GEMA SANTAMARÍA
ANTÍDOTO PARA UNA MUJER TRÁGICA
Gema Santamaría,
Mezcalero Brothers Edic. (Colec. Musgo Rojo), México, 2007
Por Óscar Wong
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Dulcemente trágica, perversamente tierna, Gema Santamaría (Managua, Nicaragua, 1979) responde a un linaje proverbial de celebridades como Ernesto Mejía Sánchez (1923, muy apreciado en México, donde falleció a finales del siglo XX), Martínez Rivas, Ernesto Cardenal (1925) y Pablo Antonio Cuadra, entre otros, quienes dentro de la historia de la literatura hispanoamericana cobran particular resonancia.(1) Y justamente por esta raigambre resplandeciente, por su condición de mujer, sería fácil caer en el estereotipo y señalar, de primera intención, que el poemario Antídoto para una mujer trágica, pertenece a la lírica centroamericana donde la innovación, la autenticidad y el dinamismo revolucionario —no sólo en el ámbito político— son determinantes,(2) y además, en el segundo caso, responde a una manera de ser femenina, ajena al discurso masculino dominante y, sobre todo, que pretende “escaparse del falocentrismo”, como invocaban las viejas feministas angloestadounidenses.
No pretendo repetir que “lo escrito por mujeres reafirma el valor de lo femenino”, ni caer en los cuatro modelos propuestos por la crítica femenina: 1. “Modelo biológico”, sexista, que responde al ámbito orgánico femenino, 2. “Modelo lingüístico”, que en momentos pretende reinventar el lenguaje, 3. “Modelo psicoanalítico”, que incorpora los modelos anteriores en una teoría sobre la psiquis o el ser femenino configurada por el cuerpo, el desarrollo del lenguaje y el papel del sexo en la sociedad, y 4. “Modelo cultural”, que busca definir la cultura femenina como experiencia colectiva inmersa en la totalidad cultural, una conocimiento que vincula a las escritoras a través del tiempo y del espacio.(3) Habría que agregar a la imaginación, como espacio estético forjado como un ámbito literario activo, que para poder decir lo que se quiere decir es capital en todo terreno. Y el silencio, primordial en la creación literaria, en la poesía misma, que provoca y perturba, que establece cadencias y atmósferas.
La imaginación, insisto —no sólo como la determina Patricia M. Spack, esa “fuerza que penetra en el sentido interno de la realidad”, o como “la capacidad para crear sustitutos de la realidad”— más bien como ese espacio mágico donde lo maravilloso no violenta las leyes de la lógica, sino en el que forma parte de ellas.(4) Por supuesto que escribir “como mujer”, según Marjorie Agosín, no involucra escribir mal, sino sacar a la luz su propio lenguaje, su propio decir, desde la perspectiva particular; donde el silencio es como un discurso subversivo o como esa zona insonora en que se refugia la mayoría de las que no saben decir; o es, como una forma de evadir a la autoridad para “refugiarse en la interioridad de la imaginación para solamente en este espacio poder decir lo que se quiere decir”.(5)
Pasión, vivencia, conocimiento. Pero también conciencia del oficio (pericia técnica), y una visión profundamente auténtica del mundo, son invaluables. Y Gema Santamaría ha demostrado ser una sacerdotisa de la forma, de la expresión reveladora, puesto que la poesía —ese espacio textual donde se busca una poética radical para “desestabilizar” el lenguaje, “transformándolo”, modificándolo, haciéndolo nuevo cada día, dinamizándolo, como sugiere el viejo Pound—(6) se determina de manera incisiva en los 39 poemas de que consta Antídoto para una mujer trágica. Recobra lo petrificado de la substancia lingüística que subyace en la palabra, en ese vacío léxico extraviado en la Torre de Babel, para castigo de los hombres, según Murena (7) y Foucault (
. Pero a pesar de eso, y de lo que el poeta debe recuperar, el lenguaje sigue siendo “el lugar de las revelaciones”, donde el mundo pretende establecerse, ser. Cierto: la Palabra nos perpetúa: es la memoria hecha substancia y, la naturaleza, según los hebreos, es ese espacio poblado de letras y palabras. De este mundo, obstinadamente hostil, perturbadoramente espléndido, nos canta Gema Santamaría. Sinécdoques y metáforas van generando una expresión que, no obstante, se vuelve en momentos intimista, confesional: la mujer se pinta las uñas, se “texturiza”, casi de manera similar como en Contradicciones ideológicas al lavar un plato, de Kira Galván (México, D. F., 1956).
