Aires de Libertad

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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 20 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:05

    ***

    Toda la tripulación regresó a bordo y se cerró la doble puerta de comunicación.
    El Nautilus reposaba sobre la capa de hielo, que no tenía ni un metro de espesor y
    que las sondas habían perforado por mil sitios.
    Se abrieron al máximo las válvulas de los depósitos y cien metros cúbicos de
    agua se precipitaron en su interior, aumentando en cien mil kilos el peso del
    Nautilus.
    Olvidando nuestros sufrimientos, todavía esperanzados, aguardábamos y
    escuchábamos. Nos jugábamos nuestra salvación a una última baza.
    Pese a los zumbidos que llenaban mi cabeza, pronto oí los temblores bajo el
    casco del Nautilus. Se produjo un desnivel, el hielo crujió con un ruido singular,
    parecido al del papel al rasgarse, y el Nautilus descendió.
    —¡Pasamos! —me dijo Conseil al oído.
    Incapaz de responderle, cogí su mano y la apreté en una convulsión
    involuntaria.
    De repente el Nautilus, llevado por su tremenda sobrecarga, se hundió como
    una bala en las profundidades, precipitándose como lo hubiera hecho en el vacío.
    Toda la fuerza eléctrica se aplicó a las bombas, que enseguida comenzaron a
    expulsar el agua de los depósitos. Pasados unos minutos, se frenó la caída. Muy
    pronto el manómetro indicó un movimiento ascensional. La hélice, accionada a
    toda velocidad, sacudió hasta los pernos del casco de acero y nos impulsó hacia el
    norte.
    Pero ¿cuánto duraría la navegación bajo la banquisa hasta el mar libre? ¿Un día
    más? Para entonces ya me habría muerto.
    Medio tumbado en un diván de la biblioteca, sentía que me ahogaba. Tenía la
    cara lívida, los labios azules y los sentidos embotados. Ni oía ni veía nada, había
    perdido la noción del tiempo y no podía contraer los músculos. Así transcurrieron
    las horas, no sabría decir cuántas, pero tuve conciencia de que comenzaba mi
    agonía y comprendí que iba a morir.
    Súbitamente volví en mí, al sentir unas bocanadas de aire penetrando en mis
    pulmones. ¿Habíamos subido a la superficie? ¿Habíamos atravesado la banquisa?
    ¡No! Eran Ned y Conseil, mis dos grandes amigos, que se sacrificaban para
    salvarme. Aún quedaban unos átomos de aire en el fondo de un aparato y, en vez de
    respirarlo, lo habían reservado para mí. Mientras ellos se ahogaban, me insuflaban
    la vida gota a gota. Intenté rechazar el aparato, pero me sujetaron las manos y
    durante unos instantes respiré con fruición.






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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 20 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:06

    ***

    Miré el reloj. Eran las once de la mañana. Debíamos de estar a 28 de marzo. El
    Nautilus volvía a navegar a una formidable velocidad de cuarenta millas por hora,
    retorciéndose bajo las aguas.
    ¿Dónde estaba el capitán Nemo? ¿Había sucumbido? ¿Sus compañeros habían
    muerto con él?
    El manómetro indicó que nos hallábamos a tan sólo veinte pies de la superficie.
    Un simple campo de hielo nos separaba de la atmósfera. ¿No se podía romper? Tal
    vez. En cualquier caso, el Nautilus iba a intentarlo. Sentí, en efecto, que adoptaba
    una posición oblicua, bajando la popa y levantando el espolón. La introducción de
    agua había bastado para romper su equilibrio. Luego, impulsado por su poderosa
    hélice, atacó el ice-field por debajo como un formidable ariete. Lo iba reventando
    poco a poco, se retiraba e impactaba a toda velocidad contra el campo que se
    resquebrajaba, hasta que, tomando un impulso extremo, se lanzó sobre la superficie
    helada, aplastándola bajo su peso.
    Se abrió, o mejor dicho, se arrancó la escotilla, y el aire puro entró a raudales
    por todas las secciones del Nautilus.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 20 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:07

    ***
    XVII
    DEL CABO DE HORNOS AL AMAZONAS
    No sabría decir cómo llegué a la plataforma. Puede que el canadiense me hubiese
    llevado hasta allí, pero el caso es que por fin podía aspirar el aire vivificante del
    mar. Mis dos compañeros se embriagaban junto a mí con esas frescas moléculas.
    Los infelices que llevan largo tiempo privados de comida no pueden lanzarse
    irreflexivamente al primer alimento que se les presenta. Nosotros, por el contrario,
    no teníamos por qué moderarnos. Podíamos aspirar a pleno pulmón los átomos de
    la atmósfera, y era la brisa, la brisa misma, la que nos provocaba esa voluptuosa
    embriaguez.
    —¡Ah, qué bueno es el oxígeno! —exclamó Conseil—. Respire sin miedo el
    señor, que hay para todos.
    En cuanto a Ned Land, no hablaba, pero abría de tal modo las mandíbulas que
    habría asustado a un tiburón. Y cómo aspiraba. El canadiense «tiraba» como una
    estufa en plena combustión.
    No tardamos en recuperar las fuerzas y, al mirar a mi alrededor, vi que
    estábamos solos en la plataforma. Ni un tripulante, ni siquiera el capitán Nemo.
    Los extraños marinos del Nautilus se conformaban con el aire que circulaba en el
    interior y ninguno había venido a deleitarse al aire libre.
    Mis primeras palabras fueron de reconocimiento y gratitud para mis dos
    compañeros. Ned y Conseil me habían mantenido con vida durante las últimas
    horas de aquella lenta agonía. No había gratitud suficiente para pagar tal sacrificio.
    —¡Bah, profesor! No vale la pena hablar de eso —respondió Ned Land—.
    ¿Qué mérito tiene? Ninguno. No es más que una cuestión de aritmética. Su vida
    vale más que la nuestra, luego había que conservarla.
    —No, Ned, no vale más. Nadie es superior a un hombre bueno y generoso, y
    usted lo es.
    —Está bien, está bien —repetía el canadiense, turbado.
    —Y tú, mi buen Conseil, has sufrido mucho.
    —Debo decir al señor que no demasiado. Es cierto que me faltaba un poco el
    aire, pero creo que me habría acostumbrado. Además, veía al señor desmayarse y
    se me quitaban las ganas de respirar, se me cortaba, como suele decirse, la
    respir…





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 20 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:08

    ***

    Conseil, temiendo haber caído en la banalidad, no terminó la frase.
    —Amigos —respondí, emocionado—, estamos ligados unos a otros para
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] - Página 337
    siempre, y tenéis derechos sobre mí…
    —De los que yo abusaré —replicó el canadiense.
    —¿Cómo? —exclamó Conseil.
    —Sí —prosiguió Ned Land—, el derecho a llevarle conmigo cuando abandone
    este infernal Nautilus.
    —Por cierto —dijo Conseil—, ¿vamos en la buena dirección?
    —Sí, porque seguimos la dirección del sol, y aquí el sol es el norte —
    respondí.
    —Cierto —dijo Ned Land—, pero nos queda saber si bordeamos el Pacífico o
    el Atlántico, es decir, los mares frecuentados o desiertos.
    A esto no podía responderle, y mucho me temía que el capitán Nemo nos
    llevaba más bien al vasto oceáno que baña a la vez las costas de Asia y de
    América. Completaría así su vuelta al mundo submarina y regresaría a los mares
    donde el Nautilus encontraba la independencia más absoluta. Pero si volvíamos al
    Pacífico, lejos de toda tierra habitada, ¿qué sería de los planes de Ned?
    No tardaríamos mucho en saber la respuesta a esta importante cuestión. El
    Nautilus avanzaba rápidamente. Pronto dejó atrás el círculo polar y puso rumbo al
    cabo de Hornos. A las siete de la tarde del 31 de marzo, nuestra quilla cruzaba la
    punta americana.
    Por entonces habíamos olvidado nuestros sufrimientos pasados y el recuerdo
    del aprisionamiento entre los hielos se iba borrando de nuestra mente. Sólo
    pensábamos en el futuro. El capitán Nemo no volvió a aparecer, ni en el salón ni en
    la plataforma. La posición registrada cada día en el planisferio y fijada por el
    segundo me permitía constatar la dirección exacta del Nautilus. Pues bien, esa
    misma noche me alegró comprobar que regresábamos al norte por la ruta del
    Atlántico.
    Comuniqué al canadiense y a Conseil el resultado de mis observaciones.
    —Buena noticia —respondió el canadiense—, pero ¿adónde va el Nautilus?
    —No sabría decirlo, Ned.
    —¿Su capitán no querrá, después del Polo Sur, enfrentarse al Polo Norte y
    volver al Pacífico por el famoso paso del noroeste?
    —No convendría desafiarle —respondió Conseil.
    —Bueno, pues le abandonaremos antes —dijo el canadiense.
    —De todas formas, el capitán Nemo es un gran hombre y no lamentaremos
    haberlo conocido —añadió Conseil.
    —Sobre todo cuando le hayamos dejado —repuso Ned Land




