CUBA
ANGEL ESCOBAR VARELA
ARTÍCULO EN LA PÁGINA "YO VENGO DE TODAS PARTES DE JOSÉ POMMERENCK
La poesía de Ángel Escobar
Foto del álbum de Marina Cultelli. Andrés Cultelli, Ángel en el centro, y Gabriela Cultelli. 1993. Uruguay.
Foto del álbum de Marina Cultelli. Andrés Cultelli, Ángel en el centro, y Gabriela Cultelli. 1993. Uruguay.
Por Julio César Aguilar
Autor de varios títulos de obra poética, entre los que destacan Abuso de confianza, Cuando salí de La Habana y La sombra del decir, Ángel Escobar se suicida a los 39 años, un 14 de febrero de 1997, arrojándose al vacío desde el cuarto piso del apartamento donde vivía, en un barrio de El Vedado de La Habana, Cuba. No obstante la excelencia de su obra literaria, aún es escasa la bibliografía existente en torno a la biografía del poeta y a su poesía misma. Marina Cultelli, quien fue su primera esposa durante varios años, relata por primera vez acontecimientos hasta ahora desconocidos por el cada vez más creciente público lector de Ángel Escobar.
¿Cómo y cuándo conociste a Ángel Escobar? Es decir, ¿bajo qué circunstancias se dio el encuentro entre ustedes?
En 1974. Fue amor a primera vista, ambos teníamos 16 años, a la semana ya éramos novios. Nos conocimos en el campamento de la escuela al campo de la ENA (Escuela Nacional de Artes Dramáticas). Yo había sido seleccionada como estudiante e iba a ingresar en el primer año de la carrera. Él estaba en segundo año. El campamento era en Isla de Pinos. Luego tuvo la suerte, según mi madre psicóloga, de poder encontrar una familia como la nuestra muy jovencito, en plena adolescencia, hecho que contribuyó intelectualmente también a su formación como escritor. Es obvio reconocer primero el rol de la formación teatral como estudiante de la ENA y del ISA (Instituto Superior de Arte, Universidad de las Artes), motivo por el cual prefiero detenerme en aquellas situaciones de aprendizaje no formal, que contribuyeron al desarrollo de su obra creadora y a su personalidad poética.
¿Él ya tenía intereses literarios en esa época? ¿Ya escribía poesía, o solamente era lector de literatura en esos momentos?
Ángel empezó a escribir a los 16, ganó su primer premio a los 19. No tuvo sólo la etapa esquizofrénica, si bien existen síntomas que, desde esta perspectiva, se pueden descubrir, ahora, a muy temprana edad. Antes de estar enfermo, no era un enfermo. Por supuesto que le interesaba la poesía. En ese entonces me escribió el primer poema, que aún guardo, inédito. Por eso después del mes y medio reglamentario de escuela al campo, después de presentarlo a mi familia, cuando Benedetti llega a La Habana, mi madre nos llevó a conocerlo. Benedetti hizo algo que Ángel necesitaba y le agradeció siempre: lo orientó hacia la escritura más íntima, dejando de lado algunos poemas de contenido político; y analizando sus capacidades como poeta, que eran relevantes en el tono íntimo, como por ejemplo en los poemas de amor. Conocimos a Benedetti en el hotel Nacional y luego lo frecuentamos en su casa de Alamar, donde éramos vecinos.
Benedetti no era muy amigo de que Ángel mostrara, recitara sus poemas o los publicara, antes de tener una obra consolidada. “Usted escriba, después ya se verá. No sirve tener apuro. Tiempo al tiempo”, le dijo más de una vez Benedetti. “No deje de escribir ni un solo día, y por favor, tráigame lo que no le guste”. Este método de “tráigame lo que no le guste” empezó a dar un resultado asombroso. Lo que a Ángel le gustaba y lo primero que le mostraba eran poemas de compromiso político, que no eran los mejores. En cambio, precisamente aquellos que al principio menos le gustaban, fueron los que Benedetti le señalaba como verdadera poesía. Realizaba análisis críticos con las debidas explicaciones y con mesurada paciencia. El aprendizaje comenzó a crecer dando luz al poeta que había en Ángel. Siempre ávidos, comentábamos durante la semana las apreciaciones de Benedetti, quien también lo guiaba en las lecturas de manera muy simple: “Lea todo lo que le caiga en sus manos, cualquier cosa trivial o la más profunda. Todo sirve”.
Benedetti fue gran amigo de mi padre, quien en ese momento estaba clandestino y posteriormente fue un preso político en Argentina. Mi padre también era huérfano y cuando salió en libertad en 1980 y llegó a La Habana, estrechó gran amistad con Ángel, quien ya había tenido una primera crisis a raíz del suicidio de su hermano Santiago. Mi padre había perdido un hijo. Mi hermano Alfredo fue asesinado en 1969, en la toma de la ciudad de Pando por el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. A mi hermano, Ángel dedicó su poema “Ganas”. Ambos, mi padre y Ángel, se adoptaron mutuamente.
Ángel Escobar no fue un autodidacta. Tuvo una formación académica. Era licenciado en el ISA. Es preciso reconocer que lo asistieron sistemáticamente diferentes maneras de “enseñanza no formal”, categoría pedagógica que designa el tipo de aprendizaje recibido a través de Mario Benedetti y de mi padre. A Benedetti lo veíamos cada 15 días aproximadamente, desde que viajó a La Habana (1975) y luego instalado en Cuba, hasta que se trasladó a España. Mi padre llegó a Cuba en 1980. Benedetti incluso nos mostró su Poesía trunca, en estado de elaboración. La última vez que nos encontramos los tres, fue en su apartamento de Montevideo, en 1993. Ángel, quien estaba invitado al Primer Encuentro Latinoamericano de poesía, aprovechó para agradecerle una vez más.
¿Recuerdas quién fue el jurado del premio David? ¿Lo apoyó alguien para ganarlo?
No me acuerdo quien fue el jurado del premio David. Ángel era un perfecto desconocido, y nunca se imaginaron que tenía 19 años. Era el poeta que más joven había recibido ese premio nacional. Irrumpió en la escena pública de las letras y nadie lo conocía. Lo apoyamos nosotros: yo, mi familia. Benedetti le dijo que si él quería se presentara, pero nada más. Trabajamos muchísimo él y yo organizando ese libro, viendo qué poema iba en cada página, etc. Por eso me gustó tanto esa merecida dedicatoria. Leíamos juntos una y otra vez los poemas hasta darles el ordenamiento final. Recuerdo que a mí siempre me parecía que después de algo denso debía ubicarse un poema que distienda, como el de “Adela en la siesta”; y ahí teníamos largas y muy ricas discusiones. Benedetti, que se alegró muchísimo cuando le dieron el premio, no participó ni de la selección ni del armado del libro Viejas palabras de uso. Ese trabajo lo hicimos los dos juntos.
Sí, sabemos que el hermano menor de Ángel, Santiago, se suicidó. ¿Existen más suicidas en su familia? ¿Hay antecedentes de enfermedades mentales en la familia del poeta?
