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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Pedro Casas Serra
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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 26 Mayo 2021, 05:35

    .



    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev nació en  Boguchar, Vorónezh el 29 de junio (juliano)/ 11 de julio de 1826 (gregoriano) y murió en Moscú, 11 de octubre (juliano)/ 23 de octubre de 1871 (gregoriano); fue el mayor de los folcloristas rusos de la época, y el primero en editar volúmenes de cuentos de tradición eslava que se habían perdido a lo largo de los siglos.

    Afanasiev tuvo que realizar un duro trabajo de recopilación, ya que los cuentos eslavos, al igual que los celtas irlandeses, no se dejaron por escrito, eran exclusivamente de tradición oral. Hecho agravado por las reformas del zar Pedro I el Grande, que dejó de lado la Rusia tradicional ortodoxo-eslava para introducir en las frías estepas el código de vida europeo. Los boyardos fueron sustituidos por los duques y marqueses y el lenguaje ruso se vio reducido a las clases media-baja de la sociedad rusa, pasando la nobleza a hablar en francés.

    Fue educado en Vorónezh y cursó estudios de derecho en la universidad de Moscú, donde descubrió a los escritores Konstantín Kavélin y Timoféi Granovski. Su primer trabajo fue el de profesor de historia antigua, pero fue despedido por una falsa acusación de Serguei Uvárov, otro escritor de la época.

    Fue entonces cuando dedicó su vida al periodismo, escribiendo sus artículos sobre los principales escritores rusos del siglo pasado, algunos nombres tan célebres como Nikolai Novikov, Denis Fonvizin y Antioj Kantemir.

    Fue en 1850 cuando Afanasiev se dedicó enteramente a su pasión de folclorista de la llamada Vieja Rusia, recorrió provincias enteras obteniendo relatos de todas partes de Moscovia. Sus primeros artículos causaron gran impresión en la escuela mitológica rusa de aquella época. Sus principales fuentes fueron los cuentos de la Academia de Geografía rusa y algunas contribuciones de Vladimir Dal.

    Afanasiev murió pobre, desahuciado en Rusia. Sus obras no fueron publicadas allí debido a su amistad con Herzen. Murió de tuberculosis, obligado a vender su librería personal a la edad de 45 años.

    La obra de Afanasiev consta de un total de 680 cuentos tradicionales rusos recogidos en ocho volúmenes que realizó de 1855 a 1863, algunos tan conocidos como Basilisa la Hermosa, La leyenda de Marya Morevna o El soldado y la muerte.

    Sus principales artículos periodísticos mitológicos fueron "Los brujos y las brujas", "Exorcismo eslavo" (Sortilegio eslavo) y "Leyendas paganas acerca de la isla Buyán".

    Realizó importantes estudios como historiador e investigador literario como el Domovói (1850), Concepciones poéticas de los eslavos sobre la naturaleza, su trabajo fundamental en 3 volúmenes que realizó de 1865 a 1869, e Historia de los cosacos (1871).

    Fue miembro de la Academia de Geografía rusa desde 1852. Esta organización fue la impulsora de la publicación de sus volúmenes de cuentos.

    (Sacado de [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] )


    ***


    CUENTOS POPULARES RUSOS de Aleksandr Nikolayevich Afanasiev





    EL ZAREVICH CABRITO


    Érase que se era, un zar y una zarina que tenían dos hijos: el niño se llamaba Ivanuchka y su hermana Alenuchka. Al morirse sus padres y no tener familia, los niños decidieron ir a recorrer mundo. Iniciado el camino, el sol se subió al cielo y les quemaba sin encontrar refugio.

    Llegados a un estanque, junto al que apacentaba un rebaño de vacas, -¡tengo sed! - dijo el niño.

    - No bebas, hermanito, que te convertirías en ternero – le aconsejó Alenuchka.

    Alcanzaron un río y en su orilla, pacía una manada de caballos.

    ¡Qué sed tengo, hermanita! - dijo el niño.

    -No bebas, Ivanuchka, que te transformarías en potrillo.

    Vieron después un lago y en su orilla, pastar unas ovejas.

    - ¡Tengo sed! - dijo el niño.

    - No bebas, hermanito, que te convertirías en cordero.

    Siguieron adelante y al llegar a un arroyo, junto al que hozaba una piara de cerdos, - ¡no puedo más, hermanita! - dijo el niño.

    - Ivanuchka, no bebas, pues te transformarías en lechoncito.

    Anda que andarás, el sudor les cubría todo el cuerpo, sin que hallaran lugar en que alojarse. Vieron entonces unas cabras que pacían junto a una laguna.

    ¡Oh, hermanita! ¡Aquí sí que beberé!

    Y haciendo oídos sordos a su hermana, Ivanuchka bebió de la laguna y se volvió un Cabrito que saltaba y brincaba, - beee!, ¡beee!, ¡beee! - balaba.

    Alenuchka le ató un cordón de seda y llorando se lo llevó consigo.


    Un día, el Cabrito, que iba suelto y corría, penetró en el jardín del palacio de un zar. Éste hizo llamar a Alenuchka que le contó su historia, y viéndola tan bella, quiso casarse con ella. Celebraron la boda y vivían felices y contentos los tres.

    El Cabrito pasaba el día en el jardín, por la noche dormía en una habitación de palacio y comía en la mesa del zar y la zarina.

    Llegó un día en que el zar se fue de caza, y una hechicera, por medio de sus artes, hizo enfermar a la zarina, y la pobre Alenuchka adelgazó y se puso tan pálida como la cera. En el palacio y en el jardín todo tomó un triste aspecto: marchitaron las flores, se secaron las hojas de los árboles, las hierbas se agostaron.

    Vino a ver a Alenuchka la hechicera, y le dijo:

    - ¿Quieres curarte? Ve a la orilla del mar y bebe su agua al anochecer durante siete días.

    La zarina hizo caso del consejo y al llegar el crepúsculo, fue a la orilla del mar, en donde la aguardaba la hechicera, que la cogió, le ató una piedra al cuello y la echó al mar; Alenuchka se sumergió enseguida. El Cabrito, presintiendo algo malo, corrió hacia el mar y vio a su hermana hundirse, prorrumpiendo en un llanto amarguísimo.

    Entretanto, la bruja se vistió de zarina, se presentó en palacio y empezó a gobernar.

    Volvió el zar de la caza y, sin notar el engaño, se alegró mucho al ver que la zarina había recobrado la salud. Les sirvieron la cena y se pusieron a comer.

    - ¿Dónde para el Cabrito? - dijo el zar.

    - Mejor sin él estamos – respondió la hechicera. He dado orden de que no pueda entrar, me molesta su olor.

    Pasaron varios días, y la hechicera empezó a convencer al zar mediante súplicas:

    - ¡Da orden de que maten al Cabrito! Me fastidia de tal modo, que no quiero verlo más.

    Al zar le daba lástima, pero se lo pedía con tamaña insistencia que no pudo evitar consentir que lo matasen.

    La mañana siguiente, el Cabrito, viendo que ya afilaban los cuchillos para cortarle la cabeza, fue a ver al zar y le rogó.

    - ¡Señor! Déjame ir a la orilla del mar para beber allí agua y limpiar mis entrañas.

    El zar le dio permiso y el Cabrito corrió a toda prisa hacia el mar, se detuvo en la orilla y exclamó con voz lastimera:

    - ¡Alenuchka, hermanita, sal a la orilla! ¡Han encendido ya la hoguera, la caldera está llena de agua hirviendo, afilando ahora están los cuchillos para matarme! ¡Pobre de mí!

    Alenuchka le contestó:

    - ¡Ivanuchka, hermanito, la piedra atada al cuello me pesa demasiado; las algas se enredaron en mis pies; se amontona la arena sobre mi pecho; la serpiente ha chupado toda la sangre de mi corazón!

    El Cabrito se echó a llorar y regresó a palacio.

    A mediodía, volvió otra vez al zar y le pidió:

    - ¡Señor! Déjame ir a la orilla del mar para beber allí agua y limpiar mis entrañas.

    El zar le dio permiso y el Cabrito corrió a toda prisa hacia el mar, se detuvo en la orilla y exclamó con voz lastimera:

    - ¡Alenuchka, hermanita, sal a la orilla! ¡Han encendido ya la hoguera, la caldera está llena de agua hirviendo, afilando ahora están los cuchillos para matarme! ¡Pobre de mí!

    Alenuchka le contestó:

    - ¡Ivanuchka, hermanito, la piedra atada al cuello me pesa demasiado; las algas se enredaron en mis pies; se amontona la arena sobre mi pecho; la serpiente ha chupado toda la sangre de mi corazón!

    El Cabrito se echó a llorar y regresó a palacio.

    Cuando caía el sol, fue otra vez a pedir permiso al zar, diciéndole:

    - ¡Señor! Déjame ir a la orilla del mar para beber allí agua y limpiar mis entrañas.

    El zar le dio permiso, pero pensó: ¿Por qué el Cabrito quiere ir siempre a la orilla del mar? Y lo siguió.

    Llegados a la orilla, oyó al Cabrito que llamaba a su hermana:

    - ¡Alenuchka, hermanita, sal a la orilla! ¡Han encendido ya la hoguera, la caldera está llena de agua hirviendo, afilando ahora están los cuchillos para matarme! ¡Pobre de mí!

    Alenuchka le contestó:

    - ¡Ivanuchka, hermanito, la piedra atada al cuello me pesa demasiado; las algas se enredaron en mis pies; se amontona la arena sobre mi pecho; la serpiente ha chupado toda la sangre de mi corazón!

    Pero el Cabrito empezó a suplicar, llamándola con voz tiernísima, y entonces Alenuchka, haciendo un gran esfuerzo, subió de lo más hondo del mar y apreció en la superficie. El zar la rescató, le desató la piedra que tenía atada al cuello, la sacó a la orilla y le preguntó lleno de asombro:

    - ¿Cómo te ha sucedido tal desgracia?

    Ella le contó todo, el zar se alegró mucho y el Cabrito también, manifestando su alegría con grandísimos saltos. En los jardines de palacio, los árboles reverdecieron, las plantas florecieron y todo alrededor se llenó de risas y de júbilo.

    En cuanto a la hechicera, dio el zar la orden de ejecutarla. En el centro del patio encendieron una hoguera y en ella quemaron a la bruja.

    Después de hacer justicia, el zar, su esposa y el Cabrito vivieron felizmente y en paz, sin separarse nunca.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
    (Versión en prosa medida de Pedro Casas Serra)


    Última edición por Pedro Casas Serra el Miér 25 Mayo 2022, 12:23, editado 1 vez


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 29 Mayo 2021, 13:47

    .

    EL CAMPESINO, EL OSO Y LA ZORRA


    Estaba un campesino labrando un día su campo, cuando se le acercó un Oso y le gritó:

    - ¡Campesino, te voy a matar!

    - No me mates! - suplicó el campesino. Yo sembraré los nabos y los repartiré entre los dos: yo me quedaré con las raíces, y las hojas a ti te las daré.

    Consintió el Oso y se marchó al bosque.

    La cosecha llegó y el campesino le llevó al Oso un carro lleno de hojas de nabo. Quedó muy satisfecho el Oso de lo que él creía un buen negocio.

    Un día el campesino con su carro fue a la ciudad para vender los nabos, y en el camino tropezó con el Oso, que le dijo:

    - ¡Hola, campesino! ¡Adónde vas?

    - Amigo – respondió el campesino -, voy a vender las raíces de los nabos a la ciudad.

    - Muy bien, pero déjame probar qué tal saben.

    Acabó el Oso de comerlas, cuando rugió furioso:

    ¡Ah, miserable! ¡Cómo me has engañado! ¡Saben mucho mejor las raíces que las hojas! Cuando siembres de nuevo, me darás las raíces y tú te quedarás las hojas.

    - Bien – dijo el campesino. Y esta vez sembró trigo.

    La cosecha llegó y el campesino las raíces del trigo le dio al Oso.

    Viendo que el campesino se había otra vez burlado de él, rugió el Oso:

    - ¡Campesino! ¡Estoy muy enfadado contigo! ¡No te atrevas a ir al bosque a por leña, porque te mataré en cuanto te vea!

    Volvió el campesino a su casa, y pese a que la leña le hacía mucha falta, temía ir al bosque a por ella; consumió la madera de la casa, y al final, no tuvo más remedio que ir al bosque.

    Cuando con gran sigilo entró en el bosque, una Zorra a su encuentro salió.

    - ¿Qué te pasa? ¿Por qué andas tan despacio? - le preguntó la Zorra.

    - Temo encontrar al Oso, porque me ha amenazado de muerte si me atrevo a entrar en el bosque.

    - No te preocupes, yo te salvaré, pero dime qué me darás a cambio.

    El campesino, muy contento, le dijo a la Zorra:

    - No seré avaro: una docena de gallinas te daré, si me ayudas.

    - Conforme. Corta cuanta leña quieras y entretanto daré gritos fingiendo que han venido cazadores. Si el Oso te pregunta, dile que corren cazadores por el bosque persiguiendo a los lobos y a los osos.

    El campesino se puso a cortar leña y pronto llegó el Oso corriendo sin parar.

    - ¡Eh, viejo amigo! ¡Qué significan esos gritos! - preguntó el Oso.

    - Son cazadores que persiguen a los lobos y a los osos.

    - ¡Oh, amigo! ¡No me denuncies a ellos! Protégeme y escóndeme debajo tu carro – el Oso le pidió todo asustado.

    Entretanto la Zorra, que gritaba escondida detrás de los zarzales, preguntó:

    - ¡Hola, campesino! ¿Has visto por aquí algún Oso?

    - No he visto nada – dijo el campesino.

    - ¿Qué es lo que tienes bajo del carro?

    - Es un tronco de árbol.

    - Si fuese un tronco de árbol no estaría bajo del carro sino encima, y atado con una cuerda.

    - Dijo entonces el Oso, en voz baja, al campesino:

    - Ponme en el carro y átame con una cuerda.

    El campesino no se lo hizo repetir dos veces. Puso al Oso en el carro, lo ató con una cuerda y empezó a darle golpes con el hacha hasta matarlo.

    Pronto acudió la Zorra y dijo al campesino:

    - ¿Dónde está el Oso?

    - Está muerto.

    - Bien, pues ahora, amigo mío, tienes que cumplir lo que me prometiste.

    - Con mucho gusto, amiguita, ven conmigo a mi casa y allí te daré las gallinas.

    El campesino se dirigió a su casa sobre el carro y la Zorra corriendo iba delante.

    Al llegar a su casa, el campesino silbó a sus perros azuzándolos para que cogiesen a la Zorra. Esta corrió hacia el bosque y se escondió en su cueva. Recobrado el aliento, empezó a preguntar:

    - ¡Hola, mis ojos! ¿Qué habéis hecho mientras corría?

    - Hemos mirado el camino para que no tropezases.

    - ¿Y vosotros, mis oídos?

    - Hemos escuchado por si los perros se acercaban.

    - ¿Y vosotros, mis pies?

    - Hemos corrido a todo correr para que no te alcanzaran los perros.

    - Y tú, rabo, ¿qué has hecho?

    - Yo – dijo el rabo – me metía entre tus piernas para que tropezases, te cayeses y los perros te mordiesen con sus dientes.

    - ¡Ah, canalla! - gritó la Zorra - ¡Pues bien recibirás lo que mereces! - y sacando el rabo de la cueva, exclamó: ¡Comedlo, perros!

    Cogieron éstos con sus dientes el rabo, tiraron de él, sacaron a la Zorra de su cueva y la hicieron pedazos.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
    (Versión poetizada de Pedro Casas Serra)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 02 Jun 2021, 06:01

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    LA RANA ZAREVNA


    Un zar tenía tres hijos. Los tres eran solteros, jóvenes y valientes. El menor se llamaba el zarevich Iván.

    Un día les dijo el zar:

    - Queridos hijos: Disparad una flecha con vuestro arco y donde caiga, iréis a escoger novia para casaros.

    La flecha del mayor cayó en el patio de un boyardo, frente a la torre donde vivían las mujeres; la flecha del segundo fue a clavarse en casa de un comerciante que tenía una hija. Soltó la flecha Iván, y cayó en un pantano al lado de una rana.

    El zarevich Iván, atribulado, dijo a su amado padre:

    - ¿Cómo podré casarme con una rana, padre mío?

    - ¡Cásate, ya que tal ha sido tu suerte! – le contestó el zar.

    Se casaron los tres: el mayor, con la hija del boyardo; el segundo, con la del comerciante, e Iván, con la rana.

    Tiempo después, el zar les ordenó:

    - Que vuestras mujeres me hagan un pan blanco y tierno.

    Regresó a su palacio Iván Zarevich, muy triste y pensativo.

    - ¡Kwa, kwa, Iván Zarevich! ¿Por qué estás triste? – le pregunto la Rana. ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?

    - ¿Cómo no voy a estar triste? Mi señor padre quiere que le hagas un pan blanco y tierno.

    - ¡No te apures, zarevich! Acuéstate y duermete tranquilo. Por la mañana se es más sabio que por la noche – le dijo la Rana.

    Acostose el zarevich y se durmió profundamente; la Rana se quitó la piel y transformose en una hermosa joven llamada Basilisa la Sabia, fue al patio y exclamó en voz alta:

    - ¡Criadas! ¡Preparadme un pan blanco y tan tierno como el que comía en casa de mi querido padre!

    Por la mañana, cuando se despertó el zarevich Iván, la Rana ya tenía el pan hecho, y era tan blanco y delicioso que no podía imaginarse nada igual.

    El zarevich Iván presentó el pan al zar; este quedó muy satisfecho y le dio las gracias; pero enseguida ordenó a sus tres hijos:

    - Que en una sola noche vuestras mujeres me tejan cada una una alfombra.

    Regresó a su palacio Iván Zarevich, muy triste y pensativo, y se dejó caer en un sillón con desaliento.

    - ¡Kwa, kwa, Iván Zarevich! ¿Por qué estás triste? – le pregunto la Rana. ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?

    - ¿Cómo no voy a estar triste, cuando mi señor padre ha ordenado que tejas una alfombra de seda en una noche?

    - ¡No te apures, zarevich! Acuéstate y duermete tranquilo. Por la mañana se es más sabio que por la noche.

    Acostose el zarevich y se durmió profundamente; la Rana se quitó la piel y convertida en Basilisa la Sabia, fue al patio y exclamó:

    - ¡Impetuoso viento! ¡Tráeme aquí la alfombra sobre la que solía sentarme en casa de mi querido padre!

    Por la mañana, cuando se despertó el zarevich Iván, la Rana ya tenía la alfombra tejida, y era esta tan bella como ninguna otra.

    Al recibirla el zar, muy asombrado, dio las gracias a Iván; no contento con esto, ordenó a sus tres hijos presentarse ante él con sus mujeres.

    De nuevo regresó a su palacio Iván Zarevich, muy triste y pensativo, y echado en un sillón, apoyaba su mano en su cabeza.

    - ¡Kwa, kwa, Iván Zarevich! ¿Por qué estás triste? ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?

    - ¿Cómo no voy a estar triste? Mi señor padre ha ordenado que te lleve conmigo ante él.

    - No te apures, zarevich. Ve tú solo, que yo iré más tarde; en cuanto escuches truenos y veas temblar la tierra, diles a todos: “Es mi Rana, que viene en su cajita”.

    Se fue solo a palacio Iván Zarevich. Llegaron sus hermanos mayores con sus mujeres engalanadas, y al verlo solo, empezaron a burlarse de él, diciendo:

    - ¿Y tu mujer? ¿Cómo es que no ha venido?

    - ¿Por qué no la has traído envuelta en un pañuelo mojado?

    De pronto, retumbó un trueno tan fuerte, que hizo temblar todo el palacio; los convidados se asustaron sin saber qué hacer, pero Iván les dijo:

    - No tengáis miedo: es mi Rana, que viene en su cajita.

    Llegó al palacio un carruaje dorado tirado por seis caballos alazanos, y de él se apeó la Sabia Basilisa, tan bella, que imposible sería imaginar otra más bella. Del brazo del zarevich, se dirigieron a la mesa dispuesta para la comida. Se sentaron también los demás convidados; bebieron y comieron y se divirtieron mucho.

    La Sabia Basilisa bebió un poquito de su vaso y el resto se lo echó en la manga izquierda; comió un poquito de cisne y los huesos los guardó en la manga derecha. Sus cuñadas, al ver estos manejos, hicieron otro tanto.

