan fina a la
    mesa! ¡Mesa!, le gritó el mundo. Pero ella ni siquiera respondió, alzando los
    hombros en un gesto de disgusto, importunada, ¡que no me vengan a fastidiar con
    cariños!, desilusionada, resignada, harta de comida, casada, contenta, con una
    vaga náusea.
    Fue en aquel instante cuando quedó sorda: le faltó un sentido. Envió a la oreja
    una palmada con la mano abierta, con lo que sólo consiguió un mayor trastorno: el
    oído se le llenó de un rumor de ascensor, la vida de repente se hizo sonora y
    aumentaba en los menores movimientos. Una de dos: estaba sorda o escuchaba
    demasiado (reaccionó a esta nueva solicitud con una sensación maliciosa e
    incómoda, con un suspiro de saciedad). Que los parta un rayo, dijo suavemente,
    aniquilada.
    «Y cuando en el restaurante…», recordó de repente. Cuando estuvo en el
    restaurante, el protector de su marido le había arrimado un pie al suyo debajo de
    la mesa, y por encima de la mesa estaba la cara de él. ¿Porque se había callado, o
    había sido a propósito? El diablo. Una persona que, para decir la verdad, era muy
    interesante. Se encogió de hombros.
    ¿Y cuando en su escote redondo, en plena plaza Tiradentes —pensó ella
    moviendo la cabeza con incredulidad—, se había posado una mosca sobre su piel
    desnuda? Ay, qué malicia.
    Había ciertas cosas buenas porque eran casi nauseabundas: el ruido como el
    de un ascensor en la sangre, mientras el hombre roncaba a su lado, los hijos
    gorditos durmiendo amontonados en la otra habitación, los pobres. ¡Ay, qué cosa
    me viene!, pensó desesperada. ¿Habría comido demasiado? ¡Ay, qué cosa me
    viene, santa madre mía!
    Era la tristeza.
    Los dedos del pie jugaron con la chinela. El piso no estaba demasiado limpio.
    Qué descuidada y perezosa me saliste. Mañana no, porque no estaría muy bien de
    las piernas. Pero pasado mañana habría que ver cómo estaría su casa: la
    restregaría con agua y jabón hasta arrancarle toda la suciedad, ¡toda!, ¡habría que
    ver su casa!, amenazó colérica. Ay, qué bien se sentía, qué áspera, como si
    todavía tuviese leche en las mamas, tan fuerte. Cuando el amigo del marido la vio
    tan bonita y gorda, de inmediato sintió respeto por ella. Y cuando ella se sentía
    avergonzada no sabía dónde tenía que fijar los ojos. Ay, qué tristeza. Qué habría
    de hacer. Sentada en el borde de la cama, pestañeaba con resignación. Qué bien
    se veía la luna en esas noches de verano. Se inclinó un poquito, desinteresada,
    resignada. La luna. Qué bien se veía. La luna alta y amarilla deslizándose por el
    cielo, pobrecita. Deslizándose, deslizándose… Alta, alta. La luna. Entonces la
    grosería explotó en súbito amor; perra, dijo riéndose.


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    CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 22 Empty Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:32