Sí, se suicidó también una hermana que se llamaba Agustina. Ángel nunca hablaba de ellos, y mi madre, como buena psicóloga, ya imaginaba una tragedia familiar. Desde el principio de nuestra relación, cuando comenzaban las vacaciones, él decía que iba para Santiago de Cuba a ver a su familia. Cuando regresaba, me decía que estaban bien. Quien se daba cuenta de que todo era muy raro, era mi madre. Ella creía que había ocurrido alguna tragedia familiar que él ocultaba, pero que en algún momento contaría, por lo cual no había que presionarlo.
¿Por qué se suicidaron sus hermanos? ¿También eran depresivos?
Sí, se supone, pero no es demostrable. Yo solamente puedo decir lo que el propio Ángel decía de ellos o se imaginaba.
La mamá de Ángel, Cándida Varela, fue asesinada por Alberto Escobar, el propio padre del poeta. ¿Qué te platicó Ángel a ti sobre la tragedia familiar?
Mucho. Muchas cosas me habló después de que entró en crisis, en la primera crisis de sus 21 años. Los padres de Ángel estaban separados cuando su madre se fija en otro hombre (según Ángel). Entonces, a la edad de 5 años, el padre lo secuestra a él, junto a dos de sus hermanos: Santiago y Cándido. Como eran los más pequeños, se suponía que la madre iba a ir a buscarlos. El padre salía a trabajar por la mañana muy temprano y no les dejaba comida. Cerraba la puerta con llave y los dejaba encerrados. A escondidas, la madre llegaba y les daba de comer por debajo de la puerta papas y boniatos hervidos, también malanga o yuca, o lo que hubiera.
La madre ahuecaba con sus manos un pequeño pozo entre la madera y el piso de tierra. Pasaba la vianda y tapaba el hueco disimulándolo para que el padre no se diera cuenta. En aquel bohío había una ventana que su padre siempre dejaba cerrada y que en vano trataron de abrir. El padre la había clavado con madera sellándola por fuera y por dentro. Su segundo plan de escapatoria fue robarle monedas, juntar dinero, salir corriendo a la hora precisa en que se pudieran pagar un boleto y montarse en el tren. El bohío no quedaba cerca de la estación ferroviaria. Había que correr y subirse en un vagón en marcha para poder escapar bien lejos a donde vivía su madre. Hasta que un día el padre descubrió que le faltaban las moneditas y les dio una paliza que los dejó sin poder moverse. Al mayorcito casi lo mata. Y así siguieron.
Un día el padre manda llamar a la madre con el pretexto de que estaban enfermos. Y de aquí en adelante Ángel contaba dos versiones, de las cuales nunca supe cuál era la correcta. La primera aseguraba que el padre había asesinado a la madre en un cuarto de hotel, y que ellos se habían enterado cuando las autoridades tiraron el bohío abajo saliendo en libertad, para luego ser enviados a diferentes internados para que estudiaran. En la segunda versión, el padre había matado a la madre delante de sus propios ojos. Después de eso, todo se le había borrado y lo único que recordaba era el internado. Yo nunca supe cuál de las dos historias era verdadera. Tampoco pude preguntar mucho porque le producía mucha angustia el sólo hecho de contarlo. Lo cierto es que narraba una u otra situación como si las dos fueran reales, aunque eran excluyentes. Personalmente, me inclino por la última versión, por dos motivos: porque fue la primera forma en que me contó los hechos más de una vez, y porque recuerdo que cuando narraba el asesinato en el hotel, yo me hacía una pregunta muy simple: ¿cómo hizo su padre, que no tenía dinero para dar de comer a sus hijos, para alquilar una habitación en un hotel? Al principio, Ángel nunca habló de ningún hotel. Pero además la madre venía a dejarles comida por debajo de la puerta. A mí me da la impresión —aclaro que se trata de una impresión totalmente subjetiva— que la historia que relató mucho después era como una historia más armada.
Pero ve tú a saber lo que realmente pasó. Sus relatos eran horribles con o sin hotel. Fíjate que él vino a hablar del tema en su primera crisis, a los 21 años, cuando ya hacía cinco años que estábamos juntos. Además, hablar de ese tema no aportaba, no le hacía bien. Sí, el suicidio de su hermano Santiago, nebulosa mediante, ya que no se supo muy exactamente, lo llevó a su primera crisis emocional, aunque no hubiera internación ni medicación psiquiátrica. Todo lo que se dice de su niñez es cierto.
¿Alberto asesinó a Cándida por celos?
Ángel decía que era por celos.
Se sabe que la familia de Ángel fue numerosa. ¿Tuviste la oportunidad de conocer a los familiares del poeta, es decir a sus hermanos y hermanas?
Sí, conocía a varios hermanos y hermanas. El más pequeño era Santiago, luego Ángel y luego los demás. Eran como diez hermanos y yo conocía a cinco o seis. Conocí a Luz Marina, Miriam, Mireya, Alberto y Cándido. Hay otro hermano que falta: Demetrio. Era hermano por parte de madre. Demetrio vivía en La Habana. Nos veíamos una vez cada quince días a veces, o una vez por mes, más o menos. Demetrio y su familia siempre nos invitaban a cumpleaños, etc. Era obrero, vivía con su mujer y su hija y su trato era siempre muy pero muy amable. Ángel a veces se quedaba a dormir en la casa de este hermano. Cuando Ángel iba de vacaciones a Santiago de Cuba, se quedaba en casa de su hermana Miriam. A ella la conocí cuando fuimos de vacaciones por primera vez a Santiago de Cuba, estando ya casados. Pero al resto de sus hermanos y hermanas, Ángel no los había vuelto a ver desde los 15 años. A los 24 los volvió a ver. Fuimos juntos y lo recibieron festejando con los brazos abiertos y mucha emoción.
Ángel siempre me habló de una abuela que lo quiso mucho cuando chiquito. Él tenía un recuerdo de una abuela que le cantaba para dormirlo y se asombraba de que en ese recuerdo debía ser de muy pequeñito. Pero recordaba que lo quería porque le cantaba contra su pecho. Era esa sola imagen, una sensación muy tierna. Mi madre sostenía, como psicóloga, que en sus primeros años, Ángel debió haber recibido mucho cariño de su madre, ya que de lo contrario no podía ser la buena persona que era. Los primeros años, sobre todo el primer año y hasta que el niño cumple los cinco años, son vitales en la conformación psíquica. A su vez es este hecho a tan temprana edad, el del asesinato de su madre, el más horrible. Sus hermanos eran muy buenas personas. Nunca vi que ejercieran violencia verbal ni de cualquier otra índole.
Ángel tuvo mucha relación con Demetrio, quien lo admiraba porque estaba estudiando. Él tenía las mejores calificaciones de la ENA y del ISA, y le gustaba mostrarlas a Demetrio y a mi familia. Conocí a Cándido porque fue a estudiar a Checoslovaquia. Al pasar por La Habana se quedó en nuestra casa. Cándido era tornero y había viajado para realizar estudios técnicos en mecánica. Nos trajo una caja de cerveza checa y probamos. Con Ángel se terminaron la caja rápidamente. Me pregunto si Ángel ya se estaba convirtiendo en alcohólico o había tomado un camino en el que, por no tener vuelta atrás, ya lo era. Corría el año 1986.
Entonces Ángel estuvo distanciado un tiempo —varios años— de su familia. ¿Se sentía abandonado por ellos, por sus hermanos mayores?