    Al bailar Basilisa la Sabia con su marido, sacudió su mano izquierda y se formó un lago; sacudió la derecha y aparecieron unos preciosos cisnes blancos en el agua ; el zar y sus convidados quedaron asombrados. Al salir a bailar las otras nueras, quisieron imitar a Basilisa: sacudieron la mano izquierda y salpicaron de agua a los convidados; sacudieron la derecha y golpearon al zar con un hueso en un ojo. El zar se enfadó mucho y las echó de palacio.

    Mientras, Iván Zarevich, escogiendo un momento propicio, fue corriendo a su casa, buscó la piel de rana y, encontrándola, la quemó. Al volver, Basilisa la Sabia buscó la piel, y al comprobar su ausencia, se entristeció y le dijo al zarevich:

    - ¡Oh, Iván Zarevich! ¿Qué has hecho, desgraciado? Si hubieses aguardado un poquitín más habría sido tuya para siempre, pero ahora, ¡adiós! Encuéntrame a mil leguas de aquí; y antes de hallarme tendrás que haber gastado tres pares de botas de hierro y comido tres panes de hierro. Si no, no me encontrarás.

    Y al decir esto, se transformó en un cisne blanco y volando salió por la ventana.

    Iván Zarevich rompió en un llanto desconsolado, rezó, se puso unas botas de hierro y se marchó en busca de su mujer. Anduvo largo tiempo y encontró a un viejecito que le preguntó:

    - ¡Valiente joven! ¿Dónde vas y qué buscas?

    El zarevich Iván le contó su desdichada historia.

    - ¡Oh, Iván Zarevich! - exclamó el viejo - ¿Por qué quemaste la piel de la Rana? ¡Si no eras tú quien se la había puesto, no eras tú quien tenía que quitársela! El padre de Basilisa, al ver que esta le excedía en astucia desde su nacimiento, la condenó a vivir como una rana durante tres años. Aquí tienes una pelota – continuó -; tómala, tírala y síguela sin temor por donde vaya.

    Iván Zarevich dio las gracias al anciano, tomó la pelota, la tiró y se fue siguiéndola.

    Transcurrió mucho tiempo, y un día la pelota dio contra una cabaña que estaba colocada sobre tres patas de gallina y giraba sobre ellas sin cesar. Iván Zarevichh dijo:

    - ¿Cabaña, cabañita! ¡Pon la espalda hacia el bosque y la puerta hacia mí!

    La cabaña obedeció; entró en ella Iván y se encontró a la bruja Baba-Yaga, con sus piernas huesudas y su nariz colgante, afilando sus dientes. Al entrar el zarevich, gruñó y salió enfadada a su encuentro:

    ¡Fiú, fiú! ¡Aquí hasta ahora ni se vio ni se olió a ningún hombre, y he aquí que uno se ha atrevido a entrar y a molestarme con su olor! ¡Iván Zarevich! ¿Por qué has venido?

    - ¡Oh, vieja bruja! Menos gruñirme, harías mejor en darme de comer y de beber y en ofrecerme un baño, y ya después de esto preguntarme por mis asuntos.

    Baba-Yaga le dió de comer y de beber y le preparó el baño. Después del baño, el zarevich le contó que iba en busca de su mujer, la Sabia Basilisa.

    - ¡Has tardado en venir! Se acordaba al principio de ti, pero ahora no te nombra nunca. Ve a ver a mi segunda hermana, que está más enterada que yo de tu mujer.

    Iván Zarevich se puso en camino de nuevo detrás de la pelota; andó hasta encontrar otra cabaña, colocada también sobre patas de gallina.

    - ¿Cabaña, cabañita! ¡Pon la espalda hacia el bosque y la puerta hacia mí! - dijo el zarevich.

    La cabaña obedeció; Iván penetró en ella y encontró a la segunda Baba-Yaga, la cual al verle dijo:

    Fiú, fiú! ¡Aquí hasta ahora ni se vio ni se olió a ningún hombre, y he aquí que uno se ha atrevido a entrar y a molestarme con su olor! ¡Qué hay, Iván Zarevich? ¿Vienes a verme por tu voluntad o contra ella?

    Iván Zarevich le contestó que más bien era contra su voluntad.

    Voy – dijo – en busca de mi mujer, Basilisa la Sabia.

    - ¡Pues qué pena me das, Iván Zarevich! - le contestó entonces Baba-Yaga. ¿Por qué has tardado tanto? Basilisa la Sabia te ha olvidado, va a casarse con otro. Ahora vive en casa de mi hermana mayor, donde tienes que ir para llegar a tiempo de evitarlo. No olvides el consejo que te doy: Al pisar la cabaña, Basilisa la Sabia se hará un huso y mi hermana hilará hilos de oro que devanará sobre ese huso; procura aprovechar algún momento para robar el huso y luego rómpelo por la mitad, tira la punta tras de ti y la otra mitad hacia delante, y entonces Basilisa la Sabia aparecerá ante tus ojos.

    Iván Zarevih dio a Baba-Yaga las gracias y siguió nuevamente a la pelota.

    No se sabe por cuánto tiempo anduvo ni por qué lejanas tierras, pero rompió tres pares de botas de hierro en su largo camino y se comió tres panes de hierro.

    Cuando por fin llegó a una tercera cabaña, puesta, como las otras, sobre tres patas de gallina -dijo Ivan Zarevich:

    - ¿Cabaña, cabañita! ¡Pon la espalda hacia el bosque y la puerta hacia mí!

    La cabaña obedeció, y el zarevich entró en ella y se encontró a la Baba-Yaga mayor, con el huso en la mano, hilando hilos de oro; cuando hubo devanado todo el huso, lo encerró bajo llave en un cofre. Iván Zarevich, aprovechando un descuido de la bruja, le robó la llave, abrió el cofrecito, sacó el huso y lo rompió por la mitad; echó la punta tras de sí y la otra mitad hacia delante; y en el mismo momento, apareció ante él su mujer, Basilisa la Sabia.

    - ¡Hola, maridito mío! ¡Cuánto tiempo has tardado en venir! ¡Estaba ya dispuesta a casarme con otro!

    Se cogieron las manos, se sentaron en una alfombra mágica y volaron hacia el reino de Iván.

    Al tercer día de viaje, bajó la alfombra al patio del palacio del zar. Este acogió a su hijo con gran júbilo, hizo celebrar fiestas, y antes de morir legó todo su reino a su querido hijo el zarevichh Iván.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
    (Versión poetizada de Pedro Casas Serra)


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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 05 Jun 2021, 13:29

    .



    EL GIGANTE VERLIOKA


    Hace muchos, muchísimos años, vivía en una cabaña un anciano, con su mujer y sus dos nietas huérfanas, tan preciosas y dóciles que sus abuelos siempre las alababan.

    Sembró un día el anciano su huerto con guisantes. Los guisantes crecieron, cubriéronse de flores; el anciano miraba su huerto satisfecho, pensando para sus adentros:

    - “Todo el próximo invierno, podré comer pasteles con guisantes”.

    Pero, para desgracia del anciano, invadieron el huerto los gorriones que se comían los guisantes. Viendo en peligro su cosecha, el anciano mandó a la menor de sus nietas para que dispersase a los gorriones, y ésta, provista de una rama, se fue al huerto y amenazaba a los gorriones, gritándoles:

    - ¡Fuera, fuera, gorriones! ¡No os comáis los guisantes de mi abuelito!

    Se oyó de pronto un espantoso ruido por el lado del bosque y apareció el gigante Verlioka. Su aspecto era terrible: tenía un solo ojo, la nariz ganchuda como un garfio, larguísima la barba y la cabeza cubierta de pelos como púas de puerco espín; se apoyaba en un cayado enorme y sonreía torvo con la boca torcida.

    Cuando encontraba algún ser humano, lo estrechaba muy fuerte entre sus brazos hasta crujir sus huesos. No tenía piedad de viejos ni de jóvenes, igual acometía a cobardes que a valientes. Verlioka, apenas divisó a la nieta del anciano, la mató propinándole un gran golpe con su cayado.

    El abuelo esperaba a la niña, y al ver que no volvía, envió a recogerla a su nieta mayor; pero Verlioka la mató también.

    El anciano, cansado de esperarlas, le dijo a su mujer:

    ¿Por qué las niñas tardan tanto en volver? Se habrán entretenido charlando con los mozos. Mientras, los gorriones devoran mis guisantes. Ve y traelas a casa.

    Cogió un bastón la anciana, salió al patio y se encaminó al huerto, donde encontró a sus nietas muertas; al ver a Verlioka, comprendió lo ocurrido, y llena de dolor, se tiró sobre él y se agarró a sus barbas, con lo que Verlioka la mató mucho más fácilmente.

    Entretanto el anciano, que aguardaba impaciente, rezó sus oraciones y se fue despacito hacia el huerto para ver qué les había pasado a su mujer y a sus nietas. Y al llegar hasta allí, vio a sus queridas niñas tendidas en el suelo, como dormidas; pero una tenía la frente ensangrentada y en el cuello, la otra, marcados cinco dedos; en cuanto a su mujer, no era ni posible reconocerla.

    El desgraciado viejo lloró con desconsuelo, gimiendo y lamentándose durante largo rato; mas poco a poco se tranquilizó, regresó a su cabaña, cogió un cayado fuerte construido de hierro, y con gran ira e ideas de venganza, fue a buscar a Verlioka para matarlo.

    Después de andar bastante, llegó a un estanque donde nadaba una Oca sin cola, la cual al verle le empezó a gritar:

    -¡Así! ¡Así! Estaba convencida de que vendrías; por eso te esperaba. ¿Cómo te va, abuelo?

    - Buenos días, Oca. ¿Por qué me esperabas?

    - Porque sabía que no perdonarías a Verlioka la muerte de tu esposa y de tus nietas.

    - ¿Conoces a ese monstruo?

    - ¡Ya lo creo! ¿Cómo no voy a conocerlo? Recuerdo un día en que pegaba en este mismo sitio a un desgraciado. Yo tenía la costumbre entonces de decir ¡ay!, ¡ay!, y mientras le pegaba, yo gritaba ¡ay!, ¡ay!, sentada en el agua. Entonces él, tras matar a aquel hombre, corrió hacia mí gritándome: “¡Ya te enseñaré yo a defender a otros!”. Me agarró por la cola, pero yo nunca he sido cobarde y haciendo un gran esfuerzo me escapé, dejando mi cola entre sus manos. Claro está que la cola no es algo imprescindible, pero, de todos modos, siento haberla perdido y nunca se lo perdonaré. Desde entonces no grito “¡Ay!, ¡ay!”, sino que siempre apruebo: “¡Así!, ¡así!; resultando que vivo más tranquila y la gente me respeta más. Todos dicen: “Esta Oca sin cola es muy lista”.

    - Y bien -dijo el anciano; entonces, ¿podrás mostrarme dónde vive Verlioka?

    - ¡Así! ¡Así! -contestó la Oca, y saliendo del agua, balanceándose sobre sus torpes patas, se encaminó delante del anciano.

    Así anduvieron hasta que se encontraron en el camino una Cuerdecita, que les dijo:

    - Buenos días, abuelito.

    - Buenos días, Cuerdecita.

    - ¿Cómo estás? ¿A dónde vas?

    - No estoy ni bien ni mal, y voy a castigar a Verlioka, quien ha matado a mi mujer y a mis dos nietecitas. ¡Tan hermosas y buenas como eran!

    - Conocí a tu esposa y a tus nietas. Quiero ayudarte. ¡Llévame contigo!

    - Pues bien, ven con nosotros si conoces el camino.

    La Cuerdecita se arrastró tras ellos como si fuese una culebra. Anduvieron los tres un buen rato y vieron a un Pisón, tendido en la cuneta, el cual les dijo:

    - Buenos días, abuelito.

    - Buenos días, Pisón.

    - ¿Cómo estás? ¿A dónde vas?

    - No estoy ni bien ni mal, y voy a castigar a Verlioka, quien ha matado a mi mujer y a mis dos nietecitas. ¿Si supieses qué hermosas y buenas eran!

    - Llévame contigo y te ayudaré.

    Bueno, anda si conoces el camino -le contestó el anciano, pensando: “Realmente, el Pisón podrá ayudarnos mucho!”.

    El Pisón se apoyó con el asa en el suelo y se puso a caminar a saltos. Así anduvieron hasta encontrar a una Bellota que les dijo:

    - Buenos días, abuelito.

    - Buenos días, Bellota.

    - A dónde vas?

    - Voy a matar a Verlioka; no sé si lo conoces.

    - Ya lo creo que lo conozco. Es necesario castigarlo; llévame contigo y te ayudaré.

    - Pero tú, ¿para qué me vas a servir?

    No me desprecies, abuelito. Acuérdate del proverbio que dice: No escupas en el pozo, pues beberás su agua.

    El anciano pensó: “No importa que venga con nosotros: cuanta más gente seamos, mejor.

    Y luego, en alta voz, le dijo:

    Vente detrás.

    Pero la Bellota se puso a saltar delante de todos.

    Llegaron al fin a un bosque espeso y vieron una cabaña en la que no había nadie. Estaba apagada la lumbre del horno y en el hogar había un puchero lleno de gachas de mijo.

    Se metió la Bellota de un salto en el puchero, la cuerdecita se tendió en la puerta, el Pisón se subió encima de esta, la Oca se sentó detrás de la estufa y se escondió el anciano en un rincón al lado de la puerta.

    Pronto llegó Verlioka y se puso a encender el horno. Entonces la Bellota, desde dentro del puchero, empezó a cantar:

    -¡Pi, pi, pi, han venido a matar a Verlioka!

    - ¡Calla, papilla de mijo, o te echaré en el cubo! -exclamó Verlioka.

    Pero siguió cantando la Bellota.

    Verlioka se enfadó, cogió el puchero y de un golpe vertió las gachas en el cubo. Al choque, la Bellota saltó y le fue a dar en el único ojo a Verlioka, dejándole ciego. Quiso escapar Verlioka, pero apenas llegó al umbral, la cuerdecita se le enredó en los pies, cayendo al suelo.

    Saltó el Pisón de encima de la puerta y el anciano se precipitó sobre Verlioka desde el rincón donde estaba escondido y los dos se pusieron ha pegarle. Mientras tanto la Oca, detrás de la estufa, aprobaba diciendo: “¡Así!, ¡así!, ¡así!”.

    No le sirvió de nada a Verlioka su fuerza, pues el anciano y sus buenos amigos lo mataron, liberando a la gente de un monstruo tan horrible.



    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 09 Jun 2021, 10:43

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    EL GALLITO DE LA CRESTA DE ORO


    Un viejo matrimonio era tan pobre que con a menudo no tenía ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca.

    Fueron un día al bosque a por bellotas para tener con que satisfacer su hambre.

    Mientras comían, se le cayó a la anciana una bellota al suelo; germinó la bellota y poco después asomaba una ramita por entre las tablas del suelo. La mujer lo notó y dijo a su marido:

    - Es menester que quites una tabla del piso para que la encina pueda seguir creciendo y así, cuando sea grande, tendremos bellotas sin necesidad de ir al bosque a buscarlas.

    Hizo el anciano un agujero en las tablas del suelo y creció el árbol rápidamente hasta llegar al techo. Entonces, quitó el tejado el viejo y la encina siguió creciendo, creciendo hasta llegar al mismísimo cielo.

    Habiéndose acabado las bellotas que habían recogido en el bosque, cogió el anciano un saco y empezó a subir por la encina; tanto subió, que al fin se encontró en el cielo. Llevaba un rato allí paseándose cuando encontró un gallito de cresta de oro, junto al cual se encontraban unas pequeñas muelas de molino.

    Sin pararse a pensar, el anciano cogió el gallo y las muelas y bajó por la encina a su cabaña. Una vez allí, dijo a su mujer:

    - ¡Oye, mi vieja! ¿Qué podríamos comer?

    - Espera -dijo esta-; voy a ver como trabajan estas muelas.

    Las cogió e hizo como que molía, y en el acto empezaron a salir pasteles y flanes en tal abundancia que no tenía tiempo de recogerlos. Los ancianos se pusieron muy contentos y cenaron opíparamente.

    Un día, pasaba por allí un noble y entró en la cabaña.

    - Buenos viejos, ¿podríais darme algo de comer?

    - ¿Qué quieres que te demos? ¿Quieres flanes y pasteles? -le dijo la anciana.

    Y tomando las muelas se puso a moler, y enseguida salieron un montón de flanes y pastelillos.

    El noble los comió y propuso a la mujer:

    - Véndeme las muelas, abuelita.

    - No -le contesto esta-; eso no puede ser.

    El noble entonces, envidioso del bien ajeno, le robó las muelas y se marchó.

    Apenas los ancianos notaron el robo se entristecieron mucho y empezaron a lamentarse.

    - Esperad -dijo el Gallito de la Cresta de Oro-; volaré tras él y lo alcanzaré.

    Echó a volar, llegó al palacio del noble, se sentó encima de la puerta y cantó desde allí:

    - ¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor! ¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste!

    En cuanto el noble oyó el canto del gallo ordenó a sus servidores:

    - ¡Muchachos! ¡Coged ese gallo y tiradlo al pozo!

    Los criados cogieron al gallito y lo echaron al pozo; dentro de este se le oyó decir:

    - ¡Pico, pico, bebe agua!

    Y poco a poco se bebió toda la agua del pozo. Enseguida voló otra vez al palacio del noble, se posó en el balcón y empezó a cantar:

    - ¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor! ¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste!

    Estaba el noble celebrando una fiesta con sus amigos, y estos, al oír lo que cantaba el gallo, salieron asustados fuera de la casa. Corrió el noble tras ellos para tranquilizarlos, y el Gallito de la Cresta de Oro, aprovechando la ocasión, cogió las muelas y se fue con ellas volando a la cabaña del anciano matrimonio, que se puso contentísimo y vivió en adelante muy feliz, sin que, gracias a las muelas, le faltase nunca qué comer.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 12 Jun 2021, 13:48

    .



    LA INVERNADA DE LOS ANIMALES


    Pasaba un toro por un bosque y se encontró con un cordero.

    - ¿Adónde vas, Cordero? -le preguntó.

    - Busco un refugio contra el frío para el próximo invierno.

    - Pues vayamos juntos en su busca.

    Continuaron andando los dos y se encontraron con un cerdo.

    - ¿Adónde vas, Cerdo? -le preguntó el Toro.

    - Busco un refugio para el crudo invierno -contestó el Cerdo.

    - Pues vente con nosotros.

    Continuaron andando los tres y a poco se les acercó un ganso.

    - ¿Adónde vas, Ganso? -le preguntó el Toro.

    - Busco un refugio para el invierno -contestó el Ganso.

    - Pues síguenos.

    Y el ganso continuó con ellos. Anduvieron un rato y dieron con un gallo.

    - ¿Adónde vas, Gallo? -le preguntó el Toro.

    - Busco un refugio para el invierno -contestó el Gallo.

    Pues buscamos lo mismo. Síguenos -repuso el Toro.

    Y los cinco siguieron el camino, conversando entre sí

    - ¿Qué haremos? El invierno está cerca, ya se sienten los primeros fríos, ¿Dónde hallaremos un refugio para todos?

    El Toro entonces les propuso:

    -Creo que hay que construir una cabaña, por que si no, nos helaremos la primera noche fría. Si trabajamos todos, pronto estará hecha.

    Pero el Cordero dijo:

    - Yo tengo ya un abrigo muy calentito. ¡Mirad qué lana! Podré invernar sin necesidad de cabaña.

    El Cerdo dijo a su vez:

    - A mí el frío no me preocupa; me esconderé entre la tierra y no necesitaré otro refugio.

    El Ganso dijo:

    - Pus yo me sentaré entre las ramas de un abeto, un ala me servirá de cama y la otra de manta, y no habrá frío que me moleste; no necesito, pues, una cabaña.

    El Gallo exclamó:

    - ¿No tengo yo también alas para preservarme contra el frío? Podré hibernar muy bien al descubierto.

    El Toro, viendo que no podía contar con sus compañeros y que tendría que trabajar solo, les dijo:

    - Como queráis; yo me haré una casita bien calentita que me resguardará; pero, puesto que la hago yo solo, no vengáis luego a pedirme amparo.