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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:09

    ***
    Al día siguiente, primero de abril, cuando el Nautilus emergió a la superficie
    unos minutos antes del mediodía, avistamos una costa al oeste. Era la Tierra de
    Fuego, que los primeros navegantes bautizaron así al ver las numerosas humaredas
    que se elevaban de las hutas indígenas. La Tierra de Fuego forma una vasta
    aglomeración de islas que se extiende sobre treinta leguas de largo y cuarenta de
    ancho, entre los 53º y los 56º de latitud austral y los 67º 50´ y 77º 15´ de longitud
    oeste.
    La costa me pareció baja, pero a lo lejos se alzaban altas montañas. Incluso
    creí entrever el monte Sarmiento, que se eleva dos mil setenta metros sobre el
    nivel del mar, un bloque piramidal de esquisto y cima puntiaguda que, según esté
    velado o despejado de vapores, «anuncia el buen o el mal tiempo», como me dijo
    Ned Land.
    —Un excelente barómetro, amigo mío.
    —Sí, señor, un barómetro natural que nunca me ha fallado cuando navegaba por
    los pasos del estrecho de Magallanes.
    En ese momento el pico se mostró ante nosotros nítidamente recortado sobre el
    fondo del cielo. Era un presagio de buen tiempo, y a fe que se cumplió.
    El Nautilus, de nuevo sumergido, se acercó a la costa, bordeándola a unas
    pocas millas. Por los cristales del salón vi largas lianas y fucos gigantescos, esos
    macrocistos de los que el mar libre del Polo contenía varios especímenes. Con sus
    filamentos viscosos y pulidos, medían hasta tres metros de largo. Verdaderos
    cables, más gruesos que un pulgar y muy resistentes, a menudo sirven de amarras a
    los barcos. Otras hierbas, denominadas «velps», con hojas de cuatro pies de largo
    y empastadas en las concreciones coralígenas, tapizaban los fondos y servían de
    nido y de alimento a infinidad de crustáceos y moluscos, cangrejos y sepias. Allí
    las focas y las nutrias se daban espléndidos festines, mezclando la carne de pez y
    la verdura del mar, como hacen los ingleses




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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:10

    ***

    El Nautilus pasaba con extrema rapidez por esos fondos fecundos y
    exuberantes. Durante la noche se acercó al archipiélago de las Malvinas, cuyas
    ásperas cumbres divisé al día siguiente. El mar no era muy profundo, por lo que
    pensé, no sin razón, que las dos islas, rodeadas por un gran número de islotes,
    debieron de formar parte en otro tiempo de las tierras magallánicas. Las Malvinas
    fueron probablemente descubiertas por el célebre John Davis, que las bautizó con
    el nombre de Davis Southern Islands. Más tarde, Richard Hawkins las llamó
    Maiden Islands, islas de la doncella. Luego, a comienzos del siglo XVIII, unos
    pescadores de Saint Malo las denominaron Malvinas y, finalmente, los ingleses, a
    quienes pertenecen actualmente, les dieron el nombre de Falkland.
    Nuestras redes capturaron hermosos especímenes de algas en aquellos parajes,
    y en concreto un fuco cuyas raíces estaban cargadas de mejillones, que son los
    mejores del mundo. Se abatieron docenas de ocas y patos en la plataforma, que
    rápidamente ocuparon su lugar en las despensas de a bordo.
    Entre los peces, me fijé especialmente en unos óseos pertenecientes al género
    de los gobios, sobre todo las lorchas, de dos decímetros de largo y sembradas de
    manchas blancas y amarillas. Admiré también numerosas medusas, y las más bellas
    del género, las crisaoras, típicas de los mares de las Malvinas. Unas parecían
    sombrillas semiesféricas muy lisas, surcadas por líneas de un rojo oscuro y
    terminadas en doce festones regulares; otras, canastas volcadas de las que
    escapaban graciosamente anchas hojas y largos ramilletes rojos. Nadaban agitando
    sus cuatro brazos foliáceos, dejando flotar a la deriva su opulenta cabellera de
    tentáculos. Me habría gustado conservar algunos ejemplares de esos delicados
    zoófitos, pero no son más que nubes, sombras, apariencias, que se funden y
    evaporan fuera de su elemento natural.
    Cuando las últimas cumbres de las Malvinas desaparecieron en el horizonte, el
    Nautilus se sumergió unos veinte o veinticinco metros y continuó bordeando la
    costa americana. El capitán Nemo seguía sin aparecer.





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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:11

    ***

    Hasta el 3 de abril no abandonamos los parajes de la Patagonia, ya fuera bajo
    el agua o en la superficie. El Nautilus dejó atrás el ancho estuario formado por la
    desembocadura del Río de la Plata y el 4 abril se halló frente a Uruguay, pero a
    cincuenta millas de la costa. Mantenía su rumbo norte, siguiendo las largas
    sinuosidades de la América meridional. Por entonces llevábamos recorridas
    dieciséis mil leguas desde que embarcáramos en los mares del Japón.
    Hacia las once de la mañana cruzamos el trópico de Capricornio por el
    meridiano 37 y pasamos frente a las costas del cabo Frío. Por desgracia para Ned
    Land, el capitán Nemo evitaba acercarse a las costas habitadas del Brasil, pues
    navegaba a velocidad vertiginosa. Ningún pez, ningún pájaro, por rápidos que
    fuesen, podían seguirnos, y no pude observar las curiosidades naturales de
    aquellos mares.
    Esa velocidad se mantuvo durante varios días y el 9 de abril avistamos la punta
    más oriental de América del Sur, formada por el cabo San Roque. Pero el Nautilus
    volvió a alejarse y fue a buscar a más profundidad un valle submarino que se
    extiende entre ese cabo y Sierra Leona, en la costa africana. Ese valle se bifurca a
    la altura de las Antillas y termina al norte en una enorme depresión de nueve mil
    metros. En ese lugar, el corte geológico del oceáno parece, hasta las pequeñas
    Antillas, un acantilado de seis kilómetros tallado a pico y, a la altura del Cabo
    Verde, otra muralla no menos considerable, que encierran de este modo todo el
    continente sumergido de la Atlántida. El fondo de ese inmenso valle está
    accidentado por algunas montañas que revisten de aspectos pintorescos los fondos
    submarinos. Hablo basándome sobre todo en los mapas manuscritos contenidos en
    la biblioteca del Nautilus, salidos evidentemente de la mano del capitán Nemo y
    trazados a partir de sus observaciones personales.
    Durante dos días, visitamos aquellas aguas desiertas y profundas por medio de
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    planos inclinados. El Nautilus podía realizar largas bordadas diagonales que lo
    llevaban a todas las alturas. Pero el 11 de abril se elevó súbitamente y la tierra
    apareció de nuevo ante nosotros en la embocadura del río Amazonas, vasto
    estuario de un caudal tan considerable que desaliniza el mar en un espacio de
    varias leguas.






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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 20 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:12

    ***

    rias leguas.
    Habíamos cruzado el ecuador. A veinte millas al oeste quedaba la Guayana,
    tierra francesa en la que habríamos encontrado fácil refugio. Pero el viento soplaba
    con fuerza y un simple bote no hubiera podido enfrentarse a las olas embravecidas.
    Ned Land lo comprendió sin duda, pues no me dijo nada. Por mi parte, no hice
    ninguna alusión a sus proyectos de fuga, pues no quería empujarle a una tentativa
    que habría fracasado irremediablemente.
    Me resarcí fácilmente de aquel retraso con interesantes estudios. Durante los
    días 11 y 12 de abril, el Nautilus no abandonó la superficie del mar y sus redes de
    arrastre subieron a bordo una pesca prodigiosa de zoófitos, peces y reptiles.
    Algunos zoófitos habían sido dragados por la barredera. Eran, en su mayor parte,
    bellas fictalinas, pertenecientes a la familia de los actínidos y, entre otras especies,
    la phictalis protexta, originaria de esa parte del océano, pequeño tronco cilíndrico
    adornado de líneas verticales, salpicado de puntos rojos y coronado por un
    maravilloso despliegue de tentáculos. En cuanto a los moluscos, consistían en
    ejemplares que ya había visto: torrecillas, olivas pórfidas, de líneas entrecruzadas
    regularmente y cuyas manchas rojas destacaban vivamente sobre un fondo de color
    carne; fantásticos pteróceros, parecen escorpiones petrificados; hialas traslúcidas;
    argonautas; sepias, excelentes para comer, y ciertas especies de calamares, que los
    naturalistas de la Antigüedad clasificaban entre los peces voladores y que sirven
    principalmente de cebo para la pesca del bacalao.
    Anoté diversas especies de peces de aquellos parajes que aún no había tenido
    ocasión de estudiar. Entre los cartilaginosos, los petromizones pricka, especie de
    anguilas de quince pulgadas de largo, cabeza verduzca, aletas violetas, lomo gris
    azulado, vientre marrón-plateado sembrado de manchas coloridas y con el iris de
    los ojos enmarcado por un círculo de oro, curiosos animales que la corriente
    amazónica había debido de arrastrar al mar, pues son de agua dulce; rayas
    tuberculadas de morro puntiagudo, cola larga y suelta, armadas con un largo
    aguijón dentado; pequeños escualos de un metro, de piel blanca y gris, cuyos
    dientes, dispuestos en varias filas, se curvan hacia atrás y que se conocen
    vulgarmente con el nombre de peces martillo; peces diablo, especie de triángulos
    isósceles rojizos de medio metro, cuyas aletas pectorales poseen unas
    prolongaciones carnosas que les dan el aspecto de murciélagos, pero cuyo
    apéndice córneo, situado cerca de la nariz, les ha valido el apodo de unicornios de
    mar; y, por último, algunas especies de pejepuercos, el curasaviano, con lomos de
    un deslumbrante color dorado, y el caprisco, de un violeta claro y matices
    tornasolados como el cuello de una paloma.









