REPÚBLICA DOMINICANA
Freddy Gatón Arce
(CONT.)
III |
A pesar de su coherencia conceptual y su continuidad formal, en la que no hay rupturas sino un desarrollo sostenido que alcanza nuevas cotas de perfección en cada estadio, la obra de Freddy presenta momentos claramente diferenciables a lo largo de su trayectoria. A la primera fase, de carácter surrealista y experimental, dominada por la escritura automática y la espontaneidad verbal, sigue otra de gran serenidad lírica, un conjunto de poemas que aparecerá también en Retiro hacia la Luz (1944-1979), ese sugerente título que reúne elementos divinos y humanos, materiales e intangibles: Dios, los frutos, la luz, el tiempo, el polvo, la tierra, el recuerdo, la soledad, todos ellos traspasados por el amor, como podemos constatar en el “Poema de los amantes”:
Oh esposa mía, amada mía, lejana mía,
Amiga de la tierra embriagante y las estrellas,
Hermana de los frutos, de Dios y de la tarde,
Halla en mi recuerdo al varón que redime
Una multitud de nombres y de muertes;
Considera que soy el despierto y áspero mundo
Necesario al tuyo,
Necesario a tu vida y a tu muerte, necesaria a la última hermosura.
Porque yo soy la sombra si eres la luz, y juntos informamos el día,
Diverso, irreconciliable, hasta la caída de la tarde.
Esa mesura expresiva, esa musicalidad que emana de las entrañas de su poesía y que tanto atrajo a la crítica literaria María del Carmen Prosdocimi cuando leyó su obra por primera vez, sirvió a nuestro autor para estructurar los poemas de su segunda fase creadora, la cual se extiende desde fines de los cuarenta hasta principios de los sesenta. Entonces Freddy escribió textos que perdurarían como prueba de un oficio que ejerció a conciencia, con el lenguaje como centro de su preocupación estética, la justa medida y el vocablo exacto convertidos en realidad textual, más allá de toda aventura formal. Su lectura de la Biblia –libro de cabecera al igual que el diccionario–, dejó en su poesía huellas indelebles que podemos identificar en algunos de sus mejores textos, en los que se constata el ritmo pausado, el tono solemne, la intensidad, las reiteraciones propias de la oración. Pero no lo hacía con intención de abonar el terreno de la ortodoxia religiosa y la fe convencional del creyente sin criterio, sino para exponer sus dudas e interrogantes, para protestar o reclamar al Creador por las imperfecciones de su obra, en un ansia de justicia inextinguible, como rezan algunos versos de su conocida “Letanía”:
De aquí en adelante
Maldice un poco,
Apoca un tanto tu majestad y tu orgulloso poderío;
Rebájate, ven, sé como cualquier hijo de vecino;
No interpongas tu grandeza
Entre nuestro apetito y tu infalibilidad;
Humíllate, ten algo del humilde y del sabio,
Tan indigno de ti el uno como el otro;
Llega, acércate, no te arrimes más a la Eternidad y el desengaño,
No nos imposibilites,
No imposibilites a los que vendrán después
Por un anhelo de perfección.
Esa inagotable búsqueda metafísica, ese anhelo permanente de redención, permiten al poeta formular una serie de antinomias ontológicas, sus ya estudiadas oposiciones entre lo finito y lo infinito (Dios y hombre, vida y muerte), ser y conciencia (memoria y olvido, amor y desamor), tiempo y espacio (luz y sombra, pasado y presente), sociedad y relaciones de poder (poderosos y humildes, rebeldía y sumisión). El mundo de los humildes sería, en esa nueva fase de principios de los años sesenta, la inagotable fuente a la que acudió una y otra vez en busca de elementos para estructurar un universo de incalculable belleza cimentado en la palabra. Creo que, sin proponérselo siquiera, la vertiente social de su poesía perdurará porque apelaba a su exigente concepción literaria, que no hacía concesiones a la improvisación, ni la estridencia, ni el facilismo, aunque a ratos esté poblada, como sabemos, de arcaísmos y cultismos. En “Además, son”, acaso su poema más citado, convence la sinceridad de sus palabras:
Además, son muchos los humildes de mi pueblo.
Yo escribí sus nombres sobre los muros, pero no los recuerdo.
Yo rescaté su corazón de la carcoma y el olvido, pero no sé dónde
Quedó la sangre coagulada, ni si vino familiar alguno
A limpiar la mancha que había sobre el duro tapiz de la noche.
Yo los besé, y mi ósculo fue como tilde sonora impar
Sobre su frente. Porque aun después del amor
Ellos estaban solos sobre la tierra.
La de mil novecientos sesenta fue una década de enormes conflictos sociales y políticos, de batallas contra la discriminación y la igualdad étnica en territorio norteamericano; asesinatos de presidentes; caída de dictadores; la ominosa guerra de Vietnam; y ocupaciones militares estadounidenses en América Latina que dejaron una estela de dolor, sangre y muerte por todos lados. Fue un decenio que podemos considerar revolucionario en más de un sentido (la emancipación de la mujer, la revolución sexual y un largo etcétera), un tiempo de utopías políticas que luego se vieron frustradas con la aparición de regímenes militares de derecha, dictadores ilustrados, seudo-democracias que preservaron el abismo entre opulencia y miseria, con toda su secuela de resentimiento y malestar social.
En esa etapa a que me refiero (y en la década siguiente) publicó Freddy algunos de sus textos capitales: Casi elegía y Adoración de la Virgen (1961), La leyenda de la muchacha (1962), Además, son(1964), Poblana (1965), Magino Quezada (1966), Estela Fuentes, tiquicia (1970), Trece veces el Sur (1970),Tránsito y gloria de Bernardina Recarez (1975).
Esos títulos proclaman las nuevas orientaciones del poeta: su identificación con los humildes, los explotados, los desconocidos, solitarios y olvidados pobladores de esta tierra (Además, son); su indignación ante la patria lacerada por una guerra civil (Poblana); la desmitificación de la imagen del campesino, tradicionalmente visto como embaucador, haragán y apático (Magino Quezada); las condiciones de vida de aquella gente desheredada, víctima del despojo (Trece veces el Sur). Freddy legó a la posteridad una galería de retratos y personajes representativos de nuestro pueblo, extraídos de sus andanzas y vivencias por los más apartados rincones del país que conoció y amó (Magino Quezada, Estela Fuentes, Bernardina Recarez, entre otros). Todos esos poemas, en los que palpita una fuerza telúrica estremecedora, perdurarán por su belleza inmanente y solidez estructural:
Magino Quezada me pidió la camisa.
“Y por favor, apúnteme su nombre, porque yo sólo recuerdo
El de ella”. Eso dijo, y tú no lo sabrás. Tampoco él podría decir
Quién soy, ni cuánto hizo por todos un hombre
Que sólo sabía leer, en las nubes y las estrellas,
Los signos de la sequía y de la lluvia.
Ahora, ya no voy a la aldea,
Pero sé que Magino me espera. Querría que supiera de letras
Para que descifrara estos versos como si fueran nubes y estrellas girantes
Sobre su conuco junto al Yaque del Sur. Pero no,
Mejor que no aprenda. Alguien moriría de vergüenza.
(CONT.)
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