Agustín Abreu nos propone la lectura de un poema en prosa del simbolismo brasileño, “El emparedado” de João da Cruz e Sousa (1861-1898), publicado en 1898 en Evocações. Se trata de un poema con tintes sociales y aún biográficos. Su autor trató de demostrar que, a pesar de ser negro y haber nacido esclavo, podría escribir igual que los parnasianos. Abreu (1980) es autor de los poemarios Los reflejos (CONACULTA-Instituto de Cultura de Yucatán, 2009); de “El impuro descanso”, incluido en el libro colectivo El éter de las esferas (Ayuntamiento de Mérida, Yucatán, 2006), y de la plaquette de poesía Caramelo de muerta (Universidad Regiomontana, 2002).
El emparedado
¡Ah, Noche! ¡Hechicera noche! ¡Oh, Noche misericordiosa, coronada en el trono de las Constelaciones por la tiara de plata y diamantes de la Luna! Tú, que resucitas de los sepulcros solemnes del Pasado a tantas Esperanzas, tantas Ilusiones, tantas y enormes Saudades, ¡oh, Noche! ¡Melancólica! ¡Taciturna! Voz triste, recordativamente triste, de todo lo que está muerto, acabado, perdido en las corrientes eternas de los abismos bramantes de la Nada, ¡oh, Noche meditativa! ¡Fecúndame, penétrame con los fluidos magnéticos del gran Sueño de tus soledades panteístas y marcadas, dame tus brumas paradisíacas, dame tus cavilaciones de Monja, dame tus alas reveladoras, dame tus aureolas tenebrosas, la elocuencia del oro de las Estrellas, la profundidad misteriosa de tus sugerentes fantasmas, todos los sordos sollozos que rugen y rasgan el majestuoso Mediterráneo de tus evocadores y pacificadores Silencios!
Una tristeza fina e incoercible erraba entre los vivos tonos violáceos de aquel fin suntuoso de la tarde en llamas, incluso en los rojos sanguíneos, cuyo color cantaba para mis ojos, caliente, inflamado, en la lejana línea de los horizontes en largas franjas rutilantes.
El blondo y voluptuoso Rajá celeste derramaría aún los fugitivos esplendores de su magnificencia astral y trazaría desde lo alto y sutilmente las nubes con la delicadeza arquitectural, decorativa, de los estilos manuelinos.
Pero las ardientes formas de la luz poco a poco se quebraban, se velaban y los vivos tonos violáceos, destacados, ahora más flagrantemente crepusculaban la tarde, que expiraba anhelante, con ansia indefinida, vaga, dolorida, de inquieta inspiración y de inquieto sueño…
Y, abatidas, al final, las neblinas, las sombras claustrales de la noche, tímidas y vagarosas Estrellas comenzaban a brotar florecientemente, con una peregrina y nebulosa tonalidad de blancas y errantes hadas de Leyendas…
Era aquella, así religiosa y nublada, la hora eterna, la hora infinita de la Esperanza…
Me quedaría a contemplar, como sonambulizado, con el espíritu indeciso y enfebrecido de los que esperan, la avalancha de impresiones y de sentimientos que se acumulaban en mí en la proporción en que la noche llegaba con el séquito radiante y real de las fabulosas Estrellas.
Recuerdos, deseos, sensaciones, alegrías, saudades, triunfos, pasaban por mi Imaginación como relámpagos sagrados y centelleantes del esplendor litúrgico de palios y viáticos, de casullas y dalmáticas fulgurantes, de cirios encendidos y humeantes, de incensarios cincelados, en una procesión lenta, pomposa, en aparatos ceremoniales, de Corpus Christi,[1]al fondo lejanísimo de una provincia sugerente y serena, pintorescamente aureolada por mares cantantes. Me llegó hasta la melindrosa flor de los sentidos la melopea, el ritmo huidizo de momentos, horas, instantes, tiempos dejados atrás en la arrebatada confusión del mundo.
Ciertos lados curiosos, expresivos y tocantes del Sentimiento, que el recuerdo venera y santifica; lados vírgenes, de majestad significativa, me parecían surgir del fondo estrellado de aquella noche vasta, de la amplitud saudadosa de aquellos cielos…
Se desdoblaba el vasto silforama opulento de una vida entera, rodeada de accidentes, de largos lances tempestuosos, de desolaciones, de palpitaciones ignoradas, como del rumor, de las aclamaciones y de los fuegos de cien ciudades tenebrosas de tumulto y de pasmo…
Era como si todo el blanco idilio místico de la adolescencia, que de un claro mechón de nubes, en Imágenes y Visiones del Desconocido, caminara para mí, leve, etéreo, a través de las formas inmutables.
O, entonces, masas cerradas, compactas, de armonías wagnerianas, que crecían, crecían, subían a gritos, en convulsiones, en alaridos nerviosos, en estrépitos nerviosos, en sonoridades nerviosas, en dilaceraciones nerviosas, en cataratas vertiginosas de vibraciones, resonando a lo lejos y arrastrándolo todo, por entre la delicada alma sutil de los ritmos religiosos, alados, que buscan la serenidad de los Astros…
Las estrellas, desde lo alto, claras, parecían cautelosamente escuchar y sentir, con la extravagancia de relicarios inviolados en su luz, el desarrollo mudo, pero intenso, la abstracta función mental que en aquella hora se operaba dentro de mí, como un fenómeno de aurora boreal que se revelara en el cerebro, despertando llamas muertas, haciendo vivir ilusiones y cadáveres.
¡Ah! ¡Aquella hora bien era la hora de la Esperanza!