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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 20 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 12 Sep 2024, 10:14

    ***
    Terminaré esta nomenclatura un tanto seca pero muy exacta con la serie de
    peces óseos que observé: passanes, pertenecientes al género de los apterónotos, de
    morro muy achatado y blanco como la nieve, el cuerpo de un bonito color negro y
    que están provistos de una tira carnosa muy larga y suelta; odontognatos, con sus
    aguijones; sardinas de tres decímetros de largo, resplandecientes con sus brillos
    plateados; centronotos negros que se pescan con antorchas, peces de dos metros de
    largo, carne grasa, blanca y prieta que, frescos, saben como la anguila y, secos,
    como el salmón ahumado; lábridos semirrojos, revestidos de escamas solamente en
    la base de las aletas dorsales y anales; crisópteros, en los que el resplandor del
    oro y la plata se mezcla con el del rubí y el topacio; pargos de cola dorada, de
    carne extremadamente delicada y a los que sus propiedades fosforescentes delatan
    en medio de las aguas; esparos pobs, de lengua fina y tonos anaranjados; corbinas
    de aletas caudales doradas; acanturos negros, anableps de Surinam, etc.
    Este «etcétera» no me impedirá citar otro pez del que Conseil se acordará por
    mucho tiempo, y con razón. Una de nuestras redes había capturado una especie de
    raya muy plana que, una vez cortada la cola, habría formado o un disco perfecto y
    que pesaba unos veinte kilos. Era blanca por debajo y rojiza por arriba, con
    grandes manchas redondas de un azul oscuro enmarcadas en círculos negros, de
    piel muy lisa y terminada en una aleta bilobulada. Extendida sobre la plataforma,
    se debatía, trataba de girarse con movimientos convulsos y hacía tantos esfuerzos
    que un último espasmo a punto estuvo de precipitarla al mar. Pero Conseil, que no
    quería quedarse sin su pez, se lanzó sobre él y, antes de que yo pudiera
    impedírselo, lo agarró con las dos manos. Un instante después, de espaldas contra
    el suelo, con los pies por el aire y la mitad de su cuerpo paralizada, gritó:
    —¡Señor! ¡Señor! ¡Ayúdeme!
    Era la primera vez que el pobre muchacho no se dirigía a mí en tercera
    persona.
    Entre el canadiense y yo lo levantamos y lo friccionamos con todas nuestras
    fuerzas. Cuando recuperó el sentido, el empedernido clasificador murmuró con voz
    entrecortada: «Clase de los cartilaginosos, orden de los condropteringios de
    branquias fijas, suborden de los selacianos, familia de las rayas, género de los
    torpedos».
    —Sí, amigo mío —respondí—, es un torpedo el que te ha dejado en este estado
    lamentable.
    —Creáme el señor que me vengaré de ese animal.
    —¿Cómo?
    —Comiéndomelo.
    Lo que hizo esa misma noche, pero por pura represalia, pues, francamente, era
    bastante correoso.


    343




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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Sep 2024, 16:27

    ***


    El pobre Conseil se había enfrentado a un torpedo de la especie más peligrosa,
    la cumana. Este extraño animal, en un medio conductor como el agua, fulmina a los
    peces a varios metros de distancia, tal es la potencia de su órgano eléctrico, cuyas
    dos superficies principales no miden menos de veintisiete pies cuadrados.
    Al día siguiente el Nautilus se acercó a la costa holandesa, hacia la
    desembocadura del Maroni. Allí vivían en familia varios grupos de vacas marinas.
    Eran manatíes que, como el dugón y el estelero, pertenecen al orden de los
    sirenianos. Esos hermosos animales, pacíficos e inofensivos, de seis a siete metros
    de largo, debían de pesar al menos cuatro mil kilos. Expliqué a Ned Land y a
    Conseil que la previsora naturaleza había asignado a estos mamíferos una función
    importante. Son ellos, en efecto, los que, como las focas, pacen en las praderas
    submarinas, destruyendo así las aglomeraciones de hierbas que obstruyen la
    desembocadura de los ríos tropicales.
    —¿Sabéis lo que ha ocurrido desde que los hombres han exterminado casi por
    completo estas útiles especies? Pues que las hierbas putrefactas han envenenado el
    aire y, con el aire empozoñado, la fiebre amarilla ha asolado estas regiones
    admirables. Las vegetaciones venenosas se han multiplicado en estos mares
    tórridos y el mal se ha desarrollado irremediablemente desde la desembocadura
    del Río de la Plata hasta la Florida.
    Y, si creemos a Toussenel, esta plaga no es nada comparada con la que azotará
    a nuestros descendientes cuando en los mares no queden focas ni ballenas.
    Entonces, atestados de pulpos, medusas y calamares, se convertirán en enormes
    focos infecciosos, pues ya no contarán con «esos grandes estómagos a los que Dios
    había encomendado la tarea de limpiar la superficie de los mares».
    No obstante, sin despreciar tales teorías, la tripulación del Nautilus cazó
    media docena de manatíes para aprovisionar la despensa de una carne excelente,
    superior a la del buey y a la ternera. La caza no fue interesante, pues los manatíes
    se dejaban golpear sin defenderse. Se almacenaron a bordo varios millares de
    kilos de carne para desecarla.





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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Sep 2024, 16:28

    ***


    Ese mismo día, una pesca ejecutada de modo singular aumentó aún más las
    reservas del Nautilus, tan ricos en caza se mostraban aquellos mares. La barredera
    había capturado entre sus mallas un cierto número de peces cuya cabeza terminaba
    en una placa oval con rebordes carnosos. Eran equenéis, de la tercera familia de
    los malacopterigios subranquiales. Su disco aplastado se compone de láminas
    cartilaginosas tranversales y móviles, entre las que el animal puede hacer el vacío,
    lo que le permite adherirse a los objetos como una ventosa.
    La rémora, que ya había visto en el Mediterráneo, pertenece a otra especie,
    pero la que importa aquí es el equenéis osteóquero, típica de ese mar. Nuestros
    marinos, a medida que las cogían, las iban depositando en cubos de agua.
    Terminada la pesca, el Nautilus se acercó a la costa. En aquel lugar, un buen
    número de tortugas marinas dormía en la superficie. Habría sido difícil capturar
    esos valiosos reptiles, pues se despiertan al menor ruido y tienen un sólido
    caparazón a prueba de arpón. Pero el equenéis podía hacerlo con una seguridad y
    precisión extraordinarias. Este animal, en efecto, es un anzuelo viviente que
    colmaría de felicidad y fortuna al sencillo pescador de caña.
    Los tripulantes del Nautilus ataron a la cola de estos peces un anillo lo
    bastante ancho para no entorpecer sus movimientos y al anillo una larga cuerda
    amarrada a bordo por el otro extremo.
    Arrojados al mar, los equenéis comenzaron a cumplir su función rápidamente y
    fueron a adherirse al peto de las tortugas. Su tenacidad era tal que se habrían
    desgarrado antes de soltar su presa. Los halamos a bordo, y con ellos a las tortugas
    a las que iban adheridos. Así capturamos varias tortugas caguanas de un metro de
    largo y doscientos kilos de peso. Su caparazón, cubierto de placas córneas
    grandes, finas, transparentes, oscuras y moteadas de blanco o amarillo, las
    convertía en animales muy valiosos. Además, eran excelentes desde el punto de
    vista culinario, como las tortugas francas, que tienen un sabor exquisito.
    Esa pesca puso fin a nuestra estancia en los parajes del Amazonas y, al caer la
    noche, el Nautilus regresó a alta mar.