    Amor


    Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana
    subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a
    andar. Entonces se recostó en el asiento en busca de comodidad, con un suspiro
    casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, una cosa verdadera y jugosa.
    Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, momentos cada vez más completos. La
    cocina era espaciosa, la estufa descompuesta lanzaba explosiones. El calor era
    fuerte en el apartamento que estaban pagando poco a poco. Pero el viento
    golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería
    podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Como un labrador. Ella
    había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas.
    Y los árboles crecían. Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz,
    crecía el agua llenando el lavabo, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas,
    el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto inoportuno de
    las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña
    y fuerte, su corriente de vida.
    Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los
    árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya nada precisaba de su
    fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo
    había engordado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los
    chicos, la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente
    artístico hacía mucho que se había encaminado a volver los días bien realizados y
    hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado
    suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era
    susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia
    armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.
    En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las
    cosas. Y eso le había dado un hogar sorprendente. Por caminos torcidos había
    venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella
    lo hubiera inventado. El hombre con el que se casó era un hombre de verdad, los
    hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan
    extraña como una enfermedad de vida. Había emergido de ella muy pronto para
    descubrir que también sin felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una
    legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja: con
    persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener
    su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación
    perturbada que muchas veces había confundido con una insoportable felicidad. A
    cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo
    quiso ella y así lo había escogido.
    Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando
    la casa estaba vacía y ya no necesitaba de ella, el sol alto, y cada miembro de la
    familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón
    se oprimía un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura
    por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido
    los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos
    para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando
    volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, la exigían.
    Así llegaría la noche, con su tranquila vibración. Por la mañana despertaría
    aureolada por los tranquilos deberes. Encontraba otra vez los muebles sucios y
    llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma,
    formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba
    anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y escogido.
    El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida
    soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el
    final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a
    su rostro un aire de mujer.
    El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía
    tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la
    parada. La diferencia entre él y los otros era que él estaba realmente detenido. De
    pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.
    ¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase, erizada de desconfianza? Algo
    inquietante estaba pasando. Entonces se dio cuenta: el ciego masticaba chicle…
    Un hombre ciego masticaba chicle.
    Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a
    comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al
    ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la
    oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento de masticar
    hacía que pareciera sonreír y de pronto dejar de sonreír, sonreír y dejar de
    sonreír. Como si él la hubiera insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría
    la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más
    inclinada. El tranvía arrancó súbitamente arrojándola desprevenida hacia atrás; la
    pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó al suelo; Ana dio un grito y el
    conductor impartió la orden de parar antes de saber de qué se trataba. El tranvía
    se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus
    compras, Ana se puso de pie, pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada
    en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho
    de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían roto en el
    envoltorio de papel periódico. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre
    los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar y extendía
    las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que sucedía. El paquete de
    los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y
    la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.
    Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los
    rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal
    ya estaba hecho.
    La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la
    tejiera. La bolsa había perdido el sentido y estar en un tranvía era un hilo roto; no
    sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el
    mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué? ¿Acaso se
    había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba
    pesadamente. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban
    cautelosas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había
    transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas
    se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la
    calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la
    oscuridad, y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no
    sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan repentino que Ana se
    aferró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las
    cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Lo que
    llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que
    ahora miraba las cosas, sufriendo espantada.
    El calor se volvía más sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más
    altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba a punto de estallar
    una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, y el aire cargado de
    polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido el mundo en oscura
    impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las
    personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de
    azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada rápidamente. ¡En la acera, una mujer dio un
    empujón a su hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo… ¿Y el ciego?
    Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
    Ella había apaciguado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no
    explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las
    otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir en el
    diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al
    otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la
    piedad, a Ana le parecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
    Sólo entonces advirtió que hacía mucho que había pasado la parada para
    bajar. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió
    del tranvía con piernas vacilantes, miró a su alrededor, sosteniendo la bolsa de
    malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber
    descendido en medio de la noche.
    Era una calle larga, con muros altos, amarillos. Su corazón latía con miedo,
    ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había
    descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba
    el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un
    poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
    Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había
    nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en el banco de un
    sendero y allí se quedó por algún tiempo.
    La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Se
    adormecía dentro de sí.
    De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero
    la penumbra de las ramas cubría el sendero.
    A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas
    sorpresas entre los «cipós». Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más
    apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño que la rodeaba? Como
    un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado
    grande.
    Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó; se volvió con rapidez. Nada
    parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso
    gato. Su pelambre era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.
    Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban
    sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de pronto, con malestar, le
    pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto
    que ella empezaba a advertir.
    En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había
    carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba
    manchado de jugos violetas. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas
    de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la
    muerte no era aquello que pensábamos.
    Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comérselo con los
    dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por
    parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que
    precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y al mismo tiempo se
    sentía fascinada.
    Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando
    Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la
    garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era
    otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros
    pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias regias flotaban,
    monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas por el césped no le parecían
    amarillas o rosadas, sino del color de oro bajo y escarlatas. La descomposición
    era profunda, perfumada… Pero ella veía todas las pesadas cosas como con la
    cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada
    del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana adivinaba que sentía su
    olor dulzón… El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
    Ahora era casi de noche y todo parecía lleno, pesado, una ardilla voló en la
    sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era
    fascinante, y ella se sentía mareada.
    Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se sentía culpable, se
    irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el sendero
    oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y vio el Jardín en torno suyo, con su
    soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudió apretando la
    madera áspera. El guardián apareció asustado por no haberla visto.
    Hasta que no llegó a la puerta del edificio, le pareció estar al borde del
    desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho,
    ¿qué ocurría? La piedad por el ciego era tan violenta como una ansiedad, pero el
    mundo le parecía suyo, suyo, perecedero, suyo. Abrió la puerta de su casa. La
    sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de la
    ventana brillaban, la lámpara brillaba. ¿Qué nueva tierra era ésta? Y por un
    instante la vida sana que hasta entonces había llevado le pareció una manera
    moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas
    largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con
    espanto. Se protegía, trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo,
    amaba cuanto fuera creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que
    siempre se había sentido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de
    asco que la proximidad de la verdad le provocaba, advirtiéndola. Abrazó al hijo,
    casi hasta estrujarlo. Como si supiera de un mal —¿el ciego o el hermoso Jardín
    Botánico?— se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido
    alcanzada por el demonio de la fe. La vida era horrible, dijo muy bajo,
    hambrienta. ¿Qué haría en el caso de seguir la llamada del ciego? Iría sola…
    Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos…
    Tengo miedo, dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos,
    escuchó su llanto asustado. Mamá, llamó el niño. Lo apartó de sí, miró aquel
    rostro, su corazón se crispó. No dejes que mamá te olvide, le dijo. El niño,
    apenas sintió que el brazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la
    habitación, desde donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás
    recibiera. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.
    Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla.
    ¿De qué tenía vergüenza? No había cómo huir. Y los días que ella forjara se
    habían roto en su costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no
    sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad,
    no era sólo piedad: su corazón se llenaba con el peor deseo de vivir.
    Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El
    hombre poco a poco se había distanciado y, torturada, ella parecía haber pasado
    para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y
    alto, la revelaba. Con horror descubría que pertenecía a la parte fuerte del mundo,
    y ¿qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Se vería obligada a
    besar al leproso, pues nunca sería sólo su hermana. Un ciego me llevó hasta lo
    peor de mí misma, pensó espantada. Se sentía expulsada porque ningún pobre
    bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una
    persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su
    corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
    Humillada, sabía que el ciego prefería un amor más pobre. Y,
    entristeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba
    como el hombre lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!,
    pensó con los ojos mojados. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que
    se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la
    cocina a ayudar a la sirvienta a preparar la comida.
    Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana
    y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte interior de la
    estufa, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el
    agua sintió el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa en sus manos.
    El mismo trabajo secreto se hacía en la cocina. Cerca del cubo de la basura,
    aplastó con el pie una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El minúsculo
    cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua quieta del lavabo. Los
    abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Alrededor había
    una vida silenciosa, lenta, insistente. Horror, horror. Caminaba de un lado a otro
    en la cocina, cortando los filetes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en
    ronda, en torno a la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la
    piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe
    se quebrantaba, el calor del homo ardía en sus ojos.
    Después llegó el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los
    hijos de los hermanos.
    Comieron con las ventanas completamente abiertas, en el noveno piso. Un
    avión se estremecía, amenazador, en el calor del cielo. A pesar de haber usado
    pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos permanecieron
    despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil
    obligarlos a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.
    Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las
    ventanas. Ellos rodeaban la mesa, en familia. Cansados del día, felices al no
    discutir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón
    bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y,
    como una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes de que
    desapareciera para siempre.
    Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, se convirtió
    en una mujer tosca que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y
    caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos
    años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a
    uno de los chicos. Pero, con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor
    saliera el mosquito, que las victorias regias flotasen en la oscuridad del lago. El
    ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
    ¡Si ella fuera un abejorro de la estufa, el fuego ya habría abrasado toda la
    casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café
    derramado.
    —¿Qué fue? —gritó vibrando toda ella.
    Él se asustó con el miedo de la mujer. Y de repente rió entendiendo:
    —No fue nada —dijo—, soy un descuidado.
    Él parecía cansado, con ojeras.
    Pero, ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después
    la atrajo hacia sí, en rápido abrazo.
    —¡No quiero que te suceda nada, nunca! —dijo ella.
    —Deja que por lo menos me suceda que la estufa explote —respondió él,
    sonriendo.
    Ella continuó sin fuerza en sus brazos. Ese día, en la tarde, algo tranquilo
    había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
    —Es hora de dormir —dijo él—, es tarde.
    En un gesto que no era suyo, pero que le pareció natural, tomó la mano de la
    mujer llevándola consigo sin mirar hacia atrás, alejándola del peligro de vivir.
    Había terminado el vértigo de la bondad.
    Y, si había atravesado el amor y su infierno, ahora se peinaba frente al espejo,
    por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si
    apagara una vela, sopló la pequeña llama del día