De qué subterráneos ya vendría yo, de qué torvos caminos, tropezando de cansancio, las piernas bamboleantes, con la fatiga de un siglo, reprimiendo en los tremendos y majestuosos Infiernos del Orgullo al corazón lacerado, oyendo siempre por todas partes exclamar a las vanas y vagas bocas: ¡Esperar! ¡Esperar! ¡Esperar!
Por qué calles caminé, monje erguido de las desilusiones, conociendo los hielos y los fundamentos del Dolor, de ese Dolor extraño, formidable, terrible, que canta y llora Réquiems en los árboles, en los mares, en los vientos, en las tempestades, solo y taciturnamente oyendo: ¡Esperar! ¡Esperar! ¡Esperar!
Por eso es que esa hora sugerente era entonces para mí la hora de la Esperanza, que evocaba todo cuanto soñase y se deshiciera y vagara y se hundiera en el Vacío… Todo cuanto yo más elocuentemente amase con el delirio y la fe suprema de solemnes predicciones y victorias.
Pero las grandes ironías trágicas germinadas del Absoluto, aclamadas, en anatemas y deprecaciones inquisitoriales cruzadas en el aire violentamente por lenguas de fuego, cayeron martirizantes sobre mi cabeza, implacables como la peste.
Entonces, a la orilla de caóticos, siniestros despeñaderos, como otrora el dulce y arcangélico Dios Negro, el trimegisto, de cuernos agrogallardos, de chispeantes, estriadas alas enigmáticas, idealmente meditando la Culpa inmeditable; entonces, perdido, arrebatado de entre esas mágicas y poderosas corrientes de elementos antipáticos que la Naturaleza regulariza, y bajo la influencia de desconocidos y venenosos filtros, mi vida quedó como la larga, muy larga víspera de un día deseado, anhelado, ansiosamente, inquietamente deseado, buscado a través del desierto de los tiempos, con angustia, con agonía, con rara y doliente neurosis, pero que no llega nunca, ¡¡nunca!!
Quedé como el alma velada de un ciego donde los tormentos y los flagelos amargamente vegetan como los cardos erguidos. De un ciego donde parece que vaporosamente durmieran ciertos sentimientos que solo con el palpitante vértigo, solo con la fiebre matinal de la luz clara de los ojos se despertarían; sentimientos que duermen o que no llegaron jamás a nacer porque la densa y amortajante ceguera hubiera apagado para siempre toda la claridad, toda la llama original que los podría fecundar y hacer florecer en el alma…
Elevando el Espíritu a amplitudes inaccesibles, casi no vi aquellos lados comunes de la Vida humana, y, como el ciego, fui sombra, ¡fui sombra!
Como los martirizados de otros Gólgotas más amargos, más tristes, fui subiendo la yerma montaña, a través de matojos erizados, y de breñas, como los martirizados de otros Gólgotas más amargos, más tristes.
De otros Gólgotas más amargos subiendo la montaña inmensa —¡bulto sombrío, tétrico, extrahumano!—, la faz escurriendo sangre, sangre, sangre, sangre, caminando desde tan lejos, desde muy lejos, al rumbo infinito de las regiones melancólicas de la Desilusión y de la Saudade, ¡transfiguradamente iluminado por el sol augural de los Destinos!…
Y, abriendo e irguiendo en vano los brazos desesperados en busca de otros brazos que me abrigasen; y, abriendo e irguiendo en vano los brazos desesperados que ya ni la misma milenaria cruz del Soñador de Judea encontraban para que allí reposaran clavados y lacerados, fui caminando, caminando, siempre con un nombre extraño convulsamente murmurado en los labios, que yo había encontrado en no sé qué misterio, no sé en qué prodigios de Investigación y de Pensamiento profundo: el sagrado nombre del Arte; virginal y circundado de laureles y mirtos y palmas verdes y hosannas, por entre constelaciones.
Pero, fue apenas suficiente todo ese movimiento interior que poco a poco me agitaba, fue apenas suficiente que yo consagrase la vida más fecunda, más ensangrentada que tengo, que diese todos mis más íntimos, más recónditos cariños, todo mi amor ingénito, toda la legitimidad de mi sentir a esa traslúcida Monja de luna y sol, a esa incoercible Aparición, bastó tan poco para que luego se levantaran todas las pasiones de la tierra, tumultuosas como cerradas florestas, proclamando por brutas, titánicas trompetas de bronce, mi nefando Crimen.
Fue suficiente sobrevolar más alto, en la tranquila obscuridad, en el consolador y dulce paraje de las Ideas, encima de las graves letras mayúsculas de la Convención, para que los Preceptos se alborozaran, para que las Reglas se irritaran, las Doctrinas, los Teoremas, los Esquemas, los Dogmas, armados y feroces, de cataduras hostiles y severas.
Yo traía, como cadáveres que anduviesen funambulescamente amarrados a mis costillas, en una inquietante e interminable pudrición, todos los empirismos prejuiciosos y no sé cuánta camada muerta, ¡cuánta raza de África curiosa y desolada que la Fisiología nulificaría para siempre con la risa haeckeliana y papal!
Surgido de bárbaros, tenía que domar a otros todavía más bárbaros, cuyos plumajes de aborigen fluctuaban alacremente a través de los estilos.
Había menester de romper el Espacio entoldado por brumas, rasgar las espesuras, las densas argumentaciones y saberes, desdeñar los altos juicios, por decreto y por ley, y, en fin, surgir…
Había menester de reír con serenidad y, al final, con tedio de esa pequeña célula de dos vitolas que irrumpe por todas partes, salta fecunda, esparcida, explota, desborda y se propaga.
