»Naturalmente, no fue ése su prometido descenso a la tierra, tal y como se presentará
en el fin de los tiempos, con toda su gloria celestial, de forma repentina, “como el
relámpago sale del oriente y resplandece hasta el occidente”. No, solo quiso visitar
brevemente a sus hijos, precisamente allí donde crepitaban las hogueras de los
herejes. Por su misericordia infinita, caminó una vez más entre las gentes, en la misma
forma humana que había tenido cuando habitó durante tres años en medio de los
hombres, quince siglos antes. Desciende a las “tórridas callejas” de la ciudad
meridional, precisamente allí donde la misma víspera, en “un grandioso auto de fe”,
en presencia del rey, de la corte, de caballeros, de cardenales y de hermosísimas
cortesanas, delante de la numerosa población de toda Sevilla, el cardenal y gran
inquisidor había hecho quemar a cerca de un centenar de herejes ad majorem gloriam
Dei. Aparece en silencio, discretamente, pero todos, por raro que parezca, lo
reconocen. Éste podría ser uno de los mejores pasajes del poema; quiero decir, por
qué, precisamente, lo reconocen. La gente, arrastrada por una fuerza invencible, se
dirige hacia Él, lo rodea, se apelotona a su alrededor, lo sigue. Él avanza en silencio
entre la multitud, con una sonrisa callada de infinita compasión. Arde en su corazón el
sol del amor, brotan de sus ojos los rayos de la Luz, de la Iluminación y de la Fuerza y,
derramándose sobre los hombres, despierta en sus corazones un amor recíproco.
Tiende los brazos hacia ellos, los bendice y, al contacto con Él, incluso con sus
vestiduras, surge una fuerza que da salud. Un anciano, ciego desde la infancia, grita en
medio de la multitud: “Cúrame, Señor, y así podré verte”, y de pronto se le caen una
especie de escamas de los ojos, y el ciego ve al Señor. El pueblo llora y besa la tierra
que pisa. Los niños arrojan flores a su paso, proclaman y cantan: “¡Hosanna!”. “Es Él,
es Él —repite todo el mundo—, tiene que ser Él, no puede ser otro.” Se detiene en el
atrio de la catedral de Sevilla justo en el momento en que introducen en el templo,
entre llantos, un pequeño ataúd blanco, abierto: descansa en él una niña de siete años,
hija única de un ciudadano ilustre. La criatura muerta está cubierta de flores. “Él
resucitará a tu hija”, grita una voz entre la muchedumbre a la madre que llora. El deán
del cabildo catedralicio, que ha salido al encuentro del féretro, mira perplejo y frunce
el ceño. Pero de pronto resuena el lamento de la madre de la niña muerta. La mujer se
arroja a los pies del Señor: “¡Si eres Tú, resucita a mi hija!”, exclama, tendiendo los
brazos hacia Él. El cortejo se detiene, depositan el féretro en el suelo del atrio, a sus
pies. Él mira con compasión, y sus labios, dulcemente, vuelven a ordenar: “Talitá kum,
que quiere decir: Muchacha, a ti te digo, levántate”. La muchacha se incorpora en el
féretro, se sienta y mira sonriente, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Tiene en
las manos el ramillete de rosas blancas con el que yacía en el ataúd. La gente está
emocionada, hay gritos y llantos; y en ese mismo instante cruza la plaza de la catedral
el mismísimo cardenal, el gran inquisidor.
cont
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