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:41

    Milagros, no. Sino coincidencias. Vivía de coincidencias, vivía de líneas que incidían y se cruzaban y, en el cruce, formaban un leve e instantáneo punto, tan leve e instantáneo que era hecho de secreto. A poco que hablara de las coincidencia, ya estaría hablando de nada.


    Aprendizaje o el libro de los placeres


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:42

    No puedo escribir mientras estoy ansiosa o espero soluciones a problemas porque en esas situaciones hago todo
    para que pasen las horas —y escribir, por el contrario, profundiza y alarga el tiempo. Si bien últimamente, por gran necesidad, aprendí una manera de ocuparme escribiendo, precisamente para ver si las horas pasan.

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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:43

    Él ahora es gerente de un negocio de zapatos. No porque lo eligió, sino porque fue lo que le quedó. Siempre se preguntaba: ¿dónde está mi error? El error con relación a su destino, quería decir. No hay grandes motivos para buscar en el hecho de que alguien sea gerente en un negocio de zapatos. Pero una vez que él mismo se pregunta y extiende zapatos como si no perteneciera a ese mundo, aparece el motivo de indagación. ¿Por qué realmente? Había sido, por ejemplo, el mejor alumno de Historia y hasta se interesaba por la Arqueología. Pero lo que parecía faltarle era cultura histórica o arqueológica, sólo tenía la erudición, le faltaba la comprensión íntima de que los hechos habían sucedido en este mundo y con estos mismos hombres, que en la tierra que él pisaba un día no había habido habitantes y que los peces que se habían transformado en anfibios eran ésos mismos que él comía. Y hasta hoy extiende zapatos como un erudito, como si no fuera en contacto con esta áspera tierra que se gastan las suelas.

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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:43

    No hay nada que agradecer por haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar estar vivo. No es más que esto, sino esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría mansa.

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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:44

    No hay hombre ni mujer que no se haya mirado en el espejo y no se haya sorprendido consigo mismo. Por una fracción de segundo nos vemos como un objeto a observar. A esto lo llamarían tal vez narcisismo, pero yo lo llamaría: alegría de ser. Alegría de encontrar en la figura exterior los ecos
    de la figura interna: ah, entonces es cierto que no me imaginé, yo existo.

    Revelaciones de un mundo


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:45

    Cuando yo muera, el caballo negro se quedará sin casa y va a sufrir mucho. A menos que escoja otra casa que no tenga miedo de lo que es al mismo tiempo salvaje y suave. Aviso que él no tiene nombre: basta llamarlo y responde. O no responde, pero una vez llamado con dulzura y autoridad él viene. Si olisquea y siente que un cuerpo es libre, trota sin ruidos y viene. Aviso también que no se debe temer su relincho: una se equivoca y cree que es una la que relincha de placer o de
    cólera.

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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:46

    Estoy un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.

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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:47

    Ahora me acordé de que hubo un tiempo en que, para calentar el espíritu, rezaba: el movimiento es espíritu. El rezo era un medio de llegar hasta mí mismo calladamente y a escondidas de todos. Cuando rezaba conseguía un hueco en el alma —y ese hueco es lo único que yo puedo tener. Más que esto, nada. Pero el vacío tiene el valor y la semejanza de lo pleno. Un medio de obtener es no buscar, un medio de tener es no pedir y solamente creer que el silencio que yo creo en mí es una respuesta a mi... a mi misterio.