    Y poniendo en práctica su idea, construyó una cabaña y se estableció en ella.

    Pronto llegó el invierno y cada vez el frío se hacía más intenso. Entonces el cordero fue a pedir cobijo al Toro, diciéndole:

    - Déjame entrar, amigo Toro, para que me caliente un poquito.

    - No, Cordero; tú tienes en tu lana un buen abrigo y puedes invernar al descubierto. No me supliques, porque no te dejaré entrar.

    - Pues si no me dejas entrar -dijo el cordero-, daré un fuerte topetazo, derribaré una viga de tu cabaña, y pasarás frío como yo.

    El Toro lo pensó y se dijo: “Le dejaré entrar, pues si no, será peor.

    Y dejó entrar al Cordero. Al poco rato el Cerdo, que estaba helado, vino a su vez a pedir albergue al Toro.

    - Déjame entrar, amigo, que tengo frío.

    - No. Tú puedes esconderte entre la tierra e invernar de ese modo sin pasar frío.

    - Pues si no me dejas entrar, hozaré con mi hocico los postes que aguantan tu cabaña y se caerá.

    Se tuvo que dejar entrar al Cerdo. Vinieron al final el Ganso y el Gallo a pedir protección.

    - Déjanos entrar, buen Toro; tenemos mucho frío.

    - No, amigos míos; tenéis un par de alas cada uno que os sirven de cama y de manta para pasar calentitos el invierno.

    - Si no me dejas entrar -dijo el Ganso- arrancaré el musgo que tapa las rendijas de las paredes y ya verás el frío que hará en tu cabaña.

    - ¿No me dejas entrar? -dijo el Gallo. Pues subiré a la cabaña y con las patas echaré abajo toda la tierra que cubre el techo.

    No pudo el Toro sino alojar al Ganso y al Gallo también. Se reunieron los cinco compañeros, y el Gallo, una vez se hubo calentado, se puso a cantar sus canciones.

    Al oírlo, se le abrió a la Zorra un enorme apetito y quiso darse un buen banquete con el gallo; se puso a pensar cómo cazarlo. Recurrió a sus amigos, se fue a ver al Oso y al Lobo, y les dijo:

    - Queridos amigos: he encontrado una cabaña con un magnífico botín para los tres. Para ti, Oso, un Toro; para ti, Lobo, un cordero, y para mí, un gallo.

    Muy bien, amigo -le contestaron ambos. No olvidaremos nunca tus servicios.; llévanos pronto adonde sea para matarlos y comérnoslos.

    La Zorra le condujo a la cabaña y el Oso dijo al Lobo:

    - Tú primero.

    Pero este repuso:

    No. Tú eres más fuerte. Ve tú delante.

    El Oso se dejó convencer y se fue a la cabaña; pero apenas había entrado, el Toro lo embistió y clavó con sus cuernos en la pared; el cordero le dio un topetazo en el vientre que le hizo caer al suelo; el Cerdo comenzó a arrancarle el pellejo; el Ganso le picoteaba los ojos y no le dejaba defenderse, mientras el Gallo, sentado en una viga, gritaba a grito pelado:

    - ¡Dejádmelo a mí! ¡Dejádmelo a mí!

    El Lobo y la Zorra, al oír los grito, se asustaron y echaron a correr. El Oso, con dificultad, se libró de sus enemigos, y al alcanzar al Lobo le contó sus desdichas.

    - ¡Si supieras lo que me ha ocurrido! En mi vida he pasado tal susto. Cuando entré en la cabaña, se echó encima mío una mujer con un enorme tenedor y me clavó a la pared; acudió luego una gran muchedumbre, que empezó a darme golpes, pinchazos y hasta picotazos en los ojos: pero el peor de todos era uno que, sentado en lo alto, no dejaba de gritar: “¡Dejádmelo a mí! ¡Dejádmelo a mí!”. Si me llega a coger por su cuenta, seguramente que me ahorca.


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    Mensaje por cecilia gargantini Sáb 12 Jun 2021, 15:15

    Gracias Pedro, por presentarme a un autor que no conocía. Leí el primero de los cuentos y lo sentí lleno de magia. Ya volveré a leer los otros.
    Graciasssssss nuevamente y besosss
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 13 Jun 2021, 05:31

    Gracias Pedro, por presentarme a un autor que no conocía. Leí el primero de los cuentos y lo sentí lleno de magia. Ya volveré a leer los otros.
    Graciasssssss nuevamente y besosss



    Gracias, Cecilia por tu interés. Conocí estos cuentos de niño, en un libro ilustrado de gran tamaño de una colección de cuentos populares de la Editorial Molino, creo. Siempre los he recordado con cariño, y hace poco los busqué en Internet y los encontré, junto con noticias de su autor, Aleksandr Nikolayevich Afanasiev, un escritor y floklorista ruso que los recogió de la tradición oral viajando por toda Rusia. Yo, sobre la traducción castellana que ignoro de quién es obra, he intentando hacer una versión poetizada procurando más ritmo empleando metros poéticos.

    Un fuerte abrazo.
    Pedro


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Jue 17 Jun 2021, 05:35

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    EL NIÑO PRODIGIOSO


    Érase un comerciante y su mujer que poseían grandes riquezas. Sin embargo el matrimonio era infeliz porque no tenía hijos, cosa que deseaba ardientemente. Todos los días pedían a Dios que les favoreciese con un niño que les hiciese muy dichosos, los sostuviese en la vejez, heredase sus bienes y rezase por ellos después de muertos.

    Para agradar a Dios, daban limosna, comida y albergue a los pobres; además idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa, próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un gran rodeo. Hacer el puente costaba mucho dinero, pero a pesar de ello, el comerciante prosiguió el proyecto y lo acabó, en su afán de hacer el bien a los demás.

    Una vez terminado el puente, el comerciante dijo a su mayordomo Fedor:

    - Ve a sentarte debajo del puente y escucha lo que la gente dice de mí.

    Fedor se fue, se sentó bajo el puente y se puso a escuchar.

    Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos que hablaban entre sí:

    - ¿Cómo recompensar al hombre que ha hecho construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la virtud de que todo lo que pida a Dios le sea concedido.

    El mayordomo, después de haberlo oído, volvió a la casa.

    - Fedor, ¿qué dice la gente? -le preguntó el comerciante.

    - Dicen cosas diversas; según unos, has hecho una caridad al construir el puente, y según otros, lo has hecho solo por vanagloriarte.

    El mismo año dio a luz un hijo la mujer del comerciante, que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo, envidioso de la felicidad ajena y deseoso de hacer daño a su amo, a media noche, cuando todos dormían profundamente, mató un pichón, manchó la cama, los brazos y la cara de la madre con su sangre, y robó al niño, dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano.

    Por la mañana, al despertar los padres, notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo buscaron, no pudieron hallarlo. Entonces el astuto mayordomo señaló a la madre como culpable de la desaparición del niño.

    - ¡Se lo ha comido su misma madre! -dijo. Mirad, tiene los brazos y los labios manchados de sangre todavía.

    Furioso, el comerciante hizo encarcelar a su mujer sin atender sus protestas de inocencia.

    Así pasaron años, y entretanto, creció el niño empezando a hablar y a correr. Fedor se despidió del comerciante, se estableció en un pueblo junto al mar y se llevó con él al niño.

    Aprovechando el don del niño, le mandaba obtener sus caprichos, diciéndole:

    - Di que quieres esto y lo otro y lo de más allá.

    Y en cuanto el niño pronunciaba su deseo, este se realizaba al instante.

    A fin le dijo un día:

    - Mira, niño, pide a Dios que aquí aparezca un nuevo reino, que de esta casa al palacio del zar se forme sobre el mar un puente de cristal de roca y que se case conmigo la hija del zar.

    El niño pidió a Dios lo que Fedor le decía y de una orilla a otra del mar, se extendió un maravilloso puente, todo él de cristal de roca, apareciendo una gran población con suntuosas casas, numerosas iglesias y altos palacios para el zar y su familia.

    Al día siguiente, al despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal, preguntó:

    - ¿Quién ha construido esa maravilla?

    Los cortesanos le dijeron que había sido Fedor.

    - Si Fedor es tan hábil -dijo el zar-, le daré a mi hija por esposa.

    Se hicieron los preparativos de la boda y casaron a Fedor con la hija del zar. Una vez instalado en el palacio del zar, empezó Fedor a maltratar al niño; le reñía y pegaba a cada paso y muchas veces lo dejaba sin comer.

    Una noche hablaba Fedor con su esposa, mientras en un rincón el niño lloraba su desconsuelo; preguntó a Fedor la hija del zar la causa de su don maravilloso.

    - Si solo eras antes un pobre mayordomo, ¿cómo lograste poseer tantas riquezas? ¿Cómo pudiste hacer el puente de cristal en una noche?

    - Mi poder mágico y todas mis riquezas -contestó Fedor- las he obtenido de ese niño que habrás visto conmigo, y que robé a su padre, mi antiguo amo.

    - Cuéntame cómo -dijo la hija del zar.

    - Era yo mayordomo en casa de un rico comerciante al que Dios prometió un hijo con tal virtud que todo lo que pidiera se realizaría y todo lo que pidiese a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño, lo robé, y para que no sospechasen de mí, acusé a la madre diciendo que se había comido a su propio hijo.

    El niño, después de haber oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor:

    - ¡Miserable bribón! ¡Por mi súplica y por voluntad de Dios, transfórmate en perro!

    Y apenas pronunció estas palabras, Fedor se transformó en un perro. El niño, atándole una cadena al cuello, se fue con él a casa de su padre.

    Una vez dentro, dijo al comerciante:

    - ¿Quieres hacerme el favor de darme unas ascuas?

    - ¿Para qué las quieres?

    - Porque tengo que dar de comer al perro.

    - ¿Qué dices, niño? -contestó el comerciante. ¿Dónde has visto que los perros se alimenten con brasas?

    - ¿Y dónde ha visto tú que una madre se coma a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este perro es Fedor, tu infame mayordomo, que me robó de tu casa y acusó falsamente a mi madre.

    El comerciante quiso conocer los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había aparecido en la orilla del mar al cumplirse el deseo de su hijo.

    Volvió la hija del zar a vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó en miserable perro hasta su muerte.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
    (Versión poetizada de Pedro Casas Serra)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 23 Jun 2021, 06:52

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    LA ARAÑA MIZGUIR


    Hubo un verano tan caluroso que la gente no sabía dónde esconderse para librarse de los rayos del Sol. Coincidiendo con él, apareció una plaga de moscas y mosquitos, que picaban a la gente de tal modo que cada picadura causaba sangre. Pero a la vez, se presentó el valiente Mizguir, incansable tejedor, que tejió sus redes por todas partes donde volaban las moscas y mosquitos.

    Un día una mosca que iba volando fue cogida en las redes de Mizguir.

    Este se echó sobre ella y comenzó a ahogarla; pero la mosca suplicó a Mizguir:

    - ¡Señor Mizguir! ¡No me mates! ¡Tengo tantos hijos, que si los pobres se quedan sin mí, no tendrán qué comer y molestarán a la gente y a los perros!

    Tuvo Mizguir compasión de la Mosca y la dejó escapar. Esta voló zumbando y anunciando a todos sus compañeros:

    ¡Cuidado, moscas y mosquitos! ¡Escondeos bajo el tronco del chopo! ¡Ha llegado el valiente Mizguir y ha empezado a tejer sus redes por todos los caminos por donde volamos, y a todos matará!

    Las moscas y mosquitos, muy deprisa, se escondieron bajo el tronco del chopo, permaneciendo allí como muertas. Mizguir quedó perplejo al ver que no tenía caza; a él no le gustaba pasar hambre. ¿Qué hacer? Llamó entonces al grillo, a la cigarra y al escarabajo, y les dijo:

    - Tú, Grillo, toca la corneta; tú, Cigarra, ve batiendo el tambor, y tú, Escarabajo, ve debajo del tronco del chopo. Id anunciando a todos que ya murió el valiente Mizguir, el incansable tejedor; que le pusieron cadenas, lo enviaron a Kazán, le cortaron la cabeza en el patíbulo y luego fue despedazado.

    El Gallo tocó la trompeta, la Cigarra batió el tambor y el Escarabajo fue bajo del tronco del chopo y anunció a todos:

    - ¿Por qué permanecéis ahí como muertos? Ya no vive el valiente Mizguir; le pusieron cadenas, lo mandaron a Kazán, le cortaron la cabeza en el patíbulo y luego fue despedazado.

    Muy contentos, las moscas y mosquitos dejaron su refugio, y echaron a volar con tal aturdimiento que no tardaron en caer en las redes del valiente Mizguir. Este empezó a matarlos, diciendo:

    - Tenéis que ser más amables y visitarme con más frecuencia, para convidarme más a menudo, ¡porque sois demasiado pequeños!



    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
    (Versión poetizada de Pedro Casas Serra)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 03 Jul 2021, 14:08

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    LA ZORRA, LA LIEBRE Y EL GALLO


    Éranse una liebre y una zorra. Vivía la zorra en una cabaña de hielo y la liebre en una choza hecha de fibra de líber. Llegó la primavera y los rayos del Sol derritieron la cabaña de la zorra, mientras que la de la liebre quedó intacta. La astuta zorra pidió albergue a la liebre, y una vez que le fue concedido echó a esta de su casa.

    La pobre liebre se puso a caminar por el campo llorando, y tropezó con unos perros.

    - ¡Guau, guau! ¿Por qué lloras, Liebrecita? -le preguntaron los Perros.

    Les contestó la Liebre:

    - ¡Dejadme en paz, Perritos! ¿Cómo queréis que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una cabaña de hielo; se derritió la suya, me pidió albergue y me echó luego de mi propia casa.

    - No llores, Liebrecita -le dijeron los Perros-; nosotros la echaremos de tu casa.

    - ¡Oh, no! Eso no es posible.

    - ¿Cómo que no? Ahora verás.

    Se acercaron a la choza y dijeron los Perros:

    - ¡Guau, guau! Sal de esta casa, Zorra! ¡Anda!

    Pero la Zorra, calentándose al lado de la estufa, les contestó:

    - ¡Si no os vais enseguida, saltaré encima vuestro y os despedazaré en un instante!

    Los perros se asustaron y echaron a correr. La pobre Liebre se quedó sola, se puso a andar llorando desconsoladamente, y se encontró a un Oso.

    - ¿Por qué lloras, Liebrecita? -le preguntó el Oso.

    - ¡Déjame en paz, Oso -le contestó. ¿Cómo quieres que no llore? Tenía yo una choza de fibra de líber y la Zorra una cabaña de hielo; al derretirse la suya, me pidió albergue y luego me echó de mi propia casa.

    - No llores, Liebrecita -le contestó el Oso-; yo echaré a la Zorra de tu casa.

    - ¡Oh, no! No podrás echarla. Los perros lo intentaron y no pudieron; tampoco podrás tú.

    Se encaminaron a la choza y el Oso dijo:

    - ¡Sal, Zorra, de la casa! ¡Anda!

    Pero la Zorra contestó tranquilamente:

    - ¡Espera un ratito, que saldré y te despedazaré en un instante!

    El Oso se asustó y se marchó. La pobre liebre se puso otra vez a caminar llorando, y se encontró un Toro, que le dijo:

    - ¿Por qué lloras, Liebrecita?

    - ¡Oh, déjame en paz, Toro! ¿Cómo quieres que no llore? Tenía yo una choza de fibra de líber y la Zorra una de hielo; después de derretirse la suya, me pidió albergue y luego me echó a mí de mi propia casa.

    - ¡Por qué poco lloras! Vamos allá, que yo la echaré de tu casa.

    - ¡Oh, no, Toro! No podrás echarla. Los Perros quisieron echarla y no pudieron; El Oso lo intentó luego y no pudo; tampoco tú lo lograrás.

    - ¡Ya verás!

    Se fueron a la choza y gritó el Toro:

    - ¡Sal de casa, Zorra!

    Pero esta le contestó, sentada al lado de la estufa:

    - ¡Aguarda un poquito que saldré y te despedazaré en un abrir y cerrar de ojos!

    El Toro, pese a su valentía, tuvo miedo y se fue. Otra vez se quedó sola la pobre liebre y empezó a caminar vertiendo amargas lágrimas, cuando se tropezó con un Gallo que llevaba consigo una guadaña.

    - ¡Quiquiriquí! ¿Por qué lloras, Liebrecita?

    - Déjame en paz, Gallo. ¿Cómo quieres que no llore? Tenía yo una choza de fibra de líber y la Zorra una de hielo; después de derretirse la suya, me pidió albergue y luego me echó de mi propia casa.

    - Vamos, que yo la echaré de allí!

    - No, Gallo, no podrás. Los Perros quisieron echarla y no pudieron; el Oso quiso hacerlo y no pudo; el Toro lo intentó, pero sin resultado; tampoco tú podrás hacerlo.

    - Ya verás como sí. ¡Vamos!

    Se acercaron a la choza, y cantó el Gallo:

    - ¡Quiquiriquí! ¡Llevo conmigo una guadaña y quiero despedazar a la Zorra! ¡Sal enseguida de la casa! ¡Anda!

    Oyó la Zorra el canto y se asustó:

    - Aguarda un ratito -dijo-; estoy vistiéndome.

    Cantó el Gallo por segunda vez:

    - ¡Quiquiriquí! ¡Llevo conmigo una guadaña y quiero despedazar a la Zorra! ¡Sal de la casa! ¡Anda!

    La Zorra, asustándose aún más, le contestó:

    - Ya estoy poniéndome el abrigo.

    Cantó el Gallo por tercera vez:

    - ¡Quiquiriquí! ¡Llevo conmigo una guadaña y quiero despedazar a la Zorra! ¡Sal de la casa! ¡Anda!

    La Zorra tuvo un miedo tan grande que salió de la casa, y entonces el Gallo la mató con la guadaña. Luego se quedó a vivir con la Liebre y ambos pasaron la vida en paz y concordia.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Mensaje por cecilia gargantini Sáb 03 Jul 2021, 14:52

    Hoy leí algunos más...qué lindo es el folklore de los distintos pueblos. Además, es como si las temáticas y personajes de todos esos pueblos en algún lugar se tocaran. Me gustaron mucho estas entregas.
    Besosssssssss , querido Pedro, y graciassss
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 04 Jul 2021, 03:19

    Gracias a ti, Cecilia, por tu interés. Yo estoy disfrutando mucho al releerlos porque me traen recuerdos de la infancia.

    Un fuerte abrazo.
    Pedro


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Jue 08 Jul 2021, 14:12

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    LA VEJIGA, LA PAJA Y EL CALZÓN DE LÍBER


    Una vejiga, una paja y un calzón de fibra de líber acordaron irse a recorrer mundo para conocer gente y hacerse famosos.

    Llegaron a la orilla de un arroyo y se pararon sin encontrar el modo de pasarlo. Entonces el Calzón dijo a la Vejiga:

    - Oye, Vejiga, tú podrías servirnos de barca.

    Repuso la Vejiga:

    - No, Calzón, eso no me conviene. Mejor será que se tienda la Paja de una orilla a la otra, y podremos pasar así por encima como si fuese un puente.

    Aceptaron los tres esta propuesta y se tendió la Paja de una orilla a la otra.

    Quiso el Calzón pasar por encima de ella, y con dificultad llegó hasta el centro del arroyo; pero entonces la Paja, no pudiendo resistir el peso, se quebró, y el Calzón cayó al arroyo y se ahogó.

    Al ver esto le dio a la Vejiga tal acceso de risa que se puso a reír a carcajadas hasta que reventó.

    Y así acabó el viaje de los tres amigos.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 11 Jul 2021, 14:50

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    EL SOL, LA LUNA Y EL CUERVO


    Érase un matrimonio anciano que tenía dos hijas y un hijo. Un día fue el marido al granero; cogió un saco, lo llenó de trigo y se lo llevó a su casa; pero no reparó en que el saco tenía un agujero, por el que el trigo iba saliendo esparciéndose por el camino.

    Cuando llegó a su casa, su mujer le preguntó:

    - ¿Dónde está el grano? El saco está vacío.

    Tuvieron que recoger del suelo el grano esparcido, y el marido, gimiendo, decía mientras trabajaba:

    - Si el buen Sol me calentase con sus rayos, la Luna me alumbrase y el sabio Cuervo me ayudase a recoger el grano, daría mi hija mayor al Sol en matrimonio, al sabio Cuervo le daría la segunda y a la Luna la casaría con mi hijo.