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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Sep 2024, 16:29

    ***

    XVIII



    LOS PULPOS



    El Nautilus se mantuvo apartado de la costa americana durante algunos días. Era
    evidente que no quería internarse por las aguas del golfo de México o del mar de
    las Antillas. Sin embargo, no era por falta de agua bajo su quilla, pues la
    profundidad media de estos mares es de mil ochocientos metros, sino porque
    probablemente aquellos parajes, sembrados de islas y surcados por barcos de
    vapor, no agradaban al capitán Nemo.
    El 16 de abril avistamos la Martinica y la Guadalupe a una distancia
    aproximada de treinta millas y divisé por un instante sus elevados picos.
    El canadiense, que contaba con llevar a cabo sus planes en el golfo, ya fuera
    arribando a tierra firme o bien abordando uno de los muchos barcos que hacen el
    cabotaje de una isla a otra, quedó muy frustrado. La fuga habría sido factible si
    Ned Land hubiera logrado hacerse con el bote sin que se enterara el capitán. Pero
    en pleno océano había que olvidarse de aquello.
    El canadiense, Conseil y yo tuvimos una larga conversación al respecto. Hacía
    seis meses que estábamos prisioneros a bordo del Nautilus. Habíamos recorrido
    diecisiete mil millas y, como decía Ned Land, no había razón para que aquello
    terminara. Así pues, me hizo una proposición que no me esperaba: preguntar
    categóricamente al capitán Nemo si pensaba retenernos indefinidamente a bordo.
    Me repugnaba la idea de una gestión semejante, en mi opinión condenada al
    fracaso. No había que esperar nada del comandante del Nautilus, sino confiar sólo
    en nosotros mismos. Además, desde hacía algún tiempo aquel hombre se había
    vuelto más sombrío, más retirado, menos sociable. Parecía evitarme y rara vez me
    lo encontraba. Antes se complacía en explicarme las maravillas submarinas, pero
    ahora me dejaba solo con mis estudios y ya no venía al salón.
    ¿Qué cambio se había operado en él? ¿Por qué motivo? No tenía nada que
    reprocharle. ¿Tal vez le pesaba nuestra presencia a bordo? Sea como fuere, no
    debía esperar que un hombre así nos devolviera la libertad.





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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Sep 2024, 16:30

    ***

    Rogué, pues, a Ned que me dejase reflexionar antes de actuar. Si esa gestión no
    obtenía ningún resultado, podía no obstante reavivar sus sospechas, hacer más
    penosa nuestra situación y perjudicar los planes del canadiense. Añadiré que en
    modo alguno podía aducir razones de salud. Si exceptuamos la dura prueba de la
    banquisa del Polo Sur, Ned, Conseil y yo nunca habíamos estado mejor cuidados.
    La comida sana, la atmósfera saludable, la regularidad de hábitos y la uniformidad
    de temperatura no daban lugar a enfermedades y yo comprendía esa forma de vida
    para alguien a quien los recuerdos de la tierra no suscitaban ninguna añoranza, para
    un capitán Nemo que está en su casa, que va adonde quiere y que por vías
    misteriosas para los demás, pero no para él, avanza hacia su objetivo. Pero
    nosotros no habíamos roto con la humanidad. Yo no quería enterrar conmigo mis
    estudios, tan singulares y novedosos. Tenía derecho a escribir el verdadero libro
    del mar y quería que ese libro pudiera publicarse más pronto que tarde.

    Allí mismo, en las aguas de las Antillas, a diez metros de profundidad, ¡cuántas
    criaturas interesantes pude señalar en mis notas diarias! Entre otros zoófitos, las
    galeras, denominadas fisalias pelágicas, especie de gruesas vejigas oblongas con
    reflejos nacarados, que tendían su membrana al viento y dejaban flotar sus
    tentáculos azules como hilos de seda; preciosas medusas, verdaderas ortigas que
    destilan un líquido corrosivo cuando se las toca. Entre los articulados, anélidos de
    un metro y medio de largo, armados de una trompa rosa y provistos de mil
    setecientos órganos locomotores, que serpentean bajo las aguas y despiden a su
    paso todos los fulgores del espectro solar. Entre los peces, rayas molubares,
    enormes cartilaginosos de diez pies de largo y seiscientas libras de peso, con la
    aleta pectoral triangular, el centro del lomo un poco abombado, los ojos fijados a
    las extremidades de la parte anterior de la cabeza y que, flotando como el despojo
    de un naufragio, se adherían a veces como una contraventana opaca sobre nuestro
    cristal; pejepuercos americanos en los que la naturaleza no ha mezclado más que el
    blanco y el negro; gobios plumeros, alargados y carnosos, de aletas amarillas y
    mandíbula prominente; caballas de dieciséis decímetros, dientes cortos y afilados,
    cubiertas de pequeñas escamas, pertenecientes a la especie de las albacoras. Luego
    aparecieron bandadas de salmonetes, surcados de rayas doradas de la cabeza a la
    cola, agitando sus resplandecientes aletas; verdaderas obras maestras de la joyería,
    consagrados antiguamente a Diana, particularmente codiciados por los ricos
    romanos y de los que el proverbio dice: «No los come quien los coge»; y, por
    último, pomacantos dorados, decorados con franjas de color esmeralda y vestidos
    de seda y terciopelo, pasaron ante nuestros ojos como grandes señores de
    Veronese; sargos espolonados que se ocultaban gracias a su rápida aleta torácica;
    clupanodones de quince pulgadas, que se envolvían en sus reflejos fosforescentes;
    múgiles que batían el mar con sus gruesas colas carnosas; corégonos rojos que
    parecían cortar las aguas con su afilada aleta pectoral, y selenos plateados que,
    haciendo honor a su nombre, se elevaban sobre el horizonte de las aguas como
    lunas con reflejos blancos.










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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Sep 2024, 16:32

    ***
    ¡Cuántos ejemplares nuevos y maravillosos habría podido observar aún si el
    Nautilus no hubiera descendido poco a poco hacia las capas profundas! Sus planos
    inclinados lo arrastraron hasta fondos de dos mil y tres mil quinientos metros. Allí
    la vida animal estaba únicamente representada por encrinas, estrellas de mar,
    magníficos pentacrinos con cabeza de medusa, cuyos tallos rectos sujetaban un
    pequeño cáliz, trocos, neritas sangrantes y fisurelas, moluscos litorales de gran
    tamaño.
    El 20 de abril ascendimos hasta mantenernos a una profundidad media de mil
    quinientos metros. La tierra más próxima era la del archipiélago de las islas
    Lucayas, diseminadas como un montón de adoquines sobre la superficie del mar.
    Allí se elevaban altos acantilados submarinos, murallas rectas formadas por
    bloques erosionados dispuestos en amplias hiladas, entre los que se abrían
    agujeros negros que nuestros rayos eléctricos no lograban iluminar hasta el fondo.
    Esas rocas estaban cubiertas por grandes hierbas, laminarias gigantes y fucos
    enormes, una auténtica espaldera de hidrófitos digna de un mundo de titanes.
    Las plantas colosales de las que hablábamos Conseil, Ned y yo nos llevaron
    lógicamente a citar los animales gigantescos del mar. Aquellas están evidentemente
    destinadas a alimentar a éstos. Sin embargo, a través de los cristales del Nautilus,
    que estaba prácticamente inmóvil, aún no se veía en esos largos filamentos más que
    los principales articulados de la división de los braquiuros, lámbridos de largas
    patas, cangrejos violáceos y clíos típicos de los mares de las Antillas.
    Eran cerca de las once cuando Ned Land llamó mi atención sobre un
    formidable hormigueo que recorría las grandes algas.
    —Son verdaderas cavernas de pulpos, y no me extrañaría ver a algunos de esos
    monstruos —dije.
    —¡Cómo! —exclamó Conseil—. ¿Calamares, simples calamares de la clase de
    los cefalópodos?
    —No, pulpos de grandes dimensiones. Pero el amigo Land ha debido de
    equivocarse, porque no veo nada.
    —Qué lástima —replicó Conseil—. Me gustaría ver cara a cara a uno de esos
    pulpos de los que tanto he oído hablar y que pueden arrastrar los barcos hasta el
    fondo de los abismos. A esas bestias las llaman k…
    —Camelos, sí —respondió, irónico, el canadiense.
    —Krakens —prosiguió Conseil, ignorando la broma de su compañero.
    —Nadie logrará convencerme de que esos animales existen.