Había menester de respirar a grandes bocanadas la Naturaleza, desahogar el pecho de las opresiones del ambiente, agitar desasombradamente la cabeza delante de la libertad absoluta y profunda del Infinito.
Había menester de que me dejasen, al menos, ser libre en el Silencio y en la Soledad. Que no me negasen la necesidad fatal, imperiosa, ingénita de sacudir con libertad y voluptuosidad los nervios y desprenderme con largueza y audacia del verbo sollozante, en la fuerza impetuosa e indomable de la Voluntad.
El temperamento que rugía, bramaba dentro de mí, ese que, si operase, necesitaría, así, tratados, largos infolios, toda la biblioteca de la famosa Alejandría, una Babel y una Babilonia de aplicaciones científicas y de textos latinos, para sanar…
Se hacía forzoso imponerle un compendio admirable, lleno de sensaciones imprevistas, de curiosidades estéticas muy lindas y muy finas: ¡un compendio de geometría!
El temperamento se torcía mucho hacia el lado de África: era necesario hacerlo enderezar enteramente para el lado de la Regla, ¡hasta que el temperamento regulase certero como un termómetro!
¡Ah! ¡Incomparable espíritu de las destrezas humanas, cómo es secularmente divino!
Las civilizaciones, las razas, los pueblos se baten y mueren minados por la fatal degeneración de la sangre, despedazados, aniquilados en el pavoroso túnel de la Vida, sintiendo el horror sofocante de las supremas asfixias.
¡Un veneno corrosivo atraviesa, circula vertiginosamente los poros de esa humanidad acrimoniosa que se viste y triunfa con las púrpuras funestas y calientes de la guerra!
Pueblos y pueblos, en el mismo fatal e instintivo movimiento de la conservación y propagación de la especia, luchan frívolamente y proliferan ante la Muerte, en el ardor de los connubios secretos y de las batallas oscuras, del frenesí genital, animal, de que las savias se perpetuaran, de que los gérmenes se eternizaran.
Pero, sobre todo ese vértigo humano, sobre tanta monstruosa miseria, rodando, remolinando, allá y más allá, en la honda vastedad del Mundo, alguna cosa de la esencia maravillosa de la Luz sobrevuela y se perpetúa, fecundando e inflamando los siglos con el amor indeleble de la Forma.
Es del sabor prodigioso de esa esencia, venida de muy remotos orígenes, que raros Predestinados experimentan, envueltos en una atmósfera de eterizaciones, de visualidades inauditas, de sorprendentes abstracciones y brillos, radiando en las corrientes y fuerzas de la Naturaleza, viviendo en los fenómenos vagos de que la Naturaleza se compone, en los fantasmas dispersos que circulan y yerran en sus resplandores en sus tinieblas, conciliados supremamente con la Naturaleza.
Y, entonces, los temperamentos que surgieran, que vinieran, limpios de mancha, de mácula, puramente lavados para las extremas perfectibildades, vírgenes, sanos e impetuosos para las extremas fecundaciones, con la elocuente virtud de traer, así fuera sangrantes, frescas, húmedas de las tierras germinales del Idealismo, las vivas y profundas raíces, los gérmenes legítimos, ingénitos, del Sentimiento.
Los temperamentos que surgieran: podrían ser simples, si es que esa simplicidad acusase también complejidad, como las claras Ilíadas que los ríos cantan. Pero podrían igualmente ser complejos, trayendo las inéditas manifestaciones de lo Indefinido, e intensos, intensos siempre, sintéticos y abstractos, tendiendo esos inexpresables secretos que vagan en la luz, en el aire, en el sonido, en el aroma, en el color y que solo la visión delicada de un espíritu artístico distingue.
Podrían también parecer obscuros por ser complejos, aunque al mismo tiempo fueran claros en esa obscuridad por ser lógicos, naturales, fáciles, de una espontaneidad sincera, verdadera y libre en la enunciación de sentimientos y pensamientos, de la concepción y de la forma, obedeciendo todo a una gran armonía esencial de líneas siempre determinativas de la índole, de la facción general de cada organización.
Los lados más cargados, más hondamente cavados de los temperamentos sanguíneos, fecundados en orígenes nuevos de excepcionalidades, no serían para complicar y enturbiar más las respectivas psicologías; sino apenas para tornarlas claras, claras, para dar, simplemente, con la máxima elocuencia, de esas propias psicologías, toda la evidencia, toda la intensidad, todo el absurdo y nebuloso Sueño…
Dominarían así, vencerían así, esos Soñadores, los reservados, elegidos y melancólicos Reinados del Ideal, apenas, únicamente por fatalidades impalpables, imprescriptibles, secretas, y no por yuxtaposiciones mecánicas de teorías y didactismos obsoletos.
Los caracteres nerviosos más sutiles, más finos, más vaporosos, de cada temperamento, se perderían, sin embargo, en la ola truculenta, pesada, de la multitud inexpresiva, confusa, que murmulla con el lento aire suyo, quieto y vacío, conduciendo en su barriga la bestial concupiscencia enroscada como un sátiro, con el alma gastada, mirando todo con molicie con sus dos ojitos golosos de simio.
Pero, la pasión inflamada de lo Ignoto subiría y devoraría recónditamente a todos esos dolientes Imaginativos, como si ellos fueran la bendita zona ideal, preciosa, guardando en su profundidad el orientalismo de un tesoro curioso, el relicario mágico de lo Imprevisto: bendita zona nostálgica, sagrada plaga del oro, para siempre cerrada sepulcralmente al sentimiento herético, a la bárbara profanación de los sacrílegos.