Gema y Kira Galván se hermanan a distancia, puesto que en ambas la historia se encuentra presente como una afirmación hegeliana, como una adecuada herramienta metodológica de conocimiento, de interpretación. Precisa Gema Santamaría:
pinté mis unas de rojo. porque sí. porque el día me ha parecido aburrido, sin sobresaltos. con puras tragedias enanas envueltas en pequeños sobres de oficina. porque en el metro vi a un papanatas leyendo el periódico y viéndome el escote, con la discreción de una vaca rumiante, y pensé que mis uñas de rojo serían una buena advertencia: afiladitas como las de una gárgola, porque en el estado del tiempo han dado los tips de la última moda y en lugar del rosa que cubre las sonrisas dietéticas de las pasarelas, me decidí por el rojo. al fin y al cabo un color más ardiente para este mayo tan o más tropical que cualquier verano de fiesta. porque he llegado a casa y en lugar de apagarme como todas las noches, después de la divertida faena de celulares enfermizos y avenidas voladoras, decidí jugar con el pequeño pincel de las pinturas de uñas. imaginar que, ese frasco pequeño, no esconde el aroma de algún químico adictivo, sino el olor metálico de la sangre recién lastimada. pinté mis uñas de rojo y pinté también esa sábana blanca con la que nos cubren a todos justo después de la muerte. (p. 51)
Galván alude a ese ceremonial “insignificante” al aplicarse el maquillaje, independientemente de su origen primitivo, mágico, del orden antropológico, pero que asume otra significación menos evidente: connota la manipulación de que son objeto las mujeres en la sociedad contemporánea, e ironiza sobre la no-superación de las contradicciones:
Me pinto el ojo / no por automatismo imbécil / sino porque es el único instante en el día/ en que regreso a tiempos ajenos y/ mi mano se vuelve egipcia y/ el rasgo del ojo se me queda en la Historia./ La sombra del párpado me embalsama eternamente/ como mujer.(9)
La autora observa la vida como una “calculada trampa”, donde el sexo puede ser un abandonado temblor entre las piernas “de esos que derriban ciudades/ y erigen imperios” (p. 31), mientras que la condición del Yo (su cuerpo femenino), se transforma “en un charquito de agua enjabonada”(p. 41); el mundo —hostil, aburrido, intransigente— se vuelve un rito amoroso, “carne tibia y deshuesada como aceitunas flotando en la saliva de un martín” (p. 47), en tanto que el instinto se revela como “antesala de la locura” (p. 55). Es interesante también la deconstrucción que establece fonéticamente con un adjetivo (“amar i llo”) y una forma enunciativa (“amar y yo”). Y cuando el lenguaje es insuficiente, Gema Santamaría subvierte la prosodia: feminiza los sustantivos: “cangreja” (p.31), “animala” (p. 37). Aquí se advierte la conexión entre escritura, género e ideología en virtud de que la poesía, la literatura, constituye una forma de conocimiento, donde el mito, incluso, no puede faltar.(10) Y es que el verso, ya lo sabemos, es un código rítmico, una manera de respirar.
En la experiencia que asume con el lenguaje, los ámbitos metonímicos, cuya morfosintaxis dispersa la univocidad —provocando hipálages e isotopías— establece una dimensión sonora, un territorio donde no hay titubeos. Prescinde de las mayúsculas y las pausas son marcadas por diagonales, a la manera del poeta argentino Juan Gelman. Hay, ciertamente, combinaciones discursivas: el verso acentual (amétrico, irregular, y que señalan como libre), se concilia con el verso corrido (Gema Santamaría, independientemente de sus recursos versiculares, sabe manejar su cadencia rítmica, íntimamente vinculada a las metáforas, que evidentemente muestran (de ahí el término de fanopea, que señala Ezra Pound) el otro contenido de la realidad. Por lo mismo, Antídoto para una mujer trágica constituye un volumen de poemas muy bien articulado donde el mundo se concilia con esa visión sensible, profunda, que asume la autora para ingresar, de lleno, en las dimensiones de lo femenino, aunque sin actitudes sexistas o feministas, que algunos torpes denominan “prosa poética”, soslayando la intención sonora, la combinación silábica).
Para concluir, Gema Santamaría, independientemente de sus recursos versiculares, sabe manejar su cadencia rítmica, íntimamente vinculada a las metáforas, que evidentemente muestran (de ahí el término de fanopea, que señala Ezra Pound) el otro contenido de la realidad. Por lo mismo, Antídoto para una mujer trágica constituye un volumen de poemas muy bien articulado donde el mundo se concilia con esa visión sensible, profunda, que asume la autora para ingresar, de lleno, en las dimensiones de lo femenino, aunque sin actitudes sexistas o feministas.
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