    La hora de la estrella


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:47

    Pero el instante-ya es una luciérnaga que se enciende
    y se apaga. El presente es el instante en que la rueda
    de un automóvil a gran velocidad toca mínimamente el
    suelo. Y la parte de la rueda que aún no lo ha tocado,
    lo tocará en un futuro inmediato que absorbe el instante
    presente y hace de él pasado. Yo, viva y centelleante
    como los instantes, me enciendo y me apago, me enciendo
    y me apago, me enciendo y me apago. Pero aquello
    que capto en mí tiene, ahora que está siendo transpuesto
    a la escritura, la desesperación de que las palabras ocupen
    más instantes que la mirada. Más que un instante
    quiero su fluencia.

    Agua Viva.


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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:48

    Escribir es esa búsqueda de la veracidad íntima de la vida. Vida que me molesta y deja a mi propio corazón trémulo el dolor incalculable que parece necesario para mi maduración: ¿maduración? ¡Hasta ahora he vivido sin madurar!
    Sí. Pero parece que ha llegado el momento de aceptar de lleno la vida misteriosa de los que un día morirán. Tengo que comenzar por aceptarme y no sentir el horror punitivo del cada vez que caigo, pues cuando caigo la raza humana cae también conmigo.

    Un soplo de vida.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:49

    Hoy a la tarde nos encontraremos. Y no te contaré ni siquiera eso que escribo y que contiene lo que soy y que te regalo sin que lo leas. Nunca leerás lo que escribo. Y cuando haya anotado mi secreto de ser lo tiraré como si fuese al mar. Te escribo porque no llegas a aceptar lo que soy. Cuando destruya mis anotaciones de instantes ¿volveré a mi nada de donde he sacado un todo? Tengo que pagar el precio. El precio de quien tiene un pasado que sólo se renueva con pasión en el extraño presente. Cuando pienso en lo que ya he vivido me parece que he ido dejando mis cuerpos por los caminos.

    Agua Viva


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 07:51

    Estaba profundamente derrotado por el mundo en que vivía. Y se había separado de las personas por su derrota y por sentir que los otros también eran derrotados. Él no quería formar parte de un mundo donde, por ejemplo, el rico devoraba al pobre. Como el suyo sólo le parecía un movimiento romántico, si se agregaba a los que luchaban contra el aplastamiento de la vida tal como era, entonces se cerró en una individualización que, si no tenía cuidado, podía transformarse en soledad histérica o meramente contemplativa. Mientras no llegara algo mejor, buscaba relacionarse con los otros derrotados por intermedio de una especie de amor torcido, que alcanzaba tanto a los otros como, de algún modo, a sí mismo.

    Descubrimientos


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 08:39

    En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría mansa. Estoy un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.




    Tanta mansedumbre


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 08:47

    …Lo vi de repente y era un hombre tan extraordinariamente guapo y viril que yo sentía una alegría de creación. No es que lo quisiese para mí, tampoco quiero la luna en esas noches en que se vuelve leve y fría como una perla. Tampoco quiero para mí a un niño de nueve años que vi, con el pelo de arcángel, corriendo detrás de una pelota. Yo sólo quería mirar. El hombre me miró un instante y sonrió tranquilo, sabía lo bello que era, y sé que él sabía yo no lo quería para mí, sonrió porque no sintió ninguna amenaza. (Los seres excepcionales están más expuestos a peligros que las personales normales). Crucé la calle y cogí un taxi.

    Llorando mansamente
    (fragmento inicial)
    Aprendiendo a vivir.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 08:48

    El ritmo de las plantas es lento: crece con paciencia y amor. Entrar en el Jardín Botánico es como si fuéramos trasladados a un nuevo reino. Aquel amontonamiento de seres libres. El aire que se respira es verde. Y húmedo. Es la savia que nos embriaga levemente:
    millares de plantas llenas de la savia vital. Al viento las voces traslúcidas de las hojas de las plantas nos envuelven en
    una suavísima maraña de sonidos irreconocibles. Sentada allí en un banco, la gente no hace nada: sólo se queda sentada dejando al mundo ser.