    No había acabado de decir esto, cuando el Sol lo calentó, la Luna le alumbró y el Cuervo le ayudó a recoger los granos. Satisfecho volvió el viejo a casa y dijo a la mayor de sus hijas:

    - Vístete con tus mejores ropas y ve a sentarte a la puerta de la casa.

    Le obedeció su hija; se vistió lo mejor posible y fue a sentarse a la puerta de la casa. En cuanto vio a la hermosa joven, el Sol se la llevó a su casa.

    Ordenó luego el padre lo mismo a su segunda hija, que se puso su mejor vestido y se fue al patio; y no había aún pisado el umbral de la puerta, cuando el Cuervo apareció, la cogió con sus garras y la llevó a su reino.

    Llegó el turno del hijo, a quien el padre dijo:

    - Ponte tu mejor traje y sal a la puerta.

    La Luna entonces, al ver al muchacho, se enamoró de él y lo condujo a su palacio.

    Algún tiempo después, el padre sintió deseos de ver a sus hijos, y se dijo para sus adentros: “Me gustaría visitar a mis yernos y a mi nuera”.

    Y sin pensarlo más, andando, andando, llegó a casa del Sol.

    - ¡Hola, suegro mío! ¿Cómo te va? ¿Quieres que te convide? -dijo el Sol.

    Y antes de que el viejo respondiera, ordenó a su mujer que hiciese buñuelos.

    Cuando la masa estaba a punto, el Sol se sentó en el suelo, su mujer puso la sartén sobre su cabeza y en un abrir y cerrar de ojos, se frieron los buñuelos. Regalaron con ellos al padre, quien después de descansar un poco, se despidió de su yerno y de su hija.

    Vuelto a su casa, pidió a su mujer que hiciera buñuelos; ella quiso encender la lumbre, pero su marido la detuvo gritando:

    - ¡No hace falta!

    Y se sentó en el suelo diciendo que le pusiera la sartén con los buñuelos sobre la cabeza.

    - ¿Qué dices hombre? ¿Te has vuelto loco? -exclamó la mujer.

    - ¿Tú qué sabes de esto! -le contestó el marido. Tú ponlos y verás cómo se fríen.

    Hizo la mujer lo que le mandaba; pero después de pasar un buen rato con la sartén sobre la cabeza, los buñuelos no se frieron sino que se agriaron.

    - ¡Ves qué estúpido eres! -le gritó la mujer enfadada.

    Unos días después, el padre fue a visitar a su nuera la Luna. Tras andar mucho tiempo, llegó a la medianoche; la preguntó la Luna:

    - ¿A qué quieres que te convide?

    - A nada -respondió. No tengo hambre, estoy cansado.

    La Luna, entonces, para que descansase, le propuso que tomase un baño caliente, pero él le contestó:

    - No, porque al ser de noche, no me veré en el baño.

    - ¡No te apures por eso! -le contestó la Luna-; yo te procuraré luz.

    Cuando el agua estaba ya caliente, fue el buen viejo a bañarse, y la Luna, descubriendo un agujero en la puerta, metió por él un dedo e iluminó la habitación.

    Salió el hombre del baño muy satisfecho, y después de pasar unos días en casa de la Luna, se despidió y se puso en camino.

    Ya en su casa, aguardó la llegada de la noche y mandó a su mujer que calentase el baño. Cuando estaba caliente, le propuso a ella bañarse.

    - No -dijo la mujer. ¿No ves, tonto, que el cuarto está oscuro como boca de lobo?

    - Tú báñate, que yo te procuraré luz.

    La mujer se fue al baño, mientras que el viejo, acordándose de lo que había hecho la Luna, se fue tras ella al baño, hizo en la puerta un agujero con un hacha, y metió un dedo por él. Pero no pudo iluminar el baño, y su mujer, al encontrarse a oscuras, lo colmaba de injurias.

    Decidió por fin ir a ver a su yerno, el sabio Cuervo. Lo acogió este muy afablemente y le preguntó:

    - ¿A qué quieres que te convide?

    - No quiero comer nada -dijo el suegro-; solo quiero dormir, pues tengo mucho sueño.

    - Pues vamos a dormir -dijo el Cuervo.

    Y colocando una escalera para que subiera el anciano por ella, lo hizo sentar en un palo que cruzaba el cuarto sirviendo de posadero, y lo tapó con un ala; pero el viejo, al dormirse, perdió el equilibrio, cayó al suelo y se mató.



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    Mensaje por Pedro Casas Serra Vie 16 Jul 2021, 04:05

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    EL REY DEL FRÍO


    Érase que se era, un viejo que vivía con su mujer, también anciana, y sus tres hijas, la mayor de las cuales era hijastra de aquella. Como acostumbra suceder en estos casos, la madrastra no dejaba en paz a la pobre muchacha y con cualquier pretexto la regañaba.

    - ¡Qué perezosa eres! ¡Dónde pusiste la escoba! ¡Qué has hecho de la badila! ¡Qué sucio está el suelo!

    Sin embargo, Marfutka, bien podía servir de modelo, pues además de linda, era trabajadora y modesta. Se levantaba al alba, iba en busca de leña, encendía la lumbre, barría, daba al ganado de comer y se esforzaba siempre en agradar a su madrastra, soportando con paciencia sus reproches. Y solo cuando no podía más, se sentaba llorando en un rincón.

    Sus hermanas, al igual que su madre, la insultaban y mortificaban constantemente; acostumbradas a levantarse tarde, se lavaban con el agua de Marfutka y se secaban con su toalla limpia. Solo después de comer se ponían a trabajar. El viejo se compadecía de su hija mayor, pero no sabía cómo intervenir, pues quien mandaba en la casa era su esposa, que no le permitía dar su opinión.

    Las hijas fueron creciendo, llegaron a la edad de tener novio, y los ancianos calculaban el modo de casarlas de la mejor manera. El padre deseaba que las tres acertaran en la elección; pero la madre solo pensaba en sus dos hijas y no en su hijastra. Se le ocurrió un día una idea perversa, y dijo a su marido:

    - Oye, viejo, es hora ya de que casemos a Marfutka, pues mientras no se case tal vez suceda que las niñas pierdan un buen partido; tenemos que casarla lo antes posible.

    - ¡Bien! -dijo el marido, echándose sobre la estufa.

    Continuó la vieja:

    - Ya le tengo elegido un novio; mañana te levantarás al alba, engancharas el caballo al trineo y partirás con Marfutka; pero no te diré a dónde debes ir hasta que llegue el momento de la marcha.

    Dirigiéndose luego a su hijastra, le dijo:

    - Y tú, querida hijita, meterás tus cosas en tu baulito y te pondrás tus mejores galas, pues acompañarás a tu padre a la visita.

    Al día siguiente Marfutka se levantó temprano, se lavó cuidadosamente, recitó sus oraciones, saludo al padre y a la madre, metió lo poco que tenía en su baúl, y se puso su mejor vestido.

    El viejo, cuando hubo enganchado el caballo, puso el trineo ante la puerta de la casa y dijo:

    - Está ya todo listo; ¿estás tú preparada?

    - Sí, lo estoy, padre mío.

    - Bien -dijo la madrastra- ahora es necesario que comáis.

    Lleno de asombro, el anciano pensó: ¿Por qué se sentirá la vieja tan generosa hoy?

    Acabada la colación, dijo la esposa al asombrado viejo y a su hijastra:

    - Te he desposado, Marfutka, con el Rey del frío. No es joven ni es apuesto, pero sí riquísimo, y ¿qué más puedes desear? Llegarás a quererle con el tiempo.

    Dejó caer el anciano la cuchara, que aún tenía en la mano, y espantado miró suplicante a su mujer.

    - Por Dios, mujer -le dijo. ¿Perdiste el juicio?

    - No sirve que protestes: ¡está ya decidido y basta! ¿No es rico acaso el novio? Pues entonces, ¿a qué viene la queja? Pinos, abetos y abedules, todos los tiene cubiertos de plata. No tendréis que andar mucho; entraréis en el bosque y recorridas unas cuantas leguas, veréis un pino altísimo; allí dejarás a Marfutka. Repara en el sitio para no olvidarlo, pues mañana irás a hacerle una visita a la recién casada. ¡Ánimo, pues! Es preciso que no perdáis el tiempo.

    El invierno aquel año era crudísimo; montones enormes de nieve cubrían la tierra; y al intentar volar, los pájaros caían muertos de frío. El pobre viejo puso en el trineo el equipaje de su hija, hizo que esta se abrigara bien con la pelliza, y se pusieron los dos en camino.

    Cuando llegaron al bosque se internaron en él; era un bosque frondoso, y tan espeso, que parecía infranqueable. Al llegar al altísimo pino hicieron alto, y el viejo dijo a su hija:

    - Baja, hija mía.

    Obedeció su hija, y el padre descargó su baulito que puso al pie del árbol, hizo que su hija se sentara sobre él, y dijo:

    - Espera aquí a tu prometido y acógelo cariñosamente.

    Se despidieron y tomó el padre el camino de regreso a su casa.

    La pobre niña, al quedar sola al pie del alto pino, sintió una gran tristeza. Al poco rato empezó a tiritar, pues el frío era intenso. De pronto oyó a lo lejos al Rey del frío, que saltaba de un abeto al otro, haciendo gemir al bosque. Por fin llegó hasta el pino, y al descubrir a Marfutka le dijo:

    - Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa?

    - No, no tengo frío, abuelito – contestó la infeliz, mientras sus dientes castañeteaban.

    Descendió el Rey del frío por el pino, y al llegar a Marfutka le volvió a preguntar:

    - Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa?

    La pobrecita niña no pudo responder porque se estaba quedando helada.

    Sintió el Rey entonces compasión por ella, la arropó con abrigos de pieles y prodigó mil caricias. Luego le regaló un cofrecillo con mil lujosos objetos de valor, un capote forrado de raso y muchísimas piedras preciosas.

    - Niña, me conmoviste con tu docilidad y tu paciencia.

    La perversa madrastra se levantó al alba y se puso a freír buñuelos para celebrar la muerte de Marfutka.

    Ahora -dijo a su marido- vete a felicitar a los recién casados.

    El viejo enganchó el caballo al trineo y se marchó.

    Cuando llegó al pie del alto pino no daba crédito a sus ojos; sentada en el baúl como la víspera estaba Marfutka, solo que muy contenta y abrigada con un precioso abrigo; adornaban sus orejas magníficos pendientes y tenía a su lado un soberbio cofre de plata repujada.

    Cargó el viejo en el trineo todo, hizo subir a su hija y, sentándose, arreó el caballo hacia su cabaña.

    Mientras tanto la vieja, que seguía friendo buñuelos, sintió al Perrillo ladrar desde debajo del banco:

    - ¡Guau! ¡Guau! Marfutka viene cargada de tesoros.

    Incomodóse la vieja al oírle y, cogiendo un leño, se lo tiró.

    - ¡Mientes, maldito! El viejo trae solo los huesecitos de Marfutka.

    Al fin llegó el trineo y la vieja salió a la puerta. Quedó asombrada. Marrfutka iba ataviada ricamente y estaba más hermosa que nunca. Traía junto a sí el cofre con los regalos del Rey del frío.

    Disimuló su rabia la madrastra, acogiendo con muestras de alegría y cariño a la muchacha, y la invitó a entrar en la cabaña, haciéndola sentar en el sitio de honor, debajo de las imágenes.

    Sus dos hermanas sintieron gran envidia al ver los presentes que le había hecho el Rey del frío, y pidieron a su madre que las llevara al bosque para hacerle una visita a tan espléndido señor.

    - También nos regalará a nosotras -dijeron- pues somos tan hermosas o más que Marfutka.

    A la mañana siguiente la madre dio de comer a sus hijas, hizo que se pusieran sus mejores galas y preparó todas las cosas necesarias para el viaje. Despidiéronse ellas de su madre y, acompañadas del viejo, partieron hacia el mismo lugar donde quedara la víspera su hermana mayor.

    Allí, bajo el pino altísimo, las dejó su padre.

    Sentáronse las jóvenes dispuestas a esperar, entretenidas calculando las enormes riquezas del Rey del frío. Llevaban bonísimos abrigos; pero, no obstante, empezaron a sentir mucho frío.

    - ¿Dónde se habrá metido ese rey? - dijo una de ellas. Si estamos mucho rato llegaremos a helarnos.

    - ¿Y qué vamos a hacer? -dijo la otra. ¿O crees que los novios como el Rey del frío se apresuran a ver a sus prometidas? A propósito: ¿a quién crees que elegirá, a ti o a mí.

    - Desde luego que a mí, porque soy la mayor.

    - No, te engañas; me escogerá a mí.

    - ¡Serás tonta!

    Comenzaron a reñir seriamente. Y riñeron, riñeron, hasta que de repente oyeron al Rey del frío que, saltando de un abeto a otro, hacía gemir al bosque.

    Las jóvenes callaron, y escucharon a su presunto prometido, que sobre el pino altísimo les decía:

    - Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frio? ¿Tenéis frío, hermosas?

    - ¡Oh, sí, abuelo! Tenemos mucho frío. ¡Un frío enorme! Nos hemos quedado heladas esperándote. ¿Dónde te metiste para no llegar hasta ahora?

    - Descendió un tanto el Rey del frío, haciendo más y más gemir al pino, y volvió a preguntarles:

    - Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frio? ¿Tenéis frío, hermosas?

    - ¡Vete allá, viejo estúpido! Nos tienes medio heladas y todavía nos preguntas si tenemos frío.¡Encima con burlas! Danos de una vez los regalos o nos iremos de aquí inmediatamente.

    Bajó entonces al suelo el Rey del frío e insistió en la pregunta:

    - Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frio? ¿Tenéis frío, hermosas?

    Sintieron tanta ira las hijas de la vieja, que ni siquiera se dignaron contestarle, y entonces, el Rey sintió también enojo y aventólas de tal modo que las jóvenes quedaron yertas en la misma actitud irritada que tenían; y el Rey del frío esparció todavía sobre ellas gran cantidad de escarcha, alejándose finalmente del bosque saltando de un abeto al otro y haciendo gemir las ramas de los árboles bajo su agudo soplo…

    Al día siguiente dijo la mujer a su esposo:

    - ¡Anda, hombre! Engancha el trineo, pon cantidad de heno y lleva contigo la mejor manta, pues con seguridad mis hijitas tendrán frío. ¿No ves el tiempo que hace? ¡Anda! ¡Ve deprisa!

    Hizo el anciano lo que le decía su mujer y marchó en busca de las hijas. Al llegar donde dejara a las doncellas alzó al cielo sus manos desesperado y lleno de estupor; sus dos hijas estaban muertas sentadas al pie del altísimo pino. Tuvo que levantarlas para depositarlas en el trineo y dirigirse a casa.

    Entretanto la vieja preparaba una comida suculenta para sus hijas: pero el Perrito ladró de nuevo bajo el banco de este modo:

    - ¡Guau! ¡Guau! Viene el viejo, pero trae solo los huesecitos de tus hijas.

    La mujer, enfadada, le tiró un leño.

    - ¡Mientes, maldito! El viejo viene con nuestras hijas y además trae el trineo cargado de tesoros.

    Por fin llegó el anciano y salió la esposa ha recibirle; pero quedó petrificada; sus dos hijas venían yertas sobre el trineo.

    - ¿Qué hiciste, viejo idiota? -le dijo. ¿Qué hiciste con mis hijas, con nuestras hijas adoradas? ¿Es que quieres que te golpee con el furgón?

    - ¿Qué quieres que le hagamos, mujer? -contesto el viejo desesperado. Todos hemos tenido la culpa: ellas, las infelices, por haber sentido envidia y deseo de riquezas; tú, por no haberlas disuadido, y yo dejándote hacer siempre cuanto te vino en gana. Ahora ya no tiene remedio.

    Desesperóse y lloró la mujer con lágrimas de amargura y se rebeló contra el marido; pero el tiempo, que todo lo cura, mitigó penas y rencores y al final hicieron las paces. Y desde entonces, su madrastra fue más cariñosa con Marfutka, que, pasado algún tiempo, se casó con un buen mozo, bailando los dos ancianos en su boda.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 18 Jul 2021, 13:26

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    EL PEZ DE ORO


    En una isla muy lejana, llamada isla Buián, había una cabaña pequeña y vieja que servía de albergue a un anciano y su mujer. Vivían en la mayor pobreza; todos sus bienes se reducían a la cabaña y a una red que él mismo había hecho, y con la que iba a pescar todos los días, como único medio de procurarse el sustento de ambos.

    Un día echó su red en el mar, tiró de ella y pesaba extraordinariamente. Esperando una buena pesca, se puso muy contento; pero al recoger la red vio que estaba vacía; a fuerza de registrar, solo encontró un pez pequeño. Al tratar de cogerlo vio asombrado que era un pez de oro; y su asombro creció al oír que el Pez, con voz humana, le suplicaba:

    - No me cojas, abuelito; devuélveme al mar y te podré ser útil dándote lo que me pidas.

    Meditó un rato el anciano, y le contestó:

    - No necesito nada de ti; vive en paz en el mar. ¡Anda!

    Y echó el pez de oro al agua.

    Al volver a la cabaña, su mujer, que era muy ambiciosa y soberbia, le preguntó:

    - ¿Qué tal ha ido la pesca?

    - Mal -contestó-; solo pude coger un pez de oro, tan pequeño que, al oír sus súplicas para que lo soltase, me dio lástima y lo dejé en libertad a cambio de la promesa de que me daría lo que le pidiese.

    ¡Oh, viejo tonto! Tuviste entre tus manos una gran fortuna y no supiste conservarla.

    Y se enfadó de tal modo la mujer que todo el día estuvo riñendo a su marido, no dejándole en paz ni un solo instante.

    - Si al menos, ya que nada pescaste, le hubieses pedido un poco de pan, tendríamos algo que comer; pero, ¿qué comeremos ahora si en casa no hay ni una migaja?

    Al final el marido, no pudiendo soportarla más, se fue en busca del pez de oro; se acercó a la orilla del mar y exclamó:

    - ¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

    Se arrimó el pez a la orilla y le dijo:

    - ¿Qué quieres, buen viejo?

    - Mi mujer se ha enfadado conmigo por haberte soltado y me ha mandado que te pida pan.

    - Bien, vete a casa, que el pan no os faltará.

    Volvió el anciano a su casa, y pregunto a su mujer:

    - ¿Cómo van las cosas, mujer? ¿Tenemos pan bastante?

    - Pan hay de sobra, porque está el cajón lleno -dijo la mujer-; pero nos hace falta es una artesa nueva, porque se ha hendido la madera de la que tenemos y no podemos lavar la ropa; ve y dile al pez de oro que precisamos una artesa nueva.

    El viejo se dirigió a la playa otra vez y llamó:

    - ¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

    Se arrimó el Pez a la orilla y le dijo:

    - ¿Qué necesitas, buen viejo?

    - Mi mujer me mandó pedirte una artesa nueva.

    De vuelta a su casa, cuando apenas había pisado el umbral, le salió su mujer gritándole:

    - Ve enseguida a pedirle al pez de oro que nos regale una cabaña nueva; no se puede vivir en la nuestra, porque apenas se tiene de pie.

    Se fue el marido a la orilla del mar y gritó:

    - ¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

    El pez nadó hacia la orilla y le preguntó:

    - ¿Qué necesitas ahora, viejo?

    - Constrúyenos una nueva cabaña; mi mujer no me deja vivir, riñéndome y diciéndome que no quiere vivir más en la vieja, porque amenaza hundirse de un día a otro.

    - No te entristezcas. Vuelve a tu casa y reza, que todo estará hecho.

    Volvió el anciano a casa y vio lleno de asombro que en lugar de la vieja había una cabaña hecha de roble con adornos de talla.

    Corrió a su encuentro su mujer, y riñéndolo e injuriándolo más enfadada que nunca, le gritó:

    - ¡Qué viejo más estúpido eres! No sabes aprovecharte de la suerte. Has conseguido una cabaña nueva y creerás que has hecho algo importante. ¡Imbécil! Ve otra vez al mar y dile al pez de oro que no quiero ser campesina por más tiempo, que quiero ser mujer de gobernador para que me obedezca la gente y me salude con reverencia.