Fue mi madre, con todas sus herramientas psicológicas y con el apoyo de mi padre, la que lo empujó a reencontrarse con su familia, a recuperar a su familia. Le decía: “Ángel, a mí no me importa que hayan pasado diez años ni veinte. Es su familia. Y te puedo asegurar que deben ser muy buenas personas, porque tú lo eres y no saliste de la nada. Si no quieres tener esa obligación contigo mismo, no la tengas, hacelo por ellos. Te vas a sentir bien y se te van a quitar todos esos miedos. Tanto ellos como tú se lo merecen. Ellos no te hicieron nada malo y no deben saber ni dónde ubicarte. No hablo por los de Santiago de Cuba a quienes ves en las vacaciones, sino de todos; uno por uno, tienes que recorrer la isla completa y volver a verlos”. Y mi padre seguía: “Ahora también son familiares de Marina porque están casados y ella tiene derecho a conocerlos”.
Para mis padres, la idea de visitar a su familia estaba indisolublemente unida a restituirle su identidad, hecho que iba a ser muy beneficioso no sólo para su salud sino para su poesía; y así se lo hicieron saber. Ante todos estos argumentos, los miedos quedaron atrás y emprendimos el viaje. Mis padres eran personas intelectualmente muy sólidas y eran muy cultos. Eran grandes lectores literarios desde siempre. Ese viaje cuando conocimos a las hermanas y hermanos fue precioso. Vivían muy modestamente, y cuando llegamos estaban asando un puerco y nos recibieron en cada casa con las mayores demostraciones de cariño y los abrazos y las lágrimas y el regocijo de haber recuperado a un hermano. La distancia ni el tiempo transcurrido importaban en medio de los amorosos recibimientos. Eran todos, tal como mi madre imaginó, gente muy pero muy buena.
El caso es que Ángel no se sentía abandonado por sus hermanos. Se sentía culpable de haberlos abandonado. Tenía miedo al rechazo, a que ni siquiera lo reconocieran. Quería cortar con todo, pero era imposible. Es muy complejo, porque al existir el asesinato, también había una sensación de abandono. Eran las dos cosas: culpa y abandono, y viceversa.
Esa primera crisis de Ángel a los 21 años que mencionas, ¿cómo fue? ¿Qué recuerdas? ¿Fue solamente una crisis depresiva, o también psicótica?
Se emborrachó, armó un escándalo y fue sancionado por un año sin seguir sus estudios en el Instituto Superior de Arte. En aquel momento que te emborracharas y te sancionaran por un año sin estudios era como para querer pegarse un tiro. A raíz del suicidio de su hermano Santiago, Ángel reconoció que necesitaba ayuda terapéutica. Así fue a la consulta de uno de los más reconocidos psicoanalistas argentinos, Juan Carlos Volnovich. Fue mi madre quien lo presentó a Volnovich, ya que la esposa de este psicoanalista, Silvia Werthein, trabajaba también como psicóloga junto a mi madre, en la misma consulta del Hospital González Coro. Por otra parte Ángel siempre, desde que lo conocí, me habló de suicidio. Yo tuve la suerte de conocer la etapa sana, o menos enferma.
¿Desde qué edad empezó Ángel a tomar alcohol? ¿Tenía problemas con la bebida?
Desde la primera crisis, a los 21. Cuando yo lo conocí, no tomaba nada de nada. Comenzó a tomar cuando empezó a estar con Celia, ya después de casi cuatro años de estar juntos, cuando yo me fui para Isla de Pinos a trabajar en teatro. En 1980, cuando mi padre llega a Cuba, vuelve a dejar de tomar. Mi padre hizo que Ángel dejara la bebida durante algo más de dos años, pero cuando él se marchó de Cuba para luego regresar a Uruguay, Ángel volvió a tomar. Cuando mi padre llegó a Cuba, Ángel había sido echado del ISA, a raíz del escándalo público en estado de alcoholismo. Tenía mucho miedo de verlo ya que era rechazado por casi todo su entorno. “Qué va a decir tu padre cuando lo sepa, soy una vergüenza”, decía. Mi padre lo supo y me dijo que quería verlo. Ángel abrió la puerta del apartamento de Alamar y se estrecharon en un fuerte abrazo. “Siéntese”, le dijo. “Lo que pasó fue para que usted dejara de tomar. Así que ahora va a dejar de tomar, va a buscar trabajo, y se van a ir a vivir juntos, porque cómo van a saber si de verdad se quieren, si no viven juntos. Pero usted no puede volver a tomar, si usted vuelve a tomar, ella me lo va a decir. Ya leí su poesía, es grande, pero a usted le falta formación, es muy joven. Así que vamos a empezar a estudiar juntos todas las semanas. Usted no puede faltar nunca”.
Al poquito tiempo mi padre había conseguido un apartamento prestado de uruguayos que estaban de viaje. Nos mudamos inmediatamente al reparto de Bahía. Era imposible que Ángel hubiera imaginado un suegro así. También ahora es casi inconcebible. Ángel, igual que otros jóvenes uruguayos, chilenos, argentinos, también cubanos, se convirtió en un “discípulo” de sus enseñanzas, que no estaban en los libros, sino en la vida, en esa realidad que había que transformar. Para eso estaban los libros, para conocerla mejor. Pero había que leerlo todo y aprender. Desmenuzarlo, analizar la realidad, aprenderla, comprenderla críticamente, entonces aprehenderla y accionar sobre ella en la práctica, transformándola. Ambos coincidían con Carpentier en que la esencia del hombre está en querer mejorar lo que es. Y en esa mejoría estaba, por supuesto, Ángel Escobar, cuya salud emocional y psíquica mejoró considerablemente. Cuando mi padre se fue, volvió a tomar.
¿Ángel era alcohólico? ¿Él consideraba el alcohol un problema o no?
No, nunca nos planteamos mucho ese problema. Yo no quería que tomara nada. Era contraproducente para su salud, pero él no lo quería reconocer. “Pareces un policía vigilando lo que tomo, es una cerveza, nada más”, decía. Yo tenía mucho miedo de que una cerveza lo llevara a otra y otra y así sucesivamente. Yo sabía que iba a regresar a mi país. Eso fue una de las primeras cosas que acordamos a los 16 años, mucho antes de casarnos. Cuando yo lo conocí no tomaba nada de nada, ni una cerveza. Más tarde comenzó a tomar y después que yo regresé a mi país o antes de despedirnos, ya el proceso era irreversible. No era un borracho, de ninguna manera. Tal vez, no lo puedo saber porque no soy especialista en la materia, llegó a ser al final de nuestra relación lo que hoy se considera un alcohólico social, pero alcohólico al fin.
Ah, se casaron. ¿Fue sólo por el civil, o también por la Iglesia?
Sí, por el civil. Oficialmente casados. Él nunca fue religioso, rechazaba todo eso, pero mi madre sí que era cristiana y él discutía con ella buenamente. Nos casamos sin nada que tenga que ver con ninguna religión más que la del amor.
¿Se divorciaron después?
Nunca quiso divorciarse. Ni siquiera cuando nos vimos en Argentina, dos años después de mi regreso al Uruguay. Por lo tanto, supongo que se divorció por la vía de los hechos, por abandono de hogar de la mujer. Él era, como todos los hombres, muy machista.
¿A qué se debió la separación entre ustedes dos?
