AUGUSTO FERRÁN Y FORNIER. (1835 - 18880)
OBRAS COMPLETAS (FTE. BVMC)
PRÓLOGO DE GUSTAVO ADOLFO BECQUER. CONT.
V
Las fatigas que se cantan
son las fatigas más grandes,
porque se cantan llorando
y las lágrimas no salen.
Entre los originales, este es el primer cantar que se encuentra al abrir el libro. Él da el tono al resto de la obra, que se desenvuelve como una rica melodía, cuyo tema fecundo es susceptible de mil y mil brillantes variaciones.
Si la dimensión de este artículo me lo permitiera, citaría una infinidad de ellos que justificasen mi opinión; en la imposibilidad de hacerlo así, transcribiré algunos que, aunque imperfecta, puedan dar alguna idea del libro que me ocupa:
Si yo pudiera arrancar
una estrellita del cielo,
te la pusiera en la frente
para verte desde lejos.
Cuando pasé por tu casa
«¿quién vive?» al verme gritaste,
sólo con la mala idea
de, si aún vivía, matarme.
Compañera, yo estoy hecho
a sufrir penas crueles;
pero no a sufrir la dicha
que apenas llega se vuelve.
En estos cantares, el autor rivaliza en espontaneidad y gracia con los del pueblo: la misma forma ligera y breve, la misma intención, la misma verdad y sencillez en la expresión del sentimiento.
En los que sigue varía de tono:
Antes piensa y luego habla;
y después de haber hablado,
vuelve a pensar lo que has dicho,
y verás si es bueno o malo.
Levántate si te caes,
y antes de volver a andar,
mira dónde te has caído
y pon allí una señal.
Yo me he querido vengar
de los que me hacen sufrir,
y me ha dicho mi conciencia
que antes me vengue de mí.
Una sentencia profunda, encerrada en una forma concisa, sin más elevación que la que le presta la elevación del pensamiento que contiene. Verdad en la observación, naturalidad en la frase: estas son las dotes del género de estos cantares. El pueblo los tiene magníficos; por los que dejamos citados se verá hasta qué punto compiten con ellos los del autor de La Soledad:
Los mundos que me rodean
son los que menos me extrañan;
el que me tiene asombrado
es el mundo de mi alma.
Lo que envenena la vida,
es ver que en torno tenemos
cuanto para ser felices
nos hace falta y no es nuestro.
Yo no sé lo que yo tengo,
ni sé lo que a mí me falta,
que siempre espero una cosa
que no sé cómo se llama.
¡Ay de mí! Por más que busco
la soledad, no la encuentro.
Mientras yo la voy buscando,
mi sombra me va siguiendo.
Todo hombre que viene al mundo
trae un letrero en la frente
con letras de fuego escrito,
que dice: «Reo de muerte».
La poesía popular, sin perder su carácter, comienza aquí a elevar su vuelo.
La honda admiración que nos sobrecoge al sentir levantarse en el interior del alma un maravilloso mundo de ideas incomprensibles, ideas que flotan como flotan los astros en la inmensidad.
Esa amargura que corroe el corazón, ansioso de goces, goces que pasan a su lado y huyen lanzándole una carcajada, cuando tiende la mano para asirlos; goces que existen, pero que acaso nunca podrá conocer.
Esa impaciencia nerviosa que siempre espera algo, algo que nunca llega, que no se puede pedir, porque ni aun se sabe su nombre; deseo quizá de algo divino, que no está en la tierra, y que presentimos no obstante.
Esa desesperación del que no puede ahuyentar los dolores, y huye del mundo, y los tormentos le siguen, porque sus torturas son sus ideas, que, como su sombra, le acompaña a todas partes.
Esa lúgubre verdad que nos dice que llevamos un germen de muerte dentro de nosotros mismos; todos esos sentimientos, todas esas grandes ideas que constituyen la inspiración, están expresados en los cuatro cantares que preceden, con una sobriedad y una maestría que no puede menos de llamar la atención.
Como se ve, el autor, con estas canciones, ha dado ya un gran paso para aclimatar su género favorito en el terreno del arte.
Veamos ahora algunas de las que, también imitación de las populares, que constan de dos o más estrofas, ha intercalado en las páginas de su libro:
Pasé por un bosque y dije
«aquí está la soledad...»
y el eco me respondió
con voz muy ronca: «aquí está».
Y me respondió «aquí está»
y entonces me entró un temblor
al ver que la voz salía
de mi mismo corazón.
Tenía los labios rojos,
tan rojos como la grana...
labios ¡ay! que fueron hechos
para que alguien los besara.
Yo un día quise... la niña
al pie de un ciprés descansa:
un beso eterno la muerte
puso en sus labios de grana.
Allá arriba el sol brillante
las estrellas allá arriba;
aquí abajo los reflejos
de lo que tan lejos brilla.
Allá lo que nunca acaba,
aquí lo que al fin termina:
¡y el hombre atado aquí abajo
mirando siempre hacia arriba!
La primera de estas canciones puede ponerse en boca del Manfredo, de Byron; Schiller, no repudiaría la segunda si la encontrase entre sus baladas, y con pensamientos menos grandes que el de la tercera ha escrito Víctor Hugo muchas de sus odas.
Pero nos resta aún por citar una de ellas, acaso una de las mejores, sin duda la más melancólica, la más vaga, la más suave de todas, la última: con ella termina el libro de La Soledad, como con una cadencia armoniosa que se desvanece temblando, y aún la creemos escuchar en nuestra imaginación:
Los que quedan en el puerto
cuando la nave se va,
dicen al ver que se aleja:
«¡quién sabe si volverán!»
Y los que van en la nave
dicen mirando hacia atrás:
«¡quién sabe cuando volvamos
si se habrán marchado ya!»
CONT.
Última edición por Pascual Lopez Sanchez el Vie 09 Oct 2020, 06:57, editado 1 vez
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