Así es que yo soñaba con el surgimiento de todas esas aptitudes, todas esas características singulares, dolorosas, irrumpiendo de un alto principio fundamental distinto en ciertos trazos breves, pero igual, uno, perfecto y armonioso en las grandes líneas generales.
Esa es la que era ley secreta, la que escapaba a la percepción de filósofos y doctores, del verdadero temperamento, ajeno a las orquestaciones y a los inciensos aclamatorios de la profana turba; sin embargo, ajeno por causa, por sinceridad de penetración, por subjetivismo mental sentido en partes, vivido en partes —simple, obscuro, natural—, como si la humanidad no existiese en torno y los nervios, la sensación, el pensamiento tuvieran la necesidad latente de gritar alto, de expandir y transfundir el espacio, vivamente, a su atormentada psicosis.
Así es como yo veía el Arte, abarcando todas las facultades, absorbiendo todos los sentidos, venciéndolos, subyugándolos ampliamente.
Era una fuerza oculta, impulsiva, que ya había adquirido la agudeza picante, acre, de un apetito aturdidor y la fascinación infernal, tóxica, de un fugitivo y deslumbrador pecado…
Así es que yo comprendía en toda la intimidad de mi ser, que yo sentía en toda mi emoción, en toda genuina expresión de mi Entendimiento —y no una especie de manjar agradable, sabroso, que se deberá dar al público en dosis y con el grado de calidad que él exigiera, así fuera ese público simplemente un símbolo, un antiguo bonzo taciturno y del color de un ganso, una expresión rancia, el público A+B, cuyo consenso la Convención decretaría en letras mayúsculas.
Al final, la tesis: todas la ideas en el Arte podrían ser antipáticas, si prejuicios para agradar, lo cual no querría decir que fuesen más.
Por lo tanto, para que el Arte se revele propio, era esencial que el temperamento se desprendiera de todo, abriera vuelos, no se quedase en la continuación ni en la restricción, dentro de los varios moldes consagrados que ya adquirieron significación representativa de clichés oficiales y anticuados.
En cuanto a mí, originalmente fui creciendo, propagando mi organismo, con tal vehemencia y tal ímpetu de voluntad que se manifiesta en un diluvio de emoción, ese fenómeno de temperamento que con sutilezas y delicadezas de nieblas alboradas viene surgiendo y formando en nosotros los maravillosos Encantamientos de la Concepción.
Lo Desconocido me habría arrebatado y sorprendido y yo fui hacia él instintiva e intuitivamente arrastrado, insensible entonces a los roces de la frivolidad, indiferente, hastiado por la índole de la jactancia letrada, que no tenía expresión viva, palpitante, de la llama de una fisonomía, de un tipo afirmativamente electo.
Muchos se decían rebelados, intransigentes —pero yo veía claro a las ficelles de esa rebeldía y de esa intransigencia. Rebelados, porque tuvieron hambre apenas una hora, tuvieron rotas las botas un día. Intransigentes, por despecho, porque no conseguían alcanzar las fútiles, para ellos gloriosas, posiciones que otros alcanzaban…
Era una politiquita engañosa de mediocres, de estrechos, de tacaños, de perfectos imbéciles o cínicos, que hacían del Arte un juego capcioso, amanerado, para conseguir relaciones y prestigio en el medio, con el objeto de no ofender, no ruborizar el diletantismo de sus ideas. Rebeldías e intransigencias en casa, bajo el techo protector, como una especie de ateísmo académico, muy demoledor y feroz, con cantinelas y con amuletos a la hora cierta para liberarse de las tormentas y ¡de los celestes castigos imponderables!
Pero una vez acá, afuera de la luz cruda de la Vida y del Mundo, ante el hierro abrasador del libre análisis, muestran enseguida las flexiones más respetuosas, más gramaticales, más clásicas, ante la decrépita Convención con letras mayúsculas.
Uno y otro, acechando, mientras tanto, más alto en el centro, tenía mañas de raposa fina, argucia, vivacidades satánicas, en el fondo frívola y cuya mayor parte, enteramente hueca, sin penetración, no sentía. Cerraba sistemáticamente los ojos para fingir no ver, para no salir de sus pacíficas comodidades de aclamado banal, haciendo el esfuerzo supremo de conservar la confusión y la complicación en el centro, trastornar y atontar aquellas raras y adolescentes cabezas que por azar aparecieran ya con algún secreto nebuloso.
Uno u otro tenía la habilidad casi mecánica de apañar, de recoger del tiempo y del espacio las ideas y los sentimientos que, estando dispersos, formaban la temperatura burguesa del medio, por lo tanto ya corrientes, y trabajar en algunas páginas, algunos libros, que por traer ideas y sentimientos homogéneos de los sentimientos e ideas burguesas, calentaban, alborozaban, aturdían el aire con aplausos…
Otros, incluso, adaptados a las épocas, aclimatados al modo de sentir exterior; o, incluso por mal comprendido amaneramiento, haciendo absoluta apostasía del íntimo, el propio sentir, ilusos en parte; o, tal vez, evidenciando con flagrancia, traicionando así el fondo fútil, sin vivas, entrañadas raíces de sensibilidad estética, sin la ideal radicalización de sueños ingénitamente fecundados y quintaesenciados en el alma, de sus naturalezas pasajeras, desapercibidas de ciertos movimientos inevitables de la estesia,[2] que imprimen, por fórmulas fatales, que arrancan de los orígenes profundos, con toda la verdad sanguinolenta y por causas que escapan a cada uno y a cualquier análisis, todo cuanto se siente y piensa más o menos elevado y completo.