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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Sep 2024, 16:33

    ***

    —¿Por qué no? —respondió Conseil—. ¿No creímos en el narval del señor?
    —Nos equivocamos, Conseil.
    —Cierto, pero los demás aún creen en él.
    —Es probable, pero, por lo que a mí respecta, sólo admitiré la existencia de
    esos monstruos cuando los haya disecado con mis propias manos.
    —¿Conque el señor no cree en los pulpos gigantescos?
    —¡Bah! ¿Quién diablos ha creído alguna vez en ellos? —exclamó el
    canadiense.
    —Mucha gente, amigo Ned.
    —Los pescadores no, desde luego. Los sabios, tal vez.
    —Un servidor recuerda perfectamente haber visto una gran embarcación
    arrastrada al fondo del mar por los brazos de un cefalópodo —dijo Conseil con la
    mayor seriedad del mundo.
    —¿Lo vio usted? —preguntó el canadiense.
    —Sí.
    —¿Con sus propios ojos?
    —Con mis propios ojos.
    —Dónde, si puede saberse.
    —En Saint Malo —contestó imperturbable Conseil.
    —¿En el puerto? —dijo irónicamente Ned Land.
    —No, en una iglesia.
    —¡En una iglesia!
    —Sí, amigo Ned. Era un cuadro que representaba al pulpo en cuestión.
    —¡Vaya! —exclamó Ned Land, echándose a reír—. El señor Conseil me toma
    el pelo.
    —De hecho, tiene razón —dije—. He oído hablar de ese cuadro, pero el tema
    que representa está tomado de una leyenda, y ya sabe lo que hay que pensar de las
    leyendas en materia de historia natural. Además, cuando se trata de monstruos la
    imaginación se dispara. No sólo se ha afirmado que esos pulpos podían arrastrar
    un barco, sino que un tal Olaus Magnus habla incluso de un cefalópodo de una
    milla de largo y que más parecía una isla que un animal. También se cuenta que el
    obispo de Nidros elevó un día un altar sobre una inmensa roca. Terminada la misa,
    la roca empezó a moverse y regresó al mar. La roca era un pulpo.
    —¿Eso es todo? —preguntó el canadiense.
    —No. Otro obispo, Pontoppidan de Berghem, también habla de un pulpo sobre
    el que podría maniobrar un regimiento de caballería.
    —Pues sí que estaban buenos los obispos de antes —dijo Ned Land.
    —Por último, los naturalistas de la Antigüedad hablan de monstruos cuya
    lengua parecía un golfo y que eran demasiado grandes para pasar por el estrecho
    de Gibraltar.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Sep 2024, 16:35

    ***
    —¡Venga ya! —exclamó el canadiense.
    —Pero ¿qué hay de cierto en todos esos relatos? —preguntó Conseil.
    —Nada, amigos míos, al menos en lo que excede los límites de lo verosímil
    para convertirse en fábula o leyenda. No obstante, la imaginación de los
    fabuladores requiere, si no una causa, al menos un pretexto. No se puede negar que
    existen pulpos y calamares de gran tamaño, aunque inferior al de los cetáceos.
    Aristóteles constató las dimensiones de un calamar que medía cinco codales, es
    decir, tres metros diez. Nuestros pescadores ven a menudo ejemplares de más de
    un metro ochenta de largo. Los museos de Trieste y Montpellier conservan
    esqueletos de pulpos de dos metros. Además, según el cálculo de los naturalistas,
    uno de estos animales, de sólo seis pies de largo, tendría unos tentáculos de
    veintisiete pies, lo que bastaría para convertirlo en un monstruo formidable.
    —¿Se pescan de esos en nuestros días? —preguntó el canadiense.
    —Si no se pescan, al menos los marinos los ven. Un amigo mío, el capitán Paul
    Bos, de El Havre, me ha asegurado a menudo que se había encontrado con uno de
    esos monstruos de tamaño colosal en los mares de la India. Pero el hecho más
    asombroso, que no deja lugar a dudas sobre la existencia de estos animales
    gigantescos, ocurrió hace algunos años, en 1861.
    —¿Qué pasó? —preguntó Ned Land.
    —Lo siguiente. En 1861, al nordeste de Tenerife, poco más o menos en la
    latitud donde nos hallamos ahora, la tripulación del Alecton divisó un monstruoso
    calamar que nadaba en sus aguas. El comandante Bouguer se acercó al animal y lo
    arponeó y disparó sin gran éxito, pues las balas y los arpones atravesaban sus
    carnes blandas como si fueran gelatina inconsistente. Tras varias tentativas
    infructuosas, la tripulación logró pasar un nudo corredizo alrededor del cuerpo del
    molusco. El nudo resbaló hasta las aletas caudales y allí se detuvo. Trataron
    entonces de izarlo a bordo, pero pesaba tanto que se le partió la cola por la
    tracción de la cuerda y, privado de ese adorno, desapareció bajo el agua.
    —Bien, al fin un hecho —dijo Ned Land.
    —Un hecho indiscutible, mi buen Ned. Por eso se propuso llamar a ese pulpo
    «calamar de Bouguer».
    —¿Y cuál era su longitud? —preguntó el canadiense.
    —¿No medía unos seis metros? —dijo Conseil, que, apostado ante el cristal,
    examinaba de nuevo los huecos del acantilado.
    —Exacto —respondí.
    —¿No tenía la cabeza coronada por ocho tentáculos que se agitaban en el agua
    como un nido de serpientes?
    —Exacto.
    —¿No tenía unos ojos enormes y saltones?
    —Así es.
    —¿Y su boca no era un pico de loro, pero más impresionante?
    —En efecto.
    —Entonces —respondió tranquilamente Conseil—, si no es el calamar de
    Bouguer, he aquí al menos uno de sus hermanos.
    Miré a Conseil, mientras Ned Land corría hacia el cristal.
    —¡La bestia espantosa! —exclamó.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Sep 2024, 14:39

    ***


    —¡La bestia espantosa! —exclamó.
    Miré yo también, y no pude reprimir un gesto de repulsión. Antes mis ojos se
    agitaba un monstruo horrible, digno de figurar en las leyendas teratológicas.
    Era un calamar de dimensiones colosales, pues medía ocho metros de largo,
    que marchaba a reculones con extrema rapidez en la dirección del Nautilus.
    Miraba con sus enormes ojos fijos de tonos glaucos. Sus ocho brazos, o, mejor
    dicho, sus ocho pies implantados en la cabeza, que han valido a estos animales el
    nombre de cefalópodos, tenían un desarrollo dos veces mayor que el de su cuerpo
    y se retorcían como la cabellera de las Furias. Se distinguían claramente las
    doscientas cincuenta ventosas situadas en la cara interna de los tentáculos, en
    forma de cápsulas semiesféricas. A veces las ventosas se pegaban al cristal del
    salón, haciendo el vacío. La boca del monstruo —un pico córneo como el de un
    loro— se abría y se cerraba verticalmente. Su lengua, sustancia igualmente córnea
    y armada con varias filas de dientes puntiagudos, salía retorciéndose de esa
    verdadera cizalla. ¡Qué fantasía de la naturaleza, un pico de pájaro en un molusco!
    Su cuerpo, fusiforme e hinchado en su parte central, formaba una masa carnosa que
    debía de pesar entre veinte y veinticinco mil kilos. Su color cambiaba con extrema
    rapidez según la irritación del animal y pasaba sucesivamente del gris pálido al
    marrón rojizo.
    ¿Por qué se irritaba aquel molusco? Sin duda por la presencia del Nautilus,
    más formidable que él, sobre el que sus brazos succionadores y sus mandíbulas no
    tenían ningún poder. Y sin embargo, ¡qué monstruos los pulpos, qué vitalidad les ha
    dado el Creador, qué vigor en sus movimientos, gracias a sus tres corazones!
    El azar nos había puesto en presencia de ese calamar y no quise perder la
    ocasión de estudiar detenidamente aquel espécimen de cefalópodos. Vencí el
    horror que me inspiraba su aspecto, cogí un lápiz y empecé a dibujarlo.
    —Quizá sea el mismo que el del Alecton —dijo Conseil.
    —No —respondió el canadiense—, porque este está entero y el otro perdió la
    cola.
    —Esa no sería una razón —respondí—. Los brazos y la cola de estos animales
    vuelven a crecer y durante siete años la cola del calamar de Bouguer sin duda ha
    tenido tiempo de desarrollarse otra vez.
    —Bueno, si no es este, quizá sea uno de esos —repuso Ned.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Sep 2024, 14:40

    ***

    En efecto, aparecieron más pulpos a estribor. Conté siete. Cortejaban al
    Nautilus, y podía oír sus picotazos sobre el casco de acero. Estábamos servidos.
    Continué mi trabajo. Los monstruos se mantenían cerca del barco con tal
    precisión que parecían inmóviles, y yo habría podido calcarlos en escorzo sobre el
    cristal. Navegábamos, además, a velocidad moderada
    De pronto el Nautilus se detuvo y un choque sacudió todo su armazón.
    —¿Hemos chocado? —pregunté.
    —En cualquier caso nos hemos soltado, porque estamos flotando.
    El Nautilus flotaba, pero sin avanzar. Las palas de la hélice no batían las olas.
    Un minuto después, el capitán Nemo, seguido de su segundo, entró en el salón.
    Llevaba tiempo sin verle y me pareció preocupado. Sin hablarnos, tal vez sin
    vernos, fue al cristal, miró los pulpos y dijo algo a su segundo. Éste salió y al poco
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] - Página 351
    se cerraron los paneles y se iluminó el techo.
    Me dirigí al capitán y le dije, con el tono desenfadado que emplearía un
    aficionado ante el cristal de un acuario:
    —Una curiosa colección de pulpos.
    —Sí, señor naturalista, y vamos a combatirlos cuerpo a cuerpo.
    Miré al capitán, pues creí no haber oído bien.
    —¿Cuerpo a cuerpo?
    —Sí. La hélice está parada. Creo que las mandíbulas córneas de uno de estos
    calamares se han enganchado en sus aspas, lo que nos impide avanzar.
    —¿Y qué va a hacer?
    —Subir a la superficie y acabar con esas alimañas.
    —Empresa difícil.
    —Sí. Las balas eléctricas nada pueden contra sus carnes blandas, en las que no
    encuentran suficiente resistencia para estallar. Pero los atacaremos con hachas.
    —Y con el arpón, si no rechaza mi ayuda —dijo el canadiense.
    —La acepto, señor Land.
    —Les acompañaremos —dije, y, siguiendo al capitán Nemo, nos dirigimos a la
    escalera central.
    Allí nos aguardaba una docena de hombres armados con hachas de abordaje y
    listos para el ataque. Conseil y yo cogimos dos hachas y Ned Land agarró un arpón.