    Se dirigió de nuevo el anciano a la orilla del mar y llamó en alta voz:

    - ¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

    Se arrimó el Pez a la orilla como otras veces y dijo:

    - ¿Qué quieres, buen viejo?

    Este le contestó:

    - Mi mujer no me deja en paz; se ha vuelto loca; dice que no quiere ser campesina, que quiere ser mujer de gobernador.

    - Bien, no te apures; vete a tu casa y reza a Dios, que yo lo arreglaré todo.

    Volvió a casa el anciano y al llegar, vio que en lugar de la cabaña se alzaba una magnifica casa de piedra de tres pisos; la servidumbre corría apresurada por el patio; los cocineros preparaban la comida en la cocina, mientras que su mujer, sentada en un sillón, vestida con un traje de brocado, daba órdenes a la servidumbre.

    - ¡Hola, mujer! ¡Ya estás contenta! -dijo el marido.

    - ¿Cómo osas llamarme tu mujer, a mí que soy mujer de un gobernador? -Y dirigiéndose a sus servidores les ordenó-: Coged a ese miserable campesino que pretende ser mi marido y llevadlo a la cuadra para que lo azoten bien.

    En seguida acudió la servidumbre, cogieron por el cuello al pobre viejo y lo arrastraron a la cuadra, donde los mozos lo azotaron y apalearon de tal modo que con dificultad pudo después ponerse en pie.

    La cruel mujer, tras esto, le nombró barrendero de la casa y le dieron una escoba para que barriese, con el encargo de que todo estuviese siempre limpio.

    Empezó para el pobre anciano una existencia llena de humillaciones; tenía que comer en la cocina y todo el día estaba barriendo, pues si cometía la menor falta lo castigaban, apaleándolo en la cuadra.

    - ¡Qué mala mujer! -Pensaba el desgraciado-. He conseguido para ella todo lo que ha deseado y me trata del modo más cruel, llegando hasta negar que sea su marido.

    Sin embargo, no duró mucho aquello, porque la vieja se aburrió de su papel de mujer de gobernador.

    Llamó al anciano y le ordenó:

    - Ve, viejo tonto, y dile al pez de oro que no quiero ser más mujer de gobernador; que quiero ser zarina.

    Se fue el anciano a la orilla del mar y exclamó:

    - ¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

    El Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:

    - ¿Qué quieres, buen viejo?

    - ¡Ay, pobre de mí! Mi mujer se ha vuelto aún más loca; ahora no quiere ser mujer de gobernador; quiere ser zarina.

    - No te apures. Vuelve a casa y reza a Dios. Todo estará hecho.

    Volvió el anciano a casa, pero en su sitio vio elevarse un magnífico palacio cubierto con un tejado de oro; en la puerta montaban guardia los centinelas; se extendía detrás del palacio un hermosísimo jardín, y delante había una explanada en la que estaba formado un gran ejército. La mujer, engalanada como una zarina, salió al balcón seguida de nobles y generales y se puso a pasar revista a sus tropas. Redoblaron los tambores; los músicos tocaron el himno real y los soldados lanzaron hurras ensordecedoras.

    A pesar de esta magnificencia, al poco tiempo la mujer se aburrió de ser zarina y mandó que buscasen al anciano y lo trajesen a su presencia.

    Generales y nobles se pusieron en movimiento, corriendo apresurados de un lado a otro, diciendo: ¿Qué viejo será ese?

    Con gran dificultad, lo encontraron al fin en un corral y lo llevaron ante la zarina, que le gritó:

    - ¡Ve, viejo tonto; ve enseguida a la orilla del mar y dile al pez de oro que no quiero ser más una zarina; quiero ser la diosa de los mares, para que todos los mares y los peces me obedezcan!

    El buen viejo quiso negarse, pero su mujer le amenazó con cortarle la cabeza si se negaba a obedecerla. Con el corazón oprimido se dirigió el anciano a la orilla del mar, y una vez allí, exclamó:

    - ¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

    Pero no apareció el pez de oro; por segunda vez lo llamó el anciano, pero tampoco vino. Lo llamó por tercera vez, y de repente el mar se alborotó, se levantaron grandes olas y se oscureció el agua hasta volverse negra.

    Entonces el Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:

    - ¿Qué más quieres, buen viejo?

    El pobre anciano le contestó:

    - No sé qué hacer con mi mujer; está furiosa conmigo y me ha amenazado con cortarme la cabeza si no vengo a decirte que ya no le basta con ser una zarina; que quiere ser diosa de los mares, para mandar en todos los mares y gobernar a todos los peces.

    Esta vez el pez no respondió nada al anciano; se volvió y desapareció en las profundidades del mar.

    El desgraciado viejo regresó a su casa y se quedó lleno de asombro. El magnífico palacio había desaparecido y en su lugar se hallaba otra vez la primitiva cabaña vieja y pequeña, en la cual su mujer estaba sentada con unas ropas pobres y remendadas.

    Tuvieron que volver a su vida de antes, dedicándose el viejo a la pesca de nuevo, y aunque todos los días echaba su red al mar, nunca volvió a pescar al pez de oro.



    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Jue 22 Jul 2021, 13:25

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    MARCO EL RICO Y BASILIO EL DESGRACIADO


    En cierto país vivía un comerciante llamado Marco, al que pusieron de apodo “el Rico”, pues poseía una fortuna fabulosa. A pesar de sus riquezas, era hombre avaro y nada dado a hacer caridad a los pobres, a los que no quería alrededor de su casa; apenas se acercaba alguno a la puerta, ordenaba a sus servidores que le echasen los perros.

    Un día entraron en su casa dos ancianos de cabellos blanquísimos y le pidieron cobijo.

    - ¡Por Dios, Marco el Rico, danos alojamiento para no tener que pasar la noche al raso!

    Tanto le suplicaron y con tal insistencia, que Marco, solo para que no lo molestasen más, dio orden que los dejasen dormir en el corral, donde también lo hacía una mujer pariente suya gravemente enferma.

    A la mañana siguiente, vio que esta, perfectamente sana, lo saludaba dándole los buenos días.

    - ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo has recuperado la salud? -le preguntó.

    - ¡Oh, Marco el Rico! -exclamó la mujer. Yo misma lo ignoro. He visto, no sé si en sueños o en la realidad, que han pasado la noche en mi choza dos viejos con los cabellos blancos como la nieve; sobre la medianoche, alguien llamó y dijo: “En la aldea vecina, en casa de un pobre campesino, acaba de nacer un niño. ¿Qué nombre queréis darle y qué dote le concedéis?” Y los ancianos contestaron: “Le damos el nombre de Basilio, el apodo del Desgraciado, y lo dotamos con todas las riquezas de Marco el Rico, en cuya casa pasamos hoy la noche”.

    - ¿Y nada más? - preguntó Marco.

    - Para mí fue bastante, pues al levantarme estaba sana y fuerte como antes.

    - Bien -dijo el comerciante; pero mis tesoros no los logrará el hijo de un pobre campesino; serían demasiado para él.

    Púsose a meditar Marco el Rico y quiso comprobar si era verdad que había nacido Basilio el Desgraciado.

    Mandó enganchar el coche, fue a la aldea y encontrándose al pope, le preguntó:

    - ¿Es verdad que nació ayer un niño?

    - Sí, es verdad -le contestó el pope; nació en casa del más pobre campesino de estas tierras: le puse el nombre de Basilio y el apodo de “el Desgraciado”; pero aún no he podido bautizarlo, porque nadie quiere ser su padrino.

    Se ofreció de padrino entonces Marcos, y a la mujer del pope rogó que fuese la madrina, y mandó preparar comida en abundancia. Trajeron al niño, lo bautizaron y después estuvieron de fiesta hasta la noche.

    Al día siguiente, Marco el Rico llamó al pobre campesino y le dijo afablemente :

    – Oye, compadre, tú eres un pobre y no podrás educar a tu hijo; cédemelo y le haré un hombre honrado, aseguraré su porvenir y te daré a ti mil rublos para que no paséis miseria.

    El padre reflexionó un poco; pero al fin consintió, pues creía hacer la felicidad de su hijo. Marco tomó al niño, lo tapó con su capote, lo puso en el coche y se marchó.

    Tras haber recorrido unas cuantas leguas, el comerciante hizo parar el coche, dio el niño a su criado y le ordenó:

    - Cógelo por los pies y tíralo al barranco.

    Hizo el criado lo que su amo le mandaba. Marcos, riéndose, dijo:

    - Ahí, en el fondo del barranco, podrás poseer todos mis bienes.

    A los tres días, por el mismo lugar, pasaron unos comerciantes que llevaban a Marco el Rico doce mil rublos que le debían; al llegar al barranco oyeron llorar a un niño, y mandaron a uno de sus empleados que averiguase qué pasaba. Bajó el empleado al fondo del barranco y vio un pequeño prado donde un niño estaba sentado jugando con las flores; contó a su amo lo que había visto y este bajó apresuradamente para verlo él mismo.

    Luego cogió al niño, lo arropó, lo puso en el trineo y reemprendieron todos el camino.

    Llegados a la casa de Marco el Rico, preguntó este a los comerciantes donde habían encontrado al niño. Le explicaron lo ocurrido y Marco comprendió enseguida que el niño era su ahijado Basilio el Desgraciado.

    Convido a los comerciantes con manjares delicados y abundancia de vinos generosos, terminando por rogarles que le dieran al niño encontrado. Rehusaron los comerciantes un buen rato; pero al decirles Marco que les perdonaba todas sus deudas, le entregaron al niño sin vacilar más.

    Pasó un día y otro, y al tercero tomó Marco a Basilio el Desgraciado, lo puso en un tonel, que tapó y embreó cuidadosamente, y lo echó al agua desde el embarcadero. Flotó el tonel durante mucho tiempo por el mar, y por fin llegó a una orilla donde se levantaba un gran convento. Salía en aquel momento un monje a coger agua, y oyendo un llanto infantil desde el tonel, saltó a una barca, pescó el tonel y al ver en su interior un niño, lo cogió en brazos y lo llevó al convento. Creyendo el abad que no estaría bautizado, le puso al niño el nombre de Basilio y el apodo de “el Desgraciado”; desde entonces Basilio el Desgraciado vivió en el convento, y así pasaron dieciocho años, en los cuales aprendió a leer, a escribir y a cantar en el coro de la capilla. El abad le tomó gran cariño y lo utilizaba como sacristán en el servicio de la iglesia del convento.

    Iba un día Marco el Rico a otro país para cobrar sus deudas, y al pasar por el convento se detuvo en él. Se fijó en el joven sacristán y empezó a preguntar de dónde había venido y cuánto hacía que estaba en el convento. El abad le contó cuanto sabía acerca del hallazgo de Basilio. Que hacía dieciocho años un tonel que venía flotando por el mar se había acercado a la orilla no lejos del convento y que en su interior había un niño, al que había puesto el nombre de Basilio.

    Marco, oído esto, comprendió que el sacristán era su ahijado. Dijo al abad entonces:

    - Si dispusiese de un hombre tan listo como vuestro sacristán, lo nombraría mi ayudante. ¡Cedédmelo!

    Al principio el abad se negó, pero Marco el Rico, a pesar de su avaricia, ofreció veinticinco mil rublos al convento a cambio de Basilio; el abad, tras escuchar a los demás monjes, decidió aceptar la donación y dejó marchar a Basilio el Desgraciado.

    Envió Marco al joven a su casa con una carta cerrada que decía: “Mujer, cuando recibas esta carta, envía a su portador a nuestra fábrica de jabón y ordena a los obreros que lo echen en una de las calderas de aceite hirviendo; no dejes de cumplir lo que te digo, pues se trata de mi peor enemigo”.

    Basilio el Desgraciado se puso en marcha sin sospechar lo que le esperaba, y en el camino tropezó con un viejo de cabellos blancos como la nieve, que le preguntó:

    - ¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?

    - Voy a casa de Marco El Rico, donde me envía con una carta para su mujer.

    - Déjame ver la carta.

    Basilio le entregó la carta y el viejo rompió el sello y se la mostró diciendo:

    - ¡Toma, léela!

    Basilio la leyó y se puso a llorar, diciendo:

    - ¿Qué le he hecho yo a este hombre para que me condene a muerte tan cruel?

    - No te entristezcas ni temas nada – le dijo el anciano para tranquilizarle. Dios no te abandonará.

    Y soplando sobre la carta, se la devolvió con el sello intacto, como si no la hubiese abierto.

    - Ahora, vete con Dios y entrega la carta de Marco el Rico a su mujer.

    Basilio el Desgraciado llegó a la casa del comerciante, preguntó por el ama y le entregó la carta. La mujer la leyó, llamó a su hija y le enseñó la carta que decía: “Mujer: En cuanto recibas esta carta, prepara todo para casar al día siguiente a Anastasia con su portador; y cuida cumplir lo que te digo porque esta es mi voluntad.

    Los ricos, como tienen de todo en abundancia, rápidamente organizan fiestas cuando les apetece; así que vistieron a Basilio ricamente y le presentaron a Anastasia, que quedó prendada de él; al día siguiente fueron a la iglesia, se casaron y celebraron luego un gran banquete.

    Transcurrido algún tiempo, avisaron a la mujer de Marco el Rico que llegaba su marido, y ella salió acompañada de su hija y su yerno a recibirlo. Marco, al ver vivo y casado con su hija a Basilio el desgraciado, se enfureció y le dijo a su mujer:

    - ¿Cómo te has atrevido a casar a nuestra hija con este hombre?

    - No he hecho sino obedecer tus órdenes -contestó la mujer, enseñándole la carta.

    Marco se aseguró de que estaba escrita por su propia mano, calló y no dijo más.

    Pasaron tres meses y el comerciante dijo a su yerno:

    - Tienes que ir muy lejos, a mil leguas de aquí, donde vive el Rey Serpiente, a cobrarle la renta que me debe por doce años, y entérate de paso de la suerte que tuvieron doce navíos míos que han desaparecido; mañana mismo te pondrás en camino.

    Al día siguiente, muy temprano, se levantó Basilio el Desgraciado, rezó a Dios, se despidió de su mujer, cogió un saquito con pan tostado y se puso en camino. Llevaba andado bastante, cuando, al pasar junto a un frondoso roble, oyó una voz que le decía:

    - ¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?

    Miró a su alrededor, y no viendo a nadie, preguntó:

    - ¿Quién me llama?

    - Soy yo, el Roble, quien te pregunta.

    - Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.

    Contestó el Roble entonces:

    - Cuando llegues allí acuérdate de mí, que estoy aquí hace trescientos años y quisiera saber cuántos tendré que seguir en este sitio. No olvides enterarte.

    Basilio le escuchó con atención y continuó su camino. Más allá encontró un río muy ancho, se sentó en la barca para pasar a la otra orilla y el barquero le preguntó:

    - ¿Adónde vas?

    - Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.

    - Cuando llegues allí acuérdate de mí, que estoy pasando gente de una orilla a la otra hace ya treinta años y quisiera saber durante cuánto tiempo tendré que hacer lo mismo. No olvides enterarte.

    - Bien -dijo Basilio, y siguió su camino.

    Anduvo varios días y llegó a la orilla del mar, sobre el que estaba tendida una ballena de tal tamaño que llegaba a la orilla opuesta; su espalda servía de puente a los caminantes y a los carros. Apenas la pisó Basilio, la Ballena exclamó:

    - ¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?

    - Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.

    - Pues procura acordarte de mí, que estoy aquí tendida sobre el mar, y pasando sobre mis espaldas caminantes y carros que destrozan mi carne hasta los huesos; entérate cuánto tiempo aún tendré que seguir sirviendo de puente a la gente.

    - Bien, no te olvidaré – contestó Basilio, y siguió más adelante.

    Después de caminar mucho tiempo se encontró en una extensa pradera en medio de la cual se levantaba un inmenso palacio. Basilio el Desgraciado subió la ancha escalera de mármol y entró en él. Pasó por muchas cámaras, cada una más lujosa, y encontró en la última, sentada sobre el lecho, una joven bellísima que lloraba desconsoladamente. Al percibir al desconocido se levantó y, acercándose a él, le dijo:

    - ¿Quién eres y qué valor es el tuyo que te has atrevido a entrar en este reino maldito?

    - Soy Basilio el Desgraciado y me ha enviado Marco el Rico en busca del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.

    - ¡Oh, Basilio el desgraciado! No te ha enviado para cobrar la renta, sino para que te comiera el Rey Serpiente. Cuéntame ahora por dónde de has venido. ¿No te ocurrió nada mientras caminabas? ¿Viste u oíste algo?

    Basilio le contó lo del roble, el barquero y la ballena.

    No había terminado aún de hablar cuando se oyó un gran ruido como de un torbellino de viento; la tierra comenzó a temblar y el palacio se tambaleó. La hermosa joven escondió a Basilio debajo de su lecho y le dijo: - Estate ahí sin moverte y escucha lo que diga el Rey Serpiente.

    Entró el Rey Serpiente volando en la habitación, husmeó el aire y preguntó:

    - ¿Por qué huele aquí a carne humana?

    - ¿Cómo habría podido entrar aquí un ser humano? -contestó la hermosa joven. Seguro que has volado muy cerca de la tierra y te has impregnado de su olor.

    - ¡Oh, qué cansado estoy! ¡Ráscame la cabeza! -dijo el Rey Serpiente, extendiéndose en el lecho.

    La joven se puso a rascarle la cabeza y mientras le dijo:

    - Mi señor, ¡si supieras qué sueño he tenido en tu ausencia! He soñado que iba por una carretera y, de repente, oí gritar a un viejo Roble: “Pregunta al Rey Serpiente cuánto tiempo me queda de estar aquí”.

    - Pues se quedará allí – contestó el Rey Serpiente- hasta que llegue un hombre valiente que le dé un golpe con el pie en dirección de Levante; entonces se romperán sus raíces, el roble caerá al suelo y bajo él se encontrará más oro y plata que la que posee Marco el Rico.

    - Luego he soñado -siguió la joven- que me había acercado a un ancho río; había una barca para pasar de una orilla a la otra y el barquero me preguntó: “Cuánto tiempo tendré que continuar pasando a la gente de una orilla a la otra?” Pues no mucho. Bastará que cuando se siente un viajero en la barca le entregue los remos y la empuje desde la orilla; así quedará libre y el pasajero en cambio, de eterno barquero.

    - Soñé luego que estaba pasando por el lomo de una enorme ballena tendida de una orilla a otra del mar, que se quejaba de su desgracia y me preguntaba: ¿Por cuánto tiempo tendré que seguir sirviendo de puente a todo el mundo?

    - ¡Oh! Esa permanecerá así hasta que eche de sus entrañas los doce navíos de Marco el Rico, y apenas lo haga se sumergirá en el agua y sus huesos se cubrirán de carne -respondió el Rey Serpiente; y se durmió profundamente.

    La hermosa joven, dejando salir a Basilio el Desgraciado, le aconsejó:

    - Lo que has oído decir al Rey Serpiente no se lo digas a la Ballena ni al Barquero hasta después de atravesar el mar y el río.

    Basilio el Desgraciado dio las gracias a la joven y tomó el camino de su casa. Tras andar un buen rato llegó a la orilla del mar y enseguida le preguntó la Ballena:

    - ¿Qué respuesta me traes? ¿Hablaste de lo mío con el Rey Serpiente!

    - Sí, he hablado, pero te diré la respuesta cuando haya pasado a la otra orilla.

    Y cuando se encontró en la otra orilla, le dijo: - Echa de tus entrañas los doce navíos de Marco el Rico.

    La Ballena vomitó los doce navíos, que salieron con sus velas desplegadas, y las olas se precipitaron a la orilla con tal fuerza, que, aunque Basilio se había alejado ya bastante, el agua le llegó hasta las rodillas. Cuando llegó al río, le preguntó el Barquero:

    - ¿Has preguntado al Rey Serpiente lo que te pedí?

    - Sí, lo he preguntado, pero llévame antes a la otra orilla y allí te diré la respuesta.

    Cuando Basilio hubo atravesado el río, le dijo al Barquero:

    - Al primero que te pida que lo pases a la otra orilla, hazle poner en tu sitio y empuja la barca hacia el agua.

    Al fin, llegado frente al viejo roble, le dio una patada en dirección a Levante con gran fuerza; cayó el árbol y bajo sus raíces apareció una enorme cantidad de oro, plata y piedras preciosas. Basilio miró atrás y vio navegar con rumbo a la orilla los doce navíos que había vomitado la Ballena. Cargaron los marineros todas las riquezas en los navíos y se dieron a la vela llevando a bordo a Basilio el Desgraciado.

