—Sí que lo vale, Lise. Dentro de unos días abandonaré el monasterio. Y, para vivir
en el mundo, es preciso casarse, eso es lo que sé. Así, además, me lo ha ordenado él.
¿A quién iba a elegir mejor que a usted?… Y ¿quién iba a aceptarme, de no ser usted?
Todo esto ya lo he meditado. En primer lugar, usted me conoce desde la infancia; en
segundo lugar, tiene muchas aptitudes de las que yo carezco. Tiene un espíritu más
alegre que el mío; usted, sobre todo, es más inocente que yo, porque yo ya me he
visto involucrado en muchos asuntos, en muchos… Ay, usted no lo sabe, pero ¡yo
también soy un Karamázov! Qué más da que se ría y que bromee, aunque sea a mi
costa; no pasa nada, ríase, eso me alegra tanto… Pero usted se ríe como una niña
pequeña, y, para sus adentros, razona como una mártir…
—¿Como una mártir? ¿Y eso?
—Sí, Lise; fíjese en la pregunta que me hacía antes: ¿no estaremos despreciando a
ese infeliz al diseccionar así su alma? Es una pregunta propia de una mártir… Verá, no
sé cómo explicarlo, pero esas preguntas solo las formulan quienes están capacitados
para sufrir. Sentada en su sillón, seguro que usted ya ha meditado mucho…
231
—Deme su mano, Aliosha, ¿por qué la retira? —dijo Lise con una vocecita decaída,
debilitada por la felicidad—. Escuche, Aliosha, ¿cómo piensa vestir cuando salga del
monasterio? ¿Qué ropa va a llevar? No se ría, no se enfade, para mí es algo muy, pero
que muy importante.
—En el traje aún no he pensado, Lise, pero me pondré el que usted quiera.
—Quiero que lleve una chaqueta de terciopelo azul oscuro, un chaleco blanco de
piqué y un sombrero gris de fieltro, flexible… Dígame, ¿de veras me creyó cuando le
dije hace un rato que no le amaba, que lo de la carta de ayer no era verdad?
—No, no me lo creí.
—¡Oh, qué hombre más insoportable! ¡Es incorregible!
—Verá, yo sabía que usted… al parecer, me ama, pero aparenté creerla cuando me
dijo que no me amaba, para que a usted le resultara… más cómodo…
—¡Peor todavía! Lo peor, y también lo mejor. Aliosha, yo a usted le quiero con
locura. Hace un rato, antes de que usted llegara, estaba haciendo mis conjeturas, y me
dije: «Le pediré la carta de ayer, y si resulta que la saca tranquilamente y me la
devuelve (algo que siempre cabe esperar de él), eso querrá decir que no me quiere en
absoluto, que no siente nada por mí, que no es más que un muchacho estúpido e
indigno, y yo estaré perdida». Pero usted se había dejado la carta en la celda, lo cual
me dio nuevos ánimos; usted presentía que yo iba a reclamarle la carta, y de esa
manera evitaba devolvérmela. ¿No es verdad? ¿A que sí?
—¡Oh, Lise, de ningún modo! Llevo la carta encima, tanto ahora como antes; mire,
la tengo en este bolsillo, aquí la tiene. —Aliosha la sacó y, riéndose, se la enseñó
desde lejos—. Pero no voy a devolvérsela: puede verla, pero no tocarla.
—¿Cómo? Entonces, me ha mentido. ¿Es usted monje y ha mentido?
—Probablemente haya mentido —se burló Aliosha—; he mentido para no tener
que devolverle la carta. Tiene mucho valor para mí —añadió de repente, con profunda
emoción y ruborizándose una vez más—, y siempre lo tendrá, ¡y no se la daré nunca a
nadie!
cont
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