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    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Sep 2024, 14:41

    ***
    El Nautilus había vuelto a la superficie. Uno de los marineros, situado en los
    últimos peldaños, desenroscaba los pernos de la escotilla, pero apenas se habían
    soltado las tuercas cuando ésta salió disparada, evidentemente arrastrada por la
    ventosa del tentáculo de un pulpo. Inmediatamente uno de esos largos tentáculos se
    deslizó como una serpiente por la abertura y otros veinte se agitaron por arriba. El
    capitán Nemo cortó de un hachazo el formidable tentáculo, que resbaló
    retorciéndose por los escalones.
    Mientras nos empujábamos los unos a los otros para subir a la plataforma,
    otros dos brazos, azotando el aire, cayeron sobre el marinero que iba delante del
    capitán y se lo llevaron con una fuerza irresistible. El capitán Nemo lanzó un grito,
    se precipitó hacia fuera y todos corrimos tras él.
    ¡Qué escena! Aquel infeliz, asido por el tentáculo y pegado a sus ventosas, se
    balanceaba en el aire a capricho de la enorme trompa. Gemía y, ahogado, gritaba:
    «¡Socorro! ¡Socorro!». Esas palabras, pronunciadas en francés, me causaron un
    profundo estupor. Tenía, pues, un compatriota a bordo, varios tal vez. Seguiré
    oyendo esa desgarradora llamada durante toda mi vida.
    Aquel desdichado estaba perdido. ¿Quién podría arrancarle de ese poderoso
    abrazo? No obstante, el capitán Nemo se lanzó sobre el pulpo y de un hachazo le
    cortó otro tentáculo. Su segundo luchaba con otros monstruos que trepaban por los
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] - Página 352
    costados del Nautilus. La tripulación combatía a hachazos y el canadiense, Conseil
    y yo hundimos nuestras armas en las masas carnosas. Un fuerte olor a almizcle
    inundó la atmósfera. Era terrible.
    Por un instante creí que el infeliz que había sido enlazado por el pulpo se
    liberaría de su succión, al haberle cortado siete de sus ocho brazos. Sólo uno se
    retorcía en el aire, blandiendo a su víctima como una pluma. Pero cuando el
    capitán Nemo y su segundo se abalanzaron sobre él, el animal lanzó una columna
    de un líquido negruzco, segregado por una bolsa situada en su abdomen, y nos
    cegó. Cuando se disipó la nube de tinta, el calamar había desaparecido y con él mi
    infortunado compatriota.









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    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Sep 2024, 14:42




    ***


    ¡Qué rabia nos empujó entonces contra esos monstruos! No podíamos
    contenernos. Diez o doce pulpos habían invadido la plataforma y los costados del
    Nautilus. Rodábamos entremezclados con esos trozos de serpientes que se agitaban
    sobre la plataforma en torrentes de sangre y tinta. Parecía que aquellos viscosos
    tentáculos renacían como las cabezas de la hidra. El arpón de Ned Land se hundía
    a cada golpe en los ojos glaucos de los calamares, reventándolos. Pero mi
    intrépido compañero fue súbitamente derribado por los tentáculos de un monstruo
    al que no había podido esquivar.
    ¡Ah!, ¿cómo no se me rompió el corazón por la emoción y el horror? El
    formidable pico del calamar se abrió sobre Ned Land, presto a cortar en dos a
    aquel desdichado. Corrí en su ayuda, pero el capitán Nemo se había adelantado. Su
    hacha desapareció entre las dos enormes mandíbulas y, milagrosamente salvado, el
    canadiense se levantó y hundió completamente su arpón hasta el triple corazón del
    pulpo.
    —Le debía esta revancha —dijo el capitán Nemo al canadiense.
    Ned se inclinó sin responderle.
    El combate había durado un cuarto de hora. Los monstruos, vencidos, mutilados
    y heridos de muerte, finalmente nos dejaron el espacio libre y desaparecieron bajo
    las aguas.
    El capitán Nemo, cubierto de sangre, inmóvil junto al fanal, miraba al mar que
    había engullido a uno de sus compañeros, mientras gruesas lágrimas brotaban de
    sus ojos.







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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 15:44

    ***
    XIX



    EL GULF STREAM



    Ninguno de nosotros podrá olvidar jamás aquella terrible escena del 20 de abril.
    La he escrito embargado por una fuerte emoción. Luego he repasado mi relato y se
    lo he leído a Conseil y al canadiense, que lo han encontrado fiel en los hechos pero
    insuficiente en los efectos. Para describir tales escenas haría falta la pluma de
    nuestro poeta más ilustre, el autor de Los trabajadores del mar.
    He dicho que el capitán Nemo lloraba al contemplar las aguas. Su dolor era
    inmenso. Era el segundo compañero que perdía desde nuestra llegada a bordo. ¡Y
    qué muerte! Aquel amigo, aplastado, ahogado, destrozado por el formidable
    tentáculo de un pulpo, triturado por sus mandíbulas de hierro, no reposaría con sus
    compañeros en las tranquilas aguas del cementerio de coral.
    El grito desesperado de aquel infeliz me había desgarrado el corazón en el
    fragor de la lucha. Ese pobre francés, olvidando su lengua concertada, había vuelto
    a la de su país y su madre para hacer un supremo llamamiento. De modo que tenía
    un compatriota entre la tripulación del Nautilus, aliada en cuerpo y alma con el
    capitán Nemo y que como él rehuía el contacto de los hombres. ¿Sería el único
    representante de Francia en esa misteriosa sociedad, compuesta evidentemente por
    individuos de diversas nacionalidades? Ése era otro de los problemas irresolubles
    que me planteaba sin cesar.
    El capitán regresó a su habitación y no volví a verle durante algún tiempo. ¡Qué
    triste, desesperado e indeciso debía de hallarse, a juzgar por el navío del que él
    era el alma y al que transmitía todas sus emociones! El Nautilus no seguía un
    rumbo fijo. Deambulaba, flotando como un cadáver a merced de las olas. Su hélice
    ya estaba libre, pero apenas la utilizaba. Navegaba al azar, incapaz de abandonar
    el escenario de su última lucha, el mar que había devorado a uno de los suyos.
    Así transcurrieron diez días. Hasta el 1 de mayo el Nautilus no puso de nuevo
    rumbo al norte, tras haber avistado las Lucayas en la embocadura del canal de las
    Bahamas. Seguimos entonces la corriente del mayor río marino, que tiene sus
    orillas, sus peces y su temperatura propios. Hablo del Gulf Stream.
    Es un río que corre libremente por el Atlántico y cuyas aguas no se mezclan con
    las oceánicas. Es un río salado, más salado que el mar que lo rodea, y tiene una
    profundidad media de tres mil pies y una anchura media de sesenta millas. En
    algunos lugares su corriente fluye a una velocidad de cuatro kilómetros por hora.
    El volumen constante de sus aguas es mayor que el de todos los ríos del planeta.