Yo tengo que ser muy honesta conmigo misma, y reconocer que no estaba dispuesta, con 27 años, a seguir en una historia que no me hacía bien, que no era saludable para mí. Por suerte, o por desgracia para Ángel, soy muy lógica, también muy intuitiva. Él todo lo contrario. Su lógica era la de la locura, aunque a veces le ayudara hacer gala de una racionalidad que no tenía. Su enfermedad puso distancias. Nada me identificaba con un enfermo psiquiátrico. Igualmente lo amaba. La razón fundamental de la separación, y posteriormente del supuesto divorcio, fue su relación con Anita, quien se hacía llamar Adriana en el exilio. Ella entraba en mi casa. Era una amiga de Rita, mi hermana gemela, aunque su motivo fundamental fuera Ángel.
Había diferencias culturales importantes: Un día me preguntaron por qué lo había dejado: “Porque él estaba con Anita”, contesté. “¿Y eso qué tiene que ver?”, me dijeron. Yo soy uruguaya, si un hombre está con otra mujer, ya eligió, que se quede con la otra. Esto es cultural. Ángel tampoco lo entendía, y lo que siempre me preguntaba cuando nos reencontrábamos en Argentina y en Uruguay era: ¿Por qué me dejaste? Esto no tiene que ver con su enfermedad, repito, es cultural.
Cuando Ángel regresó de Moscú, decidí decirle todo lo que pensaba, que Anita era su amante y que nuestra relación ya estaba rota. “Yo nunca te voy a dejar”, me dijo. Respondí: “Tú ya elegiste, ya me dejaste”. Una de las dificultades de relación con Ángel, era que al vivir en un entorno uruguayo debía cumplir con tareas domiciliarias, hacer mandados (ir a la bodega), tirar la basura como cualquiera, etc. Asombroso fue para él ver que mi padre lavaba los platos. Pero Ángel era cubano y esto era una lucha entre nosotros como pareja. Esta era una batalla ideológica en la propia cotidianidad en la cual, teóricamente, Ángel estaba de acuerdo. Difícil era la práctica. Este tema de género, hoy está aún más presente a pesar de los avances. Es una pequeña gran batalla que damos las mujeres diariamente y no es reconocida.
¿Consumió marihuana o alguna otra droga recreativa? ¿Durante el tiempo que vivieron juntos, Ángel tomaba medicamentos psiquiátricos?
No, conmigo nunca consumió ninguna droga. Ni marihuana ni nada. Pero me habló algo sobre ese tema cuando vino a Uruguay estando en Chile. Ángel no tomaba medicamentos cuando lo conocí, ni tampoco después de su primera crisis, a los 21 años, que fue emocional. Comenzó a tomar psicofármacos durante su internación psiquiátrica que duró veinte días. Después su salud empeoró. Sé que eran varias pastillas. Cuando vino al Uruguay, hubo que inyectarlo por prescripción médica, a raíz del tratamiento psiquiátrico que debía seguir, una vez por semana. Le agradezco a Anita que haya tomado el rol de cuidarlo.
¿Qué recuerdas más o menos sobre lo que dijo al respecto de las drogas?
Estábamos cenando en la tradicional pizzería La Pasiva, en la Ciudad Vieja, y él, que sabía que yo era totalmente opuesta a ese tipo de consumo, me llevó a imaginar, en la conversación de sobremesa, algo sobre las drogas. Inmediatamente lo corté. Le dije: “Si te quieres matar no me lo digas a mí, yo no quiero saberlo”. Le hablé muy fuerte, pero sentí que era la última vez que nos veíamos y que tal vez estaba mucho peor de lo que parecía. Por eso lloré mucho en el aeropuerto cuando, después de quince días, nos despedimos. Eso fue dos años antes de su muerte.
¿Él quería entonces suicidarse con sobredosis de droga, o algo así?
No, eso no me lo dijo nunca. Fui yo la que tuve la sensación de que al ser enfermo, si llegaba en algún momento a drogarse, además del alcohol, iba a terminar en suicidio seguro. Sobre el suicidio te diré que, de tanto que él lo repetía, yo no le daba crédito. Imagínate una muchacha de 16 años con alguien que le habla de suicidio… Me reía y nunca le di importancia. Era romántico, casi shakesperiano que me dijera: “Si me dejas, me suicido”. Nunca lo creí hasta que su patología comenzó a evidenciarse, aunque eso dicho así, como lo más normal del mundo, ya formaba parte de una patología.
Mencionabas que Ángel no era religioso, ¿era ateo entonces o creía en algo? ¿Creía en Dios o practicaba la santería? ¿Cuál era su postura ideológica, política?
Él era fidelista, revolucionario, también marxista, pero un marxista crítico a través de mi padre. A través de mi madre conoció a una gran persona que era como nuestra abuela, y era santera. Entonces comenzó a relacionarse con la religión africana. Él decía que era ateo y a su vez cualquier Dios era tan poético que se servía de Él para su poesía. Todo lo que era útil a su poesía era bueno pero, como él mismo decía, no creía en nada: “Soy ateo porque me da la gana y hasta que me dé la gana o hasta que deje de darme la gana”. Así de simple. Le gustaba la lectura de la Biblia desde el punto de vista literario y conversaba de esto con mi madre, quien era muy cristiana.
¿A Ángel le interesaba la política?
Muchísimo. Le interesaba y se identificaba con las luchas por la libertad de nuestros pueblos, contra las dictaduras en Latinoamérica. Él se solidarizaba con las personas que habían dado su vida y sufrido las más atroces torturas y seguían con más ganas de vivir que nunca. Eso le hacía muy bien. Le hizo muy bien estar en contacto con esa realidad humana. Desde los 16 años nunca faltó a un acto solidario con Uruguay. Él mismo organizó actos culturales solidarios, o contribuyó a organizarlos siendo presidente de FEM (Federación de Estudiantes de Enseñanza Media), en la ENA.
¿Quiénes consideras que eran los mejores amigos de Ángel?
El mejor amigo, desde 1974, en la ENA, fue Nelson Villalobos. Villalobos es un artista plástico que ahora vive en Vigo, España. La actriz María Elena Diardes, el actor Jesús Raúl González. Las poetas Cira Andrés, Reina María Rodríguez en cuya casa conocimos al poeta argentino Juan Gelman, quien supo distinguir la singularidad de sus versos en medio de una lectura colectiva, y señalarlo públicamente. También asistimos a tertulias en la casa de María Gravina, poeta uruguaya, que vivía detrás de nuestro edificio, en Alamar. Basilia Papastamatíu, poeta argentina, contribuyó a difundir el valor de la obra de Ángel, así como también Efraín Rodríguez, quienes se dieron a la tarea de la publicación de sus obras completas. Merecería un capítulo especial su relación de amistad con Nelson Villalobos. Ángel deja un poema escrito sobre la mesa a este gran pintor antes de tirarse al vacío. Era, sin dudas, una relación de hermandad, que no tuvo comparación con ninguna otra.
¿Conociste a Raúl, el otro poeta suicida contemporáneo de Ángel? ¿Cómo era?
Raúl Hernández Novás era muy alto. Medía más de dos metros. Eso lo hacía caminar encorvado y no tener suerte con la mujer que él decía amar: María Elena Diardes, a quien ni siquiera se le declaró nunca por timidez. Vivía aquel amor platónico con una intensidad inusual.