    Cuando avisaron a Marco el Rico que llegaba su yerno con los doce navíos y llevando consigo las riquezas que le había regalado el Rey Serpiente, se enfureció y ordenó enganchar un carruaje para dirigirse al reino del Rey Serpiente y preguntarle cómo deshacerse de su yerno. Llegó al río, se sentó en la barca, el barquero empujó desde la orilla a esta y Marco el Rico se quedó allí toda la vida condenado a pasar gente de una orilla a otra.

    Entretanto, Basilio el Desgraciado llegó a su casa y vivió siempre en armonía con su mujer y su suegra, aumentando sus tesoros y ayudando a los pobres y a los humildes.

    Así se cumplió la profecía de que heredaría todos los bienes de Marco el Rico.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
    (Versión poetizada de Pedro Casas Serra)


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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Mar 27 Jul 2021, 03:09

    .



    EL ZAREVICH IVÁN Y EL LOBO GRIS


    Una vez, en tiempos muy remotos, vivía en su retiro el zar Vislav con sus tres hijos, Demetrio, Basilio e Iván. Poseía un espléndido jardín en el que había un manzano que daba frutos de oro. Lo quería el zar como a las niñas de sus ojos y lo cuidaba con gran esmero.

    Un día el zar echó en falta varias manzanas de oro y se desconsoló tanto que enflaqueció de tristeza. Los zareviches, sus hijos, al verlo así le dijeron:

    - Padre y señor, permítenos que, alternándonos, montemos guardia a tu manzano predilecto.

    - Os lo agradezco mucho, hijos míos -les contestó-, y al que logre coger al ladrón y me lo traiga vivo le daré la mitad de mi reino y a mi muerte será mi heredero.

    Le tocó la primera noche hacer la guardia al zarevich Demetrio, quien apenas se sentó al pie del manzano se quedó profundamente dormido. Por la mañana, cuando despertó, vio que al árbol le faltaban más manzanas.

    Tocóle el turno la segunda noche al zarevich Basilio, y ocurrióle lo mismo, pues le invadió un sueño tan profundo como a su hermano.

    Llegó el turno al zarevich Iván. Acababa de sentarse al pie del manzano cuando sintió un gran deseo de dormir; se le cerraban los ojos y daba cabezadas. Entonces, haciendo un gran esfuerzo, se puso en pie, se apoyó en su arco y se quedó así esperando.

    Iluminóse de el jardín a medianoche y apareció, no se sabe por donde, el Pájaro de Fuego, que se puso a picotear las manzanas de oro.

    Iván Zarevich tendió su arco y le lanzó una flecha; pero logró tan solo hacerle perder una pluma y el pájaro se pudo escapar.

    Al despertarse el zar, Iván Zarevich le contó quién hacía desaparecer las manzanas de oro y le entregó la pluma.

    Dio las gracias el zar a su hijo menor y elogió su valor; pero sintieron envidia sus hermanos y le dijeron a su padre:

    - No creemos que sea una gran proeza arrancar a un pájaro una pluma. Nosotros iremos en busca del Pájaro de Fuego y te lo traeremos.

    El zar reflexionó unos instantes y al fin consintió en ello. Los zareviches Demetrio y Basilio se prepararon para el viaje e iniciaron el camino. Iván Zarevich pidió también permiso a su padre para que lo dejase marchar, y aunque este intentó disuadirle, al final lo dejó partir.

    Iván Zarevich, después de atravesar llanuras y montañas, se encontró en un lugar del que partían tres caminos, y donde había un poste con la inscripción siguiente: “El que tome el camino de enfrente no llevará a cabo su empresa, porque perderá el tiempo en diversiones; el que tome el de la derecha, conservará la vida, pero perderá su caballo, y el que siga el de la izquierda, morirá”.

    Iván Zarevich, tras pensárselo un rato, tomó el camino de la derecha.

    Y siguió adelante un día tras otro, hasta que apareció en el camino un lobo gris que se abalanzó sobre el caballo y lo despedazó. Iván continuó a pie, y andando, andando, hasta que sintió gran cansancio y se detuvo a reposar un poco; pero le invadió una gran pena y rompió en llanto. Entonces se le apareció de nuevo el Lobo Gris, que le dijo:

    - Lamento, Iván Zarevich, haberte privado de tu caballo; por lo tanto, montate sobre mí y dime dónde quieres que te lleve.

    Montóse Iván Zarevich sobre él, y apenas nombró al Pájaro de Fuego, el Lobo Gris echó a correr tan rápido como el viento. Al llegar frente a un muro de piedra, paróse y dijo a Iván:

    - Escala este muro que rodea un jardín en el que está el Pájaro de Fuego encerrado en su jaula de oro. Coge el pájaro, pero guárdate bien de tocar la jaula.

    Iván Zarevich saltó el muro y se encontró en medio del jardín.

    Sacó al pájaro de la jaula y ya se iba, cuando pensó que no le resultaría fácil llevarlo sin la jaula. Decidió pues cogerla, y apenas la tocó cuando sonaron mil campanillas que pendían de infinidad de cuerdecitas tendidas en la jaula. Despertáronse los guardianes y prendieron a Iván Zarevich, llevándolo ante el zar Dolmat, el cual le dijo enfadado:

    - ¿Quién eres? ¿De qué país provienes? ¿Cómo te llamas?

    Contóle Iván su historia, y el zar le dijo:

    - ¿Te parece digna del hijo de un zar la acción que has cometido? Si hubieses venido a mí directamente y me hubieses pedido el Pájaro de Fuego, yo te lo habría dado de buen grado; pero ahora tendrás que ir a mil leguas de aquí y traerme el Caballo de las Crines de Oro, que pertenece al zar Afrón. Si lo consigues, te entregaré el Pájaro de Fuego, y si no, no te lo daré.

    Regresó Iván Zarevich junto al Lobo Gris que, al verle, le dijo:

    - ¡Ay, Iván! ¿Por qué no hiciste caso de lo que te dije? ¿Qué haremos ahora?

    - He prometido al zar Dolmat que le traeré el Caballo de las Crines de Oro -contestóle Iván-, porque si no, no me dará el Pájaro de Fuego.

    - Bien, pues montate otra vez sobre mí y vamos allá.

    Y más rápido que el viento se lanzó el Lobo Gris, llevando sobre sí a Iván. Por la noche se hallaba ante la caballeriza del zar Afrón y otra vez habló el Lobo a nuestro héroe de esta forma:

    - Entra en la cuadra; los mozos duermen profundamente; saca de ella al Caballo de las Crines de Oro; pero no vayas a coger la rienda, que también es de oro, porque si lo haces tendrás un gran disgusto.

    Iván Zarevich entró con gran sigilo, desató el caballo y miró la rienda, y al verla tan preciosa le gustó tanto, que sin poderse contener, alargó la mano solo para tocarla. No bien la hubo tocado, cuando empezaron a sonar todas las campanillas que estaban atadas a las cuerdas tendidas sobre ella. Se despertaron los guardianes, apresaron a Iván y lo llevaron ante el zar Afrón, que al verlo gritó:

    - ¡Dime de qué país eres y cuál es tu origen!

    Iván Zarevich le contó su historia, a la que el zar le replicó:

    - ¿Y te parece bien robar caballos siendo hijo de un zar? Si te hubieses presentado a mí, te habría regalado el Caballo de las Crines de Oro; pero ahora tendrás que ir muy lejos, a mil leguas de aquí, a buscar a la infanta Elena la Bella. Si consigues traérmela, te daré el caballo y también la rienda, y si no, no te lo daré.

    Iván prometió cumplir la voluntad del zar y salió. Al verlo el Lobo Gris le dijo:

    - ¡Ay, Iván Zarevichh! ¿Por qué me has desobedecido?

    - He prometido al zar Afrón -contestó Iván- que le traeré a Elena la Bella. Es preciso que cumpla mi promesa, porque si no, no me dará el caballo.

    - Bien; no te desanimes, que también te ayudaré en esta nueva empresa.

    Montó de nuevo Iván sobre el Lobo, que salió disparado como una flecha. No sabemos la duración del viaje, pero al final paróse el Lobo ante a una verja dorada que cercaba el jardín de Elena la Bella. Al detenerse, le dijo el Lobo a Iván:

    - - Voy a ser yo quien esta vez lo haga todo. Espéranos a la infanta y a mí en el prado al pie del roble verde.

    Obedecióle Iván, y el Lobo saltó la verja, escondiéndose detrás de unos zarzales.

    Salió al atardecer Elena la Bella al jardín para dar un paseo acompañada de sus damas y doncellas, y cuando llegaron junto a los zarzales donde estaba escondido el Lobo Gris, salió este a su encuentro, cogió a la infanta, saltó la verja y desapareció.

    Llevó el Lobo a la infanta junto a Iván Zarevich y le dijo:

    - Móntate, Iván; coge en tus brazos a Elena la Bella y vámonos en busca del zar Afrón.

    Iván, al ver a Elena la Bella, préndose de tal modo de sus encantos, que se le desgarraba el corazón al pensar que tenía que dejársela al zar Afrón, y sin poder contenerse rompió en amargo llanto.

    - ¿Por qué lloras? -preguntóle entonces el Lobo Gris.

    ¿Cómo no he de llorar si me he enamorado de Elena y se la he de dar al zar Afrón?

    - Pues escuchame -le contestó el Lobo. Yo me transformaré en infanta y tú me llevarás ante el zar. Cuando te dé el Caballo de las Crines de Oro, márchate inmediatamente con ella, y yo, cuando pienses en mí, volveré a reunirme contigo.

    Cuando llegaron al reino del zar Afrón, el Lobo se revolcó en el suelo y quedó transformado en la infanta Elena la Bella; y mientras que el zarevich Iván se presentaba con la fingida infanta ante el zar, la verdadera se quedó en el bosque esperándole.

    Alegróse grandemente el zar Afrón al verles y enseguida le dio el caballo prometido, despidiéndole con mucha cortesía.

    Iván Zarevich montó sobre el caballo, llevando consigo a la infanta, y se dirigió hacia el reino del zar Dolmat para que le entregase el Pájaro de Fuego.

    Mientras tanto, el Lobo Gris seguía viviendo en el palacio del zar Afrón. Pasó un día, otro y otro más, hasta que al cuarto le pidió al zar permiso para dar un paseo por el campo. Consintió el zar, y salió la supuesta Elena acompañada de damas y doncellas; pero de pronto desapareció sin que sus acompañantes pudieran decir al zar otra cosa sino que se había transformado en un lobo gris.

    Seguía Iván Zarevich su camino con su amada, cuando una punzada sintió en el corazón, y se dijo:

    - ¿Dónde estará ahora mi amigo el Lobo Gris?

    Y en el mismo instante se le presentó este diciendo:

    - Aquí me tienes. Siéntate, Iván, si quieres, en mi lomo.

    Pusiéronse los tres en marcha y, por fin, llegaron al reino de Dolmat; cerca ya del palacio, el zarevich le dijo al Lobo:

    - Amigo mío, hazme si puedes el último favor; yo quisiera que el zar Dolmat me entregase el Pájaro de Fuego sin tener que dejarle el Caballo de las Crines de Oro, pues lo querría conservar a mi lado.

    Transformándose el Lobo en caballo, dijo al zarevich:

    - Llévame ante el zar Dolmat y recibirás el Pájaro de Fuego.

    Mucho se alegró el zar al ver a Iván, a quien dispensó una gran acogida. Le dio las gracias por haberle traído el Caballo de las Crines de Oro, le obsequió con un gran banquete, y solo cuando empezaba a anochecer le dejó marchar, entregándole el pájaro con jaula y todo.

    Acababa de salir el sol, cuando Dolmat, impaciente por probar su caballo nuevo, mandó que lo ensillaran, y montándose en él salió a dar un paseo; pero en cuanto estuvieron en el campo, empezó a dar coces el caballo y a encabritarse hasta tirarlo al suelo. Entonces vio el zar con gran asombro, como el Caballo de las Crines de Oro se transformaba en un lobo gris que desaparecía con la rapidez de una flecha.

    Llegóse el Lobo hasta donde estaba Iván Zarevich y le dijo:

    - Móntate sobre mí mientras que la hermosa Elena lo hace sobre el Caballo de las Crines de Oro.

    Entonces lo llevó hasta dónde al principio del viaje le había matado el caballo, y le dijo:

    - Adiós, Iván Zarevich; te serví fielmente, pero debo dejarte.

    Y desapareció.

    Iván Zarevich y Elena la Bella se dirigieron al reino de su padre; pero estando ya cerca quisieron descansar al pie de un árbol.

    Ató Iván el caballo, la jaula con el Pájaro de Fuego la puso junto a sí, se echó en el musgo y se durmió; Elena la Bella se durmió a su lado.

    Entre tanto, los hermanos de Iván volvían a su casa con las manos vacías. En la encrucijada, habían elegido el camino que se veía enfrente; bebieron, se divirtieron mucho y ni siquiera oyeron hablar del Pájaro de Fuego. Una vez malgastado todo su dinero, decidieron volver al reino de su padre, y cuando regresaban vieron al pie de un árbol a su hermano Iván que dormía al lado de una joven de belleza indescriptible. El Caballo de las Crines de Oro estaba atado junto a él, y también descubrieron al Pájaro de Fuego encerrado en su jaula.

    Los zareviches desenvainaron sus espadas, mataron a su hermano e hicieron pedazos su cuerpo.

    Despertóse Elena, y al ver muerto y destrozado a Iván rompió en amargo llanto.

    - ¿Quién eres, hermosa joven? - preguntó el zarevich Demetrio.

    Y ella le contestó:

    - Soy la infanta Elena la Bella; el zarevich Iván, a quien habéis matado, fue a buscarme a mi reino.

    - Escucha, Elena -le dijeron los zareviches-; haremos lo mismo contigo si no dices que fuimos nosotros los que te sacamos de tu reino, lo mismo que al caballo y al pájaro.

    Temió Elena la muerte y prometió decir todo lo que le ordenasen.

    Entonces los zareviches Demetrio y Basilio la llevaron, junto con el caballo y el pájaro, a casa de su padre y se alabaron ante él de su arrojo y valentía. Estaban los zareviches muy satisfechos, pero la hermosa Elena lloraba sin parar, el Caballo de las Crines de Oro caminaba con la cabeza tan baja que casi le tocaba al suelo, y el Pájaro de Fuego estaba triste y deslucido; tanto, que el resplandor que desprendía su plumaje era muy débil.

    El cuerpo destrozado de Iván quedó por un tiempo al pie del árbol, y cuando empezaban a acercarse fieras y aves de rapiña para devorarlo, acertó a pasar por allí el Lobo Gris, que se estremeció al reconocer el cuerpo de su amigo.

    - ¡Pobre Iván Zarevich! ¡Apenas te dejé, te sobrevino una desgracia! Es menester que te auxilie una vez más.

    Ahuyentó a los pájaros y fieras que rodeaban el cuerpo de su amigo y se escondió detrás de un zarzal. Al poco vio venir volando a un cuervo que, acompañado de sus pequeñuelos, venía a picotear en el cadáver; cuando pasaron frente a él, saltó desde el zarzal y se abalanzó sobre los pequeños; pero el Cuervo padre le gritó:

    - ¡Oh, Lobo Gris! ¡No te comas a mis hijos!

    - Los despedazaré si no me traes el agua de la muerte y el agua de la vida.

    Elevó el vuelo el cuervo y se perdió de vista. Regresó al tercer día con dos frascos; el Lobo Gris entonces despedazó a uno de los cuervecitos, lo roció con el agua de la muerte, y al momento los pedacitos se juntaron de nuevo; cogió el frasco del agua de la vida, lo roció igualmente con ella y el cuervecito sacudió sus plumas y se echó a volar.

    Repitió el Lobo Gris con el zarevich la misma operación de las dos aguas, que le hicieron resucitar y levantarse, diciendo:

    - ¿Cuánto tiempo he dormido?

    El Lobo Gris le contestó:

    - Habrías dormido eternamente si no te hubiese resucitado, porque tus hermanos, tras matarte, hicieron pedazos tu cuerpo. Hoy tu hermano Demetrio se casa con Elena la Bella y el zar cede su reino a tu hermano Basilio a cambio del Caballo de las Crines de Oro y el Pájaro de Fuego; pero sube sobre tu Lobo Gris, que en un abrir y cerrar de ojos te llevará a presencia de tu padre.

    Cuando el Lobo apareció ante el palacio acompañado del zarevich, todo volvió a la vida: sonrió Elena la Bella secando sus lágrimas; oyóse relinchar en los establos al Caballo de las Crines de Oro, y el Pájaro de Fuego brilló de tal manera, que llenó de luz todo el palacio.

    Al entrar Iván en el palacio vio los preparativos para el banquete y que estaban ya reunidos los invitados a la boda de Demetrio y Elena. Esta, al ver a su antiguo prometido, se le echó al cuello abrazándolo con fuerza; pasado este primer impulso, contó al zar que fue Iván quien la sacó de su reino, y quien consiguió traer al Caballo de las Crines de Oro y al Pájaro de Fuego; que después, mientras Iván dormía, le habían matado sus hermanos y que a ella le habían hecho callar con amenazas. El zar Vislav, lleno de cólera, ordenó que expulsasen de su reino a sus dos hijos mayores.

    El zarevich Iván se casó con Elena la Bella y vivieron una vida de paz y de amor.

    ¡Al Lobo Gris no se le volvió a ver más, ni nadie se acordó de él nunca!


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Mar 03 Ago 2021, 12:34

    .


    BASILISA LA HERMOSA


    En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir ocho años la niña, se puso enferma su madre y presintiendo la muerte, le dijo a Basilisa:

    - Escúchame, hija mía y acuérdate de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desgracia, pídele consejo.

    Dichas estas palabras, besó a su hija, suspiró y se murió.

    El comerciante se entristeció mucho al enviudar; pero al pasar el tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un buen hombre y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa, con fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.

    El comerciante se casó con ella, y pronto comprendió su error, pues no resultó la buena madre que para su hija deseaba.

    Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura y para que el aire y el sol quemaran su delicado cutis. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día aumentaba su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, pese a estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto era la buena Muñeca, sin la cual Basilisa no hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, le daba buenos consejos y trabajaba con ella.

    Así pasaron algunos años y las muchachas alcanzaron la en edad de casarse. Todos los jóvenes solicitaban hacerlo con Basilisa, sin hacer ningún caso a las hijas de la madrastra. Esta, cada vez más enfadada, les contestaba a todos:

    - No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.

    Y, despedidos los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.

    Un día el comerciante necesitó hacer un viaje y se marchó.

    La madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente aunque nadie la había visto, vivía la terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquel lugar, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.

    Ya instalada en el nuevo alojamiento, la madrastra, con distintos pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no dejaba que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.

    Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa, hilar, haciéndolas presentarle cada día el trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, salvo una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas trabajaban, se formó en la vela un pábilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras..

    - ¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes. No había más luz que esta en toda la casa y nuestras labores aún no están terminadas. ¡Habrá que ir a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga!

    - Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje. Yo no iré.

    - Tampoco yo iré -añadió la que hacía las medias. Tengo luz de mis agujas.

    - ¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!

    Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Se dirigió sin luz Basilisa a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y dijo:

    - Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y esta me comerá. ¡Pobre de mí!

    - No tengas miedo -contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no olvides llevarme contigo; sabes que nunca te abandonaré.

    Se metió Basilisa la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. Iba la pobrecita temblando, cuando pasó por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; enseguida empezó a amanecer.

    Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y enseguida empezó a brillar el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y solo al atardecer del día siguiente llegó al claro del bosque donde se encontraba la cabaña de Baba-Yaga; la rodeaba una cerca hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. Apareció de pronto un jinete negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al acercarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como tragado por la tierra; enseguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.

    Se oyó de pronto un tremendo alboroto; los árboles crujían, las hojas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Acercóse a la puerta, se paró, y husmeando, gritó:

    - ¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?

    Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:

    - Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.

    - Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.

    Luego, dirigiéndose a la puerta, exclamó:

    - ¡Ea!, Mis fuertes cerrojos, ¡abríos! ¡Ea!, Mis anchas puertas, ¡dejadme pasar!

    Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas volvieron a cerrarse. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:

    - ¡Quiero cenar! ¡Sírveme toda la comida que está en el horno!

    Encendió Basilisa una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido alimentar a diez hombres; trajo después de la bodega vino, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa tan solo le dejó un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.

    Se preparó para acostarse y le dijo a la nueva doncella:

    - Mañana tempranito, después de que me marche, barre el pasillo, limpia la cabaña, prepara la comida y lava la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.

    - Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:

    - Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago.

    Contesto la Muñeca:

    - No temas, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana lo arreglaremos todo.

    Al día siguiente despertóse Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar al jinete blanco, y enseguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y apareció ante ella el mortero con el mazo y la escoba.

    Se quedó Basilisa sola, recorrió la cabaña, se admiró de las riquezas que allí había y estaba indecisa sin saber por que trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.

    - ¡Oh, mi salvadora! -exclamo Basilisa. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.

    Solo te queda preparar la comida -le contestó la Muñeca, a la vez que se metía en su bolsillo. - Prepárala y descansa luego de tu labor.

    Al atardecer Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó el jinete negro, e inmediatamente oscureció por completo; solo lucían los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa.

    - ¿Lo has hecho todo? -preguntó la bruja.

    - Examínalo todo tú misma, abuelita.

    Recorrió Baba-Yaga toda la casa y se puso de mal humor al no encontrar motivo para regañar a Basilisa.

    -Bien -dijo al fin, se sentó a la mesa y exclamó:

    - ¡Mis fieles servidores, venid a moler mi trigo!

    Se presentaron enseguida tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:

    - Mañana harás lo mismo y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para apartar los granos de tierra.

    Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Esta, como la víspera, le dijo:

    - Acuéstate tranquila después de haber rezado, Se es más sabio por la mañana que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.

    Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió con todas sus obligaciones. Volvió Baba-Yaga al anochecer a casa, lo vio todo y exclamó:

    - ¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, venid a prensar mi simiente de adormidera!

    Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.

    - ¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa. - ¿Eres muda?

    - Si me lo permites, te preguntaré una cosa.

    – Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.

    - Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?

    - Es mi Día Claro -contestó la bruja.

    - Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montado un corcel rojo. ¿Quién era este?

    - Es mi Sol Radiante.

    - ¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?

    - Es mi Noche oscura.

    Se acordó Basilisa de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.

    - ¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.

    - Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuánto más sepa seré más vieja.

    - Bien -repuso la bruja-; haces bien en preguntar solo lo que has visto fuera de la cabaña y no en su interior, pues no me gusta que se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. - ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?

    - La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.

    - ¡Oh, lo que has dicho! ¡Vete enseguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!

    Y expulsó a Basilisa de la cabaña, y también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:

    - He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.

    La muchacha echó a correr alumbrándose con la calavera, que al amanecer se apagó ella sola; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Acercóse a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de la boca sin dientes, que decía: “No me tires, llévame contigo”. Miró entonces la casa de su madrastra y no viendo brillar luz alguna, decidió llevar consigo la calavera.

    La recibieron con cariño y le contaron que desde que se había ido no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en su casa.

    - Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.

    Trajeron a la habitación la calavera y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Querían esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer las tres estaban ya completamente abrasadas; solo permaneció intacta Basilisa.

    Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y allí se instaló esperando el regreso de su padre. Dijo un día Basilisa a la anciana: -Sin trabajar me aburro, abuelita. Comprame lino e hilaré para matar el tiempo.

    La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. Avanzaba el trabajo con rapidez y el hilo salía igualito y fino como un cabello.

    Pronto tuvo un gran montón, suficiente para tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. Pidió ayuda la muchacha a su Muñeca, y esta en una noche le preparó un telar.

    Al final del invierno, estaba ya tejido el lienzo y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:

    - Vende, abuelita, el lienzo y guárdate el dinero.

    Miró la anciana la tela y exclamó:

    - No, hijita; este lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en el palacio.

    Se dirigió al palacio del zar y se puso a pasear frente a las ventanas.

    El zar la vio y le preguntó:

    - ¿Qué quieres, viejecita?

    - Majestad -contesto esta-, he traído conmigo algo tan precioso que no lo quiero enseñar a nadie más que a ti.

    Ordenó el zar que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.

    - ¿Qué quieres por él? -preguntó.

    - No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.

    El zar le dio las gracias y la colmó de obsequios. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. Al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:

    - Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza sabrás coserlo.

    - No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una joven hermosa que vive conmigo.

    - Bien; pues que me cosa ella las camisas.

    Volvió la anciana a su casa, contó a Basilisa lo ocurrido y esta repuso:

    - Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.

    Se encerró en su cuarto y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.

    Vio entrar en la casa al poco rato un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven, dijo:

    - Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.

    Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar.

    Apenas la vio este, se enamoró perdidamente de ella.

    - Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.

    Tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.

    Cuando volvió el padre de Basilisa se alegró mucho al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.



    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
    (Versión poetizada de Pedro Casas Serra)


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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 09 Ago 2021, 12:55

    .


    EL CORREDOR VELOZ


    Junto a una ciudad de un lejano reino había un pantano muy extenso; para entrar y salir de la ciudad había que seguir una carretera tan larga que, deprisa, se empleaba tres años en bordear el pantano, y despacio, se tardaba más de cinco.

    Junto a la carretera vivía un anciano muy devoto que tenía tres hijos. Se llamaba el primero, Iván; el segundo, Basiliv, y el tercero, Simeón. Pensó el anciano construir un camino en línea recta a través del pantano, levantando algunos puentes necesarios, para que la gente solamente tardara en cruzarlo tres semanas o tres días, según se hiciese a pie o a caballo.

    Se puso a trabajar con sus tres hijos, y tras bastante tiempo terminó la obra; el pantano quedó atravesado por una carretera en línea recta con magníficos puentes.

    De vuelta a casa, dijo el padre a su hijo mayor:

    - Oye, Iván, siéntate bajo el primer puente y escucha lo que dicen de mí los transeúntes.

    Obedeció el hijo y se escondió bajo uno de los arcos del primer puente, por el que en aquel momento pasaban dos ancianos que decían:

    - Ha quien ha construido este puente y arreglado esta carretera, Dios le concederá lo que pida.

    Cuando oyó esto Iván, salió de su escondite, y saludando a los ancianos, les dijo:

    - Este puente lo he construido yo, ayudado por mi padre y mis hermanos.

    - ¿Y qué pides tú a Dios? -preguntaron los ancianos.

    - Pido tener mucho dinero durante toda mi vida.

    - Está bien. En aquella pradera hay un roble muy viejo; excava bajo sus raíces y hallarás una cueva llena de oro, plata y piedras preciosas. Toma tu pala, excava y que Dios te dé tanto dinero que no te falte nunca hasta que te mueras.

    Se fue Iván a la pradera, excavó bajo el roble, y halló una cueva llena de una inmensidad de riquezas en oro, plata y piedras preciosas, que se llevó a su casa.

    Al llegar allí, le preguntó su padre:

    - ¿Y qué, hijo mío, qué es lo que has oído hablar de mí a la gente?

    Iván le contó lo que había oído hablar a los dos ancianos y cómo estos le habían colmado de riquezas para toda su vida.

    Al día siguiente, envió el padre a su segundo hijo. Basiliv se sentó bajo el puente y se puso a escuchar a la gente. Pasaban dos ancianos y al llegar cerca de donde Basiliv estaba, les oyó hablar así:

    - A quien hizo este puente le será concedido todo lo que pida a Dios.

    Salió Basiliv de su escondite y saludando a los dos ancianos, les dijo:

    - Abuelitos, este puente lo he construido yo con ayuda de mi padre y mis hermanos.

    - ¿Y qué es lo que tú desearías? -le preguntaron.

    - Que Dios me diese mucho grano para toda mi vida.

    Pues ve a tu casa, siega trigo, siémbralo y verás como Dios te dará trigo para toda tu vida.

    Basiliv llegó a su casa, contó a su padre lo que le habían dicho los ancianos, segó trigo y después sembró las semillas. En seguida creció tantísimo trigo que no sabía dónde guardarlo.

    Al tercer día envió el viejo a su tercer hijo. Simeón se escondió bajo el puente, y al rato oyó pasar a los dos ancianos, que decían:

    - A quien hizo este puente y esta carretera, de seguro que Dios le dará cuanto le pida.

    Al oír Simeón estas palabras salió de su escondite y se presentó a los dos hombres, diciéndoles:

    - Yo he construido este puente y esta carretera con la ayuda de mi padre y mis hermanos.

    - ¿Y qué es lo que pides a Dios?

    - Que el zar me acepte como soldado de su escolta.

    - Pero muchacho, ser soldado es difícil y pesado. ¡Cuántas lágrimas vas a verter! Pídele a Dios para ti cualquier cosa más agradable.

    Mas el joven insistió, diciéndoles:

    - Ustedes son viejos y sin embargo lloran; ¿qué tiene de particular que llore yo que soy más joven? El que no llore en este mundo llorará en el otro.

    - Ya que te empeñas, sea; nosotros te bendeciremos.

    Pusieron las manos sobre su cabeza, y al instante el joven se convirtió en un ciervo que corría con gran velocidad. Corrió a su casa, y su padre y hermanos, apenas lo vieron, quisieron cazarlo; pero él escapó y volvió junto a los ancianos, quienes lo transformaron en una liebre. Volvió a su casa por segunda vez, y cuando allí se dieron cuenta que había entrado una liebre, se echaron sobre ella para cogerla; pero escapó y volvió con los dos viejos, los cuales, por tercera vez, lo transformaron en un pajarito dorado que volaba con gran rapidez. Voló a su casa, y se posó en el alfeizar de la ventana piando y saltando. Los hermanos procuraron cogerlo; pero con gran ligereza, escapó al campo. Esta vez, cuando el pajarito dorado se arrimó a los viejos, se transformó en el joven de antes y estos le dijeron:

    - Ahora, Simeón, ve a alistarte en el ejército del zar. Si tuvieses que ir a algún sitio con gran rapidez, podrás transformarte en ciervo, en liebre o en pájaro, tal como nosotros te hemos enseñado.

    Regresó Simeón a su casa y pidió a su padre que le dejase ir a servir al zar como soldado.

    - ¿Por qué quieres ir a servir al zar, siendo tan joven y no teniendo experiencia de la vida?

    - Padre, déjame ir, porque es la voluntad de Dios.

    Su padre le dio permiso y Simeón preparó todas sus cosas, se despidió de su familia y tomó la carretera que iba a la capital. Caminó muchos días, y al fin llegó; entró en palacio y se presentó al mismo zar. Se inclinó ante él y le dijo:

    - Mi zar y señor, no te ofendas por mi osadía: quiero servir en tu ejército.

    - ¡Pero muchacho! ¡Eres demasiado joven todavía!

    - Puede que sea demasiado joven; pero creo que podré servirte igual que los demás, y así lo prometo a Dios.

    El zar consintió y lo nombró soldado de su escolta.

    Poco después, un rey enemigo emprendió una sangrienta guerra  contra el zar. Este empezó a preparar su ejército y quiso dirigirlo en persona. Simeón pidió al zar que le dejase acompañarle; consintió el zar, y todo el ejército se puso en marcha en busca del enemigo.

    Caminaron muchos días y atravesaron muchas tierras, hasta que al fin llegaron frente al enemigo. La batalla tenía que ser al cabo de tres días.

    El zar pidió que le preparasen sus armas de combate; pero, con las prisas, habían olvidado en palacio la espada y el escudo. ¡El zar no podía entrar en batalla sin sus armas!…

    Hizo leer un bando disponiendo que si había alguien capaz de ir y volver a palacio en tres días y traerle la espada y el escudo, se presentase. Al que pudiera traerle sus armas, el zar ofrecía darle en recompensa por esposa a su hija María, la cual llevaría como dote la mitad del imperio, y además declararle su heredero. Se presentaron varios voluntarios; uno de ellos decía que él podría ir y volver en tres años, otro que en dos, y un tercero, en uno.

    Se presentó entonces Simeón al zar y le dijo:

    - Majestad, yo puedo ir al palacio y traerte tu espada y tu escudo en tres días.

    El zar se puso contentísimo, lo abrazó y escribió una carta a su hija, en la que disponía que entregase a Simeón la espada y el escudo dejados en palacio. Simeón cogió el mensaje del zar y se marchó. Cuando estuvo a una legua del campamento se transformó en ciervo y se puso a correr como una flecha. Corrió, corrió y cuando se cansó se transformó en liebre; continuó así con la misma rapidez, y cuando las patas empezaron a cansarse se transformó en pajarito dorado y voló aún más rápido que antes. Día y medio después llegaba a palacio, donde estaba la zarevna María. Entonces se transformó en hombre, entró en palacio y entregó a la zarevna el mensaje del zar. Esta, tras leerlo, preguntó al joven:

    - ¿De qué modo has podido pasar por tantas tierras en tan poco tiempo?

    - Pues así -respondió Simeón.

    Y transformándose en ciervo dio, con gran velocidad, unas carreras por el parque. Después se acercó a la zarevna y descansó la cabeza sobre las rodillas de la joven: cortó esta con unas tijeritas un mechón de la cabeza del ciervo. Después se transformó en liebre y se puso a dar saltos y brincos, cobijándose luego en las rodillas de la zarevna, quien también cortó otro mechón de pelo de la cabeza de la liebre. Por último, se transformó en pajarito con la cabeza dorada, voló de un lado a otro y se posó sobre la mano de la zarevna María. La joven le arrancó algunas plumitas doradas de la cabeza; cogió los mechones de pelo que había cortado al ciervo y a la liebre y las plumas del pajarito y lo puso todo en su pañuelo, que ató y guardó en su bolsillo. Por último el pajarito se transformó en el joven de antes.

    La zarevna hizo que le diesen de comer y beber y le dio provisiones para el camino. Tras entregarle el escudo y la espada de su padre, al despedirse le dio un abrazo, y el joven corredor se marchó al campamento de su zar. Se transformó en ciervo otra vez; en liebre, cuando se cansó de correr; y en pajarito cuando se cansó de nuevo, y al tercer día vio, no demasiado lejos, la tienda imperial. Estando a media legua de distancia se transformó en su verdadero ser y se estiró a la sombra de un zarzal en la orilla del mar, para descansar un poco del viaje. Puso la espada y el escudo a su lado y se durmió al momento.

    Un general del zar, que por casualidad paseaba por allí, descubrió el corredor dormido; aprovechándose de su sueño lo tiró al agua, y cogiendo la espada y el escudo fue a la tienda del zar y le entregó sus armas, diciéndole:

    - Señor, he aquí tu espada y tu escudo; yo mismo te los he traído.

    El zar, entusiasmado, dio las gracias al general sin acordarse de Simeón. Poco después se entabló la batalla con el enemigo, que acabó en una gran victoria para el zar y su ejército.

    Al pobre Simeón, cuando cayó al mar, lo cogió el zar del Mar y lo arrastró a las profundidades de su reino. Vivió con este zar durante un año y se puso muy triste.

    - ¿Qué tienes, Simeón, te aburre estar aquí? - le preguntó un día el zar del Mar.

    - Sí, majestad.

    - ¿Quieres ir a la tierra rusa?

    - Sí quiero, si su majestad lo permite.

    El zar lo subió y lo sacó a la orilla durante una noche muy oscura.

    Se puso a rezar Simeón, diciendo:

    - ¡Dios mío, haz salir el Sol!

    Cuando el cielo empezaba a teñirse de púrpura, se presentó a Simeón el zar del Mar y se lo llevó otra vez a su reino.

    Vivió allí otro año y era tal la tristeza que sentía que estaba siempre llorando. El zar le preguntó entonces otra vez:

    - ¿Por qué lloras, muchacho? ¿Te aburres?

    - Mucho, majestad.

    - ¿Quieres volver a la tierra rusa?

    - Sí, majestad.

    Lo cogió y lo dejó a la orilla del mar. Con lágrimas en los ojos, Simeón rogó al Señor, diciendo:

    - ¡Dios mío, haced que salga el Sol!

    Apenas empezó a teñirse el horizonte, se presentó como la otra vez el zar del Mar, lo cogió y lo arrastró a las profundidades de su reino. Pasó el pobre Simeón el tercer año, y estaba tan afligido que no hacía más que llorar todo el día. Un día que estaba más triste que de costumbre, el zar del Mar le dijo:

    - Pero ¿por qué lloras? ¿Te aburres? ¿Quieres volver a la tierra rusa?

    - Sí, majestad.

    Lo sacó por tercera vez fuera del agua y lo dejó a la orilla del mar.

    Simeón, apenas se encontró fuera del agua, se puso de rodillas y rogó con grandísimo fervor:

    - ¡Dios mío, tened piedad de mí! Haced que salga el Sol.

    Apenas lo había dicho, cuando el Sol se mostró en todo su esplendor, iluminando el mundo con sus rayos.

    El zar del Mar tuvo miedo esta vez a la luz del día y no se atrevió a salir a coger a Simeón, el cual se vio libre.

    Se dirigió a su reino, transformándose primero en ciervo, después en liebre, y finalmente en pajarito, y llegó en poco tiempo al palacio del zar.

    En los tres años que habían pasado, el zar había regresado con su ejército a la capital de su reino e iniciado los preparativos para la boda de su hija con el general embustero que dijo ser quien había llevado al campamento la espada y el escudo imperiales.

    Simeón entró en la sala donde estaban sentados a la mesa Maria Zarevna, el general y los convidados, y apenas María lo vio, lo reconoció y dijo a su padre:

    - El general que está sentado a mi lado en la mesa no es mi prometido; mi verdadero prometido es el joven que acaba de entrar en la sala. Y dirigiéndose al recién llegado, le dijo:

    - Simeón, haznos ver cómo fuiste tú quien consiguió llevar tan velozmente la espada y el escudo.

    Simeón se transformó en ciervo, corrió por el salón y se paró cerca de María Zarevna; esta sacó de su pañuelo el mechón de pelo que había cortado al ciervo, y mostrándolo al zar le enseñó el sitio de donde lo había cortado y le dijo:

    - Mira, padre, esta es una prueba.

    El ciervo se transformó en liebre, saltó por todas partes y se echó en el regazo de la zarevna; María mostró entonces el mechón de pelo que había cortado a la liebre.

    Se transformó la liebre en un pajarito con la cabeza de oro, y después de volar rápidamente por todo el salón vino a posarse en un hombro de la zarevna. Desató esta el tercer nudo de su pañuelo y mostró al zar las plumitas doradas que había arrancado de la cabeza del pajarito.

    Al ver esto el zar comprendió toda la verdad, y después de escuchar a Simeón, condenó a muerte al general. A María la caso con Simeón y este fue nombrado heredero del trono.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Mensaje por cecilia gargantini Sáb 14 Ago 2021, 15:05

    Hoy regresé a leer un poco más...cuántos recuerdos de infancia en estos cuentos, con variaciones, con abordajes diferentes, pero todos con una gran belleza...
    Gracias, querido Pedro!!!!!!!!!!!!!
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 16 Ago 2021, 03:26

    Gracias, Cecilia, por tu interés. Compartir gustos nos hermana.

    Un fuerte abrazo.
    Pedro


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 16 Ago 2021, 03:28

    .


    LA BRUJA BABA-YAGA


    Vivía en otros tiempos un comerciante con su mujer; esta murió, dejándole una hija. Al poco tiempo el viudo se casó con otra mujer, que, envidiosa de su hijastra, la maltrataba y buscaba el modo de librarse de ella.

    Aprovechando que el padre tuvo que hacer un viaje, dijo a la muchacha la madrastra:

    - Ve a casa de mi hermana y pídele una aguja y un poco de hilo para coserte una camisa.

    La hermana de la madrastra era una bruja, y como la muchacha era lista, decidió pedir consejo primero a otra tía suya, hermana de su padre:

    - Buenos días, tiita.

    - Muy buenos, sobrina querida. ¿A qué vienes?

    - Mi madrastra me ha dicho que vaya a pedir a su hermana una aguja e hilo para coserme una camisa.

    - Acuérdate bien -le dijo la tía- de que un álamo blanco querrá arañarte la cara; tú átale las ramas con una cinta. Las puertas de una cancela rechinarán y se cerrarán con estrépito para no dejarte pasar; tú úntale los goznes con aceite. Unos perros querrán despedazarte; tírales un poco de pan. Un feroz gato te querrá sacar los ojos; dale un pedazo de jamón.

