—¡Basta! —dijo Svidrigailof a los artistas al ver entrar a Raskolnikof.
La muchacha dejó de cantar en el acto y esperó en actitud respetuosa.
También respetuosa y gravemente acababa de cantar su vulgar cancioncilla.
—¡Felipe, un vaso! —pidió a voces Svidrigailof.
—Yo no bebo vino —dijo Raskolnikof.
—Como usted guste. Pero no he pedido un vaso para usted. Bebe, Katia.
Hoy ya no lo volveré a necesitar. Toma.
Le sirvió un gran vaso de vino y le entregó un pequeño billete amarillo.
La muchacha apuró el vaso de un solo trago, como hacen todas las
mujeres, tomó el billete y besó la mano de Svidrigailof, que aceptó con toda
seriedad esta demostración de respeto servil. Acto seguido, la joven se retiró
acompañada del organillero. Svidrigailof los había encontrado a los dos en la
calle. Aún no hacía una semana que estaba en Petersburgo y ya parecía un
antiguo cliente de la casa. Felipe, el camarero, le servía como a un parroquiano
distinguido. La puerta que daba al salón estaba cerrada, y Svidrigailof se
desenvolvía en aquel establecimiento como en casa propia. Seguramente
pasaba allí el día. Aquel local era un antro sucio, innoble, inferior a la
categoría media de esta clase de establecimientos.
—Iba a su casa —dijo Raskolnikof—, y, no sé por qué, he tomado la
avenida *** al dejar la plaza del Mercado. No paso nunca por aquí. Doblo
siempre hacia la derecha al salir de la plaza. Además, éste no es el camino de
su casa. Apenas he doblado hacia este lado, le he visto a usted. Es extraño,
¿verdad?
—¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?
—Porque tal vez no es más que un azar.
—Aquí todo el mundo peca de lo mismo —replicó Svidrigailof echándose
a reír—. Ni siquiera cuando se cree en un milagro hay nadie que se atreva a
confesarlo. Incluso usted mismo ha dicho que se trata «tal vez» de un azar.
¡Qué poco valor tiene aquí la gente para mantener sus opiniones! No se lo
puede usted imaginar, Rodion Romanovitch. No digo esto por usted, que tiene
una opinión personal y la sostiene con toda franqueza. Por eso mismo me ha
llamado la atención lo que ha dicho.
—¿Por eso sólo?
—Es más que suficiente.
cont
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