***
—Sí, ha sido muy amable…Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo iba
a tirar por la escalera y lo he mandado al diablo.
—¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú…No creerás que…
—balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía
continuar. Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus
explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia,
que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga
perplejidad.
—Dunia —dijo Raskolnikof, haciendo un gran esfuerzo—, no quiero que
se lleve a cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y
que no vuelva a hablarse de él.
—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.
—Piensa lo que dices, Rodia; —replicó Avdotia Romanovna, con una
cólera que consiguió ahogar en seguida—. Sin duda, tu estado no lo permite…
Estás fatigado —terminó con acento cariñoso.
—¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no
acepto tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes
con él. Dámela a leer mañana, y asunto concluido.
—Yo no puedo hacer eso —replicó la joven, ofendida—. ¿Con qué
derecho…?
—Tú también pierdes la calma, Dunetchka —dijo la madre, aterrada y
tratando de hacer callar a su hija—. Mañana hablaremos. Ahora lo que
debemos hacer es marcharnos.
—No estaba en su juicio —exclamó Rasumikhine con una voz que
denunciaba su embriaguez—. De lo contrario, no se habría atrevido a hacer
una cosa así. Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí.
El otro, como es natural, se ha indignado…Estaba aquí discurseando y
exhibiendo su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.
—O sea ¿que es verdad? —dijo Dunia, afligida—. Vamos, mamá…Buenas
noches, Rodia.
—No olvides lo que te he dicho, Dunia —dijo Raskolnikof reuniendo sus
últimas fuerzas—. Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser
un infame, pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame
que yo sea, renegaría de ti. O Lujine o yo…Ya os podéis marchar.
—O estás loco o eres un déspota —gruñó Rasumikhine.
Raskolnikof no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.
Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared,
completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a
Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo
aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja.
—No puedo marcharme —murmuró a Rasumikhine, desesperada—. Me
quedaré aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.
—Con eso no hará sino empeorar las cosas —respondió Rasumikhine,
también en voz baja y fuera de sí—. Salgamos a la escalera. Nastasia,
alúmbranos. Le juro —continuó a media voz cuando hubieron salido— que ha
estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al
doctor! Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso
de abajo, a fin de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad
y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora se empeña usted en seguir
irritándole, se irá igualmente, o intentará suicidarse.
—¡Oh! ¿Qué dice usted?
—Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola en ese
fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en uno de los lugares
más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr Petrovitch podía haberles buscado
un alojamiento más conveniente… ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe? Por
eso empleo palabras demasiado…expresivas. No haga usted demasiado caso.
—Iré a ver a la patrona —dijo Pulqueria Alejandrovna— y le suplicaré que
nos dé a Dunia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo
dejarlo así, no puedo.
Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia
permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba
muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a
Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero
fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una
especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con
redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba con
una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada palabra, sin
duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles
daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más impúdico.
A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la
presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba cuenta y seguía
martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le hubieran
pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir
ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era
un hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado enérgicamente la
mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían tan trastornada, que no
quería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había sido
para ella la Providencia en persona.
cont
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