***
Y los miró a todos atentamente.
—Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de
mil verstas…Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas…? ¿Y por qué
me interrogáis? —exclamó, irritado.
Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus
pensamientos.
—¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba —dijo de
súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio—. Estoy segura
de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.
—¿Esta habitación? —dijo Raskolnikof, distraído—. Sí, ha contribuido
mucho. He reflexionado en ello…Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener,
mamá! —añadió con una singular sonrisa.
Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana
a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono
familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no
pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo
insoportables.
Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así
acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar
resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo
de salir de la violenta situación en que se encontraba.
—Tengo algo que decirte, Dunia —manifestó secamente y con grave
semblante—. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero
un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo
puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay
suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana
mía.
—¡Pero Rodia! ¿Otra vez las ideas de anoche? —exclamó Pulqueria
Alejandrovna—. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo
dijiste ayer.
—Óyeme, Rodia —repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco
como el de su hermano—, la discrepancia que nos separa procede de un error
tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La
causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu
equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil.
Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el
motivo principal de mi determinación.
«Miente —se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de
rabia—. ¡La muy orgullosa…! No quiere confesar su propósito de ser mi
bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los
detesto a todos!»
—En una palabra —continuó Dunia—, me caso con Piotr Petrovitch
porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir
lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué
sonríes?
Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.
—¿Dices que lo cumplirás todo? —preguntó Raskolnikof con aviesa
sonrisa.
—Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que
me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta
opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá
apreciarme a mí igualmente… ¿Por qué vuelves a reírte?
—¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación
femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí…Tú
no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te
casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es
una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.
—¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! —exclamó Dunetchka, perdiendo por
completo la calma—. No me casaría con él si no estuviera convencida de que
me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación.
Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy
mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices…Por otra parte, si
tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no
sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que
tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la
pérdida de alguien, no será sino de mí misma…Todavía no he matado a
nadie… ¿Por qué me miras de ese modo…? ¡Estás pálido…! ¿Qué te pasa,
Rodia…? ¡Rodia, querido Rodia!
—¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa —exclamó Pulqueria
Alejandrovna.
—No, no…, no ha sido nada…Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me
he desmayado…No piensas más que en eso… ¿Qué es lo que yo quería
decir…? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te
aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has
dicho…? ¿O acaso he entendido mal?
—Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch —dijo Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa.
Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de
abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como
obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:
—No sé por qué me ha de preocupar este asunto…Cásate con quien
quieras.
cont
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