Mistificadores afectados de canaillerie por estilo, por modernismos defectuosos cogidos entre los absolutamente frágiles, los pusilánimes de fondo al temple, y que, mientras tanto, aparentan tanta corrección y serena fuerza propia.
Naturalezas vacilantes y mórbidas, sin la integración final, sin el propio equilibrio fundamental del desequilibrio mismo e, incluso más que todo, sin ese poder casi sobrenatural, sin esos atributos excepcionales que graban, que señalan de modo extraño, las llameantes e intrínsecas obras de Arte, el carácter imprevisto, extrahumano, del Sueño.
Hábiles viveurs, diestros, sagaces, acomodaticios, afectando pesimismos más por desequilibrio que por fundamento, sintiendo, algunos, hasta la saciedad, el atropello del miedo, fingiendo despreciarlo, aborrecerlo, odiarlo, pero zambulléndose en él con frenesí, casi con delirio, hasta con cierta voluptuosidad maligna de flojos y de nulos que traen en un grado muy elevado la facultad animal del instinto de conservación, la habilidad de los nadadores diestros e intrépidos entre las olas turbias de los cálculos y efectos convencionales.
De ese modo, tal como un ágil y afinado prestidigitador, coge y prende, con los espejismos y trucos de la nigromancia, la frívola atención pasiva de un público dócil y boquiabierto.
Incipientes, unos, obscenamente cretinos, otros, devorados por la desoladora impotencia que los hace lívidos y les lacera los hígados, yo bien percibo sus psicologías subterráneas, bien los veo pasar, todos, todos, todos, de mirada oblicua, con una amarga expresión fisonómica y bizcos por el despecho, como duendes errantes de la Medianoche, verdes, escarlatas, amarillos, azules, gruñendo en vano y agitando en la tiniebla los cascabeles de sus risotadas sarcásticas…
Almas tristes, al final, que se diluyen, que se acaban, en un silencio amargo, en una dolorosa desolación, marchitas y enfermizas, en la fiebre fatal de las desorganizaciones, melancólicamente, melancólicamente, como la descomposición de los tejidos que se gangrenan, de los cuerpos que se pudren de un modo irremediable y no pueden ya vigorizar y florecer bajo las refulgencias y sonoridades de los finísimos oros y cristales y zafiros y rubíes incendiados del Sol…
Almas laxas, licenciosamente relajadas, verdaderas casuchas donde el más extendido libertinaje no toca fondo; almas que van cultivando con cuidado delicadas y pequeñas infamias como áspides galantes y curiosos que, de tan bajos, de tan rastreros que son, no merecen la magnificencia, ¡ni la majestad del Infierno!
Almas, al fin, sin las llamas misteriosas, sin las nieblas, sin las sombras, sin los amplios e irisados resplandores del Sueño —¡supremo Redentor eterno!
Todo un ambiente lacerante, una atmósfera que sofoca, un aire que aflige y duele en los ojos y asfixia la garganta como una polvareda triste, muy densa, muy turbia, bajo un mediodía ardiente siguiendo el oscuro entierro de algún desgraciado…
Ellos ríen, ¡ellos ríen y yo camino y sueño tranquilo!, pidiendo a algún bello Dios de Estrellas y de Azul, que vive en el tedio aristocrático en la Nube, que me deje serena y humildemente acabar esta ¡Obra extrema de Fe y de Vida!
Si alguna nueva ventura conozco es la intensa ventura de sentir un temperamento, tan raro me es dado sentir esa ventura. Si alguna cosa me hace justo es la llama fecundadora, el efluvio fascinante y penetrante que se exhala de un verso admirable, de una página de evocaciones, legítima y sugerente.
Lo que yo quiero, a lo que yo aspiro, todo cuanto ansío, obedeciendo al sistema arterial de mis Intuiciones, es la Amplitud libre y luminosa, todo el Infinito, para cantar mi Sueño, para soñar, para sentir, para sufrir, para vagar, para dormir, para morir, agitando en alto la cabeza anatemizada, como Otelo en los sangrientos delirios de los Celos…
Agitando aún la cabeza en un postrero movimiento de desdén augusto como, en los cismáticos ocasos, los desdenes soberanos del sol que ufanamente abandona la tierra, para ir tal vez a fecundar más nobles e ignorados hemisferios…
Piensan, sienten, estos, aquellos. Pero la característica que denota la selección de una curiosa naturaleza, de un ser de arte absoluto, esa, no la siento, no la veo, con los delicados escrúpulos y susceptibilidades de una originalidad flagrante y real sin escuelas, sin reglamentaciones ni métodos, sin coterie y anales de crítica, pero con la fuerza germinal, poderosa, de virginal afirmación viva.
Del alto al bajo, se rasgan los organismos, los instrumentos de la autopsia psicológica penetran por todo, sondean, escrutan todas las células, analizan las funciones mentales de todas las civilizaciones y razas; pero solo escapa a la penetración, a la investigación de esos exámenes positivos, la tendencia, la índole, el temperamento artístico, huidizos siempre y siempre imprevistos, porque son casos particulares de selección en la masa inmensa de los casos generales que rigen y equilibran secularmente el mundo.
Desde que el artista es un aislado, un esporádico, no adaptado al medio, aunque en completa lógica e inevitable revuelta contra él, en un conflicto perpetuo entre su naturaleza compleja y la naturaleza opuesta del medio, la sensación, la emoción que experimenta es de tal orden que huye de todas las clasificaciones y casuísticas, de todas las argumentaciones que, pareciendo las más puras y las más exhaustivas del asunto, son, también, siempre deficientes y falsas.