    Se despidió la chica, cogió un poco de pan, aceite y jamón, y una cinta, se puso a andar en busca de la bruja y al fin llegó.

    Entró en la cabaña donde estaba sentada la bruja Baba-Yaga sobre sus piernas huesudas, tejiendo.

    - Buenos días, tía.

    - ¿A qué vienes, sobrina?

    - Mi madre me manda a pedirte una aguja e hilo para coserme una camisa.

    - Bien. Mientras lo busco, siéntate y ponte a tejer.

    Mientras la sobrina tejía, salió la bruja de la habitación, llamó a su criada y le dijo:

    - Calienta el baño y lava bien a mi sobrina porque me la voy a comer.

    La pobre muchacha, que la oyó, se quedó muerta de miedo, y cuando la bruja marchó, dijo a la criada:

    - No quemes mucha leña, querida; mejor echa agua al fuego y lleva el agua al baño con un colador.

    Y diciendo esto, le regaló un pañuelo.

    Baba-Yaga, impaciente, se acercó a la ventana donde trabajaba la chica y le preguntó:

    - ¿Estás tejiendo, sobrinita?

    - Sí, tiita, estoy trabajando.

    Se alejó la bruja de la cabaña, y la muchacha, aprovechando el momento, le dio al gato un pedazo de jamón y le preguntó cómo escapase de allí. El gato le dijo:

    - Sobre la mesa hay una toalla y un peine; cógelos y echa a correr lo más deprisa que puedas, porque la bruja Baba-Yaga irá tras de ti para cogerte; de vez en cuando échate al suelo y arrima a él tu oreja; cuando la oigas cerca, tira al suelo la toalla, que se transformará en un río muy ancho. Si la bruja se tira al agua y lo pasa a nado, tú le habrás tomado delantera. Cuando de nuevo oigas en el suelo que está cerca, tira el peine, que se transformará en un espeso bosque, a través del cual la bruja no podrá pasar.

    La muchacha cogió la toalla y el peine y se puso a correr. Quisieron despedazarla los perros, pero les tiró un trozo de pan; las puertas de la cancela rechinaron y se cerraron de golpe, pero untó los goznes con aceite y las puertas se abrieron de par en par. Quiso, más tarde, un álamo blanco arañarle la cara; ató entonces las ramas con una cinta y pudo pasar.

    El gato se sentó al telar e intentó tejer; pero no hacía más que enredar los hilos. Acercándose a la ventana, la bruja preguntó:

    - ¿Estás tejiendo, sobrinita? ¿Estás tejiendo, querida?

    - Sí, tía, estoy tejiendo – respondió el gato con voz ronca.

    Baba-Yaga entró en la cabaña, y viendo que la chica no estaba y que el gato la había engañado, se puso a pegarle, diciéndole:

    - ¡Ah, viejo goloso! ¿Por qué ha dejado escapar a mi sobrina? ¡Era tu obligación quitarle los ojos y arañarle la cara!

    - Llevo mucho tiempo a tu servicio -dijo el gato- y aún no me has dado ni un huesecito, y ella me ha dado un pedazo de jamón.

    Se enfadó Baba-Yaga con los perros, con la cancela, con el álamo y con la criada y se puso a pegar a todos.

    Los perros le dijeron:

    - Te hemos servido muchos años, sin que nos hayas dado ni una cortecita dura de pan quemado, y ella nos ha obsequiado con pan fresco.

    La cancela dijo:

    - Te he servido mucho tiempo, sin que a pesar de mis chirridos me hayas engrasado con sebo, y ella me ha untado los goznes con aceite.

    Dijo el álamo:

    - Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas dado ni un hilo, y ella me ha engalanado con una cinta.

    Exclamó la criada:

    - Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas dado un mal trapo, y ella me ha regalado un pañuelo.

    Baba-Yaga se sentó en el mortero, lo arreó con el mazo y barriendo con la escoba sus huellas, salió en persecución de la muchacha. Arrimó esta su oído al suelo y oyó acercarse a la bruja. Tiró entonces al suelo la toalla, y al instante se formó un río caudaloso.

    Baba-Yaga llegó a la orilla, y viendo el obstáculo que se interponía en su camino, rechinando los dientes de rabia, volvió a su cabaña, reunió a todos sus bueyes y los llevó al río; los animales bebieron toda el agua y la bruja prosiguió la persecución de la muchacha.

    Esta arrimó otra vez su oído al suelo y oyó que Baba-Yaga estaba cerca; tiró el peine al suelo y se transformó en un bosque frondoso.

    Se puso la bruja a roer los troncos de los árboles para abrirse paso; pero no lo logró, y tuvo que volverse furiosa a su cabaña.

    Entretanto, volvió el comerciante a casa y preguntó a su mujer:

    - ¿Dónde está mi hijita querida?

    - Ha ido a ver a su tía -contestó la madrastra.

    Al poco rato, con gran sorpresa de la madrastra, regresó la niña.

    - ¿Dónde ha estado? -le preguntó el padre.

    - ¡Oh, padre mío! Mi madre me ha mandado a casa de su hermana a pedirle una aguja con hilo para coserme una camisa, y resulta que la tía es la mismísima bruja Baba-Yaga, que quiso comerme.

    - ¿Cómo has podido escapar de ella, hijita?

    La niña le contó entonces lo ocurrido.

    Cuando el comerciante conoció la maldad de su mujer, la echó de su casa y se quedó solo con su hija.

    Los dos vivieron en paz y felices muchos años.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 25 Ago 2021, 04:11

    .


    LA VAQUITA PARDA

    Érase el reino de un zar y una zarina que tenían una hija llamada María. Cuando murió la zarina, el zar se casó con una mujer llamada Yaguichno. De este matrimonio tuvo tres hijas; la mayor tenía un solo ojo; la segunda, dos; y tres, la tercera. La madrastra no quería a su hijastra María, y un día la vistió con un vestido viejo, le dio un pedacito de pan duro y la envió al campo a apacentar una vaquita parda.

    La zarevna condujo a la vaquita a un prado verde, entró en la vaca por una oreja y salió por la otra, ya comida, bebida, lavada y engalanada.

    Limpia y arreglada como una zarevna, todo el día cuidó de la vaquita, y cuando el sol se puso, María se quitó su vestido de gala, se puso sus andrajos, volvió con la vaquita a su casa y guardó el pedacito de pan duro en el cajón de la mesa.

    “¿Qué es lo que habrá comido?” -pensó la madrastra. Al día siguiente, Yaguichno dio a su hijastra el mismo pedacito de pan duro y la envío a apacentar la vaquita; pero hizo que la acompañase su hija mayor, la que tenía un solo ojo, a la que dijo antes de marcharse:

    - Mira, hija mía, qué come y bebe María, porque vuelve saciada sin haber probado el pan que le doy.

    Llegadas las muchachas al prado, dijo María a su hermana:

    - Ven hermanita; siéntate aquí a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a peinar.

    Y cuando apoyó la cabeza en sus rodillas, peinándola, dijo:

    - No mires, hermanita; cierra tu ojito; duerme, hermanita mía, duerme, querida.

    Cuando la hermana se durmió, se levantó María, se acercó a la vaquita, entró en ella por una oreja y salió por la otra comida, bebida y bien vestida, y todo el día, engalanada como una zarina, cuidó de la vaquita.

    Cuando empezó a oscurecer, María se cambió de traje y despertó a su hermana, diciéndole:

    - Levántate, hermanita; levántate, querida; es hora de volver a casa.

    “¡Qué lástima!” -pensó la muchacha. He dormido todo el día, no he visto lo que ha comido y bebido María y ahora no sabré que decirle a mi madre cuando me pregunte.

    Solo llegar a casa, Yaguichno preguntó a su hija:

    - ¿Qué ha comido y bebido María?

    - ¡No he visto nada, madre! -respondió la hija.

    La madre la riñó, y a la mañana siguiente envió a su segunda hija, la que tenía dos ojos.

    - Hija mía, ve y mira qué es lo que come y bebe María.

    Cuando llegaron al campo, María dijo a su hermana:

    - Ven aquí, siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a hacer la trenza.

    Cuando apoyó su cabeza, María le dijo:

    - Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermanita, duerme, querida mía.

    La hermana cerró los ojos y se durmió hasta la noche y por consiguiente, no pudo ver nada.

    El tercer día, Yaguichno envió a su tercera hija, la que tenía tres ojos, diciéndole:

    - Observa bien qué come y bebe María Zarevna y cuéntamelo todo.

    La dos llegaron al prado para apacentar a la vaquita parda, y María dijo a su hermana:

    - ¿Quieres que te peine y te haga las trenzas?

    - Házmelas, hermanita.

    - Pues siéntate a mi lado y descansa tu cabeza en mis rodillas.

    Cuando lo hizo, María Zarevna pronunció las mismas palabras de siempre.

    - Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermanita, duerme, querida mía.

    Pero olvidó por completo el tercer ojo; así que dos dormían, pero el tercero observaba todo lo que María Zarevna hacía. Se arrimó esta a la vaquita, entró en ella por una oreja y salió por la otra, comida, bebida y bien vestida.

    Apenas se escondió el Sol, María se cambió de vestido y despertó a su hermana:

    -Levántate, hermanita, que es hora de volver a casa.

    Llegaron a su casa y María guardó su cortecita de pan duro en el cajón de la mesa.

    - ¿Qué ha comido María? -preguntó la madrastra a su hija.

    La hija contó a su madre todo lo que había visto; llamó entonces esta al cocinero y le dio orden de matar a la vaquita parda. El cocinero obedeció y María Zarevna le suplicó:

    - Por lo menos, abuelito, dame el rabo de la vaquita.

    El viejo se lo dio; lo plantó ella en la tierra, y en poco tiempo creció un arbolito con unos frutos muy dulces, en el que se posaban muchos pájaros que cantaban canciones muy bonitas.

    Un zarevih llamado Iván, oyendo hablar de las virtudes y belleza de María, se presentó un día
    a la madrastra, y poniendo un gran plato sobre la mesa, le dijo:

    - Se casará conmigo la muchacha que me llene de fruta este plato.

    Envió la madrastra a coger la fruta a su hija mayor; pero los pájaros no le dejaban acercarse al árbol y por poco le pican el único ojo que tenía. Envió a las otras dos hijas; pero estas tampoco pudieron coger un solo fruto. Al final, fue María Zarevna, y apenas se acercó con el plato al árbol y empezó a coger frutos, se pusieron los pájaros a ayudarla, y mientras ella cogía uno, los pajaritos le tiraban al plato dos o tres.

    En un momento el plato estuvo lleno. Puso entonces María Zarevna sobre la mesa el plato e hizo una reverencia al zarevich.

    Prepararon la boda, se casaron, tuvieron grandes fiestas y vivieron muchos años felices y contentos.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
    (Versión poetizada de Pedro Casas Serra)


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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Mar 31 Ago 2021, 04:58

    .


    FOMÁ BERÉNNIKOV


    Érase una anciana que vivía con su hijo Fomá Berénnikov. Un día el hijo se fue a labrar el campo; su caballo era un rocín flaco y débil, y el pobre Fomá, desesperando de hacerle trabajar, se sentó en una piedra.

    Zumbaban las moscas volando sobre un montón de basura, y Fomá, cogiendo una rama seca, las golpeó y se puso a contar cuántas había matado.

    Contó hasta quinientas, y aún había muchas más, que no pudo contar porque se cansó. Acercóse luego a su rocín y vio hasta una docena de tábanos que le picaban; los mató también, y volviendo a su casa pidió a su madre la bendición, diciéndole:

    - He matado a tantos enemigos que ni siquiera se pueden contar, y entre ellos había doce guerreros valientes; déjame, madre, ir a realizar hazañas dignas de un hombre valeroso, pues no conviene a un hombre como yo labrar la tierra: quédese eso para un campesino, no para un héroe.

    La madre le dio la bendición y lo dejó ir a realizar sus valerosas proezas.

    Fomá Berénnikov se colgó sobre los hombros una alforja, se sujetó a la faja una hoz y se fue por un camino desconocido hasta llegar a un sitio donde estaba plantado un poste en el suelo.

    Buscó en sus bolsillos, sacó un trozo de yeso y escribió en el poste: “Por aquí pasó el valiente Fomá Berénnikov, que de un golpe mató una multitud de enemigos, y entre ellos doce guerreros valerosos”.

    Escrito esto, siguió su camino. Poco rato después pasó por el mismo lugar Ilia Murometz; se acercó al poste, leyó la inscripción y dijo:

    - ¡Cómo se ve en este letrero el carácter de un hombre valeroso! ¡No gasta oro ni plata; solo yeso!

    Y escribió en el poste con un pedazo de plata: “Tras Fomá Berénnikov pasó por aquí el valiente Ilia Murometz”.

    Siguió por el camino, y alcanzando a Fomá Berénnikov, le preguntó respetuosamente:

    - ¡Invicto Fomá Berénnikov! ¿Dónde me mandas ir, delante o detrás de ti?

    - Ven detrás -contestó Fomá.

    Iba por el mismo camino el joven Alejo Popovich, y ya de lejos vio resplandecer como escrito con brasas el cartel del poste. Acercóse a este, leyó las inscripciones de Fomá Berénnikov y de Ilia Murometz, sacó de su bolsillo un pedazo de oro y escribió: “Tras Ilia Murometz pasó por aquí el joven Alejo Popovich”.

    Siguió por el camino, alcanzó a Ilia Murometz y le preguntó:

    - Dime, Ilia Murometz, ¿dónde tengo que ir, delante o detrás de ti?

    - No me preguntes a mí, sino a mi hermano mayor, Fomá Berénnikov – le contestó Ilia.

    El joven Alejo Popovich se acercó a Fomá Berénnikov y le preguntó:

    - ¡Invicto Fomá Berénnikov! ¿Dónde mandas que vaya Alejo Popovich?

    - Ven detrás – dijo Fomá.

    Así siguieron los tres por el camino, atravesando un país desconocido, y llegaron al fin a unos espléndidos jardines. Ilia Murometz y Alejo Popovich plantaron sus tiendas blancas y Fomá Berénnikov se tendió sobre su sayo.

    Los jardines pertenecían al zar Blanco, el cual estaba en guerra con un rey extranjero, que envió contra él sus seis guerreros más valerosos. El zar Blanco remitió a Fomá Berénnikov un mensaje que decía: “Estoy en guerra con un rey extranjero. ¿Quieres prestarme tu ayuda? Fomá, aunque no entendió lo escrito, pues no sabía leer, miró el mensaje, meneó la cabeza y dijo:

    - Está bien.

    Entretanto el rey extranjero con su ejército se acercó a la ciudad.

    Ilia Murometz y Alejo Popovich se dirigieron a Fomá Berénnikov y le consultaron, diciéndole:

    - Los enemigos están oprimiendo al zar; es menester salir en su defensa. Dinos si vas a ir tú mismo o quieres que vayamos nosotros.

    - Ve tú, Ilia Murometz -contestó Fomá.

    Marchó entonces Ilia Murometz y mató a todos los enemigos.

    El rey extranjero envió contra el zar Blanco otro ejército innumerable y con él otros seis héroes renombrados. Otra vez fueron Ilia Murometz y Alejo Popovich a consultar a Fomá Berénnikov:

    - Dinos, Fomá Berénnikov, ¿irás tú mismo o quieres que vayamos nosotros?

    - Ve tú, joven Alejo Popovich -dijo Fomá.

    El joven Alejo fue y mató a todos los del innumerable ejército y a los seis valerosos guerreros.

    Entonces el rey extranjero pensó para sus adentros: “Aún tengo un héroe, el más valiente del mundo; lo guardaba para un caso extremo, pero tendré que utilizarlo ahora”.

    Esta vez el rey extranjero se puso en persona al frente de su ejército, llevando consigo a su más valeroso guerrero, a quien dijo de antemano:

    - No es con la fuerza sino con la astucia con lo que nos vence el guerrero ruso; por eso, lo que veas hacer a este hazlo tú también.

    Otra vez se presentaron Ilia Murometz y el joven Alejo Popovich ante Fomá Berénnikov y le preguntaron:

    - ¿Irás tú mismo o nos envías a nosotros?

    - Esta vez iré yo mismo. Traedme mi caballo.

    Los caballos de los dos valerosos guerreros estaban en el campo paciendo hierba; en cambio, el rocín de Fomá, como corresponde al caballo de un héroe, comía avena; fortalecido por el buen alimento, cuando se le acercó Ilia Murometz se puso a tirar coces y a morderle. Ilia se enfadó, lo cogió por la cola y lo tiró por encima de la cerca. Al ver esto, el joven Alejo Popovich le dijo:

    - ¡Cuidado! No sea que nos vea Fomá Berénnikov, pues nos haría ver las estrellas.

    - No me importa; el mérito no lo tiene el caballo sino el guerrero -le repuso Ilia Murometz, y le llevó el rocín a Fomá Berénnikov.

    Este, montando a caballo, dijo entre sí: “Será mejor que me tape los ojos, así no me dará tanto miedo ir al encuentro de una muerte tan horrorosa como la que me espera”.

    Y atándose un pañuelo alrededor de la cabeza, se tapó lo ojos y se inclinó hacia delante sobre la silla, para hacerse menos visible.

    El héroe del rey extranjero, al ver a su enemigo con los ojos vendados, pensó: “¡Gran Dios, qué guerrero! Se ha tapado los ojos porque está seguro de su poder; pues yo tampoco soy cobarde y haré lo mismo”.

    Apenas se hubo tapado los ojos e inclinado sobre su silla, Fomá, aburrido de esperar tanto tiempo, miró por debajo del pañuelo, y aprovechando la ocasión que tenía, desenvainó la espada que el guerrero llevaba colgada a su izquierda y con ella misma le cortó la cabeza.

    Cogió después el caballo del enemigo vencido e intentó montarlo; pero viendo que no podía, lo ató a un roble grandísimo, se subió a él y desde lo alto saltó sobre la silla.

    Apenas el caballo sintió al jinete, dio un tirón, arrancó de cuajo el árbol con sus raíces y se precipitó a través del campo corriendo a todo correr y arrastrando el árbol tras de sí.

    Fomá Berénnikov gritaba con todas sus fuerzas:

    - ¡Socorro! ¡Socorro!

    Pero nadie lo oía.

    Los enemigos se estremecieron de espanto y se pudieron a huir; pero el caballo, desbocado, los perseguía, pisándolos y atropellándolos con el árbol hasta que no quedó vivo ni uno solo.

    El rey extranjero envió entonces a Fomá Berénnikov el siguiente mensaje: “Heroico Fomá Berénnikov, jamás te haré la guerra”.

    Este mensaje agradó mucho al valiente guerrero.

    Los valerosos Ilia Murometz y Alejo Popovich quedaron asombrados al ver las proezas de su jefe. Fomá se dirigió al palacio del zar Blanco, y una vez allí, este le preguntó:

    - ¿Con qué quieres que te recompense? Elige entre todo el oro que quieras, la mitad de mi reino o mi hija la hermosa zarevna.

    - Dame la zarevna y convida a la boda a mis hermanos menores Ilia Murometz y el joven Alejo Popovich -le contestó Fomá.

    Poco después se casó con la hermosa zarevna, vivió con ella en la mayor felicidad y hasta su muerte conservó la fama de ser el guerrero más valiente del mundo.


    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Angel Salas Sáb 04 Sep 2021, 00:14

    Pedro : hoy he disfrutado estos cuentos maravillosos, seguro volveré por otros cuentos...

    - EL ZAREVICH CABRITO

    - EL CAMPESINO, EL OSO Y LA ZORRA

    - LA RANA ZAREVNA
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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 04 Sep 2021, 04:13

    No tengas prisa, Ángel, que a poco saben mejor.

    Un abrazo.
    Pedro


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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por cecilia gargantini Sáb 04 Sep 2021, 14:27

    Y aquí vuelvo, a disfrutar sin prisa, tal como sugerís.
    Son, cada uno de ellos, una bocanada de aire fresco, tan necesaria en estos tiempos.
    Muchas gracias, querido amigo
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    Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos Empty Re: Aleksandr Nikolayevich Afanasiev (1826-1871): Cuentos populares rusos

    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 04 Sep 2021, 14:34

    Son una delicia, y, como bien dices, en estos tiempos se agradecen.

    Un fuerte abrazo, Cecilia.
    Pedro


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