    Descubrimientos.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 08:48

    —¿Cómo se siente durante el acto de
    escribir? Y después de escrito el libro,
    ¿se preocupa por el destino que tuvo?
    —Cuando escribo, lo bueno es que
    no doy muestras de la gran excitación de
    la que a veces soy presa. Y por más
    difícil que sea el trabajo, siento una
    felicidad dolorosa pues, con los nervios
    todos aguzados, me quedo sin la
    protección de lo cotidiano banal. Y
    después de que el libro está listo,
    abandonado al editor, puedo decir como
    Julio Cortázar: tensa el arco al máximo
    mientras escribes y después suéltalo de
    un solo golpe y ve a beber vino con los
    amigos. La flecha ya anda por el aire, y
    se clavará o no se clavará en el blanco;

    Descubrimientos


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    Mensaje por Maria Lua Mar 09 Mar 2021, 10:04

    El presente es el instante en que la rueda

    de un automóvil a gran velocidad toca mínimamente el

    suelo. Y la parte de la rueda que aún no lo ha tocado,

    lo tocará en un futuro inmediato que absorbe el instante

    presente y hace de él pasado. Yo, viva y centelleante

    como los instantes, me enciendo y me apago, me enciendo

    y me apago, me enciendo y me apago. Pero aquello

    que capto en mí tiene, ahora que está siendo transpuesto

    a la escritura, la desesperación de que las palabras ocupen

    más instantes que la mirada. Más que un instante

    quiero su fluencia.




    Agua Viva.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 10 Mar 2021, 09:29

    Hubo un momento grande, parado, sin nada dentro. Dilató los ojos, esperó. No pasó nada. Blanco. Pero de repente, con un estremecimiento le dieron cuerda al día y todo empezó de nuevo a funcionar, el tecleteo de la máquina, el puro del papá humeando, el silencio, las hojitas, los pollos pelados, la luz, las cosas reviviendo llenas de prisa como una tetera a punto de hervir. Sólo faltaba el tintineo del reloj que adornaba tanto. Cerró los ojos, fingió escucharlo…

    Cerca del corazón salvaje


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    Mensaje por Maria Lua Miér 10 Mar 2021, 09:31

    Miraba alrededor, paciente, obediente. Ay, palabras, palabras,
    objetos de habitación alineados en orden de palabras formando aquellas frases turbias y
    aburridas, que quien sepa leer, leerá. Aburrimiento, aburrimiento, ay, qué fastidio. Qué
    pesadez. En fin, que sea lo que Dios quiera. Qué es lo que se habría de hacer. Ay, me da
    una cosa tan rara que ni sé siquiera cómo explicarla. En fin, que sea lo que Dios quiera. ¡Y
    decir que se había divertido tanto esta noche!, ¡y decir que había sido tan lindo todo, tan a
    su gusto el restaurante, ella sentada tan fina a la mesa! ¡Mesa!, le gritó el mundo. Pero ella
    ni siquiera respondió, alzando los hombros en un gesto de disgusto, importunada, ¡que no
    me vengan a fastidiar con cariños!, desilusionada, resignada, harta de comida, casada,
    contenta, con una vaga náusea.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 10 Mar 2021, 10:49

    E sou assombrada pelos meus fantasmas, pelo que é mítico, fantástico e gigantesco: a vida é sobrenatural. E caminho segurando um guarda-chuva aberto sobre corda tensa. Caminho até o limite do meu sonho grande. Vejo a fúria dos impulsos viscerais: vísceras torturadas me guiam. Não gosto do que acabo de escrever – mas sou obrigada a aceitar o trecho todo porque ele me aconteceu.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 10 Mar 2021, 16:35

    ¿Qué es un espejo? Es el único material inventado
    que es natural.
    Quien mira un espejo y consigue al mismo tiempo la
    independencia de sí mismo, quien consigue verlo sin verse,
    quien entiende que su profundidad consiste en que está
    vacío, quien camina hacia el interior de su espacio transparente
    sin dejar en él el vestigio de la propia imagen, ha
    entendido su misterio. Para eso hay que sorprenderlo en
    su soledad, cuando está colgado en un cuarto vacío,
    sin olvidar que la más fina aguja frente a él podría transformarlo
    en la imagen de una aguja.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 11 Mar 2021, 06:56