Al principio de la entrevista, te referías a la importancia de Mario Benedetti durante los primeros años de formación literaria de Escobar. ¿Qué opinaba Ángel acerca de la obra de Benedetti? ¿Con cuáles otros poetas tuvo contacto?
Ángel no fue autodidacta, primero porque poseía una formación universitaria sólida. Segundo porque Mario Benedetti se convirtió en su primer guía literario desde que nos conocimos y por mucho tiempo, casi hasta los veinte años. Le llevaba sus poemas sistemáticamente, y fue Benedetti quien contribuyó a generar ese proceso de desarrollo que su talento poético precisaba. Benedetti analizaba sus poemas minuciosamente durante los primeros años, cuando recién empezaba a escribir; y lo estimulaba a seguir y a seguir y a escribir aunque no tuviera ganas. Ángel era un diamante en bruto a quien había que pulir. Esto ocurrió muy temprano independientemente de que el propio Benedetti no formara parte de sus preferencias literarias. Igualmente Ángel y yo leímos con atención La Tregua, El cumpleaños de Juan Ángel, etc. Recitábamos el poema “Padre nuestro latinoamericano”, pero no le gustaba lo panfletario. Respetaba mucho al Benedetti intelectual y a su compromiso político con nuestro país y Latinoamérica. A los 16 años Ángel empezó a formarse como poeta en el contexto cubano y del exilio uruguayo en Cuba, Benedetti mediante. Más adelante, siendo un reconocido poeta, se vinculó con el contexto chileno del exilio. Después de ganar el premio David comenzó a relacionarse con otros poetas. Es entonces, después de los 20, que conocemos a Basilia.
Se ha generado una historia del poeta y su locura sin tener en cuenta que la mayor parte de su escritura poética fue producida entre los 16 y 27 años. Creo que es hora de aclarar estas cuestiones. Insisto, no existe una única verdad unilateral, sesgada, voluntaria o involuntariamente, consciente o inconscientemente, a partir de Efraín Rodríguez y sus ficciones en La cinta métrica. Los relatos sobre la verdad, o mejor dicho verdades de Ángel, serán múltiples, diversos y contradictorios; y como corresponde a todo universo cognoscible, no debe abordarse una sola visión de esa realidad, sino su totalidad ricamente diversa, con múltiples miradas, puntos de vista diferentes, donde no haya exclusiones. Me refiero a que existe un discurso organizado “oficialmente”, por el cual la biografía del poeta parece comenzar a existir a partir de mediados de los años ochenta en adelante, como si lo anterior no existiera. Yo diría a partir de que se conocieron con su última esposa, a quien no le quito el mérito de haberlo acompañado.
Luego de ser un gran poeta, con premios que le valieron reconocimiento, etc., también es preciso citar la asistencia los domingos por la tarde, a la casa de Eliseo Diego, para escuchar sus poemas. Posteriormente participamos de las tertulias organizadas en la casa del poeta César López, donde todos los asistentes leían. Por aquel entonces conocimos a Basilia, a Efraín, etc, cuando Ángel hacía tiempo que era, poéticamente, Ángel Escobar. Luego de ganar el premio David, formó parte de la brigada Hermanos Saíz, que en aquella época también organizaba encuentros, tertulias y recitales.
Ángel escribió varios libros de poesía, pero además un libro de cuentos y una obra de teatro. ¿Tenía una disciplina para escribir? ¿Qué concepto tenía de su obra?
Todos los días escribía. Era tan exigente que nunca estaba conforme. Él sabía que su obra tenía calidad. Cada vez que pasábamos por la librería La Moderna Poesía, en La Habana Vieja, me decía: “Un día tú vas a pasar por aquí y vas a comprar mis obras completas”. Y así fue; cuando vi el libro, lo agarré, fui hasta la caja, pero antes de pagarlo me senté a llorar y tuvieron que traerme un vaso de agua. La obra de teatro no sé si se ha publicado, pero fue puesta en escena y dirigida por Raúl Jesús González.
Dudo que el talento de Ángel hubiera tenido la más mínima posibilidad de desarrollarse si no hubiera vivido en medio de la contención familiar que le brindamos, si no hubiera sido guiado por Benedetti en sus primeros años. El primer poema que escribió fue cuando nos conocimos. Él no había escrito antes poesía alguna, según me lo dijo. Sí había hecho apuntes, frases inacabadas, versos sueltos, pero nunca una poesía. Lo que sí tenía claro era que iba a ser actor, es decir, sería un artista y para eso empezó a estudiar artes dramáticas.
¿Cuáles eran sus lecturas? ¿A qué autores recurría?
Lo primero fue Martí, Carpentier, García Márquez, a quien conocimos personalmente en el Habana Libre. Leía mucho a los franceses: Rimbaud, Verlaine… Dos Passos, Hemingway, Flaubert, Shakespeare, “Cartas a Théo”, de Van Gogh, Felisberto Hernández, Kafka, Machado, Rodó, Lorca.
Mi padre se reunía una vez por semana con Ángel para estudiar y formarlo, según decía. Sus lecturas iban desde Marx a Hegel y los filósofos idealistas, desde Platón, Aristóteles a Darwin, Lenin, Descartes, Bakunin o Trotski. Todas eran lecturas y estudios con un análisis crítico profundo. Estas lecturas también fueron muy importantes para Ángel. Cuando él dedica uno de sus libros y escribe “la dialéctica astilla la costumbre”, lo hace parafraseando a mi padre quien siempre repetía: “La visión dialéctica rompe lo que estás acostumbrado a ver”. Se refería a que te proporciona otra visión de la realidad y un aprendizaje de la misma desde otra perspectiva. Sus diálogos eran culturalmente muy profundos, y Ángel siempre se reconoció como él se autodenominaba, “discípulo” de mi padre. Esta designación la daba el propio Ángel sobre sí mismo, y no me parece falsa modestia reconocerlo. También utilizaba esta calificación Villalobos, que participaba de las reuniones de estudio.
Leíamos mucho a Carpentier, a García Márquez, y nos encantaba, a ambos, comentar sobre el denominado “Realismo mágico” de García Márquez, o “Lo real maravilloso” de Carpentier. Uno de sus autores más leídos fue José Martí y su poeta preferido Miguel Hernández. También le gustaba mucho Rilke y Baudelaire, y leímos las obras completas de Borges juntos, cuando yo tenía 23 y él 24 años. También leía a los coloquiales como Cardenal, porque lo respetaba y porque había aprendido a leer todo.
En su casa no había libros, pero sí en la escuela de Santiago de Cuba en la que estuvo internado. Llegaban las vacaciones y todos los niños se iban con sus familias. Él no, a él nadie lo venía a buscar. Se quedaba con un maestro y leían cuentos en la biblioteca. El maestro, que era muy bueno, se lo llevaba a su casa con su familia donde jugaba y andaba a caballo. Se pasaba horas en la biblioteca. Leía novelas para mayores como Los tres mosqueteros, etc. Luego, cursando la secundaria, se quedaba en la casa de una hermana en Santiago de Cuba, y leía escondido a la luz de una vela hasta muy tarde. En la secundaria, se encontró con el profesor de teatro, a la edad de 14 años. Siguió leyendo mucho, ahora teatro, y como el profesor se lo mandaba, podía estar hasta tarde a la luz del candil. A los 15 entró en la ENA.
