Te sigo, y lo hago desde el capítulo III
"MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)PRIMER VIAJE Yo me vi bajo y blando en las aceras
de una ciudad espléndida de arañas.
Difíciles barrancos de escaleras,
calladas cataratas de ascensores,
¡qué impresión de vacío!,
ocupaban el puesto de mis flores,
los aires de mis aires y mi río.
Versos de "El silbo de afirmación de la aldea, de Miguel".
Si bien Miguel Hernández, en éste su primer viaje a Madrid no conseguirá mucho del ambiente literario que iba a frecuentar, la confrontación de la enervante mansitud provinciana con el rico quehacer de la gran ciudad, dejará en él cierta vislumbre del altivo resplandor de las nuevas ideas que prologarían pronto un inédito capítulo de la historia de España. Cierto es que este con-tacto no deja todavía huellas demasiado profundas, mas la chispa queda prendida, en lactancia contagiosa, y, si apenas vaga-mente se insinúa, será suficiente para preparar la hoguera futura en la tierra virgen del alma tímida del muchacho.
No está preparado para concitar mucha atención sobre su persona; es joven, su obra no sobrepasa el nivel intermedio y no con-sigue juicios sobresalientes. El reportaje que aparece en Estampa es una gota perdida en la corriente. Ni Concha Albornoz, ni Giménez Caballero pueden conseguirle un empleo razonable que le permita sostenerse. No cabe duda que él mismo se forjó una íntima ilusión, al calor del entusiasmo en la venida, ilusión desvanecida pronto por las barreras de dificultades que necesaria-mente surgen, a no ser que se llegue ya con una suma de perlas cuyo lustre nadie pueda obscurecer. Mas, él traía apenas la joya de su devoción recatada y ruda. No debe extrañar, por tanto, que haya necesitado pasar aún por el troquel recóndito, creyente y creador, del retiro fecundo, de la espera demiúrgica, para pesar y ser notado en aquella atmósfera rica de necesidades y de frutos de la metrópoli deslumbrante. Sus menesteres tienen aliento fuerte, y todo cuanto toque y envuelva a su postura de joven desconcertado y solitario, tendrá recepción en su sensibilidad abierta; por eso, si bien desmayó pronto por carencia de perspectivas y por presión de necesidades inmediatas, también recogió algo de la luz superior que entonces estremecía a España, algo de lo que se estaba fundando en aprovisionamiento de pasión y esperanza en la vida inquieta de esos años. En provincias, en efecto, no se ofrecían a la vista las grietas que iban a abrirse con la ebullición de una conciencia nueva, pareciendo inamovibles las instituciones valetudinarias y entrabadoras, y la fertilidad interior del alma española no se elevaba todavía al rango explosivo a que llegó después. El temblor republicano, que es lo que adquiere fiebre y volumen en aquellas horas, apenas contamina al interior provincial, tapado por los límites divisorios de las tierras feudales y el betuminoso muro de las fortalezas clericales, que cercenaron por siglos el aliento insurgente, tiñendo las con-ciencias, ahumándolas entre incensarios, de resignación pordiosera. ¿No era el más grande pecado, la más turbia herejía, nombrar esas subversivas ideas que la endeble burguesía española tibiamente acariciaba? En tal ambiente, ¿qué de estrecho y obscuro no dejaría una educación jesuítica, qué temores inculcados no agitarían el alma del muchacho ante el menor atisbo de un liberalismo que pudiera deslizarse en una conversación, por más ligera y subrepticia que fuese? Un obscuro velo religioso vendaba los ojos, y el fraccionamiento del vigor natural en la anillante rueda del obscurantismo sentencioso y formalista, entumecía las acciones, anulaba, petrificaba, daba una coloración resignada a la vista, aglutinaba todo en un sedentarismo secular royendo las pasiones, enfriando el entusiasmo, canalizando los gestos, acidificando el respiro. ¡Qué auscultaciones entonces no había de tentar con el cambio repentino! Demasiadas diafanidades accionaban alrededor, demasiado elocuentes los hechos para mantenerse impermeable y no sentir también lo vivo espiritual que le circundaba. Y porque está en edad, edad nómada y única de indagaciones memorables, de convibrar en emoción traslúcida, de succionar con sus sentidos todo lo estremecido preeminente que a su lado fulguraba, se libró del torpor que trajo de Orihuela. Nada escapa a su mirada, que avaramente aprisiona y recrea; observa la red bulliciosa del existir en la ciudad de múltiples reveses; entra en las tabernas, solo y sin miramientos, para medir sus ámbitos; ve lo aurífero de esa Madrid trasnochadora y parlante; andando sin compañía, lejos de los suyos, un poco solo y aturdido, que es como se ve mejor, un poco dentro y un poco fuera del vértigo absorbente.
Allá, en el Levante, no le era fácil poner en claro –por la escasa visibilidad que deja el estar inmerso en su extatismo– la razón del retraso ofuscador, del naufragio monótono; en Madrid, en cambio, percibió los primeros signos esclarecedores, la simiente que se apelmaza previamente con sudor ciudadano surgiendo luego y esparciéndose robusta hacia los cuatro vientos haciendo cambiar la dirección de las cosas.
Aprende el secreto de ver para testimoniar. Lo circundante tiene encarnadura orgánica que trepida en su sangre. En torno suyo lo vivido ronda y su sensibilidad recoge, con pánico y terror de asombro joven, lo circulante y fuerte. Todo ínfimo sacudimiento caía en él como llama de exploración rotunda, que hasta los mínimos rumores fertilizaban sus puertas con ecos de tañido profundo, sus laberintos jamás preservados de la agitación esencial que abrían sus márgenes para el venidero canto y el venidero sollozo.
Un fuego de víspera se lucía, pleno y meteórico, en la prístina transparencia de aquel diciembre de 1931. El flúor de algo nuevo, superpuesto al otro negro emplazado en la España devota y paralizada, pinta de color festivo y feliz los aires de la República del 14 de abril, que Jean Cassou llamó de "regocijo y de verbena". Miguel Hernández llegó a Madrid en medio del fúlgido entusiasmo, ocho meses después de que se hiciera flamear la bandera republicana sobre las torres feudales, que por no haber sido demolidas, seguirían como amenaza en latencia del general regocijo. Sean como sean las puntuaciones de corrección que puedan darse a la actuación tímida de la burguesía española, que luego de varias tentativas frustradas, consiguió el respiro que significaron esos años, y que por demasiado confiar o por demasiadas vacilaciones, no pudo parar el monstruoso engendro de traidora falacia que la sorprendió después, dormida y timorata, no es posible dejar de ver la urgencia y la prisa con que el espíritu español enseñó en esos años su opulencia y su impregnación porvenir. Lo que sobresalta es esa maravillosa soltura crea-dora que en el aliento libre y sin trabucación alguna le dio rápida preeminencia. Lo que Miguel Hernández quería ver, había de sobra. Si desde lejos le hechizó el claror del movimiento artístico madrileño, de cerca debió sentirse atravesado por su claridad
real y milagrosa; si allá le sofocaba la decoración antigua del ambiente sin preñez innovadora, encontró la expansiva fibra de la inteligencia, de la poesía corriendo aguas abajo y exponiendo su lucidez plateada, su original y misterioso impulso, su alarde audaz en la frente de esos días en que se derogaban los gestos desusados, con varas mágicas, depuradoras....
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