Él es el supercivilizado de los sentidos, pero como un supercivilizado ingénito, desbordado por el medio, lo mismo en virtud de su batiente agudeza de visión, de su absoluta clarividencia, de su innata perfectibilidad celular, que es el germen fundamental de un temperamento profundo.
Ciertos espíritus del Arte se distinguieron en el tiempo vehiculado por la hegemonía de las razas, por la preponderancia de las civilizaciones, teniendo, sin embargo, en todas sus partes, un valor que era universalmente conocido y celebrado, porque, para llegar a ese grado de notoriedad, penetró primero en los dominios del oficialismo y de la coterie.
Los de Estética moviente y exótica, los gueux, los refinados, los sublimes iluminados por una claridad fantástica, como Baudelaire, como Poe, los sorprendentes del Alma, los imprevistos misionarios supremos, los inflamados, devorados por el Sueño, los clarividentes y evocadores, que emocionalmente infunden y despiertan lunas adormecidas de Recuerdos y de Saudades, esos, quedan inmortalmente acá fuera, entre las augustas voces apocalípticas de la Naturaleza, ¡llorados y cantados por las Estrellas y los Vientos!
¡Ah, benditos los Reveladores del Dolor infinito! ¡Ah! Soberanos e invulnerables que, en el Arte, en ese extremo refinado de la voluptuosidad, saben trascender el Dolor, arrancar del Dolor el gran Significado elocuente y ¡no lo regatean ni lo desvirgan!
La verdadera, la suprema fuerza del Arte está en caminar firme, resuelto, inexorable, sereno a través de toda la perturbación y confusión ambiental, aislado en el mundo mental creado, señalando con intensidad y elocuencia el misterio, la predestinación del temperamento.
Es preciso cerrar con indiferencia los oídos a los rumores confusos y atropellantes y hundir el alma, con pasión ardiente y fe concentrada, en todo lo que se siente y piensa con sinceridad, por más violenta, oscura o escandalosa que esa sinceridad parezca a primera vista, por más alejada de las normas que la juzguen, —para entonces así, más elevadamente, estrellar los Infinitos del gran Arte, del gran Arte que es solo, solitario, desacompañado de las turbas que chasquean, de la enferma materia humana que convulsiona dentro de las asfixiantes estrecheces de su turbio caracol.
Incluso, ciertos libros, por más exóticos, atractivos, abstrusos, que sean, por más aclamados por la trompa del momento, nada pueden influir, ninguna alteración pueden traer al sentimiento general de ideas que constituirán un sistema y que se afirman, de modo radical, más simple, natural, por más exagerado que se suponga, la justa calma de las convicciones integrales, absolutas, de los que siguen impávidamente a su línea, de los que, trayendo consigo el imaginativo espíritu de Concepción, caminan siempre con tenacidad, serenamente, imperturbables ante los abucheos inofensivos, sin tonterías de fascinación efímera, sintiendo y conociendo todo, con los ojos claros levantados y soñadores llenos de una radiante ironía más hecha de clemencia, de bondad, que de odio.
El Artista es quien se queda muchas veces bajo el signo fatal o bajo la aureola funesta del odio, mientras su corazón viene desbordado de Piedad, viene sollozando de ternura, de compasión, de misericordia, cuando él solo parece malo porque tiene cóleras soberbias, tremendas indignaciones, ironías divinas que causan escándalos feroces, que pasan por blasfemias negras, contra la Infamia oficial del Mundo, contra el vicio hipócrita, perverso, contra el postizo sentimiento universal enmascarado de Libertad y de Justicia.
En los nuevos países, en las tierras aún sin tipo étnico absolutamente definido, donde el sentimiento del Arte es silvícola, local, banalizado, debe ser espantoso, estupendo el esfuerzo, la batalla formidable de un temperamento fatalizado por la sangre y que trae consigo, además de la condición inviable del medio, la cualidad fisiológica de pertenecer, de proceder de una raza que la dictadora ciencia de la hipótesis ha negado en absoluto para las funciones del Entendimiento y, principalmente, del entendimiento artístico de la palabra escrita.
¡Dios mío! Por una cuestión banal de la química biológica del pigmento quedan algunos más rebeldes y curiosos fósiles preocupados, rumiando primitivas erudiciones, perdidos y atropellados por las largas galerías submarinas de una sabiduría infinita, aplastante, ¡irrevocable!
Pero, ¡¿qué importa todo eso?! ¿Cuál es el color de mi forma, de mi sentir? ¿Cuál es el color de la tempestad de laceraciones que me sacude? ¿Cuál de la que sacude mis sueños y gritos? ¿Cuál de la que sacude mis deseos y fiebre?
¡Ah! Esta minúscula humanidad, torcida, enroscada, asaltando las almas con la ferocidad de animales bravíos, de garras afiladas y duros dientes de carnívoro, es la que no puede comprenderme.
¡Sí! Tú eres la que no puedes entenderme, no puedes irradiar, convulsionarte en estos efectos con los arcaísmos duros de tu comprensión, con la carcasa paleontológica del Buen Sentido.
Tú eres la que no puede verme, reparar en mí, sentirme, de los límites de tu cubil de primitivo, armada con el bastón simbólico de las convicciones prehistóricas, pataleando en el lodo de las teorías equilibristas, el lodo siniestro, estacado, de tus lujurias insaciables.
Tú no puedes sensibilizarte delante de estos extasiantes estados del alma, delante de estos deslumbramientos estesíacos, sagrados, delante de las eucarísticas espiritualizaciones que me arrebatan.