Ángel estudió arte dramático, ¿representó alguna obra? ¿Era buen actor? ¿Qué empleos tuvo el poeta?
Tuvo un empleo en el teatro. Trabajaba en el mismo grupo que María Elena Diardes y Jesús Raúl González. Una de las primeras obras que hizo fue “Mano santa” de Florencio Sánchez, dirigido por Raúl Eguren. Estuvo presentándose en el Teatro de Miramar cuando aún era estudiante. Otra puesta en escena relevante, fue la que dirigió Flora Lauten, donde hacía de Egisto, en “Electra Garrigó”, de Virgilio Piñera, que fue su obra de graduación. Muchos de los poemas del último libro publicado, La sombra del decir, son de esa época: “Electra”, “Orestes”, Yago, “Desdémona”, etc. También conoció y frecuentó la casa de Humberto Arenal, a partir de mi amistad con la familia. Humberto Arenal, quien fue amigo personal de Virgilio Piñera, contribuyó a la interiorización de este gran autor a partir de charlas literarias con Ángel.
Era muy buen actor. Su relación con la poesía también se vincula al teatro. Le gustaba memorizar poemas y los decía muy bien. Luego empezaron los recitales propios.
En 1977, último año de la Escuela al campo de la ENA, sucedió el encuentro con Santiaguito Feliú. En el campamento de La Nueva Trova estaba Noel Nicola. Me acerco y le doy noticias de nuestro Daniel Viglietti. En aquellos tiempos saber que estaba bien, que había podido escapar y exiliarse de la dictadura uruguaya, era mucho. Entramos en confianza y en seguida estreché abrazos en medio de canciones. Así me conecté para siempre con Santiaguito Feliú, quien pareció como si viniera a despedirme a Montevideo en su último abrazo, dos meses antes de su muerte. Los primeros recitales de Ángel fueron junto a la guitarra y canciones de Santiaguito Feliú, cuando ninguno de los dos era aún reconocido.
Cuando tú conociste a Ángel, en esos primeros años de su relación, ¿ya era depresivo?
No puedo asegurarlo porque no soy ni psicóloga ni psiquiatra. Pero tenía actitudes que hoy podría situar como depresivas, como repetirme: “Te amo hasta el suicidio”. “¿Qué quieres decir?”, preguntaba ingenuamente incrédula. Me encantaba su romántica respuesta: “Si tú me dejas, yo me suicido”. Era un juego que nunca me creí. Yo lo vivía como un sobreactuado romanticismo. No prestaba atención a esa idea de la muerte ya presente. Teníamos apenas 16 años. Con el transcurso del tiempo, de tanto repetirlo perdió sentido, al punto que para mí se convirtieron en palabras repetidas por gusto, para hacerme enojar. Me acostumbré a ellas como a un slogan publicitario, que de tanto ser anunciado, dejó de tener efecto alguno. Ángel vivió conmigo sus momentos más lúcidos, su tiempo más sano y más feliz. Sí, éramos muy felices. ¿Hay algo más valioso que un amor juvenil correspondido, algo más pleno que esa adolescencia, ese acontecer de nuestra vitalidad estudiantil de los primeros pasos? Ese concierto de risas, el bullicio de esperas mutuas, encuentros y desencuentros, barcos, cruces en los mares, playas sin turistas, películas de cinemateca, forman parte de nuestra cinematográfica historia. En el fondo de mi alma le tengo que agradecer a Anita que lo haya cuidado.
Claro que yo tengo una ética diferente, y hubiera actuado de manera diferente, pero estas diferencias también son culturales, y finalmente tengo que agradecerle. Anita era mucho mayor que Ángel. Quizás ella era la persona que necesitaba para los momentos concretos, que le tocaron posteriormente. Y él la eligió. Mi experiencia vital era otra. Los dramas de los demás, aún siendo muy joven, eran relativos. Ángel se asombraba de mi optimismo. Sigo así, ahora soy más positiva todavía. Por eso, entre otras cosas, hoy agradezco que se haya encontrado con Anita. Mirado en la distancia era, para lo que ocurriría más tarde con su enfermedad, alguien más a su medida.
Entre los síntomas más comunes de la depresión se encuentran un sentimiento de tristeza, de vacío, de soledad, llanto, fatiga, indecisión, dificultad para concentrarse, pensamientos recurrentes de muerte, entre otros. ¿Cómo se manifestaban las depresiones de Ángel?
Cualquier cosa le producía angustia. Lo más insólito: un pajarito volando, una lluvia, hablar de cualquier cosa con un vecino. Todo era angustiosamente horrible. A mí me daba la impresión de que no valoraba nada, no podía ver, deformaba la realidad. En su etapa paranoica, si un escritor comentaba algo, seguramente era en contra suya porque nadie valoraba su poesía. Él sabía lo que valía su obra, nunca lo dudó, pero llegó un momento en que la vivencia persecutoria no le permitía soportar una crítica. En momentos de crisis, su enfermedad lo llevó a no aceptar ninguna apreciación que no fuera la exaltación de su obra. Se sabía mejor a los demás. Lo era. Un día le advertí que si seguía así se iba a rodear de aduladores. Tampoco servían mis advertencias. Una objeción a algún verso lo afectaba con una tristeza de semanas.
Ángel decía: “La poesía justifica mi existencia”. Con esta justificación se otorgaba el derecho a no realizar tareas domésticas. Había que atenderlo ¿Esta actitud tendría que ver con una situación depresiva? Yo lo vivía como una actitud machista y cómoda. Ahora, a la distancia, no sé, tal vez no hacía casi nada en la casa porque era depresivo. Comía normalmente. Me asombré cuando lo vi en Uruguay la última vez, pues estaba gordo. Yo era la que cocinaba y era obsesivo con el arroz, que si era así como se hacía y que si yo no sabía hacerlo… Yo no era una cocinera y él se ponía cada vez más exigente. Eso me molestaba mucho. Nunca sufrió de insomnio, más allá de que se quedara escribiendo hasta las 12 de la noche o más. Salvo excepciones, dormía bien. Se levantaba antes que yo de mañana y preparaba su desayuno. Nunca logró que yo me levantara para preparar un desayuno, como hubiera deseado. Lloraba, se podía emocionar mucho con una obra de arte, como el concierto de Aranjuez, y le gustaba dejar caer sus lágrimas libremente. Además le gustaba hacer el ejercicio teatral de llorar. Ambos lo hacíamos, pero él lo lograba mejor. Estábamos trabajando el método de Stanislavski, que trabajaba a profundidad con la verdad en escena, las emociones a flor de piel, la contención y la exploración de las más fuertes emociones.
Sí, ¿pero llorar por depresión, por tristeza? ¿Tenía sentimientos de vacío o de no corresponder al mundo, te lo comentó alguna vez?