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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 15:45

    ***
    La verdadera fuente del Gulf Stream, descubierta por el comandante Maury, su
    punto de partida, si se quiere, está situada en el golfo de Gascuña. Allí comienzan
    a formarse sus aguas, aún débiles de temperatura y color. Desciende al sur, bordea
    el África ecuatorial, calienta sus aguas bajo los rayos solares de la zona tórrida,
    cruza el Atlántico, llega al cabo de San Roque en la costa brasileña y se bifurca en
    dos ramas, una de las cuales va a saturarse nuevamente de las moléculas calientes
    del mar de las Antillas. Entonces el Gulf Stream, encargado de reestablecer el
    equilibrio entre las temperaturas y de mezclar las aguas de los trópicos con las
    boreales, comienza a cumplir su función como ponderador. Caldeado al rojo vivo
    en el golfo de México, sube al norte por las costas americanas, avanza hasta
    Terranova, se desvía impulsado por la corriente fría del estrecho de Davis, retoma
    la ruta del océano siguiendo la línea loxodrómica sobre uno de los grandes
    círculos del planeta, se divide en dos ramas hacia los 45º, una de los cuales, con
    ayuda del alisio del noreste, vuelve al golfo de Gascuña y a las Azores, y la otra,
    tras templar las costas de Irlanda y Noruega, llega más allá de las Spitzberg, donde
    su temperatura desciende hasta los cuatro grados, para formar el mar libre del
    Polo.
    El Nautilus navegaba por ese río oceánico. A su salida del canal de las
    Bahamas, con catorce leguas de anchura y una profundidad de trescientos cincuenta
    metros, el Gulf Stream fluye a ocho kilómetros por hora. Esta rapidez decrece
    regularmente a medida que avanza hacia el norte, y es de desear que tal regularidad
    persista, pues si, como se ha creído advertir, se modificaran su velocidad y
    dirección, los climas europeos quedarían sujetos a perturbaciones de
    consecuencias impredecibles.
    Hacia mediodía yo estaba en la plataforma con Conseil, a quien explicaba las
    particularidades del Gulf Stream. Terminada mi explicación, le invité a mojar las
    manos en la corriente. Así lo hizo, y se sorprendió de no experimentar ninguna
    sensación de frío ni calor.
    —Eso se debe a que la temperatura del agua del Gulf Stream al salir del golfo
    de México difiere poco de la de la sangre. El Gulf Stream es un inmenso
    calentador que permite a las costas europeas revestirse de un verdor perenne. Y, de
    creer a Maury, si se utilizara todo el calor de esta corriente se obtendría el
    suficiente para mantener fundido un río de hierro líquido tan grande como el
    Amazonas o el Misuri





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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 15:46

    ***

    En esos momentos la velocidad del Gulf Stream era de dos metros veinticinco
    por segundo. Su corriente se distingue tan claramente del mar circundante que sus
    aguas comprimidas sobresalen en el oceáno y se produce un desnivel entre ellas y
    las aguas frías. Oscuras, por otra parte, y muy ricas en materias salinas, resaltan
    por su color añil sobre las aguas verdes que las rodean. Tan clara es su línea de
    demarcación que el Nautilus cortó con su espolón las aguas del Gulf Stream a la
    altura de las Carolinas, mientras su hélice batía aún las del océano.
    La corriente arrastraba consigo un sinfín de seres vivos. Los argonautas, tan
    comunes en el Mediterráneo, viajaban en nutridas manadas. Entre los
    cartilaginosos, los más notables eran las rayas, cuya cola, muy suelta, comprendía
    casi un tercio de su cuerpo y que parecían grandes rombos de veinticinco pies de
    largo. Había también pequeños escualos de un metro, cabeza grande, morro corto y
    redondeado, dientes puntiagudos dispuestos en varias hileras y cuyo cuerpo
    parecía cubierto de escamas.
    Entre los peces óseos, anoté unos sargos grises típicos de esos mares; corvinas
    cuyo iris brillaba como el fuego; escienas de un metro de largo, con la lengua
    plagada de pequeños dientes y que dejaban escapar un ligero grito; centronotos
    negros, de los que ya hablé; corífenos azules, salpicados de oro y plata; escaros,
    verdaderos arcos iris del océano, que pueden rivalizar en color con las más bellas
    aves de los trópicos; blemios bosquianos de cabeza triangular; rombos azulados,
    desprovistos de escamas; batracoides recubiertos de una franja amarilla y
    transversal que forma una t griega; enjambres de pequeños gobios moteados de
    manchas marrones; dipterodones de cabeza plateada y cola amarilla; diversos
    especímenes de salmones; mugilomoros de talle esbelto y brillo suave, que
    Lacépède consagró como sus amables compañeros de vida, y, por último, un
    hermoso pez, el caballero americano, que, distinguido con todas las órdenes y
    condecorado con todos los galardones, frecuenta las orillas de esa gran nación
    donde éstos se tienen en tan poca estima.
    Añadiré que, por la noche, las aguas fosforescentes del Gulf Stream
    rivalizaban con el resplandor eléctrico de nuestro fanal, sobre todo durante las
    tormentas, que nos amenazaban frecuentemente



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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 15:47

    ***


    El 8 de mayo nos hallábamos aún frente al cabo Hatteras, a la altura de
    Carolina del Norte. La anchura del Gulf Stream es allí de doscientos diez metros.
    El Nautilus continuaba avanzando sin rumbo fijo. Parecía haberse desterrado
    cualquier vigilancia a bordo. Debo reconocer que, en tales condiciones, una fuga
    podía culminarse con éxito. En efecto, las costas habitadas ofrecían fáciles
    refugios por doquier. Además, el mar estaba continuamente surcado por numerosos
    barcos de vapor que hacen el servicio entre Nueva York o Boston y el golfo de
    México, y noche y día lo recorrían las pequeñas goletas encargadas del cabotaje en
    los diversos puntos de la costa americana. Era de esperar que alguien nos
    recogiera. Se trataba, pues, de una ocasión favorable, pese a las treinta millas que
    separaban el Nautilus de las costas de la Unión.
    Pero una circunstancia adversa complicaba los planes del canadiense. Hacía un
    tiempo horrible. Nos acercábamos a esos parajes donde las tormentas son
    frecuentes, a la patria de las trombas y los ciclones, engendrados precisamente por
    el Gulf Stream. Enfrentarse a un mar a menudo embravecido a bordo de un frágil
    bote era lanzarse a una muerte segura, y el mismo Ned Land así lo reconocía. Por
    eso tascaba el freno, poseído por una furiosa nostalgia que sólo la fuga hubiera
    podido curar.
    —Esto ha de terminar —me dijo ese día—. Quiero que quede claro. Su capitán
    Nemo se aleja de las tierras y sube al norte. Pero le aseguro que ya tuve bastante
    con el Polo Sur y no le seguiré al Polo Norte.
    —¿Y qué podemos hacer, Ned? Una fuga es imposible en estos momentos.
    —Vuelvo a mi idea. Hay que hablar con el capitán. Usted no dijo nada mientras
    estuvimos en los mares de su país, pero yo quiero hablar ahora que estamos en los
    mares del mío. Cuando pienso que dentro de unos días el Nautilus se hallará a la
    altura de Nueva Escocia y que allí, hacia Terranova, se abre una ancha bahía, que
    en esa bahía desemboca el San Lorenzo, mi río, el río de Quebec, mi ciudad natal;
    cuando pienso en eso, la furia me domina y se me erizan los cabellos. Mire, señor,
    antes me tiraría al mar que quedarme en este barco. Aquí me ahogo.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 15:47

    ***

    Evidentemente, el canadiense había llegado al límite de su paciencia. Su
    vigorosa naturaleza no podía acomodarse a un encierro tan prolongado, su
    fisonomía se alteraba más cada día y su carácter se iba tornando cada vez más
    sombrío. Yo comprendía lo que debía de estar sufriendo, pues a mí también me
    abrumaba la nostalgia. Habían transcurrido casi siete meses sin noticia alguna de la
    tierra. Además, el aislamiento del capitán Nemo, su cambio de humor, sobre todo
    desde el combate contra los pulpos, su taciturnidad, me hacían ver las cosas bajo
    una luz distinta. Ya no sentía el entusiasmo de los primeros días. Había que ser un
    flamenco como Conseil para aceptar esa situación en un medio reservado a los
    cetáceos y a otros habitantes del mar. Verdaderamente, si el buen muchacho tuviese
    branquias en vez de pulmones, creo que habría sido un pez notable.
    —¿Y bien? —preguntó Ned Land, viendo que no le respondía.
    —Y bien, Ned, ¿quiere que pregunte al capitán Nemo cuáles son sus
    intenciones hacia nosotros?
    —Sí.
    —¿Aunque ya las haya expresado?
    —Sí. Quiero cerciorarme por última vez. Si quiere, hable por mí y sólo en mi
    nombre.
    —Pero rara vez me lo encuentro. Parece evitarme.
    —Razón de más para ir a verle.
    —Se lo preguntaré, Ned.
    —¿Cuándo? —insistió el canadiense.
    —Cuando lo encuentre.
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] - Página 357
    —Señor Aronnax, ¿quiere que vaya a buscarlo yo mismo?
    —No, déjelo en mis manos. Mañana…
    —Hoy —dijo Ned Land.
    —Está bien. Lo veré hoy —respondí al canadiense, que, de actuar en solitario,
    sin duda lo habría comprometido todo.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 15:48