Lo que tú puedes, solo, es agarrar con frenesí o con odio mi Obra dolorosa y solitaria y leerla y detestarla y revirar sus hojas, truncar sus páginas, mancillar la blanca castidad de sus periodos, profanar el tabernáculo de su lenguaje, tacharla, rayarla, marcarla con dísticos estigmatizantes, con obscenas máculas, con hondos golpes de blasfemia las violencia de la intensidad, dilacerarla, en fin, toda la Obra, en un ímpetu cobarde de impotencia o de angustia.
Pero, para que llegues a ese momento apasionado, adolorido, yo ya antes te habré, por cierto —¡yo lo siento, yo lo veo!—, repudiado profundamente, abismalmente por los cabellos de mi Obra y habré obligado a tu atención comatosa a despertar, a encender, a olfatear, a oler con fiebre, con delirio, con celo, cada adjetivo, cada verbo que yo haga chillar como un fierro en brasa sobre el organismo de la Idea, cada vocablo que yo tenga pensado y sentido con todas las fibras, que haya vivido con mis cariños, dormido con mis deseos , soñado con mis sueños, representativos, integrales, únicos, completos, perfectos, de una convulsión y aspiración supremas.
No he conseguido impresionarte, afectarte la giba intelectiva; quiero al menos sensacionar tu piel, ciliciarte, crucificarte a mi estilo, desnudando al sol, poniendo abiertas y francas todas las expresiones, nuances y expansibilidades de este ser amargado, tal como yo soy y siento.
Los que viven en un completo asedio en el mundo, por la condenación del Pensamiento, dentro de un barranco monstruoso de leyes y preceptos obsoletos, de convenciones arraigadas, de casuísticas, traen la necesidad inquieta y profunda de traducir, en trazos fundamentales, sus faces, sus aspectos, sus impresionabilidades y, sobre todo, sus causas originales, venidas fatalmente de la libertad fenomenal de la Naturaleza.
¡Ah! Destino grave, de cierto modo funesto, de los que vinieron al mundo para, con las corrientes secretas de sus pensamientos y sentimientos, provocar convulsiones subterráneas, levantar vientos opuestos de opiniones, mistificar la insipiencia de los adolescentes intelectuales, la ingenuidad de ciertas cabezas, el buen sentido de los cretinos, dejar la oscilación de la fe, sobre la misión que traen, en el flaco espíritu, sin la consistencia de crítica propia, sin impulso original para afirmar los Obscuros que no contemporizan, los Negados que no reconocen la Sanción oficial, que repelen toda suerte de conchabanzas, de interesados compadrazgos, de aplausos arreglados, por limpidez y por decencia y no por frivolidades de orgullos humanos o de despechos tristes.
¡Ah! Destino grave de los que vengan al mundo para osadamente desflorar las púberes y cobardes inteligencias con el órgano masculino, poderoso de la Síntesis, para inocular en las estrecheces mentales el sentimiento vigoroso de las Generalizaciones, para revelar una obra bien fecundada de sangre, bien constelada de lágrimas, para, al final, establecer el choque violento de las almas, arrojarse unas contra otras, en la sagrada, en la bendita impiedad de quien trae consigo los vulcanizadores Anatemas que redimen.
El que en nosotros, Errantes del Sentimiento, flamea, arde y palpita, y esta ansia infinita, esta sed santa e inquieta, que no cesa, de encontrarnos un día un alma que nos vea con simpleza y claridad, que nos comprenda, que nos ame, que nos sienta.
Es para encontrar a esa alma señalada por lo que hemos venido de tan lejos soñando y andamos esperando hace mucho tiempo, procurándola en el Silencio del mundo, llenos de fiebre y de cismas, para caernos en su seno trémulos, alborozados, entusiastas, como en el eterno seno de la Luz inmensa y buena que nos acoge.
Es esta bendita locura de encontrar esa alma para desahogarnos con ella a lo largo d la Vida, para respirar libre y fuertemente, de pulmones satisfechos y límpidos, toda la onda viva de vibraciones y de llamas del Sentimiento que contuvimos por tanto y tan largo tiempo guardada en nuestra alma, sin hallar otra alma hermana a la que pudiéramos comunicar absolutamente todo.
Y cuando la flor de esa alma se abra encantadora para nosotros, cuando ella se nos revele con todos sus seductores y recónditos aromas, cuando al final la descubrimos un día, no sentimos más el pecho oprimido, aplastado: —un nuevo torrente espiritual deriva de nuestro ser y nos quedamos tan desahogados, el corazón y el cerebro inundados de la gracia de un divino amor, bien pagados por todo, suficientemente recompensados de todo el trascendente Sacrificio que la Naturaleza heroicamente impone en nuestros hombros mortales, para ver si conseguimos aquí debajo, en la Tierra, llenar, ¡cubrir este abismo del Tedio con abismos de Luz!
El mundo, vulgar y mediocre en sus fundamentos, en su esencia, es una dura fórmula geométrica. Todo aquel que procura quebrarle las tiesas y rancias líneas rectas con el poder de un simple Sentimiento, disloca de tal modo elementos de un orden tan peculiar, de naturaleza tan profunda y tan seria que todo se turba y convulsiona; y el temerario que osó tocar la vieja fórmula experimenta todo el Dolor imponderable que ese simple Sentimiento responsabiliza y provoca.