Sí, claro. El mundo era totalmente ajeno para él. Vivía como si su existencia estuviera en otro plano, ajeno, distante de la cotidianidad. Su cotidianidad era otra, esa otredad, donde habitaba solo y solamente con su poesía. Una disociación entre lo real comúnmente objetivado como lo normal; y su subjetividad gravitante donde ese otro, su yo desdoblado era por un lado, un Ángel consciente, lúcido, con una inteligencia superior que leía, estudiaba, realizaba análisis inteligentes sobre cualquier cosa en el arte. Por otra parte, era un ser desintegrado, fragmentado en tantos mundos posibles, que no era capaz de encontrarse a sí mismo. Sufría, se angustiaba, no lloraba. Por momentos era una sola angustia caminando. Sabía ganarse amigos, pero sentía una terrible soledad entre la gente. Se miraba al espejo y concluía: “Ese no soy yo”. Era como si su cuerpo, su mente, su intelecto, sus sensaciones, sus emociones, estuvieran peleando entre sí para encontrar algo de cordura. Sin embargo, su espíritu creativo estaba por encima de todo. Era poseedor de una gran espiritualidad creadora y frente a esa fuerza avasallante de poesía, lo demás era la nada.
¿Alguna vez llegaste a verlo con una crisis psicótica?
Sí, en la crisis que tuvo a los 27 años. Nosotros estábamos juntos.
¿Cuál fue el detonante de esa crisis? ¿Cómo fue? ¿Qué síntomas presentaba?
Había regresado de la URSS. En aquel entonces yo sospechaba de sus relaciones con Anita. No hubo intento de suicidio, pero ocurrió algo que para mí fue terrible. Ángel nunca fue violento físicamente, por lo menos conmigo, y así como si tal cosa, lo más natural del mundo para demostrarme su amor, se iba a tirar del Morro. Ángel nunca reconoció haber estado con Anita, estando casados él y yo, por más que se lo pedí. Incluso cuando vino a Montevideo, al Primer Encuentro de Poesía Latinoamericana, dos años antes de su muerte, cuando vivía con Anita en Chile, le pedí que me dijera cuándo habían comenzado a estar juntos y mintió no sé por qué. Después que volví de Francia, en 1985, supe de esta relación porque era evidente. Como tenía el viaje a la URSS, preferí no decir nada hasta que regresó y entonces entró en crisis. Comenzó un delirio persecutorio que iba desde perros galgos rusos, la KGB, Trotski, su madre sentada sobre la cama y la demostración de su amor tirándonos del Morro. Al otro día ya estaba internado en el psiquiátrico.
¿Él quería que se suicidaran los dos lanzándose de El Morro?
Aclaro que la primera crisis, la de los 21 años, fue emocional y fue tratada con el psicoanalista Volnovich. Ahora narro la segunda crisis: Cuando Ángel regresó de Moscú. Yo tenía la certeza de su relación con Anita. Esa misma noche lo increpo. ¿Y qué me contesta? Lo más absurdo: “No es cierto”. Sin dejarme hablar comienza a hacerme el relato de Leonardo Padura, quien había viajado junto con él en la delegación a Moscú. Podrás imaginarte lo poco que a mí me importaba esa historia, pero la misma quedó en mi memoria a raíz de esta situación. Cuando leí El hombre que amaba a los perros, esta discusión volvió a mí con mayor claridad. Si lees la novela de Padura podrás constatar que el personaje cubano que se encuentra con el asesino de Trotski, lee libros de este autor que le proporciona un exiliado uruguayo. Yo no puedo saber qué certeza tenían aquellas palabras que conformaron su delirio, el de “su” realidad. Simplemente doy testimonio de ellas. Volvamos a Ángel y yo en medio de esa discusión en la cual le planteo que nuestra relación se termina porque él estaba con Anita. Después de negar el hecho desvía la conversación hacia otro tema: “Leonardo Padura está loco, dice haberse encontrado en una playa de La Habana con el asesino de Trotski. Y si eso es verdad, la KGB lo va a perseguir a él y a mí también porque le di libros de Trotski que me dejó tu padre. Se los di pero ahora el que está loco es Padura, y si la KGB se entera de que yo se los di ¿qué va a pasar? ¿Qué va a pasar conmigo? Los galgos rusos que corren por la playa vendrán a buscarme, a la KGB no se le escapa nadie. Los he visto haciéndose señas detrás de mí, no me digas que no es cierto”.
Volví a insistir con lo de Anita y mi decisión de separarnos. Y él, vuelta con la KGB, Trotski, y los galgos rusos. Aquello parecía un diálogo de sordos, peor que la mejor obra de teatro del absurdo. Hasta que en determinado momento, me dice: “Ven, vamos a la parada. Vístete que nos vamos al Morro”. Yo me vestí porque muchas veces nuestras discusiones terminaban frente al mar del malecón habanero o en paseos por El Morro. Llegamos a la parada y mientras esperábamos la guagua, que como siempre no pasaba, me agarra fuerte de la mano y me dice: “Tú tienes que saber que te quiero. Me tiro del Morro si eso te convence. No me mires así”. Lo intimidaba mi forma de mirar. Siempre decía: “No me mires así”. “¿Tú crees que no soy capaz de hacerlo? Tú eres la vida de mi mujer y la mujer de mi vida. Siempre te dije que si me dejas me suicido. No sé qué piensas, pero tal vez sea mejor que nos tiremos juntos. Tú eliges”. Bastó que lo dijera para que yo lo trajera a la racionalidad inmediatamente: “Mirá, Ángel, yo lo único que sé es que la guagua no pasa ni va a pasar. Así que vamos para la casa”. “Tú siempre tienes razón”, me dijo, como si fuera lo más natural del mundo y regresamos a la casa tranquilamente nerviosos.
Mientras se duchaba y repetía en voz baja como un mantra “tu racionalidad me desbarata”, “tu racionalidad me desbarata”; comencé a probarme su ropa. Me vio vestida con sus camisas, que me quedaban bien ya que yo soy muy alta. Reaccionó porque su ropa en mi cuerpo fue la certeza que le produjo un miedo atroz a sí mismo. Pero a mí ya nada me sedujo después de ese momento. Le hablé muy fuerte: “Si te matas espero que te quedes bien muerto, porque si vives nunca más te voy a mirar a la cara”. Muchas veces he pensado que Ángel amaba su manera depresiva de ver la realidad y que yo era una optimista que alegremente rompía sus costumbres. Yo no sé si quería verdaderamente o no que nos tiráramos del Morro juntos, tampoco me interesó averiguarlo, pero que lo dijera me alcanzó para darme cuenta de dos cosas: de que Ángel estaba
evidentemente muy pero muy mal, y de que yo no podía seguir estando con alguien que simplemente haya mencionado esa idea, independientemente de que la misma haya sido un pensamiento pasajero. El sólo hecho de haberlo dicho era para mí más que suficiente. Yo no era suicida.
En un poema escribió: “Tu racionalidad me desbarata”, cosa que acostumbraba a reprocharme. Bajé a llamar por teléfono a mi madre. Cuando llegó del trabajo, Ángel se sentó en la mesa haciendo girar un vaso vacío. Mi madre hablaba y él no contestaba. Como buena psicóloga, mi madre logró convencerlo de que al otro día, de mañana, fuera a hablar con Volnovich y que seguramente lo mejor sería ir al hospital Fajardo, donde tal vez tuviera un tratamiento médico por unos días, para sentirse mejor. Muy suavemente y con muchos argumentos, mi madre, que ya había hablado con Volnovich, quien a su vez ya tenía decidida su internación previo haberse comunicado con los psiquiatras del Fajardo, hizo que Ángel, que la respetaba mucho profesionalmente, se ingresara por propia voluntad.