    ***

    Me quedé a solas. Decidida la cuestión, resolví zanjarla inmediatamente.
    Prefiero lo hecho a lo por hacer. Regresé a mi camarote. Desde allí oí pasos en el
    del capitán Nemo. No debía dejar pasar la ocasión de encontrarlo. Llamé a su
    puerta, sin obtener respuesta. Llamé otra vez, giré el picaporte, abrí la puerta y
    entré. Allí estaba el capitán Nemo. Inclinado sobre su mesa de trabajo, no me había
    oído. Decidido a no irme sin haberle interrogado, me acerqué a él. Levantó
    súbitamente la cabeza, frunció el ceño y me dijo con bastante brusquedad:
    —¿Qué hace aquí? ¿Qué quiere?
    —Hablar con usted.
    —Estoy ocupado trabajando. La libertad que le doy a usted de aislarse, ¿no
    puedo tenerla para mí?
    El recibimiento era poco alentador, pero yo estaba decidido a oír cualquier
    cosa con tal de poder responder.
    —Señor —dije fríamente—, debo hablarle de un asunto que no puedo aplazar
    por más tiempo.
    —¿Cuál? —respondió él, irónicamente—. ¿Ha hecho algún descubrimiento que
    se me haya escapado? ¿El mar le ha revelado nuevos secretos?
    Estábamos lejos del asunto en cuestión. Pero antes de que pudiese responderle,
    me señaló un manuscrito abierto sobre su mesa y, en tono más grave, dijo:
    —Este, señor Aronnax, es un manuscrito escrito en varias lenguas. Contiene el
    resumen de mis estudios sobre el mar y, si Dios quiere, no desaparecerá conmigo.
    Este manuscrito, firmado con mi nombre y completado con la historia de mi vida,
    se guardará en un pequeño aparato insumergible. El último superviviente de todos
    nosotros lanzará ese aparato al mar, y este irá adonde lo lleven las olas.
    ¡El nombre de aquel individuo! ¡Su historia escrita por él mismo! ¿Así que
    algún día su misterio quedaría desvelado? Pero en esos momentos no vi en esa
    declaración más que una entrada en materia.
    —Capitán, no puedo sino aprobar su decisión. El fruto de sus estudios no debe
    perderse, pero el medio que piensa emplear me parece primitivo. ¿Quién sabe
    adónde llevarán los vientos ese aparato y en qué manos caerá? ¿No podría idear
    algo mejor? ¿No podría usted o uno de los suyos…?
    —Nunca —dijo, interrumpiéndome, el capitán Nemo.
    —Pero mis compañeros y yo estamos dispuestos a custodiar ese manuscrito, y
    si nos devuelve la libertad…



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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 14:01

    ***
    —¡La libertad! —exclamó el capitán Nemo, incorporándose.
    —Sí, de eso quería hablarle. Llevamos siete meses en su barco y hoy le
    pregunto, en nombre de mis compañeros y en el mío, si tiene intención de
    retenernos aquí para siempre.
    —Señor Aronnax, le respondo hoy lo mismo que hace siete meses. Quien entra
    en el Nautilus nunca podrá abandonarlo.
    —Lo que usted nos impone es la esclavitud pura y dura.
    —Llámelo como quiera.
    —Pero en todas partes el esclavo conserva el derecho de recobrar su libertad y
    utilizar cualquier medio que se le presente.
    —¿Quién le ha negado ese derecho? ¿Acaso le he encadenado bajo algún
    juramento?
    El capitán me miraba con los brazos cruzados.
    —Señor —le dije—, ni a usted ni a mí nos agrada volver por segunda vez a
    este asunto, pero, ya puestos, vayamos hasta el final. Se lo repito, no sólo se trata
    de mí. Para mí, el estudio es un refugio, una poderosa diversión, un hábito, una
    pasión que puede hacerme olvidarlo todo. Como usted, soy un hombre capaz de
    vivir ignorado, en la sombra, con la frágil esperanza de legar algún día al porvenir
    el resultado de mis trabajos mediante un aparato hipotético confiado al azar de las
    olas y los vientos. En una palabra, puedo admirarle y seguirle gustoso en una
    misión que comprendo en algunos puntos, pero hay otros aspectos de su vida que
    me la hacen entrever llena de complicaciones y misterios de los que mis
    compañeros y yo somos aquí los únicos excluidos. Incluso cuando nuestro corazón
    haya podido latir emocionado por alguno de sus pesares o conmovido por sus actos
    de genio o coraje, hemos tenido que reprimir hasta la menor muestra de esa
    simpatía nacida de la visión de lo bueno y noble, ya provenga del amigo o del
    enemigo. Pues bien, ese sentimiento de ser ajenos a todo lo que le concierne es lo
    que convierte nuestra situación en algo inaceptable incluso para mí, pero sobre
    todo para Ned Land. Todo hombre, por el hecho de serlo, merece consideración.
    ¿Se ha planteado los planes de venganza que el amor a la libertad y el odio a la
    esclavitud podrían engendrar en un carácter como el del canadiense, lo que podría
    pensar, intentar, proponerse…?





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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 14:02

    ***

    Dicho lo cual, el capitán Nemo se levantó.
    —¿Qué me importa lo que Ned Land piense, intente o se proponga? No soy yo
    quien ha ido a buscarle, ni lo retengo a bordo por mi gusto. En cuanto a usted,
    señor Aronnax, es de los que pueden comprenderlo todo, incluso el silencio. No
    tengo nada más que decirle. Que esta primera vez en que viene a tratar este asunto
    sea también la última, pues si hay una segunda ni siquiera podré escucharle.
    Me retiré. A partir de aquel día nuestra situación se tornó muy tensa. Relaté mi
    conversación a mis dos compañeros.
    —Ahora sabemos que no hay que esperar nada de este hombre. El Nautilus se
    acerca a Long Island. Huiremos, haga el tiempo que haga.
    Pero el tiempo se iba poniendo cada vez más amenazante. Se percibían los
    síntomas de un huracán. La atmósfera se volvía blanca y lechosa. Los cirros de
    haces sueltos eran reemplazados en el horizonte por capas de nimbocúmulos. Otras
    nubes bajas huían rápidamente. La mar se tornaba gruesa y se hinchaba en largas
    marejadillas. Las aves desaparecían, a excepción de los petreles, amigos de las
    tempestades. El barómetro descendía notablemente e indicaba una extrema tensión
    de los vapores en el aire. La mezcla del stormglass se descomponía por la acción
    de la electricidad que saturaba la atmósfera. La lucha de los elementos estaba
    próxima.
    La tempestad estalló el 18 de mayo, mientras el Nautilus navegaba a la altura
    de Long Island, a algunas millas de los pasos de Nueva York. Puedo describir la
    lucha de los elementos porque, en vez de huir a las profundidades, el capitán
    Nemo, por algún inexplicable capricho, decidió hacerle frente en la superficie.
    Soplaba el viento del sudoeste, primero frescachón, es decir, a una velocidad
    de quince metros por segundo, que subió a veinticinco metros por segundo hacia
    las tres de la tarde. Es la cifra de las tempestades.
    El capitán Nemo, inquebrantable bajo las ráfagas, se había situado en la
    plataforma, amarrado a la cintura para resistir las monstruosas olas que azotaban el
    barco. Yo también subí y me até, con mi admiración dividida entre la tempestad y
    aquel hombre incomparable que le plantaba cara.





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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 14:03

    ***

    El mar embravecido era barrido por grandes jirones de nubes que se hundían
    en las olas y dejé de ver las pequeñas olas intermedias que se forman en las
    grandes simas del agua. Sólo se divisaban largas ondulaciones fuliginosas, tan
    compactas que sus crestas no reventaban. Su altura aumentaba, como si se incitaran
    unas a otras. El Nautilus, ya inclinado de un costado, ya erguido como un mástil, se
    balanceaba y cabeceaba espantosamente.
    Hacia las cinco cayó una lluvia torrencial que no aplacó ni al viento ni al mar.
    El huracán se desencadenó a una velocidad de cuarenta y cinco metros por
    segundo, es decir, unas cuarenta leguas por hora. En esas condiciones derriba las
    casas, clava las tejas de los techos en las puertas, rompe las verjas de hierro y
    desplaza cañones del veinticuatro. Y sin embargo, el Nautilus, en medio de la
    tormenta, justificaba las palabras de un sabio ingeniero: «No hay casco bien
    construido que no pueda desafiar al mar». Así, no era una roca resistente lo que
    aquellas olas habrían demolido, sino un huso de acero, obediente y móvil, sin
    aparejos ni arboladura, que retaba impunemente la furia de las aguas.
    Examiné atentamente las olas desatadas. Medían hasta quince metros de altura
    sobre una longitud de ciento cincuenta a ciento setenta y cinco metros, y su
    velocidad de propagación era de quince metros por segundo, la mitad de la del
    viento. Su tamaño y potencia aumentaban con la profundidad del agua. Comprendí
    entonces la función de esas olas que aprisionan el aire en sus costados y lo llevan
    al fondo del mar, al que vivifican con ese oxígeno. Se ha calculado que su extrema
    fuerza de presión puede alcanzar los tres mil kilos por pie cuadrado de la
    superficie que azotan. Fueron esas olas las que en las Hébridas desplazaron un
    bloque de ochenta y cuatro mil libras de peso. Fueron ellas las que, en la tempestad
    del 23 de diciembre de 1864, tras haber derribado una parte de la ciudad japonesa
    de Edo, avanzaron a setecientos kilómetros por hora para romper ese mismo día en
    las costas de América.



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