    Al lado de mí estoy yo. Es hacia mí a dónde voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la realidad adonde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después de todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse. Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien me dirá con amor mi nombre. Es hacia mi pobre nombre adonde voy. Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor. Amor: yo os amo tanto. Yo amo el amor. El amor es rojo. Los celos son verdes. Mis ojos son verdes tan oscuros que en las fotografías salen negros. Mi secreto es tener los ojos verdes y que nadie lo sepa. En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta . Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo. Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto. Oh, cachorro, ¿dónde esta tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente. ¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 11 Mar 2021, 14:45

    Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 11 Mar 2021, 14:48

    Mas estou também inquieta. Eu estava organizada para me consolar da angústia e da dor. Mas como é que me arrumo com essa simples e tranquila alegria. É que não estou habituada a não precisar de meu próprio consolo. A palavra consolo aconteceu sem eu sentir, e eu não notei, e quando fui procurá-la, ela já se havia transformado em carne e espírito, já não existia mais como pensamento.
    Vou então à janela, está chovendo muito. Por hábito estou procurando na chuva o que em outro momento me serviria de consolo. Mas não tenho dor a consolar.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 11 Mar 2021, 14:50

    No olvidar que el error muchas veces se había convertido en mi camino. Siempre que no resultaba cierto lo que pensaba o sentía, entonces se producía una brecha y, si antes hubiese tenido valor, ya habría entrado por ella. Más siempre sentí miedo del delirio y del error. Mi error, no obstante, debía ser el camino de una verdad: pues únicamente cuando me equivoco salgo de lo que conozco y entiendo. Si la "verdad" fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo tan sólo una verdad pequeña, de mi tamaño.

    La pasión según G.H.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 11 Mar 2021, 14:50

    Entonces subía, seria como una misionera a causa de los obreros del autobús que «podrían decirle alguna cosa». Aquellos hombres que ya no eran jóvenes. Aunque también de los jóvenes tenía miedo, miedo también de los chicos. Miedo de que «le dijesen alguna cosa», de que la mirasen mucho. En la gravedad de la boca cerrada había una gran súplica: que la respetaran. Más que eso. Como si hubiese prestado voto, estaba obligada a ser venerada y, mientras por dentro el corazón golpeaba con miedo, también ella se veneraba, ella era la depositaríade un ritmo. Si la miraban se quedaba rígida y dolorosa. Lo que la salvaba era que los hombres no la veían. Aunque alguna cosa en ella, a medida que dieciséis años se aproximaban en humo y calor, algunacosa estuviera intensamente sorprendida, y eso sorprendiera a algunos hombres. Como si alguien les hubiese tocado el hombro. Una sombra tal vez. En el suelo la enorme sombra de una muchacha sin hombre, elemento cristalizable e incierto que formaba parte de la monótona geometría de las grande sceremonias públicas. Como si les hubieran tocado el hombro. Ellos miraban y no la veían. Ella hacía más sombra que lo que existía.

    Del cuento: Preciosidad


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    Mensaje por Maria Lua Jue 11 Mar 2021, 14:51

    Y cuando el día llega a su fin oigo los grillos y me vuelvo repleta e ininteligible. Después vivo la madrugada azulada que viene con sus entrañas llenas de pájaros; ¿te estoy dando una idea de lo que uno pasa en vida?
    Y cada cosa que se me ocurra yo la anoto para fijarla.
    Porque quiero sentir en las manos el nervio trémulo y vivaz del ya y que me reaccione ese nervio como una bulliciosa vena. Y que se rebele, ese nervio de vida, y que se retuerza y lata.

    Agua Viva.


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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Mensaje por Maria Lua Jue 11 Mar 2021, 14:51

    Te escribo toda entera y siento un sabor en ser y el sabor a ti es abstracto como el instante. Es también con todo el cuerpo que pinto mis cuadros y en la tela fijo lo incorpóreo, yo cuerpo a cuerpo conmigo misma. No se comprende la música, se la oye. Óyeme entonces con tu cuerpo entero. Cuando vengas a leerme preguntarás por qué no me restrinjo a la pintura y a mis exposiciones, ya que escribo tosco y sin orden. Es que ahora siento necesidad de palabras –y es nuevo para mí l oque escribo porque mi verdadera palabra ha sido hasta ahora intocada. La palabra es mi cuarta dimensión.

    Agua Viva.


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    y en ese vuelo y en ese sueño
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