Se sabe científicamente que el ejercicio físico contribuye a mejorar los cuadros clínicos de depresión y de ansiedad. ¿Realizaba Ángel algún tipo de deporte o actividad física?
En la formación teatral siempre hay un entrenamiento actoral muy riguroso a nivel corporal. Nosotros teníamos clases de esgrima, gimnasia, danza, pantomima y acrobacia, ¿qué te parece? Ángel era igual que cualquier muchacho adolescente que quiere lucir sus músculos. Él y yo, llegábamos a hacer 100 abdominales por día. Éramos casi niños. Jugaba a levantarme con un solo brazo. Jugábamos a quién desestabiliza al otro, y claro que ganaba. Jugábamos a correr y le ganaba yo. Desde los 16 a los 20 fue la etapa de hacer ejercicio para tener músculos. Ángel era un gran bailador. Los cubanos lo rodeaban para verlo bailar. Al principio me daba vergüenza que la gente nos rodeara y me quedaba mirándolo junto a la compañía de Villalobos. En seguida aprendí. “Tú solamente tienes que acompañarme. Siente la música y déjate llevar, suavemente… cierra los ojos… y déjate llevar”, decía, y bailaba como los dioses.
Cuando llegó mi padre, luego de operarse y de hacer los tratamientos médicos correspondientes, comenzó a hacer ejercicio. Le gustaba ir a correr en el Golfito o en la playita de los rusos. Los vecinos de Alamar le gritaban “Juan Torena”, que era el nombre de un atleta olímpico. A mi padre no le importaba. Se reía de que le dijeran Juan Torena. Ángel decidió acompañarlo, porque no podía permitir aquello. Entonces les decían “Juan Torena” a los dos. Ambos venían contando la anécdota y riéndose para volver a salir a correr al otro día.
Mi padre le decía: “Con los ejercicios físicos, igual que con la lectura, lo importante es tener disciplina”, y Ángel lo seguía. “El ejercicio físico hace muy bien a las neuronas, el sistema nervioso también se alimenta”. También hicieron largas caminatas por los montes en el campamento de Río Canímar. Allá salían juntos Ángel y mi padre. Siempre traían algo lindo después de largas caminatas en las cuales llevaban algo para comer en medio de la naturaleza. Mi padre era un gran amante de la naturaleza. Sabía distinguir los pájaros por su trino. “Ángel, usted me tiene que enseñar los pájaros de aquí. No, no los mire, cierre los ojos y dígame quién está cantando”. “No lo sé”, decía Ángel. “Sí, usted lo sabe porque es del campo, y las cosas lindas, como escuchar los trinos, no las debe olvidar, y si las olvidó, vamos, recuérdelas y aprendamos juntos. Es muy importante”. Y Ángel le hacía caso. El encuentro con mi padre fue muy sanador.
Claro que uno puede emplear palabras ahora, a la distancia, y decir tal cosa fue sanadora, pero en ese momento de la relación con mi padre, pasaba humanamente por lo más sencillo del mundo: sentido común. Ángel apreció la naturaleza por seguir los consejos de mi padre, pero luego nunca más volvió a correr ni a las caminatas. Siempre mantuvo su relación con el malecón habanero, con su mar, que se convirtió en nuestro sitio privilegiado para soñar, amar, discutir, reconciliarnos, enmudecer mirando el agua, los colores del atardecer, las olas del mar embravecido, calmado, en fin, el mar.
Esa crisis sucedió entonces cuando él tenía 27 años, después de su regreso de Moscú. ¿Esa crisis fue puramente psicótica, paranoide? ¿Se mostraba triste, lloraba?
Esa crisis para mí fue gravísima. Yo no soy psiquiatra. Yo era su esposa. Ni más ni menos. Él estaba paranoico. Teníamos casi la misma edad. Él me llevaba unos meses y esto no era algo que estuviera a mi alcance. Sí lloraba, al otro día él me despertó temprano y lloraba. Repetía: “Soy una basura. No soy nada. No soy nadie. Tú me inventaste. Tú inventaste a Ángel Escobar. Soy un invento. No pude dormir. Vino mi madre y se sentó en esta cama como cuando llegaba hasta la casa en que mi padre nos había encerrado y, cuando mi padre se iba a trabajar, nos pasaba papas por debajo de la puerta y comíamos. Mi madre me ha venido a buscar esta noche”. Me dio mucha pena pero yo tenía una idea fija: “Vístete, que vamos a llegar tarde. Todo eso se lo contás a Volnovich”. Y me hizo caso.
Ana María Jiménez fue la última mujer, después de ti, con la que Ángel sostuvo una relación de pareja prolongada. ¿Hubo alguna otra mujer importante en la vida del poeta, además de ustedes dos y de Celia?
No me parece que Celia haya sido importante. Otra mujer cubana que me parece valiosa como relación, es la poeta Soleida Ríos. En aquel momento la percibí honesta humana e intelectualmente, no obstante el dolor de su confesión. Fue la propia Soleida quien me puso en conocimiento de la situación existente entre ambos, durante su internación psiquiátrica. Ella estaba enamorada de Ángel. Tuvieron alguna relación de la cual apenas me percaté. Ángel estaba internado tomando psicofármacos. Soleida y yo discutíamos en el descanso de una escalera, mientras Anita pasaba a verlo en el horario habitual de visitas para todo público. Tal vez no fue ese el momento ni el lugar más apropiado, pero la actitud de Soleida Ríos fue sincera, franca.
Ángel tiene un poema en que habla de Ariel. Muy bien, racionalmente Ariel puede situarnos frente al conocido texto de José Enrique Rodó, uruguayo, quien siendo diputado confió a José Martí la misión diplomática, mediante la cual Martí se convierte en representante de nuestro país en Estados Unidos. Pero Ariel también se refiere a su noviecita de la niñez, Raquel Martínez. Ángel y Raquel fueron novios en el internado, desde los 10 a 12 años. Desde niño, jugaba con las palabras y las letras. De esta manera, a Raquel le llamaba Ariel. A porque es la primera letra del abecedario. Así, jugando, al invertir la primera sílaba del nombre y continuar con la última, el nombre de Raquel se convierte en AR Y EL. Raquel Martínez estudió profesorado en matemática en el Instituto Pedagógico Enrique José Varona, junto a Rita, mi hermana gemela, y en el último año se embarazó. Cuando Ángel la fue a ver, recién parida, al hospital González Coro, donde trabajaba mi madre, y se reencontraron después de mucho tiempo, abrazados, la llamó por su nombre de juegos, “Ariel”.
Raquel Martínez fue su primer amor. A los doce años Ángel pasó a secundaria y después de los 15 a la ENA. Cuando teníamos 16 años comenzamos a estar juntos. ¿Qué te parece lo de Ariel? Es una bella historia. La imagen de Ariel recién parida es muy tierna. Es un amor de niños, no hubo relación sexual, pero es una bonita historia. Al reencontrarse estaban muy contentos. Todos reíamos junto al recién nacido.
*Julio César Aguilar. Poeta mexicano, traductor y editor. La presente entrevista hace parte de sus preocupaciones como investigador de la vida y la obra de algunos poetas y su relación con la esquizofrenia, sobre este tema, además de un estudio sobre el poder terapéutico del lenguaje, -realizado para su disertación doctoral en la Universidad de Texas-, ha escrito varios estudios que incluyen a los poetas depresivos y suicidas.
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