Yo no pertenezco al viejo árbol genealógico de las intelectualidades medidas, de los productos anémicos de los medios lodosos, especies exóticas de altas y curiosas jirafas verdes y spleenéticas de algún maravilloso y babilónico jardín de leyendas…
En un impulso sonámbulo para fuera del círculo sistemático de las Fórmulas prestablecidas, me dejé llevar, en esencia espiritual, en brillos intangibles, a través de los nevados, helados y peregrinos caminos de la Vía Láctea…
Y es por eso que yo oigo, en el adormecimiento de ciertas horas, en las indolentes postraciones de vagos torpores enervantes, en la bruma crepuscular de ciertas melancolías, en la contemplación mental de ciertos ponientes agonizantes, una voz ignota, que parece venir del fondo de la Imaginación o del fondo mucilaginoso dl Mar o de los misterios de la Noche —tal vez acordes de la gran Lira nocturna del Infierno y de las arpas remotas de los viejos cielos olvidados, me murmuran:
—“Tú eres de los de Cam, ¡maldito, réprobo, anatemizado! ¡Hablas en Abstracciones, en Formas, en Espiritualidades, en Finezas, en Sueños! Como si tu fueras de las razas de oro y de la aurora, como si vinieses de los arios, depurado por todas las civilizaciones, célula por célula, tejido por tejido, cristalizado tu ser en un verdadero crisol de ideas, de sentimiento —¡directo, perfecto, de las perfecciones oficiales de los medios convencionalmente ilustres! Como si vinieras del Oriente, ¡rey!, en galeras, de entre opulencias, o tuvieras la aventura magna de estar perdido en Tebas, desoladamente ensimismado a través de las ruinas; o la irisada, peregrina e hidalga fantasía del Medioevo, o la leyenda colorida y bizarra por haberte adormecido y soñado, bajo el ritmo claro de los Astros, ¡junto a los pretéritos márgenes venerables del Mar Rojo!
¡Artista! ¡Puede ser eso de que tú seas de África, tórrida y bárbara, devorada insaciablemente por el desierto, amotinada entre selvas bravías, arrastrada sangrienta por el lodo de las Civilizaciones despóticas, torvamente amamantada con la leche amarga y venenosa de la Angustia! El África arrebatada en los torbellinos ciclónicos de las Impiedades supremas, de las Blasfemias absolutas, gimiendo, rugiendo, bramando en el caos feroz, horrible, de las profundas selvas brutas, su formidable dilaceración humana! ¡El África laocóontica, alma de tinieblas y de llamas, fecundada en el Sol y en la Noche, errantemente tempestuosa como el alma espiritualizada y tantálica de Rusia, genedara en el Destierro y en la Nieve —¡polo blanco y polo negro del Dolor!
¡¿Artista?! ¡Locura! ¡Locura! ¡Puede ser eso si tú vienes de esa longeva región desolada, allá en el fondo exótico de esa África sugerente, gimiente, Creación dolorosa y sanguinolenta de Satanás rebelados, de esa flagelada África, grotesca y triste, melancólica, génesis asombrosa de gemidos, tétricamente fulminada por el banzo[3] mortal; de esa África de los Suplicios, sobre cuya cabeza nirvanizada por el desprecio del mundo Dios arrojó toda la peste letal y tenebrosa de las maldiciones eternas!
¡El África virgen, inviolada en el Sentimiento, avalancha humana amasada con arcillas funestas y secretas para fundir la Epopeya suprema del Dolor del Futuro, para fecundar tal vez los grandes tercetos tremendo de algún nuevo y majestuoso Dante negro!
De esa África que parece generada para los divinos cinceles de las colosales y prodigiosas esculturas, para las largas y fantásticas Inspiraciones convulsas de Doré —Inspiraciones inflamadas, soberbias, lloradas, sollozadas, bebidas en los Infiernos y en los Cielos profundos del Sentimiento humano.
De esa África llena de soledades maravillosas, de virginidades animales instintivas, de curiosos fenómenos de inaudita Originalidad, de espasmos de Desesperación, gigantescamente horrorosa, absurdamente ululante —pesadilla de sombras macabras —visión walpurgiana de terribles y convulsos sollozos nocturnos circulando en la Tierra y formando, con las seculares, despedazadas agonías de su alma renegada, una aureola siniestra, de lágrimas y sangre, toda en torno de la Tierra…
¡No! ¡No! ¡No! No traspondrás los pórticos milenarios de la vasta edificación del Mundo, porque atrás de ti y delante de ti no sé cuántas generaciones fueron acumulándose, acumulando piedra sobre piedra, piedra sobre piedra, y por eso estás allí ahora el verdadero emparedado de una raza.
Si caminas para la derecha, ¡toparás y empujarás ansioso, afligido, con una pared horrendamente inconmensurable de Egoísmos y Prejuicios! Si caminas para la izquierda, ¡otra pared, de Ciencias y Críticas, más alta que la primera, te sumergirá profundamente en el espanto! Si caminas para el frente, ¡una pared todavía nueva, hecha de Despechos e Impotencias, tremenda, de granito, broncamente se elevará a lo más alto! Si caminas, en fin, para atrás, ¡ah!, también, ¡una última pared, cerrándolo todo —horrible— pared de Imbecilidad e Ignorancia, te dejará en un frío espasmo de terror absoluto!…
Y más piedras, más piedras de sobrepondrán a las piedras ya acumuladas, más piedras, más piedras… Piedras de estas odiosas, ridículas y fatigantes Civilizaciones y Sociedades… ¡Más piedras, más piedras! Y las extrañas paredes han de subir mudas, silenciosas, hasta las Estrellas, dejándote para siempre perdidamente alucinado y emparedado dentro de tu Sueño…”
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